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Capítulo dos | VO

―¡Increíble! ―chilla frustrada.

Se obliga a recordarse que debe mantener las manos en el volante, pero su ira resultaba ser demasiada para poder manejarla tan bien como manejaba el taxi. Conducía mucho mejor cuando estaba enojada, de eso no había duda. Tal vez era algo irracional, pero así era.

Clayton Cabwise, su jefe, había reunido a todos los taxistas para notificarles sobre la nueva implantación de la aplicación que permite a los clientes rastrear los taxis. Ella no tardó en protestar. Estaba tan furiosa que...

El móvil comienza a sonarle. Presiona el Bluetooth para contestar.

―¿Quién es y qué quiere? ―gruñe.

―Anda, vale. No me gruñes, tigresa. Soy Zowie ¿Tu mejor amiga? Au ¿Ya me olvidaste? Vale, pero qué mejor amiga tengo. Anda, guapa. Di que ya me has superado.

Anna suelta una carcajada. Zowie. La única persona en este mundo que es capaz de hacerle olvidar cualquier problema, cualquier enojo. Hacerle olvidar lo que sea.

―Zowie, vivimos en la misma casa. No hay forma de olvidarlo.

―Sólo bromeaba, dulzura. Oye, Peete quiere que vayamos a cenar. Anda ya, di que sí.

―Peete sólo quiere cenar contigo.

―No, guapa, me ha pedido que te invite. Anda, di que sí, no seas aguafiestas.

―Estoy en el trabajo ¿Por qué estás hablando como si fueras española? Eres más inglesa que el Big Ben.

―No lo estarás en la noche. Y lo hago porque estoy aburrida.

Anna suspira.

―Zow, lo siento, hoy no estoy de ánimos. Acabo de salir de una reunión con el jefe.

―Uy, que miedo ¿Ahora qué quiere?

―Nos informó sobre una nueva ocurrencia. Ahora los clientes pueden rastrear nuestros taxis ¿Te imaginas?

―Pero, ¿qué demonios...? ¿Eso no es peligroso?

―Es justo lo que pienso. Supone por un instante que se suba un lunático obsesivo y decida rastrearme. Me va a encontrar. Clayton debe dejar de pensar. Cuando lo hace crea problemas. Es un hijo de...

―Eh, ¡cuidado! Anna, nada de groserías.

―Iba a decir que es un hijo de mala madre.

―Las dos sabemos que no es así, pero voy a fingir que te creo.

Anna suelta una carcajada.

―¿Hacia dónde vas? Porque supongo que ya estás en la marcha.

―Voy hacia Buckingham.

―¿El Palacio? Oh, oh. Eso me recuerda... ¿Compraste el periódico de hoy?

Anna lanza una mirada rápida al periódico sobre el asiento del pasajero. Una foto del príncipe Charles, dormido sin nada de ropa en una fuente elegantísima se exhibe en la portada.

―Sí. Compré el periódico con el amor de tu vida en la portada.

―¡Eres la mejor, Anna, gracias!

―De verdad, Zowie ¿Qué le ves? Creo que es el peor futuro al trono que ha tenido Inglaterra. Se acuesta con un trillón de mujeres al año.

―Bueno, tal vez, pero es muy guapo. Es el segundo en mi lista.

―¿La lista de los hombres con quien podrías serle infiel a Peete? Chica, no podrías ni aunque te pagaran.

―Tienes razón. Peete es un sueño. Aún no puedo creer que llevemos dos años juntos.

―Peete no es un hijo de puta como Adam.

―¡Anna! ¡Dijiste malas palabras! Te va a tocar pagarme un helado ¡Ya hablamos de eso!

Anna suelta una carcajada. Zowie era una chica muy decente, tranquila y totalmente adorable. Adam Allen había sido una piedra en su camino. Fueron novios en la preparatoria. Aunque ella estaba realmente enamorada de él, Adam era más del tipo de muchas mujeres. Zowie no pudo soportar algo así, de modo que terminó con él. Pasó dos semanas metida entre las sábanas, faltando a clases sólo para no verlo.

Cuando dobla la esquina tiene el Palacio de Buckingham frente a ella. Se dirige hacia la parte trasera, donde un gran portón eléctrico permite el acceso a un callejón estrecho. Por suerte, el taxi cabía sin problemas.

―Zo, tengo que dejarte. Voy a transportar a alguien. Te veo en la casa.

―Sí, claro ¡No olvides el periódico!

Ella suspira antes de colgar. Sus ojos la traicionan y lanza una mirada rapidísima al periódico. Sí, tal vez el príncipe Charles era guapo, pero era un idiota. Casi podía jurar que tenía el símbolo de dólar en los ojos. Eso era, francamente, un desperdicio de persona. Alguien así, con su poder y recursos, debería interesarse por lo que está sucediendo. Gente muriendo de hambre, perdiendo sus casas, niños enfermos con cáncer. A la alta jerarquía no le importan las cosas que deberían tener verdadera relevancia.

Lamentaría el día en que el rey Edward le cediera el trono a su presuntuoso hijo. Edward Queen sí que se preocupaba por la gente.

La puerta trasera del taxi se abre tan rápido que no tiene tiempo a pensar en nada más.

―¿Es Anna Mawson? ―lo oye decir.

―Sí, ¿cómo lo...?

Chasquea la lengua al recordarlo. El rastreador del taxi. Fantástico.

―Olvídelo ―dice―. ¿A dónde lo llevo?

―Aún no lo sé.

―Sin ofender, pero ¿qué sentido tiene pedir un taxi si no sabe a dónde quiere ir?

A pesar de que no podía verlo, pudo sentir como aquel hombre se alzaba en el asiento. Mierda, era alto, altísimo, podía notarlo por el rabillo del ojo. Ella debería llegarle más debajo de los hombros. Qué horror.

―Aunque, para serle sincera, podría manejar todo el día ―se apresuró a decir―. El problema no es mío, sino suyo, porque pagaría muchísimo dinero y...

―El dinero no es problema ―responde tajante.

Anna siente un escalofrío por toda la columna. La voz de ese hombre era ronca y poderosa, temeraria quizá, pero sumamente intimidante.

―Okeyyyyy ―hizo girar la llave y el motor emitió un gruñido suavecito, como si cobrara vida―. ¿Entonces sólo le doy una vuelta por ahí mientras piensa a donde quiere ir?

Lo único que escucha es un gruñido.

Mierda, ¿cómo pudo ser tan idiota? Había metido el teléfono en el bolsillo roto. Ahora el aparatejo del demonio se le había metido por dentro del pantalón y lo sentía frío contra el muslo. Charles suelta un gruñido, se desabrocha el cinturón, la bragueta e introduce la mano.

Anna se aclara la garganta.

―¿Quiere hacer una parada rápida a algún lugar? ―pregunta.

Nada. Genial. Chasquea la lengua, impaciente.

―¿Quiere leer el periódico?

No obtiene respuesta. Le da una rápida mirada por el retrovisor. Está inclinado haciendo... ¿qué está haciendo? Tiene las manos metidas en el pantalón.

―¿Le puedo repasar unas reglas básicas? No es nada serio ―enarca la ceja―. Sólo procure no masturbarse en mi taxi. Tampoco haga llamadas calientes o algo por el estilo. Lo digo porque tiene una posición muy comprometedora y no sé que hace con las manos.

Charles suelta un gruñido.

―No estoy masturbándome. Se ha roto el bolsillo de mi pantalón y el teléfono se me ha corrido por el muslo.

―Bueno, en tal caso, pasemos a la regla número dos: nada de quitarse los pantalones. Regla numero tres: no vaya a tocar ninguna parte de mi taxi después de haber tenido las manos en el tercer mundo.

―¿No puede sólo limitarse a conducir?

―Regla número cuatro: no me diga que debo hacer ¿Le parece?

Él prefiere guardar silencio. Lo que estaba por escapársele de la boca no eran exactamente el tipo de palabras que alguien de su posición debería emitir.

―¿Sigue sin saber a dónde quiere ir? ―preguntó ella.

―Si hubiese pasado un mal día, ¿a dónde iría?

―Le pregunta a alguien que por lo general tiene un mal día, y cuando eso sucede no puedo ir a ningún lado porque tengo que trabajar.

―Pero si pudiera, ¿a dónde iría?

Anna permanece en silencio. Era una pregunta difícil. Por lo general va al gym a boxear, o despierta temprano a correr, o sigue mimando a su viejo Dogde Dart del 1972, un clásico. Su clásico.

Charles consigue por fin alcanzar el teléfono. Lo deja sobre el asiento, se sube la bragueta y se ajusta el cinturón. El coche comienza a moverse lentamente hacia atrás, saliendo del recudido espacio.

―Yo no sé ―dice ella―. ¿Ir al parque? Tal vez ir a ver una película.

Cuando Charles acomoda la espalda en el asiento, la mujer ya está mirando hacia adelante, conduciendo hacia el lado opuesto a la entrada del palacio.

―¿No recomienda algo menos concurrido? ―dice.

―Pues, verá, no lo sé. Sólo existe un lugar donde no haya tanta gente.

―¿Cuál es?

―Su casa.

Charles suelta un bufido.

―¿Algún lugar menos deprimente?

Anna suelta una carcajada, una que es tan cálida y dulce, que danza sobre la piel de Charles. Se toma unos segundos para observarla. Era una mujer pequeña, pero con una estructura ósea exquisita. Poseía una tez de porcelana, lisa y blanca, y un cabello sedoso un poco más abajo de los hombros. Es rubia, pero teñida. Seguramente era castaña. Con el pelo oscuro debe verse exactamente igual a un ángel.

―Cuando yo era un poco más joven y estaba en la escuela ―dice ella― quería estar sola todo el tiempo y nunca encontraba un lugar donde estarlo. Después me di cuenta de que en realidad no quería estarlo. Además, ¿dónde diablos voy a conseguir un lugar que esté libre de gente? A veces las personas son como una plaga.

Charles sonríe, pero no se siente mejor. No puede dejar de pensar en la discusión con su padre ni en sus imposiciones.

Anna extiende el brazo hacia atrás, sosteniendo el periódico mientras lo agita.

―Puede leerlo ―dice―. Tal vez vea un lugar interesante al que ir. Pero tiene que devolvérmelo. Tiene a Don Divadón en la portada.

Charles frunce el ceño, pero lo acepta. Al desplegarlo sobre sus rodillas, se descubre a sí mismo en la portada.

¿Y cómo es que ella lo ha llamado? ¿Divaqué?

Una bola de fuego se le forma en el pecho.

―El apodo ―musita, intentando controlar su tono de antipatía―, ¿es uno de admiración o...?

Anna suelta una carcajada.

―¿Un apodo de admiración al Príncipe Charles? Dígame algo, ¿es policía? ¿Conoce a ese hombre o algo así?

Él aprieta la mandíbula.

―No, ¿por qué?

―¿Entonces puedo expresarme sin ser arrestada? No me gustaría volver a estar entre las rejas.

Charles parpadea.

―¿Ha estado...?

―Olvídelo ―ríe nerviosamente―. ¿Es o no policía? Sea sincero.

―No, ya le dije que no.

―Mire, es que, por lo general, quienes entran a este taxi son admiradores de ese príncipe. He montado en esta carroza de lata a la mismísima presidenta de su club de zorras. Se hacen llamar Charlens Enchantments. ¿Se lo puede creer? Prefiero quemarme las neuronas viendo un maratón de películas de Barbie.

Eso no puedo discutirlo, pensó Charles. Ni siquiera él podría tolerar un nombre tan ridículo asociado al suyo. No importaba que la presidenta sea una pelirroja de bomba.

―Mi mejor amiga lo idolatra ―continúa hablando―. Lo tiene en una lista de las personas con las cuales podría serle infiel a su novio, pero yo sé que ella no dejaría a Peete. Yo la verdad no lo soporto. Considero que el príncipe Charles es el peor candidato al trono de todos los tiempos.

A Charles se le hincha el pecho con aire caliente. Respira, Charles.

―¿Por qué? ―pregunta, manteniendo a raya ese tono de voz tajante.

―Es un hombre que no tiene convicciones, ni metas ni moral. Nunca se le ha visto hacer algo de caridad. Digo, no es que tiene que estar metido en todo, pero donarle algo a los niños pobres no va a dejarlo en calzones ¿Me entiende?

Él prefiere no responder. La observa girar el volante a la derecha.

―Yo provengo de una familia pobre y ni se imagina todo lo que he tenido que hacer para conseguir dinero. Afortunadamente ahora nos va muy bien, pero antes... ―agita la cabeza―. Salimos adelante por las ayudas aprobadas por el rey Edwards. Ese es un gran hombre. Siempre está pensando en su gente. Si al príncipe Charles le ceden el trono nos llevará a la pobreza inmediata.

Charles inspira profundamente.

―¿Según usted, por qué?

―¿Qué no es obvio? Utilizaría todo el dinero para meter mujeres al palacio de Buckingham. Y el lugar es bastaaaaante grande. Allá esos hombres que piensen en sexo todo el día. Yo me cambiaré al equipo contrario. Sip. Si el príncipe Charles alcanza el trono, el trabajo mejor pagado será el de prostituta. Ningún Titanic se estrellará contra mi iceberg.

―Pare el taxi ―gruñe.

―Sí, bueno, no puedo, esto en medio de...

Charles se inclina un poco y le coloca la mano sobre el hombro. Anna gira la cabeza y, ahí, lo ve por primera vez.

―¡Príncipe Charles! ―musita alarmada.

Escucha el escándalo del claxon. Al voltearse, pisa con fuerza el freno para detenerse. Unos segundos más tarde y hubiese terminado debajo de aquel coche rojo carísimo.

―¿Hace esto con todo el mundo? ―gruñe él―. ¿Le habla mal de mí a todo aquel que entre a esta rata hecha de latas?

―¿Rata hecha de latas? ¡Atrevido!

Los ojos de Charles flamean como el mismísimo fuego. Abre la puerta bruscamente y abandona el taxi.

―Mierda ―masculla Anna, imitando la acción.

El ruido de los cláxones furiosos comienza a chillar. Todo lo que ve es a Charles revisando algo en su teléfono. Seguramente llamará a alguien para que venga a buscarlo, y quizá a la policía. Oh, no. No podría soportar volver a prisión.

―Yo lo puedo explicar ―dice―. Sí, lo odio, pero bueno, ¿eso qué? Existe la libertad de expresión.

Charles inspira bruscamente.

―¿Entonces no debo ofenderme? ¡Ha dicho que no soy buen rey!

―No, no. No dije eso. Dije que sería un horrible rey, y estoy parafraseando mis propias palabras.

―¡Tanto peor!

―¿Quiere que me disculpe? Porque eso no lo haré. Mis padres siempre me educaron para decir la verdad.

―¿Y su educación incluía un manual de cómo hacer que te ingresen a un penal?

La mandíbula de Anna casi cae al suelo.

―¿Disculpe?

―Usted misma dijo que estuvo en prisión.

Ella cierra los puños con fuerza mientras hace respiraciones lentas para calmarse.

―Usted no sabe los motivos por los cuales estuve en prisión ―gruñe―. Así que no puede juzgarme.

―¿Y puede hacerlo usted?

―Sí, sí que puedo, porque lo he investigado junto a mi mejor amiga. Nunca ha hecho nada bueno. Todo es para su propio beneficio, y un rey no debería ser así. Si yo tuviera el poder que tiene usted, no lo malgastaría haciendo un mal uso de él. Está todo el tiempo encerrado entre cosas de lujo que no ve la pobreza aunque la tenga frente a los ojos. Por eso creo que será un horrible rey. Usted no tiene corazón.

Charles aprieta con fuerza la mandíbula, mirándola fijamente. Sus ojos son verdes, dos verdes impactantes, astutos y peligrosos. Los cláxones siguen sonando ¿Qué gana él dejando que esa mujer le grite en público? Nada ¿Y por qué no la ha detenido? Fácil. Ella le ha picado en donde le duele: su orgullo.

―Va a arrepentirse de esto ―dice, y comienza a caminar lejos del taxi. Comienza a marcar a prisa el número de Perkins, uno de los choferes de la familia. Estará allí en minutos y no tendría que soportar más a esa loca mujer.

―¡Y sostengo todo lo que dije! ―grita ella, viéndolo marchar―. Es una pieza barata bañada en vanidad, presuntuosidad y egocentrismo.

Charles extiende la mano hacia arriba, agitándola, en una seña que sólo podía representar una petición para que hiciera silencio.

―¡Y no es ni un poco caballeroso! ―ruge―. ¡La caballerosidad ya es un arte muerto que nadie quiere apreciar! ¡Póngame un impuesto, labrador! ¡Cretino egoísta! ¡Príncipe de la inmunda vanidad! Todos nos iremos al infierno si llega a ponerse la corona del rey.

Él se gira, desafiante.

―Entonces estarás rogándome para meterte una noche en mi cama, porque las mujeres que lo hacen siempre se llevan una buena tajada de mi billetera.

―Follarás a tu boca, ¡brabucón!

Anna se da la vuelta, caminando hacia el taxi, frustrada interiormente. Bocaza floja, se recriminó. Soy la ostia cuando me enojo. Van a meterme a la cárcel.

Entra al taxi y parte de inmediato, deseando no haber ido a trabajar en primer lugar.

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