Capítulo cuarenta y tres | VO
Charles estacionó el auto en el primer espacio disponible que encontró. Observó que al otro lado de la calle se encontraba el pub privado al que solía asistir con frecuencia en la mayoría de las noches, cuando no se hallaba demasiado cansado por la salida del día anterior. En aquel momento, aquel lugar se veía increíblemente extraño ¿De verdad había ido allí alguna vez? La estructura le parecía sacada de algún libro de historia antigua, por sus torres altas en la entrada con un notable estilo romántico y tres grandes ventanales que obsequiaban una vista de la elegancia en el interior.
Charles apagó el motor y se deshizo del cinturón.
―Pasamos una cafetería agradable hace unos minutos ―le dijo―. ¿Y teníamos que detenernos en un pub?
Él a escuchó soltar una risita.
―¿Qué tiene de malo este lugar? ―chasqueó la lengua―. Como si no supiera que este es tu Centro Internacional de Recolección de Putas.
Charles exhaló un suspiro.
―Encontraré una manera de eliminar esa palabra de tu vocabulario.
―Me han soltado amenazas mucho más aterradoras que esa.
―No es una amenaza. Solo te estoy advirtiendo, así puedes ir acostumbrándote a una palabra menos en tu boca.
―Gruñidos y gruñidos. Eso es lo que escucho. Ahora vamos a celebrar que conseguimos ponerle las pelotas azules al Señor Perfecto.
Ella se bajó del auto antes de darle una última oportunidad de insistirle en volver a casa. Se resignó a que no sería así, por lo que tomó las llaves del auto y abandonó el mismo. Llegó hasta ella para tomarla de la mano y cruzar la calle.
Debían ser cerca de las tres de la madrugada ¿Qué hacía él entrando a un pub a tal hora, con una muy guapa mujer de la mano, en un lugar donde encontraría hombres medio borrachos, sino es que se encontraban ya totalmente fuera de su juicio, mientras fingían que podían sostenerse de su propio pie? ¿Y por qué ha insistido ella en venir a celebrar una discusión política como si se tratase de alguna cosa importante?
―Deberíamos irnos a casa ―gruñó él.
Anna volteó los ojos hacia él.
―Secuestraron al Charles fiestero y devolvieron a un viejo gruñón.
Él sonrió un poco.
―No es ser gruñón, es solo que es tarde y estoy cansado.
Ella parecía ignorarlo mientras se acercaban a la barra.
―¿Qué quieres tomar? ―le preguntó ella, sonriente.
Tenía esa mirada de batalla ganada, y él no tenía las fuerzas para irse a la guerra.
―Un Smirnoff Ice ―respondió.
―¿Es lo que siempre tomas?
―No, pero yo estoy conduciendo.
―Yo conduzco. Pídete algo más fuerte.
Charles dudó que Anna estuviera lista para volver al volante. Apenas podía soportar ir en el lado del pasajero.
―Una Smirnoff Ice, por favor ―repitió, esta vez en dirección al barman.
―Que sean dos.
Charles giró la cabeza hacia ella.
―Tú no tomas.
―Esta es una ocasión especial.
―Disculpa, me corrijo. Tú no vas a tomar.
―Soy una mujer adulta desde hace un par de años. Si digo que tomo, tomaré ¡Dos Smirnoff Ice, por favor!
El barman solo tardó tres pasos y dos sonrisas para tener las bebidas servidas en vasos de cristal llenos hasta el tope del líquido transparente y cubos de hielo.
Charles tuvo que detenerla antes de que diera el primer trago.
―Anna, no estás acostumbrada a tomar. Si vas a hacerlo, da pequeños sorbos. No lo tomes como si fuera agua.
Ella asintió una sola vez mientras ponía en cristal en su boca, dándole un muy pequeño sorbo. Él esperó a su reacción.
Fue entonces cuando ella apartó el vaso tanto como sus pequeños brazos le permitieron. Las luces detrás de la barra le permitieron ver la mueca dibujada en su rostro, como si acabara de echarse algo amargo a la boca.
―¡Con un demonio! ¿Qué es esto?
Charles sonrió con burla.
―Anna, eso es Vodka ¿Qué pensabas que era el Smirnoff?
―Algo menos fuerte.
―El Smirnoff Ice solo contiene un 5,5 por ciento de alcohol ―respondió el barman.
―Lo que es demasiado para ti.
Anna se echó un par de pasos hacia atrás cuando él intentó arrebatarle el vaso.
―Cálmate un poco, machote. Nunca he salido a darme un trago, ni sola ni acompañada, y quiero hacerlo hoy. Vamos, Charles ―batió las largas pestañas con rapidez―. Recuerda que es mi cumpleaños.
Él gruñó, frustrado.
―Pero voy a quitártelo si comienzo a verte ebria. Y tienes que ir despacio ―agregó después de unos segundos.
Anna levantó el vaso y esperó a que él también lo hiciera para chocarlos a modo de brindis.
―Este es mi primer brindis en la vida ―soltó una risita―. La primera cosa virgen de mí para ti.
El primer impulso de Charles fue girarse hacia el barman, que observaba a Anna atentamente.
―Largo ―gruñó.
―Lo siento, Su Alteza ―musitó, tomando el paño gris sobre la barra y caminando en dirección a una de las mesas del fondo.
Charles le dedicó una mirada represora a Anna.
―¿Qué te he dicho, Anna Mary Mawson?
Ella respondió con un puchero.
―¿Por qué tan serio, precioso? ―se le colgó del cuello sin soltar el vaso―. Eres el alma de cualquier fiesta ¿Puedes hacerlo con todos pero no conmigo, tu prometida?
―Tú no estás acostumbrada a tomar. Solo han sido dos tragos y ya dijiste el primer comentario sin impudores de la noche.
Anna soltó una sonora carajada.
―Qué palabra tan elegante, Su Alteza.
A Charles no le quedó más opción que sonreírle.
―Nunca deberías tomar.
―Tú no lo has hecho ¿Qué te preocupa?
―El Smirnoff no me hará ni cosquillas. Estoy acostumbrado a tomar.
―Entonces, ¡hasta el fondo!
Ella se le separó y dio dos largos tragos a la bebida trasparente. Charles frunció un poco el ceño. Aquello le iba a traer problemas. Terminaría por llevar a casa a una borracha gritando incoherencias.
―¡Fondo, fondo! ―vitoreó.
Decidió dar un trago para complacerla, pero ella gimoteó en respuesta.
―Vamos, Charles ¡Otro!
Para cuando se percató, iba por su cuarto trago y se encontraban en la segunda planta del pub, donde se ubicaba la pista de baile. Comparado al piso inferior, la pista de baile estaba a reventar de gente, tanto que era muy fácil chocar con los cuerpos vaporosos y sudorosos. Anna iba por la mitad de su segundo trago. Le impresionó su determinación en no parecer absolutamente borracha y no tambalearse mientras estuviera aun sobre los tacones, sobre todo cuando a él le parecía una tarea bastante difícil mientras la escuchaba reírse por cualquier verso de cualquier canción y bailaba como si algo anduviera mal en su cabeza.
―Fue cuando le dije: «Tarada, es una vaca» ―soltó una risotada que desapareció bajo el altísimo volumen de la música―. Pero yo fui la tarada que le hablaba a la vaca. Tarada, tarada, tarada.
Charles también se carcajeó.
―Tu padre va a matarme cuando te vea así de borracha ―le gritó.
―Aguafiestas ―le gritó en respuesta―. Nunca había tomado tanto. No sé ni cuanto he tomado ¿Cuánto he tomado? ―volvió a reír―. Qué bonita palabra. Tomado. Tomar. Tomar. Tómame.
―Solo un vaso y la mitad del otro.
Anna miró el líquido dentro del cristal con el ceño fruncido.
―What I am supposed to do, oh oh? When she's so damn cold like twenty below? ―canturreó, en su pequeña y dulce vocecilla de borracha, contrastando con el ritmo veloz de la canción que sonaba en el fondo.
Charles movió la mano lentamente para arrebatarle el vaso, pero ella fue un poco más rápida y se lo llevó a la boca, tomándose el resto de su contenido en un solo trago.
―Santo Dios ―jadeó Charles.
Anna, sin embargo, le agitó el vaso vacío mientras sonreía embobada.
―Yo también puedo ―chilló―. Anna la ex Rubia Rabiosa también puede tomar.
―Creo que has tomado demasiado.
Ella se le separó cuando lo vio acercarse.
―No, no me llevarás a casa. No quiero.
―Estás borracha.
―Sí ―soltó una risita―. Digo no.
―Anna, no quiero seguir gritando en medio de la pista.
―Entonces no grites y bésame.
Charles detuvo su andar al instante.
Cuando la miró fijamente a los brillantes ojos verdes, supo que estaba total e irremediablemente perdido.
Las brillantes y coloridas luces le golpeaban la piel y el cabello, y la niebla artificial a sus pies creaban para él la visión de una hechicera que lo incitaba a acercarse. Ella movió los labios y articuló en silencio:
―Ven aquí.
¿Qué andaba mal con él?, se preguntó Charles en silencio. Su cuerpo no quería, no podía, moverse. Solo estaba allí, de pie, en medio de un montón de cuerpos sudorosos que se movían al ritmo de la nueva canción que había comenzado hace unos escasos segundos.
Las luces se vuelven intermítanles, parpadeando un color diferente cada dos segundos.
La voz ronca y sensual de la mujer comienza a cantar. Es una melodía movida, pero tan bien es suave. Es encanto y maldición.
Sé que has sido herido por alguien más, canturrea.
Poco después, la mujer es acompañada por un hombre. Su voz es mucho más ronca, gruesa, y es un poco más veloz que la mujer.
Estoy lidiando con un corazón que no rompí...
Anna comienza a moverse al ritmo de la canción.
Nunca la había visto bailar, y una desesperación absurda se instaló en su pecho. Muchas cosas desconocía sobre ella, tantas que parecían una locura. Le ha tomado lo suyo descubrir lo que sabía, porque en algunas ocasiones podía ser muy reservada, quizá asustadiza, porque alguien a quien amó acabó destrozándole el corazón.
La desesperación aumentó al imaginar cómo habría resultado todo aquello si ella, por miedo, hubiese decidido que, aquello que nacía entre ellos, no era importante. No la tendría, a toda ella, ni al alivio que representaba tenerla en su vida.
Tal vez por eso su cuerpo no se movía. Porque una parte de él quería permanecer tan inmóvil como le fuera posible para contemplarla en su pequeña borrachera, moviéndose muy lentamente, disfrutando de la música, con pasos ágiles como si se hallase completamente sobria y en total control de su cuerpo.
Tembló un poco cuando comenzó a acercarse, moviendo las caderas de una manera muy coqueta, pero no vulgar. Charles separó los labios ligeramente para exhalar un suspiro mientras la veía sonreírle, con ese par de ojos verdes centelleando fuego.
Dios, era tan bella, gruñó en su mente.
Anna jugueteó un poco con su largo cabello, acomodándolo sobre los senos abultados por el vestido. Le sonrió aún más, y el hechizo se prolongó en él.
Dio unos pocos pasos hasta alcanzarla, le enmarcó el rostro con las manos y bajó un poco la cabeza hasta encontrar la cálida humedad de su boca.
A Anna se le puso muy sensible la piel cuando su aliento caliente, cargado del enloquecedor aroma del Smirnoff, le golpeó el rostro. Temió que ya no fuera lo suficientemente fuerte para mantenerse por su propio pie, porque tenía las piernas muy endebles y su mente, adormecida por el alcohol, se sintió mareada. Aferró sus pequeños brazos alrededor de su cintura a modo de soporte, mientras le devolvía el beso con la misma intensidad.
Quiso gritar, saltar, chillar de alegría, porque sus besos eran una total maravilla. La hacían sentirse tan niña y tan mujer al mismo tiempo, y no quería que parara. Solo quería más. Más. Más. Aunque aquello la llevara al borde de la locura.
Tal vez el alcohol provocaba que aquellas sensaciones estallaran al límite, pero por lo que fuera agradeció que él le envolviera el cuerpo con los grandes brazos y la llevara a través de la pista con esos movimientos ágiles y bizarros, que iban en perfecta sincronía con el ritmo agresivo de la música. Creyó haber escuchado a una mujer cantar «Podemos aprender a amar otra vez».
Él sabe bailar, gruñó ella, entre la locura y el placer. Podía sentir el calor que se instalaba en su piel, calor que provenía de su cuerpo vaporoso por la excitación de la cercanía.
Gimió contra su boca al sentir una de sus grandes manos empujarla contra él, presionándole las nalgas. La música vibró en su pecho y desde algún lugar la voz de un hombre cantaba sobre perder el control esta noche.
Anna despegó un poco la boca para soltar una risita de borracha.
―No sé de qué me estoy riendo, ¡pero esto es divertido!
―Ya veremos si te ríes cuando tengas la resaca.
Ella echó la cabeza hacia atrás y comenzó a cantar la canción. Se le separó y, levantando los brazos por encima de la cabeza, inició una nueva sesión de movimientos un poco más torpes que los anteriores. Se tambaleó un poco, pero apenas se repuso, le lanzó los brazos al cuello y le rozó las caderas contra las suyas.
―Baile conmigo, Príncipe Charles ―chilló, agudizando muchísimo la voz.
―Dios, estás ebria hasta la médula ―soltó una carcajada―. El Enjambre Mawson me destrozará con suma lentitud.
Anna agitó la cabeza frenéticamente.
―Yo te cuido ―volvió a reír, pero su chillido dulce finalizó con un casto beso―. Siempre cuido lo que es mío.
Él torció la boca en una pequeña sonrisa tímida.
―¿Así que soy tuyo, eh?
―Por supuesto.
Charles enarcó una gruesa ceja al sentir las pequeñas manos de ella prensándole las nalgas.
―Quítame las manos de encima, pervertida ―chilló él a son de burla.
―Si las quito, las pondré en otro lugar que podría no ser digno de un acto de una dama. Y presionaré con más fuerza.
―¡Anna! ―estalló en risas.
Ella seguía contoneando el cuerpo al ritmo de la música como si aquello no fuera nada del otro mundo.
―Ya es tarde ―gritó él, intentando oírse por encima de la música―. Hay que ir a casa.
Anna hizo un puchero.
―¡Cinco minutos más!
―No. Mientras aún puedas caminar, es mejor que nos vayamos. Tómame el consejo. Sé tomar mucho mejor que tú.
―Yo lo hago. Digo, lo haré ―sonrió borracho―. Pero tienes que llevarme directo a la cama y no a dormir, tonto. No te pases de sobreprotector. Sé que lo harás. Al diablo dormir. Yo quiero tener sexo.
Charles tuvo que lidiar con los dos fisgones a su izquierda, que giraron la cabeza directamente hacia ellos. Él les obsequió una mirada gélida, la advertencia silenciosa de que si seguían interesados en asuntos que no le correspondían, ninguno de los dos terminaría bien la noche.
Los dos fisgones apartaron la mirada casi de inmediato.
―La primera cosa caliente que tendrás será un café ―gritó él.
La tomó del brazo y la condujo lejos de la pista hasta lograr salir del pub. Fuera, hacía bastante frío. Calculó que debían ser casi las cinco de la mañana, porque algunos rayos solares se asomaban por entre los árboles.
―Charles ―la escuchó gruñir―. ¿Por qué encendiste la luz?
―Anna, es la luz solar.
―Pues apágala.
Él puso los ojos en blanco.
―Soy un príncipe, no un dios.
―Eres del tipo poco ruido y muchas nueces.
Charles reprimió una carcajada.
―Mucho ruido y pocas nueces.
Ella lo miró mal.
―Muy respondón, ¿no? Quédate quieto para poder golpearte.
Él frunció el ceño.
―No me estoy moviendo.
Y era cierto. Desde el instante en que ambos salieron del pub, él se detuvo en la entrada para que ella inspirara el aire limpio.
―¿No? ―susurró ella―. Porque te estoy viendo en todas partes.
Se movió un poco a la derecha.
Y entonces todo lo que vio fue a ella tropezar con sus propios pies hasta caer al suelo. Habría entrado en pánico si no la hubiese escuchado reír.
―Upa, upa. Oompa Loompa.
―¿Es en serio, Anna? ―pone los ojos en blanco―. Dile adiós al alcohol de manera permanente.
Ella movió el dedo índice de un lado a otro tan rápido como la borrachera se lo permitió.
―Que vodka el viva ―soltó una carcajada―. No, no, que viva el vodka.
―Bien, es suficiente.
Pasó sus brazos por debajo de su cuerpo para levantarla.
―Tus brazos ―le dijo―. Rodea mi cuello con ellos.
―Mm. Dame órdenes. Me gusta.
―Vamos, Anna. Por favor.
―Sí, mi lindo gruñón.
Cuando le rodeó el cuello con los brazos, cruzó la calle hasta el lugar donde el auto seguía estacionado. Soltó una maldición cuando no pudo abrir la puerta del pasajero.
―Anna, ¿qué tal un poco de ayuda? ¡No! ―gritó al instante, cuando ella comenzó a deslizar las manos velozmente hasta su entrepierna―. Necesito que me ayudes a abrir la puerta.
Ella le hizo un puchero.
―Justifica tu petición.
―Olvídalo.
―Ya, de acuerdo. Lo hago ―estiró el brazo hasta abrirla―. Soy una chica buena.
―Y muy borracha.
―Mentira.
A él le costó lo suyo abrir un poco más la puerta con la pierna y acomodar a la borracha mujer en el asiento.
―¿Puedes ponerte el cinturón o lo hago yo?
―¿Qué es eso? ―soltó otra carcajada.
Charles puso los ojos en blanco, se inclinó en el interior y le ajustó el cinturón de seguridad. Cerró la puerta, le dio la vuelta al auto y se acomodó en el asiento del conductor. Suspiró de alivio después de insertar la llave.
―Jamás me había alegrado tanto de abandonar un pub ―le dijo.
Él esperaba alguna respuesta de su parte, pero, en cambio, solo escuchó...nada.
―¿Lo hice bien? ―la escuchó preguntar segundos más tarde.
Frunció el ceño, confundido.
―¿Qué cosa?
―No sé ―se carcajeó―. Solo quería celebrar contigo, pero a veces soy muy aburrida. Pensé que sería divertido si íbamos por unos tragos.
―Solo que no sabes tomar.
―Bueno, intenté aparentar que no era así. Ya sabes, para ser como las otras.
A él se le formó un nudo amargo en la garganta.
―¿Pero de qué estás hablando?
―No me molesta. Quiero decir. Yo estuve con un hombre antes de conocerte. Tú estuviste, bueno, con muchas, muchísimas, mujeres y seguramente eran muy divertidas. Yo estoy llena de un poco, mucho, muchos...problemas.
Charles puso los ojos en blanco mientras la oía balbucir cosas que le costaba lo suyo comprender.
―Y ya tienes tantas responsabilidades. La regencia, tu padre. Me incluyo en la lista porque soy un gran problema. Tienes a toda la...mi, mi familia. Toda mi familia está en tu casa. Los mantienes. Nos mantienes. Me siento un poco miserable. Eso de no trabajar es como abrumador. Me desespera un poco. Entonces te veo. A veces estás tenso ¿Es por mi culpa? ―gimotea un poco―. He tensado tu vida, ¿no es cierto? Me concentré tanto en mis problemas que ni siquiera noté el trabajo que les presentaste al Parlamento. Y es muy bueno. Me hiciste sentir orgullosa.
Anna soltó una carcajada que se volvió casi al instante en un llanto infantil.
―Tienes que ponerte un poco más fuerte. Párate frente a ellos con esa actitud decidida que me encanta. Hazlos temblar. Yo sé que puedes. No dejes que mis problemas te desvíen de lo que es importante. Yo lidiaré con ellos.
Él sonrió un poco.
―Anna ―le susurró, mientras atrapaba su pequeña mano en la oscuridad―. La corona es algo nuevo para mí. Apenas estoy saboreando lo bien que se siente y muy, muy recientemente he aprendido que más allá de ser una fuente poder es un instrumento que puede usarse en beneficio de la sociedad. Pero ―llevó su pequeña mano hasta su boca― tú eres, por mucho, lo que es verdaderamente importante. Tus problemas también son míos. Ellos no van a durar para siempre. Encontraremos a quien quiera hacernos daño y lo detendremos. Vamos a estar bien.
Él la vio sonreír un poco.
―Yo tenía miedo de que me rompieras el corazón como lo hizo Carter y dijiste que no lo harías ―la escuchó soltar un bostezo―. Te tomaste tiempo para encontrar todos mis pedazos y los uniste muy rápido.
Se le acercó un poco, con los ojos briosos y una sonrisa encantadora.
―Eres el amor de mi vida, Charles.
Él creyó que moriría de dicha, pero muy distinto a lo que haría, despegó los labios y soltó una risita cuando la vio desplomarse dormida en el asiento.
―También eres el amor de mi vida, Anna ―le susurró, consciente de que ya no podía hacerlo.
Aguardó unos minutos para poder mirarla antes de decidir encender el auto y marcharse directo a casa.
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