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Capítulo diecisiete | VO

Charles abrió los ojos un par de veces antes de levantarse de la cama. Se sentía muy cansado y extrañamente confundido. No había nadie en la cama.

―¿Anna? ―la llamó con la voz cansada.

Obtuvo el gruñido del viento como respuesta.

Entonces la escuchó. Las dulces notas emitidas por su boca se escapaban desde un lugar lejano, siendo acompañadas cariñosamente por un piano. No pudo reconocer la canción, pero no importaba. Cerró los ojos y disfrutó unos segundos de la música. El frágil sonido de las teclas del piano le erizó el vello de los brazos.

Ese piano. Había olvidado como sonaba. La única persona capaz de crear magia con él ha sido siempre su madre. Después de su muerte nadie más lo había tocado. Había pasado a ser uno de los objetos de su madre que más atesoraba. Todo aquello que ella amaba, él lo transformó en algo que lo mantenía cerca de su madre, aunque ella ya no estuviera.

Abrió los ojos y se liberó del hechizo. La música continuó sonando con la misma maravilla y delicadeza. Sus pies se movieron a prisa fuera de la habitación, persiguiendo la melodía, dejándose atrapar otra vez. De repente, la música terminó. Se quedó de pie a escasos pasos del salón de música.

¿Por qué se habría detenido? ¿Lo habrá escuchado acercarse? Imposible. Sus pasos quedaban ocultos bajo el exquisito sonido del piano.

Entonces, sin previo aviso, la música comenzó. Se tardó lo suyo en reconocerla. Hace muchísimos años no la escuchaba, tantos que pensó que jamás volvería a hacerlo.

El cándido inicio de la canción se hizo pedazos en segundos, cuando Anna levantó la voz y cantó a todo pulmón el impresionante coro. Asomó la cabeza por la puerta y la descubrió allí, sentada frente al piano, desnuda, tocando las teclas del mismo con furia. Su voz subía, bajaba, subía, bajaba y en él, en su pecho, surgió una sacudida tan potente como su voz.

Creyó que moriría.

Permaneció inmóvil el resto de la canción, atrapado por ella, capturado por aquella trampa perfecta.

Cuando una nueva melodía inició, atravesó a grandes pasos la habitación hasta ella. Se detuvo a centímetros de su cálido cuerpo.

Anna contuvo el aliento cuando el calor azotó contra su piel. No necesitaba darse la vuelta para saber que era él. Su cuerpo podía detectarlo como si hubiese sido hecho específicamente para él. Los dedos le temblaban sobre las blancas teclas del gran piano. Unió las piernas y respiró profundamente para calmarse.

¿Por qué se sentía así? Borboteante, como si estuviese metida hasta el cuello en agua caliente. Si él se aproximaba más ardería hasta explotar, y no era algo propio de sí. Después de Carter, los hombres parecían estar prohibidos para. Quizá porque no estaba lista para estar con un hombre o porque le aterraba salir lastimada. Pero a Charles le bastaron dos besos y tres caricias para hacerle perder la cabeza ¿Dónde había quedado su cordura? Posiblemente atrapada debajo de sus pantalones tirados en el suelo, justo donde Charles los había lanzado apenas consiguió sacarla de ellos.

―No creí que este piano siguiese funcionando después de tantos años.

Su voz cálida saltó por su piel, expirando sensualidad, haciéndole cosquillas en los muslos, en los brazos, en todas partes.

―Es un buen piano ―respondió ella. Le había costado muchísimo emitir aquellas palabras con claridad, pero sabía, en el fondo, que su esfuerzo no había valido la pena. Él debe haber notado las vibraciones, el nerviosismo, en la misma.

―Pero es viejo. Le pertenecía a mi abuela.

Anna retira las manos inmediatamente.

―No quería...

Él dio otro paso, uno muy pequeño, pero ella lo percibió como algo grande, algo violento. Su cuerpo se sacudió ante la cercanía.

―No has hecho nada malo. Después de mi abuela, este piano le perteneció a mi madre. Ella no está para utilizarlo. Has sido la primera en tocarlo en años.

―Debí preguntar.

―Nada de eso.

―Siento que ha sido una falta de respeto. Sé cuanto significa tu madre para ti.

Su cuerpo entero se sacudió, y Charles no pudo hacer otra cosa más que mirarla. Mirar como aquel pequeño cuerpo se giraba para mirarle, como sus enormes ojos verdes penetraban los suyos con sensual pasión, aturdiéndole la capacidad de pensar. Sus manos solo querían acercársele y tocarla. Era tan bella...

―¿Mantienes todas las cosas de tu madre en su lugar?

Charles contuvo en deseo de tocarle el cabello.

―Sí ―le responde―. A veces no sé por qué lo hago, pero no puedo evitarlo.

―Debe ser una forma de honrar su memoria.

―Es probable.

Anna cierra los ojos un poco.

―A riesgo de verme atrevida, ¿qué pensaría ella sobre verte como rey?

Charles inspiró profundamente por la nariz.

―No lo sé. Era demasiado pequeño para pensar en verme convertido en rey.

―Te aseguro que lo pensaba. Es algo típico de las madres. Es una manera de afrontar su miedo. Ya sabes, los hijos crecen y se van. Es la ley de la vida.

―Si pensó en ello no alcanzó a compartirlo conmigo.

Anna notó una punzada de dolor en su voz.

―Lo lamento ―susurró―. No quiero sonar como...

Charles agita la cabeza.

―No has dicho nada impropio.

―Es solo que estaba pensando en tu padre.

Él entornó los ojos, dejándole en claro que no deseaba hablar de ese tema.

―Quiere que tomes su lugar durante un tiempo.

―No ―gruñe―. Anna, hemos estado pasando un rato muy agradable. No lo arruines.

―Lo siento, pero la realidad es esta. No puedes vivir en una fantasía. Tampoco puedo hacerlo yo. El rey Edward quiere que tú y yo trabajemos mano a mano el tiempo que le tome recuperarse. A riesgo, nuevamente, de sonar atrevida, tengo que hacerte una pregunta.

―No la...

―¿Lo harás o no? ―preguntó de todos modos.

Él se frotó los ojos violentamente.

―No ―respondió―. Lo sabes mejor que nadie. No puedo ser rey.

―Esa no es mi pregunta.

―Pero lo piensas.

Ella respiró profundamente.

―La verdad no sé qué pensar. Me siento decepcionada y no sé por qué.

―¿Decepcionada? ¿De qué?

―No de qué. De quien. De ti.

―¿De mí?

―De ti ―asintió.

―No veo por qué ¿No eres la presidenta del club anti Charles?

El calor de la ira estalló en su pecho.

―No, ¡pero debería! ¡Juro que debería! ¡Diablos, Charles!

Furiosa, lo golpeó en el pecho para apartarlo. Comenzó a caminar por la habitación, susurrando cosas inentendibles. Llevándose las manos al pecho, gritó:

―¡Tu padre tiene cáncer!

A Charles se le subieron los colores. Molesto, se precipitó contra ella.

―¿Crees que no lo sé? ―aulló iracundo.

Anna retrocedió un par de pasos, asustada, mientras veía como los ojos de Charles se oscurecían por la ira. Por un segundo temió que levantara una de sus pesadas manos para golpearla.

Tembló ante la expectativa y, llevándose las manos al rostro, cubrió su cabeza.

A Charles se le congeló la sangre ante ese gesto ¿Pensó ella que él la golpearía? Inadmisible. Él jamás podría...él jamás...

―Lo lamento ―dijo, susurrándole cuidadosamente mientras se le acercaba.

Lentamente, Anna comenzó a bajar las manos, permitiendo que las de él la tocaran con dulzura.

―Jamás te golpearía ―gruñó él, acogedor, como estar en casa, pero firme, regañándola―. Siento haberte dado esa impresión.

Los ojos verdes de Anna brillaron esperanzados.

―Solo quiero hacerte entender algo, Charles. Mi plan no es enfurecerte.

Él pareció pensarlo durante unos segundos.

―Tienes fe en mí ―dijo.

A Anna le temblaron los labios.

―Tengo fe en ti ―afirmó dulcemente.

Charles cerró los ojos.

―Anna, no puedo ser rey.

―Puedes. Además, tu padre confía en ti.

―Arruinaré todo.

―¿Por qué?

―Porque no sé nada sobre responsabilidades.

―Puedes aprender.

―¿Pero te has vuelto loca?

Ella suelta un suspiro.

―Charles, piensa muy bien lo que voy a decirte. Tu padre está enfermo. Necesita someterse a un tratamiento y te ha pedido a ti, a nadie más, que lo suplante durante un tiempo. Él confía en ti. Es la persona que más lo hace. Tienes que dejar de pensar que no puedes y decirte a ti mismo que vas a intentarlo. No es Inglaterra lo que está en riesgo, es tu padre. Él necesita bajar sus responsabilidades, estar lo menos estresado posible. No puedes ser tan egoísta y pensar solo en ti.

Quiso fingir que sus palabras no habían calado dentro de él, pero al cabo de unos segundos tuvo que darse por vencido ¿Cómo había sido tan egoísta? La salud de su padre estaba en juego. Sí, consideraba que ser rey era un puesto para el que no estaría listo jamás, pero, de no hacerlo, ¿cómo iba su padre a mejorarse? Él era todo lo que le quedaba.

―Eres un monstruo, ¿cómo lo haces? ―se frotó los ojos antes de abrirlos―. Eres peor que mi conciencia.

Ella sonríe victoriosa.

―Eso solo demuestra que Charles Queen tiene corazón.

Él agitó la cabeza.

―Siempre lo he tenido.

―Mm.

A él se le dilataron los ojos un poco. Anna sabía lo que iba a venir a continuación. Presionó ambas manos contra su pecho desnudo y trazó una distancia promedio entre ambos.

―Charles, olvida el sexo por un momento. Estamos varados en medio de la nada, en una casa vieja sin comida ni teléfono.

Anna descubrió un brillo pícaro en sus ojos.

―No es cierto ―jadeó―. ¡Tienes un teléfono!

Él no se molestó en negarlo.

―Tengo algo mejor ―le dijo.

La tomó de la mano y la llevó a través del pasillo, a una habitación que parecía el despacho de un abogado del siglo 19.

―¿Esto es mejor que un teléfono? ―gruñó.

―Sé paciente.

Anna lo vio dirigirse hacia la pared detrás del escritorio, la cual estaba llena hasta el tope de libros.

―¿Vas a ponerte a leer?

Charles suspira, frustrado.

―¿No puedes esperar?

―No, la verdad no. Me pones nerviosa.

Ignorándola, deslizó una de sus manos por los libros. Tres de ellos eran idénticos. Anna se preguntó para qué los tendría.

Entonces tiró de ellos a la vez, los tres emitiendo un crujido, como una puerta a la que le has quitado el seguro. Un extremo del muro se levantó y él, mirándola, lo abrió.

―Es una puerta secreta ―musitó emocionada―. ¡Nunca he visto una puerta secreta!

Le sonrió antes de tomarle la mano y llevarla consigo dentro del oscuro túnel. Aunque le parecía emocionante, a Anna se le formó un nudo en el estómago por el miedo.

―¿Sabes a donde va esto, cierto? Lo más importante: ¿sabes cómo caminar por aquí? No hay nada de luz.

―Me conozco todos pasadizos secretos de este lugar.

―¿Hay más?

―Sí. Este era el más cercano a nosotros.

Ella silbó impresionada.

―¿Y para qué los tienen?

―Todas las propiedades que poseemos tienen una vía de escape que sirven de protección para la familia real. El Palacio de Buckingham tiene cientos de ellos. Se dice que mi tatarabuelo tenía de amante a una de sus empleadas y que le reveló los pasadizos que la llevaban a una de las habitaciones más apartadas de la habitación del rey.

―Parece que eso de ser un picaflor viene de familia.

Charles optó por no responder a su comentario.

Bajaron por una corta escalera y continuaron un camino recto por diez minutos. Él se detuvo, tecleó algún botón y la oscuridad se vistió de luz.

Lo primero que hizo Anna fue soltar un silbido largo.

Lo que había frente a ella era un piso completo, muy amplio, casi del mismo tamaño que la casa de verano. En la parte derecha había una cocina, equipada hasta el tope, y un comedor con espacio para veinte personas. En la izquierda se extendía un pasillo que probablemente los llevaría a unas habitaciones, baños y Dios sabrá que más.

Al fondo deslumbró una pequeña sala con sofás color crema y un enorme televisor.

Aulló de felicidad.

―Luz eléctrica ¡Estufa eléctrica! ―hizo un ridículo baile y Charles dejó escapar una carcajada―. ¿La comida no estará expirada?

―No. La cambian cada seis meses. La última vez fue hace casi dos.

―Perfecto ―se frotó las manos―. Comamos algo y después llamamos a alguien para que venga por nosotros.

La sonrisa divertida se escapó de su rostro. Irse, volver a la realidad ¿Qué realidad? Aquella donde su padre tenía cáncer, donde él quería que su hijo fuera rey antes de tiempo, donde tiene que hacerse responsable de algo por primera vez en su vida. Luego estaba una realidad un poco más difusa, pintada en matices grises.

Una realidad donde Anna existía.

Porque, que Dios lo amparara, no sabía lo que iba a hacer, o lo que ella haría. El sexo con ella era bueno, del mejor que haya probado alguna vez, pero, para bien o para mal, había algo más. Algo que, cuando cerraba los ojos, le calentaba el pecho. Y es que, cuando los dos se unían, él se sentía extrañamente en casa.

Era la primera vez en su vida que sentía algo así.

Se preguntó como lo había conseguido. Esa condenada mujer llegó de la nada y se convirtió... ¿en qué se convirtió? En una mujer que deseaba, que desea, mucho. En la primera persona que no teme decirle las cosas de frente sin importar cuánto lo enfurezca.

Y así como lo hace enojar, también lo calma...

Anna era como un bálsamo a un dolor que no creía tener. Era aquel calor que lo cuidaba del frío.

Santo Dios. La mujer se estaba metiendo muy dentro, muy profundo, en un hueco de su alma que estaba herido. Un hueco oscuro y frío, casi desierto. Un pedazo de sí que se siente totalmente aterrado ante el amor.

―Charles.

Él da un pequeño salto. Ahí estaba ella, mirándolo.

―Te quedaste mirando a la nada.

Él no responde, solo la mira.

―¿Charles?

Nada.

―¿Te encuentras bien?

Anna comenzó a ponerse nerviosa. Se veía perdido, ausente de sí mismo o de ella, pero muy lejos de aquí.

―¿Qué pasará al volver? ―pregunta.

Ella contiene el aliento durante unos segundos.

―Sé sincera ―le pide. Sus ojos azules se ven torturados.

―No lo sé ―le responde, y es la respuesta más sincera que alguna vez ha ofrecido.

―¿Qué va a cambiar?

―Tú sabes que va a cambiar.

Él. Ella estaba refiriéndose a él.

―Lo olvidaré ―teoriza―. Haré de cuenta que nada pasó aquí.

No estaba seguro si era la respuesta que ella esperaba, pero sí distinguió algo que le hizo pedazos el alma: la fragilidad en sus ojos. Lo que acababa de decirle había conseguido herirla.

―Es lo que tú crees ―le dijo―, pero yo no tengo una puñetera idea de lo que va a pasar.

Anna abrió los ojos como platos. Jamás lo imaginó utilizando ese tipo de palabras.

―En caso de que lo dudes, me estás volviendo loco. Si me dices que no sientes esta misma confusión, voy a darme la vuelta y llamaré a alguien para devolvernos a la realidad. O puedes admitir que tu cabeza da tantas vueltas como la mía cuando nos acercamos y empezaremos a crear una nueva realidad. La que más te guste, eso no importa. A estas alturas ya estoy bastante perdido para protestar.

Anna alcanzó a despegar los labios solo para buscar desesperadamente oxígeno.

Por supuesto que su cabeza daba vueltas. Solo tenía que ver con quien se había liado: Charles Queen, su némesis personal ¿Cuándo había comenzado a sentir esa atracción absurda hacia el mujeriego favorito de Inglaterra? ¿Cuándo dejó que el deseo empañara su razón?

¿Cómo iba a librarse de esa atracción ahora, cuando él la miraba con aquellos ojos preñados de tantas dudas como los suyos?

En el fondo lo sabía: mientras estuvieran en la misma habitación, desnudos, uno junto al otro, la cabeza no iba a funcionarle. Le temblaban las rodillas. Oh...

Apagó la estufa, se paró de puntillas y se lanzó a sus brazos. No valía la pena luchar contra eso, no mientras lo tuviera así, tan cerca de su propio cuerpo. Sea cual sea la decisión que tomaran, sabía que la misma sería decidida entre las suaves y finas sábanas de su cama.

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