Capítulo diecinueve | VO
Charles miró de nuevo su reloj de muñeca. Ocho y quince de la mañana. Se preguntó si Anna era del tipo de empleada que se retrasara. O simplemente ella no llegaría ¿No lo haría? Agita la cabeza en silencio, deshaciéndose de la idea. Ella iba a llegar. No puede simplemente desaparecerse después de esos días.
¿O podía? ¿Por eso dijo tal vez? ¿Por qué no pensaba volver?
Nervioso, vuelve a subirse la manga de su camisa para mirar la hora.
―Si no dejas de mirar la hora, me veré obligado a arrancarte el reloj de la muñeca ―espetó su padre. Revisaba ese dichoso reloj cada treinta segundos.
―Lo lamento ―se disculpó.
Enfocó la vista en la pequeña réplica del Big Ben que descansaba sobre el escritorio. Ocho y dieciséis, y la pequeña Mawson no había aparecido aún.
Edward notó los ojos de su hijo fijos en el reloj. Puso los ojos en blanco y lo apartó de él.
―¿Tienes algún compromiso? ―le preguntó.
Charles no respondió a esa pregunta. Su padre sabía por qué miraba el reloj con tanta urgencia.
―Charles, es probable que la señorita Mawson no se presente a trabajar.
Él desechó sus palabras rápidamente.
―Seguramente se le hizo tarde.
―O simplemente no aceptará el empleo ―prosiguió su padre―. Deberías pensar en ello.
Charles suspiró profundamente.
―¿Crees que se deba...? ―su voz se apagó.
―Sí. Es una de las razones por las que el empleador y la empleada no deberían tener una relación íntima. Para evitar situaciones como estas.
―Pero ella...ella quería que aceptara esto.
―¿Alguna vez mencionó que aceptaría ella la proposición de un nuevo empleo?
Mentalmente, Charles dejó escapar una maldición.
―No.
―Creo que lo mejor es que pienses en que Anna Mawson no aceptará el trabajo por motivos personales. Me parece que le sería un poco incómodo.
―Básicamente estás diciendo que lo arruiné.
―No sé si lo arruinaste. No sé lo que hiciste ¿Lo sabes tú?
Él asintió con la cabeza.
―Además del sexo ―especificó el rey.
Él vuelve a asentir.
―Quieres que admita que cometí un error ―dice. Le sostiene la mirada―. Pero no lo haré. No me parece que haya sido un error.
―Si no lo fue, ¿entonces qué?
―No lo sé ―respondió. Era cierto. No lo sabía―. Es algo en lo que he estado pensando.
―¿Aún no llegas a una conclusión?
―No.
Su padre sonríe un poco.
―Creo que la respuesta a esas dudas es muy obvia. Tal vez es más visible para mí porque soy más viejo.
―Entonces ilumíname.
―Charles ―la sonrisa cariñosa se vuelve más amplia―. La misión de los padres es hacerles la vida más fácil a nuestros hijos hasta cierto límite. Sin embargo, hay cosas que debemos dejar que ellos mismos las descubran. Las cosas del corazón representan el misterio más grande y el reto más difícil ¿Sabes por qué? ―señala su cabeza―. La mente siempre quiere tener la razón y el control de todo. La guerra entre la razón y el corazón es la guerra más antigua de todos los tiempos. Es por eso que te cuesta tomar una decisión. Nunca te has sentido así de cerca a la confusión.
¿Confusión? La palabra parece demasiado pequeña para explicar cómo se sentía.
―Sería una lástima que la señorita Mawson no se presentara a trabajar ―dice el rey―. Creo que era una excelente aliada.
Charles cerró ambas manos en puños.
―Se presentará a trabajar ―espetó, poniéndose de pie y marchándose de la oficina.
Anna escupió un par de maldiciones, sosteniéndose de la pared para quitarse los tacones. Zowie iba a matarla. Esos malditos tacones negros le habían costado casi ciento veinte libras, y el tacón de uno de ellos acababa de romperse. Como si fuera poco, ya se le había hecho tarde en su primer día. No tenía teléfono, así que llamar para avisar del retraso no era opción.
¿Podía ser peor? Estaba lloviendo.
―¡Ten cuidado! ―gritó una mujer. Accidentalmente le había golpeado en el brazo.
―Lo siento ―refunfuñó en respuesta.
Continuó el camino tras liberarse de los zapatos. Dobló la esquina y observó el Palacio Buckingham.
―¡Al fin! ―chilló de felicidad.
Se precipitó hacia la entrada, pasó junto a los guardias y se introdujo por un pasillo estrecho que daba directamente a la sala. Allí, sentada en los finos asientos, encontró a Tessie, quien llevaba en la mano un libro muy viejo.
―Majestad, buenos días ―saludó ella.
Tessie despegó la nariz del libro para mirarla.
―¿Anna? ―escupió sorprendida.
Llevaba un bonito vestido gris que se le ajustaba perfectamente, pero estaba empapada, despeinada y descalza. Depositó el libro en el asiento, se puso de pie y se acercó a ella.
―Tuve problemas para llegar ―nerviosa, se frota la mano libre contra el vestido mojado―. El taxi que me traía se descompuso a medio camino y en vista de que faltaban un par de calles decidí llegar caminando, pero comenzó a llover y se me rompieron los zapatos.
La reina intentó contener la risa.
―Qué barbaridad, muchacha ―le apartó cariñosamente el pelo mojado de la cara―. Tienes que ducharte y ponerte algo seco o te enfermarás.
―No traigo ropa.
―Oh, descuida. Le pediremos algo prestado a una de mis hijas.
Anna agitó la cabeza.
―Es muy amable, Su Majestad, pero no puedo aceptarlo.
Tessie le sonríe.
―Supongo que puedo prestarte uno de mis vestidos entonces.
Ella vuelve a agitar la cabeza.
―Si me permite usar el teléfono podría hablarle a una amiga para que traiga ropa seca.
―Te daré uno de mis vestidos y es mi última palabra.
Anna pensó que sería inútil discutir con ella, pero que era incorrecto aceptarle la ropa.
―Ven conmigo ―le dijo Tessie―. Te llevaré a una de las habitaciones.
Contuvo las protestas en su boca y acompañada por la reina comenzó a subir las escaleras. Se sintió extrañamente cansada, con las piernas flojas y la cabeza pesada. Odiaba mojarse bajo la lluvia. Siempre la hacía sentirse enferma.
―Edward mencionó que ibas a obtener un nuevo empleo como la encargada del adiestramiento de Charles, ¿es eso cierto?
La reina no estaba buscando una respuesta, ella ya sabía cuál era, pero ella respondió de todos modos.
―Sí, algo así.
Antes de verlo, incluso antes de escuchar sus sonoros pasos, sintió por cada pequeña parte de su cuerpo aquel familiar calor. Arriba, en lo último de las escaleras, Charles se detuvo a abrocharse el traje azul marino, el cual encendía aquellos brillantes ojos azules.
A Anna le temblaron las rodillas. Se vio obligada a sostenerse del barandal para no caerse. Era tan guapo...
―Anna, buenos días ―musitó él.
Maldita sea, él se veía impecable, pero ella estaba empapada, descalza y despeinada. Convertida en un total desastre.
Charles frunció el ceño.
―¿Qué te ha sucedido? ―preguntó.
―El taxi que me transportaba se descompuso y la lluvia cayó mientras caminaba hacia el palacio.
―¿Pero no tienes auto?
―Tenía el taxi, pero ya no trabajo para Clayton, así que no puedo utilizarlo. Eso debería saberlo usted mejor que nadie.
―A mí no me estés hablando de usted ―bajó los escalones necesarios para detenerse a centímetros de ella. Si la tocaba, moriría―. Tienes que ducharte.
Tessie se aclaró la garganta, consiguiendo exitosamente la atención de ambos.
―Iba a llevarla a una de las habitaciones para que tomara un baño con agua caliente.
―No te preocupes, Tessie. Puede ducharse en mi habitación.
Anna lo reprendió con los ojos.
―Oh, bueno, entonces... ―Tessie emplea una sonrisa dulce, pero confundida―. Le avisaré a tu padre que la señorita Mawson llegó y que lo verá en ¿media hora?
―Procuraré que sea antes ―protestó Anna.
Charles tomó la pequeña y fría mano de Anna, conduciéndola lentamente hasta la habitación.
―¿Puedo saber cómo es posible que en pleno siglo veintiuno no tengas un auto propio?
Anna se frotó los dedos sobre la nariz, buscando desesperadamente un poco de calor.
―En el siglo veintiuno no todos somos millonarios ―respondió.
―¿Por qué no me llamaste? ―continuó con el regaño―. Pude haber ido por ti.
―No tengo teléfono, solo el de mi casa. Recuerdo habértelo dicho.
Charles pone los ojos en blanco mientras mira al cielo.
A Anna comenzó a cosquillearle la nariz. Oh, no. Por favor, no. Era un verdadero desastre cuando se enfermaba.
Charles deslizó su brazo en torno a la cintura de ella, atrayéndola hacia él.
―Vas a mojar tu traje ―protestó ella.
―La verdad no importa, Anna.
Cuando miró sus ojos, aquellos dos luceros azules refulgían coquetos.
―Creí que no te presentarías a trabajar ―susurró.
―Yo nunca falto a un compromiso de trabajo.
―Mm.
Anna notó un desdén en su voz.
―¿Qué? ―inquirió.
―¿Solo es un interés laboral?
La pregunta no la sorprendió tanto como el brillo inquieto de sus ojos azules.
―Piensa bien antes de responderme ―continuó―. De yo poseer un interés únicamente laboral no te estaría llevando hacia mi habitación.
Esas últimas dos palabras encerraban muchos secretos y promesas silenciosas.
―¿Qué vas a hacerme cuando esté allí? ―inquirió coqueta.
―Te prepararé un baño con agua caliente, tal como lo ha dicho Tessie.
―Oh.
Charles contuvo exitosamente una risita. Al llegar a la habitación, abrió la puerta completamente para que ella pasara.
―¿Cómo pasaste la noche? ―le preguntó.
Anna tragó en seco, nerviosa. No había pasado su mejor noche. De hecho, no había dormido ni por un minuto. Su mente no dejaba de volver atrás constantemente, recordando con precisión casa segundo que pasó con él en medio de la nada, solos, mayormente en la cama.
―Bien ―respondió.
―¿Sí? ―insistió. No era la respuesta que deseaba oír.
―Llovió un poco.
―Lo noté en la mañana.
Ella asintió un par de veces sin saber qué más decir. Sus ojos verdes se perdieron en la enorme y elegante habitación, demasiado amplia para una sola persona ¿Nunca se sentirá solo? ¿Qué hace al despertar de una pesadilla y no tener a quien contarle? ¿Cómo conciliar el sueño en aquella gigantesca cama, fría y solitaria?
―¿Te gusta? ―le pregunta él, besándole la base del cuello con lentitud.
Anna cierra los ojos, permitiéndole continuar, suplicándole en silencio que le incendiara la piel fría.
―Enorme ―susurra en respuesta―. Debes sentirte muy solo.
Charles detiene cualquier movimiento, incluso el de sus ojos al parpadear.
Solo, sí... La palabra se acercaba mucho a lo que su cama significaba. Soledad. Pero en la noche anterior, esa sensación se triplicó en el instante que recordó como el cuerpo desnudo de Anna le había hecho compañía por un par de noches seguidas. Lo que él había conocido como soledad se derrumbó en aquel instante. La palabra se volvió muy pequeña para describir el lado vacío de aquella cama.
―¿Me echaste de menos?
Él distinguió el tono de broma en su voz, pero también un intento de cambiar de tema, como si se arrepintiera de haber formulado aquella pregunta.
―¿Lo hiciste tú? ―respondió con una pregunta.
―Es posible.
Transcurridos un par de segundos, Charles deslizó los largos brazos alrededor de su pequeña cintura, atrayéndola hacia su pecho caliente, y después acomodó su barbilla sobre el hombro de ella.
―Eché de menos la compañía ―susurró en su oído.
A Anna se le escapa una sonrisa.
―¿Solo la compañía?
Charles contuvo una risita.
―¿Debí extrañar algo más?
―No sé.
―¿No lo sabes?
―No, no lo sé.
―Habrá que llevarte con un médico. Estás olvidando cosas.
Anna se apartó de golpe, sobresaltándolo.
―¿Quién eres tú? ―chilló, mirándolo con los ojos desorbitados.
Charles pone los ojos en blanco y, estirando los brazos, la sostiene de la cintura y la carga en el hombro.
―¿Qué estás haciendo? ―preguntó ella.
―Te llevaré hasta el baño ¿No has entrado?
―No ―intentó aferrarse al saco. Parecía deslizarse hacia el suelo―. Bueno, ¡ya bájame!
―¿Por qué? Te estoy ahorrando energía.
Anna abrió las palmas y le golpeó las nalgas tan fuerte como le fue posible.
―¡Bájame! ―chilló.
―Demonios, Anna ―gruñó él―. Golpeas fuerte.
Ella repitió ambos golpes.
―¡Bájame, Charles Queen!
Charles saltó con ella, la sostuvo de la cintura y la acomodó dentro de la enorme bañera.
―¿Esto es una bañera o una piscina? ―preguntó.
No podía dejar de mirarla con los ojos llenos de sorpresa. Con facilidad podría decir que había espacio en ella para seis o siete personas. Hecha con mármol y con tres duchas extensibles, a Anna le parecía un baño de ensueño. El resto del mismo se revestía en decoraciones relacionadas al mar: la pared de un azul claro con olas blancas dibujadas, adornos de estrellas y un sinfín de bellezas más que la maravillaron.
Anna suelta un gritito cuando el agua fría le cae encima. Charles tenía una de las duchas extensibles en la mano, disparándole chorros de agua encima, con una sonrisa de zorro dibujada en el rostro.
―¡Noooooo! ―gritó ella, intentando detener el flujo de agua con la mano.
Escuchó una de sus carcajadas de burla. El agua estaba fría. Por supuesto, era una venganza por los inocentes golpes en sus nalgas. Nada que no pudiera soportar ¿Pero agua fría? Ya era muy cruel.
Se arrastró dentro de la bañera hasta alcanzar una de las duchas extensibles y, apuntándole, la encendió. El agua comenzó a salpicarlo, a empaparlo, pero él no apagó la suya.
―¿Te vas a disculpar? ―chilló él, riéndose, intentando esquivar el agua inútilmente.
―¡No! ―chilló en respuesta.
Cuando Tessie abrió la puerta del despacho, Edward tenía la vista fija en unos papeles.
―Mi señor, usted debe tomarse un descanso ―susurró sonriente.
Edward abandonó la lectura para sonreírle a su mujer.
―Tengo que leer todo este papeleo y firmarlo.
Tessie giró alrededor de la silla y se acomodó en ella.
―¿Qué es?
―Es una petición. Una organización sin fines de lucro que ayuda a niños que perdieron a sus padres está solicitando una aprobación a un proyecto de ayuda social. Consiste en la realización de un baile para recaudar fondos.
―Parece un buen proyecto. Deberías hacer a Charles partícipe.
Él suspira.
―No creo que Charles esté dispuesto. La condición para tomar mi lugar transitoriamente es tener a la señorita Mawson con él todo el tiempo, pero ella, al parecer, no aceptará el empleo.
Tessie se acomodó el cabello azabache, peinándose con los dedos.
―Anna Mawson está aquí ―dijo.
Edward frunció el ceño.
―¿Afuera?
―No. Llegó mojada y sucia por la lluvia. Charles la llevó a su habitación para que tomara un baño.
―Un baño ―musitó divertido―. No la llevó a su habitación para tomar un baño.
Tessie suelta una carcajada.
―Acabo de dejar en su habitación uno de mis vestidos.
Edward parecía particularmente interesado en lo próximo que diría.
―Sabes que tengo la mala costumbre de entrar a su habitación sin tocar ―continuó.
―Eres la única a la que se lo permite.
―Los muchachos estaban en el baño ―soltó una pequeña carcajada―. Jugaban.
Incrédulo, Edward se limitó únicamente a parpadear.
―¿Jugando? ―balbuceó.
―Jugando, con el agua. Parecían niños.
Sin poder creer aún en las palabras de su mujer, el rey comienza a rascarse la barbilla.
―¿Estás hablando en serio?
―Totalmente.
―¿Pero qué tienen estos dos en la cabeza? ―se agita el cabello con ambas manos―. Primero son como perros y gatos, luego se pierden por unos días y vienen convertidos en... Ni siquiera lo sé.
―Ah, los dos sabemos en lo que se convirtieron.
―Es difícil saberlo, cariño. Ambos conocemos a Charles.
―Pero lo notaste, ¿no es así? La actitud de Charles anoche.
―¿La actitud irritante de déjame en paz, no quiero hablar? Porque esa es la habitual.
―No, Edward. Charles no durmió en toda la noche. Estuvo dando vueltas desde la sala al comedor, al salón de artes, el salón de trono. Estuvo así toda la noche.
―¿Lo viste?
―No, pero las muchachas de la cocina sí.
―¿Me estás insinuando algo en especifico, mujer?
―Edward, para ser el rey, estás procesando todo muy lento.
―Viene de familia. Charles es el mayor ejemplo que puedo darte. Ahora, por favor, ve al grano.
Tessie se acomodó en el asiento.
―Creo que nuestro Charles está interesado en Anna.
―Eso se percibe incluso a través de sus ojos. Lo que me preocupa es el tipo de interés que siente por ella. Anna es una buena mujer, buena influencia para ese terco muchacho que tengo por hijo, pero Charles es un cabeciduro. No me hice viejo antes de tiempo por estar sentado en un trono. Ser el padre de ese sablazo ha sido la misión suicida más difícil de mi vida.
Tessie se mordió los labios para no reír.
―No metería las manos al fuego, pero tengo una buena corazonada.
Edward miró fijamente los brillantes ojos de su mujer.
―Sabes que siempre te creo ―suspira profundamente―. Supongo que debemos esperar.
Anna dejó que Charles le secara el cabello con la toalla. Podría acostumbrarse: echarse hacia atrás y dejar que alguien la mimara de esa manera. Automáticamente pensó en Carter. No era un hombre que gustase de mimarla, tampoco solía invitarla a salir a menudo. Valoraba muchísimo aquellas ocasiones cuando era un poco más romántico.
―Creo que ya estás bastante seca ―susurró Charles.
Anna estiró los brazos tanto como pudo. Ambos se encontraban en la cama: él recostado del espaldar y ella entre sus piernas, con las suyas cruzadas, mientras le secaba el cabello. Apenas hubo terminado, se dejó caer de espaldas sobre él.
―Creo que estoy enamorada de tu baño ―musitó contenta.
―Te dije que te gustaría ―sonrió.
―No volveré a desconfiar de ti.
―Me parece muy bien.
Lanzó la toalla al suelo para acomodarse mejor en la cama. Anna descansó sus brazos sobre las piernas de él.
―No entiendo por qué mi cama no es tan cómoda ―dijo ella―. Debes saber cuánto costó esta. Necesito una.
―Puedes quedarte en la mía.
―No me tientes.
Él movilizó sus manos hasta las de ella, tomándolas y apretándolas cariñosamente.
―Podría tenerte aquí por siempre.
Le depositó un beso en el cuello, y Anna se sintió desfallecer.
―¿Podrías?
―Podría.
―Oh ―jadeó.
Charles se remojó los labios.
―Me gustas, Anna ―balbuceó.
A Anna le costó comprenderlo ¿Habrá dicho...?
―¿Qué has dicho? ―preguntó, dudosa.
Charles respiró profundamente, armándose de todo el valor que le sea posible.
―Me pasé toda la noche dando vueltas, Anna ―dejó de hablar por un momento y luego, teniendo control absoluto de sí, apretó las manos de ella―. Basta de hacernos los idiotas. Me sacaste el demonio cuando nos conocimos, pero, Anna, estás volviéndome loco.
―Tal vez solo...
―Cállate ―gruñe―. Cuando trato de decírtelo, quieres que piense que es solo...
―¿Sexo? ―Anna le suelta las manos―. Eres un mujeriego ¡Lo único que querías de mí era sexo!
―¡No!
―¡Sabes que sí!
A pesar del forcejeo, Charles consiguió tomarle las manos nuevamente.
―Maldita sea, Anna ―chilló―. ¿Por qué tienes que ser tan difícil?
―No lo soy ―intentó soltarse de su agarre, pero fue inútil―. Solo sé cómo eres.
―No voy por la maldita vida diciéndole a todas las mujeres lo jodidamente atraído que me siento por ellas ―él la acerca a su cuerpo, como si aún existiese algún espacio entre ellos―. No hablo con ninguna. Me la llevo a la cama y es todo.
Anna cerró los ojos para no llorar.
―Pero tú, Anna, maldición, eres perfecta.
―Basta ―chilló.
―No.
―Charles, por favor ―le suplicó.
Ella no iba a creerle. Maldita sea, no iba a hacerlo. No podía culparla: él se había labrado una reputación, y ella, su corazón, estaban heridos. No debe ser cosa fácil confiar en alguien cuando has sido traicionado.
―¿Por qué siempre tenemos que gritar? ―clavó la nariz en su cabello―. No me molesta que lo hagas en la cama, pero...
―¡Eres un idiota! ―chilló, forcejeando para soltarse.
―Patalea todo lo que quieras. No vas a salir de esta habitación hasta que lleguemos a un acuerdo.
―Cuando me chantajeaste para que trabajara para ti, me diste la opción de pasar tres días contigo. Pues lo hice ¡Ahora déjame en paz!
―No lo había visto de esa manera. Sin embargo, ese trato perdió validez cuando aceptaste el empleo de mi padre ―presionando sus muñecas, cruzó sus brazos contra su pecho―. Maldita sea, Anna. Quédate quieta.
―¡Quiero irme a mi casa!
―Te he dicho que no.
―Qué gracioso, pero no tienes ningún control sobre mí.
Anna continuó con el forcejeo como si de ello dependiera su vida.
―¡Ya suéltame!
―Estás siendo ridícula.
―¡Que me dejes!
―Dije que me gustas y quieres salir huyendo. Quiero conocer a tu madre y que me enseñe a tratar contigo.
Anna cesa el forcejeo segundo más tarde. Comienza a jadear en busca de aire.
―¿Ya te cansaste? ―preguntó burlón.
―No me gusta tu actitud ―gruñó.
―A mí me gustas tú.
Sé dura, sé dura, repitió ella en su mente. Él está confundido, lo que dice no es cierto.
―¿Por qué no me crees? ―preguntó con la voz pequeña.
―Quisiera hacerlo, Charles, pero no puedo.
―Por favor, Anna.
Se abrazó a ella sin soltar su agarre. A Anna se le calentó el corazón.
―¿No sientes nada? ―le preguntó él.
¿Nada? Lo sentía todo.
―También me gustas, Charles, pero me vas a romper el corazón.
―No quiero hacer tal cosa. Te lo juro. Por favor, di que lo aceptas.
Anna contuvo la respiración durante un par de segundos.
―Sí ―jadeó―. Que Dios me ampare, sí.
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