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Capítulo cuarenta y siete | VO

Antes que nada me disculpo por los errores. Escribí este capítulo en el IPad y el muy perro me cambiaba las palabras a cada rato. Así que si ven algún error o disparate me lo pueden dejar saber para corregirlo. Ahora sí... Disfruten. BUAJAJAJAJA.

Para el momento en que Anna volvió al salón de música cerca de una hora más tarde, los instrumentos habían desaparecido. En él solo había una fila de tres sillas de peluquero y un pequeño grupo de, en su mayoría, desconocidos. Una mujer se hallaba de pie junto a cada una de las sillas. Y casi en la entrada se encontraba aquellas bella mujer de cabello rojo como el fuego y ojos increíblemente oscuros que había visto en solo dos ocasiones.

Stephanie, la jefa de Zowie.

―¡Anna! ―exclamó ella―. ¡Feliz cumpleaños!

Ella le dedicó una extraña mirada.

―Gracias, creo ¿Qué haces aquí?

―Oh, bueno, Zowie dijo que necesitaba ayuda.

―¿Ayuda? ¿Exactamente con qué?

―Con el peinado, el maquillaje y la ropa, por supuesto. Dijo que eran demasiadas personas para ella. Así que me llamó.

Anna observó a las tres chicas que la acompañaban. Sospechó que las conocía el tiempo que le tomó reconocerlas. Eran las mismas compañeras de trabajo que habían acompañado a Zowie unos meses atrás cuando había comenzado su trabajo como asesora de Charles. Desde luego, el mujeriego heredero no había tardado en coquetear con ellas, incluso con Zowie, su mejor amiga. Así que después de ocurrido aquello, dos meses más tarde, las volvía a tener en frente.

―Traje a algunas de mis chicas conmigo ―le dijo Stephanie, señalándolas―. Las traje porque son expertas en moda de ambos sexos.

Anna le sonrió forzadamente, pero a las chicas, oh, no. Solo les obsequió su mal genio y su increíblemente ceño fruncido.

Si creían que podrían ponerle una mano encima a su prometido, estaban muy equivocadas.

―Si me disculpan un momento ―Anna comenzó a retroceder hacia la puerta―. Iré a hablar con Zowie.

Anna no le permitió responder. Abandonó la habitación y avanzó por el pasillo hasta encontrarla junto a la puerta del salón.

―¡Zowie Elizabeth Cowell! ―chilló.

Ella sonrió un poco.

―Hola, Anna Mary Mawson.

―¿Por qué están todas esas mujeres en mi casa?

―Necesitaba ayuda, así que llamé a Stephanie.

―Entonces decidió traer a su manada.

―Solo es ayuda extra ¿Qué tiene de malo?

―Son esas mismas chicas de la otra vez. De acuerdo. Una tiene novio y la otra está casada, pero no creas que no he notado esa miradita.

Zowie le responde con una sonrisita de burla.

―Respira profundo, Anna. Todos saben que el hombre es tuyo.

Ella la fulminó con la mirada.

―No necesito a cuatro desconocidas rondando por mi casa.

―Rondando cerca de tu prometido, eso es lo que quieres decir.

―Así que diles que se lo agradeces pero sus servicios no son requeridos ―continuó, ignorándola.

―Relájate un poco, ¿quieres? No es como que el hombre vaya a quedarse a solas con las cuatro.

―O como que vaya a permitírselos.

―Creo que tu dramatómetro aumentó varios puntos.

―Como quieras, pero diles que se vayan.

Anna le lanzó una mirada que le comprobaba que hablaba en serio. Hizo ademán de retirarse, pero la respuesta de Zowie la obligó a mantenerse en el pasillo

―Charles me pidió que las contratará.

Anna le obsequió una falsa sonrisa.

―Una razón más para quererlas fuera.

―Él solo quiere que estemos listos a tiempo. Somos demasiados. No puedo preparar a todos.

―Pero me parece que todos somos adultos y podemos encargarnos de nuestra ropa por nosotros mismos.

―Deja de rezongar, por el amor a Dios. El pobre hombre ha dejado su vida preparando esta fiesta.

―¡Pero esas mujeres no tienen nada que ver en todo esto!

―Solo vinieron a trabajar. En cuanto terminen se irán y es todo, reina del drama.

Se cruzó de brazos mientras murmuraba palabras que solo ella pudo comprender.

―Bien, pero lo que vayan a hacerle, lo harán conmigo presente.

―No. La cumpleañera tendrá un trato especial, por lo que será atendida en su habitación.

―¿Y dejar a Charles con esas cuatro? Mejor tráeme una escopeta.

―Alice y yo vigilaremos al hombre por ti. Si alguna le toca algo que no deba, la asesinaremos y desapareceremos su cuerpo.

―Pero no olvides tomarle una foto al cadaver antes. Necesito asegurarme de que esté realmente muerta.

―Hecho.

Recostada en la cama, Anna meditaba el porqué una estilista debía tardarse tanto en volver a la habitación. Al revisar en la pantalla de la computadora, calculó que se había marchado hace casi quince minutos. Según ella, necesitaba algunas sombras más fuertes y hebillas para el cabello un poco más gruesa. No podía comprender para que lo necesitaba. Usar colores fuertes en la noche no era de su agrado. Apenas cruzara la puerta de la habitación, le diría que se olvide de utilizar un maquillaje con colores intensos.

Suelta un largo suspiro y estira el brazo para alcanzar la computadora, que descansaba junto a ella sobre la cama. La coloca en las piernas y accede a internet. Da click sobre la barra de búsqueda e ingresa «Príncipe Charles Queen». Una risilla diabólica burbujeó en su garganta. Deslizó la página hacia abajo para ver otras previas.

En algunas fotografías se le veía a él en compañía de mujeres con exceso de maquillaje y otras con complejo de supermodelos, contoneando las caderas para la cámara, como si supieran que algún fotoperiodista los estuviese observando. Puso los ojos en blanco al ver otra fotografía de él besando a una pelirroja increíblemente alta, pero muy guapa.

―Maldito miembro caliente ―gruñó a la pantalla―. Tienes suerte que los perros duermen en esta misma habitación, sino te mandaba a dormir con ellos.

Deslizó la página hacia abajo con mayor rapidez. La mayoría de ellas eran fotografías de un Charles más joven, quizá a los quince o dieciséis años. Tenía el cabello muy rizado y un poco más largo, tanto que le cubría las orejas. En algunas vestía elegante, en otras como si acabara de pelear contra un león, y el león fuera el campeón.

Dejó escapar una risilla. Un poco más abajo habían un par de fotografías de un Charles mucho más joven y mucho más pequeño. Era tan solo un niño, y era un niño muy bello: enormes ojos azules, mejillas sonrosadas, el cabello un poco mas largo que en la fotografía anterior, utilizando lo que parece el uniforme de un colegio privado. Pero hubo algo mas en esa fotografía que le encogió el corazón.

La bella mujer detrás de él, con sus manos colocadas en los brazos del niño. No tuvo que preguntarse quién era, porque la respuesta a esa pregunta se encontraba en el parecido entre ambos.

Esa mujer era su madre.

Anna se llevó una de sus manos a la boca. Por Dios, ambos eran tan parecidos. Y le rompía el corazón al ver la sonrisita de felicidad en ese niño, la sonrisa cargada de amor hacia su madre, y ella, con el brillo de amor maternal en los ojos. Una mujer tan bella y joven, que parecía estar llena de vida. Podía comprender el porque ha sido tan difícil para el superarlo. Si se hubiese tratado de alguna enfermedad por la que ella corría el riesgo de morir, quizá habría tenido algo de tiempo para prepararlo ante la posibilidad de su partida. Pero todo había sido tan repentino. Un niño de cuatro años que quiso buscar a su madre después de una pesadilla, y terminó encontrando otra peor.

Guardó la imagen e inmediatamente accedió al archivo de descargas. No lo encontró allí, sino en la carpeta de documentos,

―Ah, querido, el archivo de descargas existe para almacenar las descargas, pero no. Tú las almacenas en los documentos. No sé cómo has podido vivir en ese desorden que tienes por vida.

Entrecerró los ojos un poco cuando el nombre de una de sus carpetas le llamó la atención: «En el jardín las rosas que un día sembré».

―Charles Queen: poeta, pintor y jardinero. La primera poda de los rosales incluyen un poema del por que algunas rosas son más rojas que otras ―bromeó.

Se preguntó si estaba bien echarle un vistazo. Después de todo, que él le permite usar su computadora no significa que ella tenga derecho a invadir su privacidad.

Comenzó a morderse la uña del pulgar a medida que su curiosidad aumentaba ¿Qué podría tener en aquella carpeta para ponerle ese nombre? Deslizó el cursor hasta posicionarlo sobre la misma, pero casi al instante separó el dedo del ratón y agitó la cabeza. Ella no podía abrirlo. Son documentos privados. Incluso las parejas debían respetar el espacio del otro.

No, no abriría esa carpeta.

Pero quizá solo eran pequeños relatos o poemas de esos que él escribía... Y a ella le encantaba leerlos. Sin embargo, no era correcto hacerlo sin su consentimiento. Quizá él no quería que los leyera...

Soltó una maldición después de haber dado doble click para abrir la carpeta. En su interior habían otras, y una de ellas decía: «Mawson y otros tipos de Anna». A ella le pareció curioso ese nombre. ¿Tal vez eran un puñado de composiciones escritas para ella? Oh, deseaba tanto abrirlo, pero una parte de ella le decía que no era correcto.

El tercer documento tenía por título: «Me enamoré».

―Esto es culpa tuya ―presionó doble click para abrir el documento―. Si sabes que siempre ando curioseando, ¿para que le pones ese tipo de nombres a una carpeta? Claro que la abriré.

Apenas el documento abrió, ella comenzó a leer en voz alta:

Me enamoré de tu toque sin necesidad de usar las manos.
De las palabras que jamás tuvieron que abandonar tu boca.
De tus barboteos insolentes e insensatos.
De tus silencios infantiles que asedian mi memoria.

Me enamoré de tus intentos afanosos.
De tu linaje de espinas.
De tus labios carnosos.
De tu mirada perdida.

Me enamoré de todo aquello que te hace tan mujer.
De la ternura que te alumbra las pupilas.
De tu pecho donde nace el bienquerer.
De la forma en que al decir mi nombre hiperventilas.

Anna soltó un gruñido de alegría y se dejó caer de espaldas. Volvió a leer aquello una y otra vez hasta que casi lo aprendió de memoria. Sonriendo ampliamente, llevó los labios hasta la pantalla. Oh, claro que lo había escrito él. Tenía ese toque especial tan suyo ¿Pero por qué no se lo había mostrado? ¿Quizá le daba vergüenza? ¿Pensaría que no iba a gustarle? ¡Cómo le gustaría decirle que se equivocaba! Tal vez podría decirle que lo ha leído, que invadió su privacidad sin habérselo consultado primero.

Muy probablemente se enojaría, así que era mejor no mencionarle nada hasta mañana. Pero, sin duda, lo haría. No debería mantener aquello en su computadora. No le molestaría en lo absoluto que lo compartiera con ella. Después de todo, estaba enamorada de su arte, así como de él.

Borró el historial y devolvió la computadora a su escritorio. De pie junto a los ventanales, observó el lento atardecer que despertaba a lo lejos. Un gruñido de exasperación se escapó de su garganta al escuchar la puerta de la habitación.

―Lo siento, Anna ―se excusó la chica―. Avery estaba utilizando las sombras verdes..

―No vas a usar ese color conmigo. Soy muy pálida. Además, no me gusta usar colores fuertes en la noche.

La chica sonrío como si aquello le resultase divertido.

―Tú en serio no tienes idea, pero tendrás que dejar que use los colores que encuentre pertinentes.

―Bien, lo haré, pero si me dejas pareciendo loca, juro por Dios que te arrepentirás de haberme tocado el rostro.

Anna se observó en el espejo del armario casi una hora más tarde, y fue entonces cuando comprendió porqué aquella chica debía utilizar colores fuertes y estrambóticos en ella.

Escrutó la alocada combinación de aquella ropa que llevaba puesta: un saco de pana, corto al frente pero largo atrás, de un intenso color amarillo, pantalones verde helecho, y un chaleco, también hecho de pana, verde musgo, así como los tacones muy al estilo de los años 20. El cabello castaño estaba escondido debajo de la peluca gris, con los falsos rizos desordenados que le caían sobre los hombros. Y sobre ella un alto sombrero verde helecho con una gruesa cinta verde musgo. Sobre la misma se hallaba una etiqueta con el número 10/6. Llevaba un gran moño azul celeste alrededor de su cuello. Finalmente, el maquillaje en tonos verdes y amarillos, de cuyo color tenía pintado los labios, concluían el atuendo.

Sonrío a su reflejo en cuanto lo reconoció.

―Estoy disfrazada como el Sombrerero Loco ―rió, acomodándose uno de los rizos falsos―. Pero no entiendo por qué. Creí que sería una fiesta común y corriente.

La chica comenzó a guardar sus cosas en el maletín plateado.

―Zowie solo me concedió la información necesaria para preparar tu atuendo, pero no seré yo quien arruine la sorpresa.

Ella le sonrió, sosteniendo el maletín con ambas manos.

―Yo ya he terminado mi parte, así que iré a ver si alguien más me necesita.

―Está bien, muchas gracias.

Anna le pidió que se detuviera cuando la chica se encontraba en el primer escalón.

―¿Crees que hallan terminado con Charles?

―Tengo entendido que él se vestiría a solas en una de las habitaciones de este pasillo.

―Oh, bueno. Gracias.

La chica se marchó al instante. Anna volvió a mirarse al espejo y, viendo sus manos desnudas, pensó en algo que podría adecuarse a su atuendo. Rebuscó entre los cajones hasta hallar un par de guantes de encaje blanco. Perfecto. Marchó escaleras arriba y abandonó la habitación.

Soltando un largo suspiro, Charles ajustó el moño negro alrededor de su cuello. Nunca antes se había sentido tan cansado, y no era para menos. No había dormido ni cinco minutos desde que Anna y él llegaron en la madrugada. Se mantuvo despierto durante todas esas horas gracias a la gran cantidad de café cargado que ha estado bebiendo, pero aun así el deseo por dormir un rato le latía en la sien. Sin embargo, ahora no era momento de descansar, no cuando todo estaba listo para la fiesta de esta noche. Una fiesta de cumpleaños que se prometió Anna jamás olvidaría.

Estiró los brazos un par de veces para desperezarse un poco. Acomodó por última vez el chaleco blanco que iba sobre la camisa azul y ajustó el cinturón de los pantalones negros. Tras una revisión más en su atuendo, concluyó que estaba listo.

Se colocó el sombrero canotier y, bostezando, abrió la puerta de la habitación para encontrarse a una Anna utilizando un atuendo muy extraño, con los labios pintados de un amarillo intenso y los ojos verdes aún más grandes que de costumbre gracias al estrambótico maquillaje.

―Lo estaba buscando, Su Alteza ―sonrió, con una expresión de burla que se reflejaba incluso en sus manos ocultas tras la espalda.

―¿Qué quieres, criatura del demonio?

―Pudiste haberme dicho lo que planeabas. Estuve a punto de despedir a todas esas mujeres.

―¿Algo de la palabra sorpresa te suena a motivo?

―No ―aparto las manos de la espalda para instalarla alrededor de la cintura de él―. Aun así, te perdono.

―Aún no has visto nada.

―Pero te estoy viendo a ti. Alicia jamás se había visto tan guapa.

Charles pone los ojos en blanco.

―No estoy usando vestido. No caería tan bajo, ni siquiera por ti.

―Lo sé, te estoy viendo.

Él enarca una de sus gruesas cejas al sentir las manos de ella presionándole las nalgas.

―Yo caería a un agujero por ti ―susurró ella, pero Charles no podía tomarla en serio, no cuando movía la nariz como si fuera un conejo.

―¿Ves? ―suspiró él―. Pudimos haber puesto unos globos y serpentinas, pero algo me decía que una decoración al estilo Alicia en el País de las Maravillas era más...parecido a ti.

―Aquí todos estamos locos ―musitó, imitando pésimamente la voz del gato Cheshire.

―Tú misma me das la razón.

Ella le expuso la dentadura. Se le acercó un poco más para besarlo, pero el echo la cabeza hacia atrás.

―De ninguna manera, Anna ―le sonrió un poco―. El lápiz labial rojo ya es bastante malo para remover y no estoy interesado en averiguar si este es igual.

―¿No quieres besar a tu prometida?

―Oh, quiero, claro que quiero.

Charles le apartó las manos rápidamente, llevando las suyas hasta la pequeña cintura de ella. La hizo girar hasta que la espalda tocara la pared. Y todo lo que tuvo que hacer después fue plantarle los labios en el cuello.

La escuchó soltar un gemido.

―Un beso sigue siendo un beso, no importa dónde se dé ―susurró el, mientras deslizaba los labios sobre su piel hasta depositarle otro beso en la mejilla.

―Quiero más ―suplicó ella.

―Después. Nos aguarda una fiesta.

―La fiesta puede esperar.

―No.

Anna dejó escapar un gruñido.

―Eres el príncipe de la crueldad.

―Intenta calmarte un poco, gruñona.

―Yo siempre estoy calmada.

El prefirió no responderle, sino aquello se convertiría en una discusión sin fin. Llevó una de sus manos hasta alcanzar la suya y tiró cariñosamente de ella para conducirla escaleras abajo.

―¿Cuánto tiempo te tomó planear esto? ―le preguntó ella.

―No lo sé exactamente.

―¿Y de dónde te salió la idea?

―No lo sé.

―¿Y por qué escogiste que yo fuera el Sombrerero Loco y tú Alicia?

―No lo sé, Anna.

―Dijiste que odiabas mis «no lo sé». Creo que ahora comienzo a comprender el por qué. Me exaspera que solo me respondas así.

Él dejó escapar una carcajada.

―Olvídate de los detalles.

La tomó del brazo cuando estuvieron en el último escalón.

―Muy bien, ahora tienes que cerrar los ojos ―le dijo el.

―Me caeré como idiota. Tengo tacones.

―Te caerías de todos modos aunque no los usaras. Pero puedes estar tranquila. Yo te guiaré.

―Entonces caeré como idiota sobre ti.

Charles le obsequió una mirada un poco dura.

―Los ojos. Ciérralos ―le ordenó.

Ella suspiró, dándose por vencida. Cerró los ojos y se aferró con fuerza a su mano una vez que comenzaron a avanzar hasta el salón.

―Te dije una vez que me desmayo con las sorpresas ―le dijo ella―. En este momento me siento increíblemente ansiosa. Yo creo que sí me desmayaré.

―Estarás bien, mujer.

―Creo que estoy temblando ¿Lo estoy haciendo?

―No.

―¿Estás seguro?

―Quizá en lugar de ponerte labial, debieron colocarte una cinta con mucho adhesivo.

Anna escuchó el coro de carcajadas que pertenecía a su familia.

―¿Ya puedo abrirlos? ―chilló, emocionada.

―Dios mío, que no. Ya te avisaré.

―Pero, por favor. Ya sé que mi familia está justo a mi lado. Sé que la fiesta es en el salón ¿Qué más me puedes esconder?

―Pregúntale a sus pantalones ―chilló Alice.

Anna escuchó a sus padres reprenderla.

Después, oyó la puerta del salón abrirse.

―Bien ―habló Charles―. Abre los ojos a la cuenta de tres. Una...dos...

―Su Alteza.

Soltando una maldición, Charles se volteó para encarar al guardia, que se encontraba de pie a solo pasos de ellos.

―Lamento la interrupción, Su Alteza, pero ha surgido algo.

Anna se volteó también, ahora con los ojos muy abiertos.

―¿Qué es lo que sucede? ―preguntó Charles.

―Ha llegado un paquete, Su Alteza ―respondió el guardia―. A nombre de Anna Mawson.

―¿Y?

El guardia posó los ojos en Anna. Exasperado, Charles volvió a preguntarle:

―¿Qué es lo que sucede?

―Quizá sea mejor si lo ve por usted mismo, Su Alteza.

Charles observó rápidamente a Anna, disculpándose.

―Vuelvo en un segundo.

Anna lo detuvo tomándolo del brazo.

―Si algo pasa quiero saber qué es.

―Iré a ver cuál es el problema y regreso.

―No ―sentenció―. Iremos a ver qué sucede. Los dos.

―Dios, mujer. Eres imposible ―soltó un resoplido―. Bien. Vamos.

Anna le soltó el agarre del brazo para poder tomar su mano. Ambos marcharon detrás del guardia, que los condujo hasta la entrada de la propiedad. A Anna se le formó una delgada línea en los labios al no observar otra cosa que una gigantesca caja morada a pocos metros del lugar donde se encontraba de pie.

―¿Es esta la situación? ―preguntó Charles.

El guardia respondió con un simple «sí».

―Al menos no respondió con un «no lo sé» ―musitó ella.

―Tú responderías con «no lo sé» ―contraatacó Charles.

Él hizo una mueca cuando ella quiso responderle, evitando que hablase.

―¿Qué es lo que hay en la caja? ―le preguntó al guardia, y este asintió en dirección a los otros dos, quienes comenzaron a romper la caja hasta abrirla.

A él le cruzaron un millón de posibilidades con respecto al contenido, pero lo que vio no era una de ellas. Anna le soltó la mano y se llevó ambas hasta la boca. Cuando volteó a verla, tenía lágrimas en los ojos y le parecía que temblaba.

Él devolvió la vista al antiguo auto que tenía en frente.

―No lo comprendo ―musitó al fin.

Anna apartó las manos de su boca e intentó expresar una oración coherente.

―Era...era el auto de mi abuelo ―sollozó un poco―. Este era...era mi auto...en las carreras.

Charles se rascó la nuca.

―¿Y de donde ha salido? Porque no lo he traído yo.

Casi al instante, su teléfono comenzó a sonar en su bolsillo. Introdujo la mano en el mismo y miró la pantalla: era Gray.

―¿Gray? ―preguntó él al responder.

―No. El identificador de llamadas dice que soy yo, pero no soy yo. Soy R2D2 ―escuchó un resoplido al otro lado de la línea―. Por supuesto que sí, imbécil.

Charles puso los ojos en blanco. Odiaba cuando lo llamaba imbécil. Era lo único que no extrañaba de su amistad con él

―Está bien, ya tuviste tus cinco segundos de diversión, Gray ¿Qué quieres?

―Mira, Darcey está enferma, así que lo siento pero no podremos asistir a la fiesta. Aun así quise enviarle mi regalo a tu chica. Solo quiero saber si llegó.

―No sabría decirte, lo siento.

―¿Cómo que no? Una gigantesca caja morada con un auto adentro no es una cosa fácil de ignorar.

Charles frunció el ceño.

―¿Lo has enviado tú?

Anna lo miró fijamente.

―¿Es que no te cansas de hacer preguntas estúpidas? Acabo de decírtelo.

Charles asintió en dirección a Anna, comprobándole que había sido Gray quien ha enviado el auto.

―Gray, juro que te golpearé en cuanto te vea ―gruñó Charles.

―Pues no será esta noche. Mi esposa está enferma y no la tendré de un lado a otro.

―Está bien, te comprendo.

―De todas formas dile que le enviamos nuestras felicidades y que cuide ese auto. Ah, por favor dile también que se compre uno moderno. O puedes hacerlo tú. Me dieron escalofríos cuando supe que competía en esa cosa.

―Tiene un valor sentimental.

―No le estoy diciendo que se deshaga de él, solo que...no lo utilice.

―De acuerdo, Gray. Espero que Darcey se mejore.

―¡Gracias por el auto, Gray! ―gritó Anna.

―Salúdame a tu chica, Charles.

―Hecho.

Apartó el teléfono de su oído y colgó la llamada, con la vista fija en la pantalla. Después de un par de segundos, Gray lo colocó sobre el escritorio del estudio y alzó la mirada hacia el invitado, que se encontraba al otro lado del escritorio sobre uno de los asientos grises.

―¿Anna tiene el auto? ―le preguntó.

Gray lo miro fijo antes de sonreír un poco.

―Lo tiene ―se inclinó un poco, descansando los brazos sobre la superficie―. He cumplido mi parte del trato. Anna Mawson tiene su antiguo auto de carreras y te consta, a través de la llamada, que corroboré el que sea así.

El hombre al otro lado del asiento sonrió.

―Pero ―continuó Gray― me parece que ya es el tiempo de que cumplas tu parte, ¿no es así?

―Así es, Sargento Gibert.

Gray golpeó el escritorio con la mano derecha cerrada en un puño.

―No soy el tipo de persona con el que puedas jugar, Carter ―gruñó―. Cumplí con mi parte, ahora es tu turno.

Carter se pasó el pulgar por la barbilla.

―Eres un buen policía, Gray. Pero no creas que me encontraste porque lo seas. Me encontraste porque yo quise que lo hicieras.

―Bien, como quieras. Mi parte, tu parte. Ese fue el trato.

Carter se levantó del asiento y movió la cabeza un par de veces hacia adelante y hacia atrás.

―Se que es lo que quieres saber ―le dijo―. Quieres saber quién es el hombre que intentó asesinar a Anna.

―Quiero el nombre del hombre para el que trabajas.

―Bueno. Desgraciadamente no lo sé.

A Gray se le frunció el ceño.

―Me estás gastando una broma ―masculló de mala gana―. Carter, ¡teníamos un trato!

―Y aún lo tenemos, sargento Gibert ¿Quieres el nombre? Te daré el nombre. Pero tienes que esperar.

―¡Esperar un demonio, hijo de puta! ―gritó, completamente cabreado―. Querías darle ese auto a Anna, lo envié por ti. Prometí una maldita reducción a tu condena si me ayudabas, pero no estoy viendo que colabores.

―Lo único que me importaba es que me ayudarás con el asunto del auto. Lo de la condena puedo resolverlo por mí mismo.

Antes de que Gray pudiese preguntarle a que se refería, Carter introdujo la mano derecha en el bolsillo interior de su chaqueta, sacando del mismo una identificación. La lanzó sobre la superficie de madera, permitiéndole a Gray leer la inscripción.

En la parte superior izquierda se encontraba su fotografía, mientras que en la derecha estaba la imagen de una medalla con las siglas D.E.A.D. En el centro. Y en la parte inferior derecha de la identificación estaba escrito: Stevenfield, Carter. Detective Sargento. D.E.A.D. Nivel 6.

A él le temblaron las rodillas y juró en silencio que mataría a ese desgraciado.

Gray se llevó ambas manos hasta la nuca mientras lo miraba, con la incredulidad dibujada en su rostro.

―Hijo de puta ―escupió de golpe―. Hijo de puta, ¡eres policía!

A que no se lo esperaban, ¿eeeeeeeh?

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