Capítulo setenta y dos | VO
Una extraña sensación impidió que Anna conciliara el sueño.
Quiso concentrarse en la armoniosa respiración de Charles mientras dormía, y aunque adormeció un poco su nerviosismo, no se lo arrebató por completo. Aquello era una sensación con la que estaba irritantemente familiarizada.
Y la provocaba ese maldito jardín a solo pasos de su habitación.
Se había percatado de que las cortinas seguían abiertas a los pocos minutos de Charles haberse quedado dormido. Casi se atragantó con su propia respiración al observar esa enorme oscuridad frente a ella. Se cubrió con lo primero que tuvo a la mano y corrió las cortinas. La habitación quedó aún más oscura. Tuvo que ocultarse entre los brazos de Charles para controlar su miedo, como si ella fuera una niñita a la que le aterra la oscuridad.
¿Qué era lo que tenía? Siempre se hacía la misma pregunta, y nunca obtenía respuestas. Aunque la propiedad le parecía segura, aquel enorme jardín siempre le provocaba una incontrolable sensación de angustia, como si se tratase de las peligrosas fauces de un animal salvaje. De día era un bello y colorido jardín. De noche, un espantoso campo oscuro que parecía la trampa para cualquier valiente.
Y cuando se enfrentaba a él no era muy valiente.
A veces se le cruzaba la estúpida idea de que alguien podría ocultarse fácilmente allí. Después de todo, su oscuridad era absoluta y su terreno extenso. Cualquier loco podría esconderse tras los arbustos y jamás sería encontrado.
Anna se aferró a Charles en un infantil intento por espantar sus ideas. Él se movió un poco, y ella evitó moverse para no despertarlo.
Pero fue inútil.
―¿Aún estás despierta? ―le preguntó con la voz ronca.
―Ya me estaba quedando dormida ―mintió.
―Mm...
No escuchó su voz, así que supuso que había vuelto a quedarse dormido.
―Espera ―lo oyó decir―. Si estabas por quedarte dormida, ¿por qué tu voz se oye tan clara?
―Por nada. Vuelve a dormir.
Él dejó escapar un bostezo.
―¿Qué ocurre? Vamos, mujer. De los dos, tú eres la que siempre cae rendida después de hacer el amor. Algo debe rondar por tu mente para que sigas despierta.
―Oye, ya deja de leerme como si fuera un libro. Es incómodo cuando te conocen tanto.
―Eres constante con algunos gestos y mañas, así que no es tan difícil.
―Bueno, da igual. Ya vuélvete a dormir.
―No ―se movió un poco, buscando su rostro en medio de la oscuridad―. ¿Qué pasa? No me digas que es ese jardín de nuevo.
Anna puso los ojos en blanco.
―¿Qué te dije sobre leerme como un libro?
―Anna, pero si desde el primer día has dejado claro que odias ese jardín. Ya he perdido la cuenta de las veces que me he despertado en la madrugada y tú no has podido dormir por estar pensando en eso. Pedí que compraran las cortinas más oscuras posibles, ¿y aún así te preocupa?
―No quiero hacer un drama por esto. Tienes razón, es una tontería.
―Yo no dije que lo fuera. Quise decir que ya no sé qué hacer para que estés cómoda.
―No es nada, olvídalo. Solo es una tontería mía. El jardín no se convertirá en Constance la Gigante.
―¿En quién?
―La mujer enorme que poseyó su casa ¿Nunca has visto Monster House? Es una película animada.
―Claro, por eso no puedes dormir: por pensar en esas cosas.
―¿El regaño es necesario?
―Tal vez. Se supone que uno se sienta cómodo y seguro en su casa. Algo anda muy mal cuando no es así.
Anna torció la boca mientras meditaba sus palabras.
―No lo sé, Charles. Es solo...
―¿Intuición femenina? ―musitó a son de broma.
―Bueno, no sé. Solo pienso en Alice y...
―¿Qué tiene tu hermana que ver con todo esto? Aún no estoy del todo despierto.
―Cuando decidimos ir a Longforth, Alice intentó de muchas formas hacernos desistir de la idea. Todos pensamos que solo estaba siendo fastidiosa, pero mira lo que sucedió. A mí casi me secuestran y a ti te dispararon. Es por eso que siento que tal vez es mejor no ignorar este mal presentimiento. Pero también creo que estoy comportándome como una tonta paranoica. Después de todo es solo un estúpido jardín ¿Qué daño puede hacernos un jardín?
―Tienes razón. Un jardín no puede sostener un arma o decir estupideces que nos hagan enoja, pero psicológicamente puede hacer mucho daño. Tienes todo ese estrés y toda esa preocupación reflejados en el jardín. Yo podría pensar que es una tontería, que no es así, pero para ti es algo mucho más serio. No te está dejando dormir, así que tendré que tomar otras cartas en el asunto.
Anna frunció el ceño.
―¿A qué te refieres?
―Empecemos por cambiarnos a otra habitación. Las demás no son tan amplias, pero no tendrás un jardín que te desvele. Si eso no funciona...
―¿Seguiremos cambiándonos de habitación?
―Venderemos la villa.
Anna abrió los ojos como platos.
―¿Lo dices en serio?
―La compré porque me pareció muy segura, y lo es, pero conseguiste escaparte de mis guardias en sus narices, haciendo que una compra millonaria se volviera increíblemente innecesaria e inútil porque tú misma te expones al peligro. Además, no sirve de nada que sea físicamente segura si psicológicamente te está afectando.
Anna dejó escapar un quejido.
―Cuando dices eso me hace sentir que estoy siendo una idiota paranoica.
―Una idiota paranoica muy sexy.
Ella dejó escapar una carcajada.
―Lamento que te hayas quedado despierto por mis tonterías.
―Bueno, ya me las cobraré más tarde. Solo deja que recupere un poco de fuerzas.
Anna sonrió como tonta, y acurrucándose contra él, dejó que su suave respiración la adormeciera.
Despertó un par de horas más tarde mucho más cansada de lo que esperó, y para combatir la ensoñación se dio una ducha rápida. Se vistió con pantalones deportivos ajustados y una camisa negra de Charles. Se ató el cabello en un apretado moño y volvió a la habitación.
Charles aún dormía, y una sonrisita boba se le escapó mientras lo miraba. Se le acercó en silencio y le depositó un beso en la mejilla. Él se movió un poco hasta que sus ojos azules se abrieron. Una sonrisita dormilona adornó su bello rostro.
―Buenos días, precioso ―musitó ella.
―Mm... Buenos días ¿Qué tal dormiste?
―Bien.
Él frunció el ceño al notar la ropa que llevaba.
―¿Saldrás de la propiedad? ―de repente a Anna le pareció muy despierto.
―No. Iré a preparar el desayuno ¿Quieres algo especial?
Charles relajó un poco su gesto alterado.
―Aún no tengo hambre.
―Pero tienes que tomarte los medicamentos. El menú es carta abierta, Su Alteza. Lo que usted ordene será preparado por su chef personal.
A él se le escapó una risita.
―Lo que prepares está bien. Deja que me dé una ducha y te ayudaré.
―No, no. Te lo traeré a la cama. Aún tienes el efecto adormecedor del medicamento.
―Si lo dices porque me quedo dormido en todos lados, te recuerdo que hacías lo mismo y nunca me quejé.
―Por Dios, hombre. No lo dije por eso. Solo quiero que descanses.
―Di la verdad. No quieres que te ayude porque no sé cocinar.
―Ya te dije el por qué. Pero es cierto, no sabes cocinar, aunque no me importaría tener un asistente desnudo que me haga compañía.
―No con tu familia aquí, pero no descartaremos la idea.
Ella se echó a reír.
―Bueno, no me tardo nada ¿Seguro que no quieres algo en específico?
―Cualquier cosa estará bien.
―De acuerdo.
Le depositó otro beso en la mejilla y abandonó la habitación. Pegado a la puerta encontró una nota que decía:
Salimos a desayunar al restaurante italiano. Volvemos a las 10.
PD: Si quieren que les traigamos algo, llámennos.
Anna reconoció la letra de Alice. Se preguntó si Zowie y Peete habrán ido también. Agitó los hombros y continuó su camino.
Se detuvo al pie de las escaleras. La casa se escuchaba más silenciosa que de costumbre, tanto que por un instante sintió que se hallaba en la residencia equivocada.
Por un momento, el silencio le hizo olvidar qué estaba haciendo allí. Observó el resto de la propiedad. Frente a ella, a varios pasos, estaba la puerta de entrada. A su derecha estaba la oficina de Charles y hacia su izquierda la sala y comedor. Las mismas cosas estaban en el mismo lugar y no fue capaz de identificar siquiera un mínimo cambio ¿Entonces por qué se sentía tan extraña? Salvo por la ausencia de su familia, lo demás era rutinariamente normal.
Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Una vocecilla le advertía que algo no andaba bien, pero como su intuición no tenía fama de ser específica, comenzó a cuestionar qué podría ir mal.
Charles y ella estaban solos, custodiados por los guardias de la entrada. Su familia no estaba ¿Acaso algo de aquello daba alguna mala señal? London Dry era un lugar seguro, y desde que ellos viven allí apenas abandonaban la propiedad. Los guardias de la villa parecían los únicos competentes para hacer su trabajo.
Tenía que mantener controlada su paranoia.
Había conseguido dar un par de pasos cuando escuchó el chirrido de los neumáticos al frenar. La luz de los reflectores penetró la antesala a través de los cristales de la puerta de entrada. Se preguntó qué había sucedido, pero no pudo dar un paso.
Un metal frío se presionó contra su nuca.
Anna se petrificó al sentir el golpe de aire caliente sobre su cuello. Un olor a cigarrillo barato aporreó su nariz. Se volteó de golpe y entonces lo vio.
Tenía la mirada de un hombre desquiciado, y su pinta parecía empeorar con la sonrisa de satisfacción que comenzaba a formársele lentamente en los labios que sostenían el cigarro, como si hubiese estado esperando una vida para encontrarla a solas. En su mano derecha sostenía el arma, que estaba ahora a pocos centímetros de su frente, mientras quitaba el cigarrillo de su boca con la mano izquierda.
A Anna le temblaba todo el cuerpo. Por un momento su mente quedó en blanco, sin tener si quiera una idea de lo que debía hacer. El metal contra su cabeza le provocó un fuerte estremecimiento que le recorrió la espalda.
―Tratándose de la residencia donde vive el príncipe, la seguridad es bastante...deplorable.
La voz de ese hombre reflejaba lo que vio en sus ojos, y Anna sintió por un momento que desfallecería ¿Qué debía hacer? ¿Correr? ¿Gritar? Mientras tuviera la boca del arma contra su frente, aquellas dos alternativas parecían ser las peores.
¿Pero cómo había entrado? ¿Y quién era? Dios mío, ¿pero qué estaba pasando? ¿Dónde demonios estaban los malditos guardias?
―Tuve que esperar un par de horas para hablar contigo ―le dio una calada a su cigarrillo y después, mientras sonreía, expulsó el humo contra su rostro. Anna hizo una mueca de asco―. Te vi tan ocupada con el príncipe que no quise interrumpir.
Anna sintió como si la casa se le viniese encima. Por un momento pensó que sus piernas ya no la sostendrían y que caería, y cuando comprendió del todo a lo que se refería deseó poder quitarle el arma y vaciar en él su reserva.
Las cortinas abiertas, el inmenso y oscuro jardín, Charles y ella en la habitación haciendo el amor. El desgraciado debió haberlos estado observando mientras esperaba el momento perfecto para entrar a la propiedad, y con Charles dormido y su familia fuera, éste parecía el indicado.
El hombre dejó caer el cigarrillo y, sin dejar de apuntarle con el arma, la agarró con fuerza del cabello y la obligó a caminar hacia atrás. Anna dejó escapar un grito mientras forcejeaba para liberarse.
Anna oyó un grito.
―¡GUARDIAS! ―oyó gritar a Zowie―. ¡UN LADRÓN!
Sin soltarla, el hombre se volteó hacia ella. Anna observó con los ojos irradiando pánico como él cambiaba la trayectoria del arma hacia Zowie.
Oh, no. El bebé.
Anna se soltó de su agarre y le asestó un fuerte golpe en el pecho que le cortó el aliento. El brazo de él tembló, y el arma estuvo a punto de caer al suelo.
―¡ZOWIE! ―le gritó ella―. ¡VETE! ¡VETE YA!
Pero ella no se movió. Anna corrió escaleras arriba y la empujó, obligándola a subir.
A Anna se le escapó un grito cuando el hombre volvió a tomarla del cabello. Le enroscó el cuello con el brazo y apretó el agarre. Anna despegó los labios para dar una gran boconada.
―Me cansé de juegos, princesa ―gruñó él.
Entonces lo escuchó.
Escuchó la torrencial lluvia de disparos, pero no pudo identificar de donde. Dios mío, ¿y si habían lastimado a Charles o a Zowie? Los ojos se le llenaron de lágrimas con la sola idea. No, por favor, no lo soportaría.
A pesar de que le costaba respirar, Anna no desistió en su lucha por liberarse. El hombre continuó arrastrándola hasta que se encontró en la entrada de la casa. Allí, un auto negro esperaba con una de las puertas traseras abiertas.
Un escalofrío le recorrió la espalda al observar a dos de los guardias tirados en el césped. Muertos.
Sintió ganas de vomitar.
―¡HIJO DE PERRA! ―chilló con dificultad―. ¡Ya dime qué demonios quieres!
―Te lo diré en el camino ―murmuró contra su oído.
La golpeó en la cabeza con el arma, y Anna perdió el conocimiento.
Charles despertó por culpa del ruido.
Cayó sentado sobre la cama, con el corazón martillándole a un ritmo absurdo. La habitación estaba fría y prácticamente a oscuras. Durante unos segundos le costó respirar, como si hubiese despertado de una pesadilla.
¿Pero qué demonios había sido aquello? La familia de Anna solía ser muy ruidosa en las mañanas, y era principalmente porque Alice se negaba a levantarse tan temprano, pero nunca habían llegado a formar un escándalo así. Como si la casa estuviese cayéndose a pedazos.
Abandonó la cama con increíble pereza mientras bostezaba y se agitaba el cabello, como si con aquello esperase despertarse un poco. Fue hasta el baño y se echó un poco de agua en la cara. Dios, podría volver a dormirse sin problemas. Estaba cansado de ese interminable efecto adormecedor de los medicamentos.
Tenía el cepillo de dientes en la mano cuando escuchó el frenético golpeteo contra la puerta. Parpadeó un par de veces para escapar de la pesadez del sueño. Tomó la ropa interior y el pantalón largo del pijama y se vistió.
―¡YA ABRE LA PUERTA, MALDITA SEA!
Él reconoció la voz de Zowie. Puso los ojos en blanco y caminó hasta la puerta. Frunció el ceño al percatarse de que tenía el seguro puesto. Lo quitó y abrió.
Zowie tenía el mismo semblante que el día del atentado de Anna: una mezcla de ira, angustia y dolor que le llegó muy dentro.
Algo no andaba bien.
―¿Qué sucede? ―indagó él.
―¿PERO CÓMO PUEDES ESTAR DURMIENDO CON LO QUE ESTÁ PASANDO? ―chilló ella.
Charles le montó mala cara.
―¿De qué me estás hablando?
―¡SE LLEVARON A ANNA! ¡DE ESO ESTOY HABLANDO!
Su ensoñación desapareció de golpe con la misma fuerza y rudeza de sus palabras. Sintió una punzada en la cabeza que lo mareó.
―No te estoy entendiendo ―agitó la cabeza frenéticamente―. Zowie, no te estoy entendiendo. Anna bajó a preparar el desayuno. Debe estar en la cocina.
―¡No, no está! ―se limpió las lágrimas con las puntas de sus dedos―. Había un hombre en la casa ¡Él se la llevó! Hay guardias... pero creo que están...
Él la apartó de un manotazo y corrió escaleras abajo. Recorrió la sala, el comedor, la cocina. Recorrió cada habitación en la casa, una y otra vez, hasta que ya no le quedó un rincón si revisar.
Ella no estaba.
La llamó. Llamó su nombre a gritos, pero la única respuesta que obtuvo fue su trabajosa respiración.
―¡ANNA! ―volvió a gritar.
Gritó y gritó otra vez, hasta que su garganta le ardió por la sed. Cruzó la puerta de entrada. En el asfalto vio marcas de neumáticos y pequeñas gotas de sangre.
Y en el césped, que compartía espacio con las bellas flores amarillas y violetas, vio dos cuerpos. Guardias.
Muertos.
Entonces era cierto. Anna no estaba aquí. Alguien se atrevió a invadir su hogar y llevarse a su mujer; llevarse su punto débil, aquello que, si era tocado o lastimado, despertaba en él a una bestia.
Oh, entonces así iba a ser el juego. Pues más le valía a ese hijo de puta estar preparado, porque una vez que esté enterado del responsable, se asegurará de que pague por lo que ha hecho, así tenga que matarlo él mismo.
El dolor le creó un zumbido dentro de su cabeza, y le costó ignorarlo hasta pasados varios minutos. La escases de luz la estaba enloqueciendo y el espantoso olor acre la obligó a recobrar su conciencia completamente.
Estaba en una habitación pequeña con una sola ventana bloqueada por tablones de madera. No había nada allí salvo por una pequeña mesa sobre la cual había una caja de cigarrillos y un encendedor. La puerta estaba entreabierta. Podría escapar...
Si no tuviera las manos y los pies atados con una rasposa cuerda. Solo su boca era libre de ataduras. Tal vez estaba sola, y de ser así podría gritar, esperando que alguien la escuchase y pudiese ayudarla.
Su pequeña esperanza se evaporó al abrirse la puerta. El chirrido de las bisagras le erizó la piel.
El hombre que la secuestró entró a la habitación con las manos cogidas tras la espalda. Él no sonreía, pero la chispa de satisfacción en sus ojos oscuros fue suficiente para despertar en ella una sensación de peligro.
―Te hemos dado el privilegio de hablar, así que no lo desperdicies con tonterías como gritar por ayuda.
Anna enumeró en silencio mínimo veinte cosas que podría decirle, y ninguna eran propias de una dama.
Pero ella estaba tan cabreada que aquello parecía una consideración de tontos.
―Eres un grandísimo hijo de perra, bastardo de mierda ―gruñó―. Claro, te valiste de un arma y mordazas para mantenerme aquí, porque sin ambas cosas te derribaría en un segundo.
Él le sonrió.
―No necesito de un arma para mantenerte aquí.
―Entonces demuéstralo. Un mano a mano, ¿qué te parece? Déjame quitarte la sonrisita de imbécil que traes puesta.
El hombre dejó escapar una carcajada que le caló hasta los huesos.
―Vaya damita la que se consiguió el príncipe ―se cruzó de brazos―. ¿Es que de verdad no lo entienden? Santo Dios, ¿por qué se empeñan en tirar a la basura el protocolo?
Anna enarcó una ceja.
―¿En serio? ¿Me secuestrarme para darme lecciones de protocolo? ¿Y con qué arma me apuntarás ahora: con un bolígrafo?
Él negó con la cabeza sin sonreír.
―La lección no es para ti, princesa. No eres más que un medio para un fin.
Ella entrecerró los ojos un poco.
―¿Por qué me eres tan familiar? ¿A caso te conozco?
―Tal vez del hospital. Con el café.
Anna intentó lanzarle una patada, pero fue un gesto inútil.
―¡Me tiraste el café a propósito!
Él no necesitó responderle, porque la sonrisita de hombre endemoniado gritó más fuerte que sus palabras.
―¿Qué demonios es lo que quieres? ―gruñó ella―. ¡Dime, ya!
―Él no quiere nada de ti, querida.
Anna volteó toda su atención hacia el hombre de pie junto a la puerta abierta. Algo en él le era conocido, increíblemente conocido, pero no podía recordar por qué. Quizá por los grandes ojos marrones o la sonrisa de victoria. Quizá por el porte elegante y la actitud altiva que le recordaba a...
Oh.
―Tú, querida, le has causado muchos problemas a mi familia. Hiciste pedazos el honor de mi apellido en el mismo instante en que te metiste entre las sábanas de mi estúpido sobrino.
Anna abrió los ojos como platos.
―Egmont ―jadeó su nombre.
Él sonrió ampliamente.
―Así es. Tú me ayudarás a devolverle a mi familia lo que le quitaste.
―Yo no les he quitado nada.
―Oh, lo hiciste, y me encargaré de que mi sobrino le devuelva a mi hijo lo que le ha quitado. Veremos qué le importa más: si su trono o su amante.
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Bienvenidos a la recta final, y que Dios nos ampare.
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