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Capítulo cincuenta y siete | VO

Atención, gente bella. Hoy les traigo una sorpresa ¡Esto es un maratón de dos capítulos! Sí, hoy tienen el capítulo 57 y 58. Espero que los disfruten :D No quise avisarles por el Coffee Break para que esto fuera sorpresa ♥


Charles abrió la puerta de la habitación y la invitó a pasar como si nunca antes hubiese estado en ella. Anna cargaba una de las maletas en la mano derecha. Las otras dos las llevaba él.

¿Era esta la decisión correcta? Porque lo había pensado muy poco ¿Mudarse con un hombre al que recientemente había conocido?

Mudarse con un mujeriego.

Mudarse al Palacio de Buckingham.

¿A caso había perdido la cabeza? La respuesta era un rotundo sí. Se preguntó a donde había ido la mujer racional que prometió jamás caer en los brazos del mujeriego príncipe.

Probablemente rendida y satisfecha entre las suaves sábanas de su cama.

Él le sonrió antes de hablar.

―Te aseguro que lo mejor de la habitación lo encontrarás en su interior.

Ella se ruborizó. Podía sentir el calor en sus mejillas. También pudo percibir la paciencia que él desprendía.

No entraría a la habitación hasta que ella no lo hiciera primero.

Respiró profundamente y avanzó hacia el interior. Listo, el primer paso había sido dado. Ahora se encontraba en la habitación de Charles, pero esta vez no para tomar una ducha o ayudarlo a escoger el traje que utilizaría.

Estaba allí para quedarse.

Quedarse con él.

Aquello aún le parecía un sueño y temió que, si lo disfrutaba demasiado, despertaría en su antigua cama en un parpadeo, completamente sola.

Oh, pero realmente lo estaba disfrutando, y no sabía bien el por qué. Quizá porque aquel cambio significaba una despedida a su soledad, así como una bienvenida a una vida sexual plenamente activa.

¿Y estaba bien sentirse así? No puede ser tan malo.

¿O sí?

Después de todo, había pasado tantos años desde la última vez que había estado con un hombre con el que haya compartido algo más que no fuera su cuerpo.

Ni siquiera con Carter, y durante mucho tiempo creyó que sería el único hombre que despertaría algo en ella.

Oh, pero Charles... ¿Qué no había logrado despertar en ella? Porque con él, entre sus brazos, ha descubierto tantas cosas nuevas en el sexo que jamás logró hacer en las únicas dos ocasiones que había hecho el amor con Carter.

Y cuando de su cuerpo se trataba, Charles tenía una excelente memoria, porque nunca olvidaba sus puntos débiles o aquellos lugares donde conseguía despertarle inmensas oleadas de placer.

La intimidad con él era completamente diferente a lo que pensaba que era el sexo en sí. No era solo contacto físico, placer y un estado final de satisfacción. Entre ellos había una pequeña complicidad. No había prisa por ocultarse bajo las sábanas. Él parecía tomarse todo el tiempo del mundo para recorrer su piel y dejar húmedos besos sobre ella. La punta de su nariz trazaba líneas invisibles en su espalda, subiendo lentamente hasta su cuello y después, cuando había inhalado lo suficiente para nunca olvidar el aroma de su piel, se detenía frente a su boca para silenciar sus jadeos.

Ella quería dejarle tanto a su mente como a su corazón un hecho muy en claro. Aunque entre sus brazos se sintiera tan bien y a su cuerpo le gustara la magia que él podía hacer, en algún momento todo acabaría. Si no quería terminar con todos sus pedazos aun más pequeños, tenía que mantener aquello siempre presente.

Anna se agitó un poco la cama y después abrió los ojos de golpe. Todo su cuerpo tembló.

―Oh, Dios. Qué frío ―jadeó, pero no reconoció su voz. Se oía más seca, ronca, cansada.

Se impulsó hasta lograr sentarse. Frotó los brazos desnudos para darse calor. Miró a su alrededor, pero no fue hasta pasados unos segundos que la reconoció. Todos los recuerdos acudieron a ella de golpe.

El secuestro.

El disparo.

Charles en sus brazos luchando por permanecer despierto.

Presionó la mano derecha sobre su pecho al sentir la punzada. Oh, demasiadas punzadas. Le era tan difícil lidiar con esto. Solo podía agradecer el no haber tenido una noche llena de pesadillas. En todo lo que pensaba era en aquel maravilloso recuerdo del día que se mudó con él. Le parecía que habían pasado años. Ella quería evitar el enamoramiento y una parte se debía a que deseaba evitar otra decepción.

Pero otra parte solo temía perderlo.

Cuando intentó tragar su propia saliva, una quemazón en su garganta la hizo fruncir el ceño. Necesitaba un poco de agua, pero no había siquiera una jarra en las pequeñas mesas junto a la cama.

La puerta de la habitación se abrió y, con el corazón en un puño, dio un salto fuera de la cama y retrocedió tanto como pudo.

Abraham entraba con una bandeja plateada cubierta. Al ver a su hermana, su ceño se frunció un poco.

―¿Qué sucede? ―le preguntó él, examinándola.

Debe haberse levantado hace poco. Estaba usando la camisa gris y su cabello estaba desaliñado. También lucía un poco pálida.

Anna se relajó en cuanto lo vio a sus cálidos y dulces ojos verdes.

―Lo siento ―gimió de dolor al intentar aclararse la garganta―. Mi garganta...

El dolor también se expandió a sus nudillos. Al mirarlos, notó unos pequeños moretones y rasguños, seguramente causados por los golpes que le propinó a aquel monstruo. Las manos comenzaron a temblarle. Abraham debió pensar que era por el frío, porque apenas dejó la bandeja en la cama se le acercó, envolviéndola entre sus brazos.

―Mamá compró algo para tu garganta, no te preocupes.

Anna descansó la cabeza sobre su pecho.

―¿Y ella cómo lo supo?

Hizo una mueca de dolor. Le costaba un poco hablar.

―Dijo que te escuchó hablar un poco extraño antes de quedarte dormida. Ya sabes como es. La intuición de mamá es supersónica.

―Mm.

Abraham comenzó a acariciarle el cabello.

―¿Y cómo está mi pequeña hermanita?

―No lo sé.

De alguna manera sabía que era la respuesta más sincera que pudiera darle a cualquiera en ese momento.

―No estoy bien ―le confesó―. Me siento muy cansada, y lo peor de todo es que también me siento incompleta. Creo que una parte de mí deseaba que todo esto fuera una pesadilla que desaparecería al despertar.

―Lo hará, Anna, y no porque sea una pesadilla, sino porque en algún momento todo esto acabará. Aún no te derrumbes.

―No lo haré. Voy a pelear. Pelearé tan duro que el responsable implorará perdón de rodillas.

―Anna ―la apartó un poco para mirarla a los ojos―. La venganza no es lo que debes buscar. Lo sabes, ¿no es así?

―No es venganza, Abraham. Es justicia lo que busco, pero la justicia viene en distintos tonos y tamaños.

Anna gruñó de dolor, así que dejó de hablar. Se apartó de su hermano y volvió a la cama.

―Te traje algo para comer ―le dijo Abraham mientras destapaba la bandeja―. No sé cuando lo hiciste por última vez, así que...

―Lo siento, Abe, pero no tengo hambre.

―Cielos, gracias. Prefiero Abe a Abby.

Anna rio un poco.

―Pero no te estoy preguntando si quieres comer o no ―continuó su hermano―. Tienes que hacerlo, con o sin hambre.

―Pero es que...

―Odio los peros y me importa una mierda que yo mismo los use a veces. Si no comes, no te dejaré ir al hospital.

―No tengo...

―Aunque tengo unas enormes ganas de ir a orinar, no me moveré de aquí hasta que termines de comer.

Anna hizo una mueca de asco.

―Mejor ve al baño o te lanzaré la comida por cerdo.

―Come.

Él desapareció tras la puerta del baño en un parpadeo. Anna se pasó los dedos por el pelo mientras veía la comida en la bandeja. Abraham le había traído un sándwich salchicha, jamón, cebolla, pepinillos y un poco de mayonesa. Lo acompañaba un puré de papas y un jugo de manzana. En otra ocasión hubiese tomado el sándwich y lo devoraría en menos de cinco minutos, pero su estómago no parecía querer nada.

―No escucho que muevas nada de la bandeja ―gritó su hermano desde el baño―. Si no comes no irás al hospital.

―Estás siendo muy cruel.

―No, sólo cuido de ti.

Anna suspiró, frustrada, porque conocía muy bien a su hermano y si no comía al menos la mitad del sándwich, jamás dejaría que abandonara esa habitación.

Con la derrota sobre sus hombros, tomó el sándwich y dio el primer mordisco. Su estómago gruñó al recibir la comida.

―El sándwich me está atacando ―refunfuñó mientras se llevaba la mano derecha al estómago.

Abraham salió del baño con los brazos cruzados.

―Es lo que ocurre cuando privas de comida a tu estómago por mucho tiempo.

―No quiero comer más. Me duele.

―Come un poco. Deja que tu estómago se acostumbre.

―¡Abraham! ―gritó, pero se arrepintió en cuanto el dolor rasgó su garganta.

Él respiró profundamente.

―¡Anna Mary Mawson! ―gritó.

Anna se estremeció al escucharlo emplear ese tono de voz.

―Odio usar mi voz de hermano mayor, pero te lo has buscado. Come ahora mismo.

―Claro ―gruñó, dándole otra mordida―. Te vale mierda mi estómago.

A pesar de sus protestas, terminó todo lo que había en la bandeja en menos de veinte minutos. Abraham quitó la bandeja de la cama y la puso sobre el tocador. Anna se cubrió con las sábanas para deshacerse del frío.

―¿El rey no llamó mientras dormía?

Abraham se dejó caer de espaldas sobre la cama.

―No.

―¿Será que no quiere decirme?

―O tal vez no tiene nada que decir.

―Tal vez no lo hace porque no tengo celular.

―Anna, probablemente todo siga igual. No todas las personas tardan el mismo tiempo en despertar de una anestesia. Él estará bien.

Anna comenzó a juguetear con los dedos.

―¿Y si está enojado conmigo?

―¿Quién, el rey?

―No. Charles ¿Y si se enoja porque le dispararon por mi culpa?

Abraham echó la cabeza hacia atrás para poder mirarla aunque sea al revés.

―No es tu culpa.

―Lo es. No puedo dejar de sentir que lo es.

―¿Te digo qué deberías dejar de hacer? Hablar, porque tienes la voz muy ronca. Espero que no estés enfermándote.

¿Enferma? Tal vez, pero no en la forma que él pensaba. Ella estaba enferma de rabia y angustia. Enferma de dolor y desesperación.

Se removió un poco incómoda en la cama. Descansó ambas manos sobre sus muslos.

―Abe... ―lo llamó con la voz pequeña.

―¿Sip?

―Yo... ―se remojó los labios con la lengua mientras pensaba que palabras utilizar―. Hice algo malo.

Abraham giró en la cama para verla mejor.

―Si vuelves a decir que lo del disparo fue culpa tuya, juro que me arrojaré por la ventana.

Ella mantuvo la vista fija en sus dedos.

―Intenté matar a un hombre ―confesó.

Su voz se quebró en la última palabra, porque «hombre», no era el nombre por el que quería llamarlo. Y aunque él era el responsable de la pesadilla de las últimas horas, una parte de ella estaba arrepentida por lo que había hecho ¿qué derecho tenía para llevarse la vida de un hombre?

Oh, pero él era una bestia. Mientras una parte de ella se avergonzaba por lo que había hecho, la otra simplemente lo disfrutaba. Era una combinación entre lo dulce y lo salado que la mantenía entre la locura y la desesperación.

Con las palabras golpeándose entre sí, Anna le contó a su hermano con detalle lo que había sucedido. A medida que su relato avanzaba, sintió que aquella llama de satisfacción crecía y la hacía sentirse muy bien, casi orgullosa de sus acciones.

Pero cuando miraba sus nudillos y los recordaba manchados de sangre, las lágrimas se desataron mejillas abajo. No pudo hacer nada para detenerlas.

―Lo lamento tanto, Abe ―musitó, su voz saltando por cada sollozo, como si le costase respirar―. Pero, al mismo tiempo, no lamento una mierda. En el fondo siento que ese hijo de perra merecía más golpes. No lo golpeé lo suficiente.

Abraham descansó una de sus manos sobre las suyas y comenzó a trazar pequeños y tranquilizantes círculos sobre su piel.

―Está bien, Anna. Entiendo.

Ella frunció un poco el ceño. Esos gestos en ella le resultaban difíciles de soportar. Se veía tan frágil...

―¿Lo entiendes? ―preguntó con la voz aún más ronca.

―Entiendo cómo te sientes y no deberías ser dura contigo. El dolor, la desesperación y el enojo nos convierten en otro tipo de personas, pero no significa que seamos mala gente. No eres una horrible persona. Si hubiese estado en tu lugar probablemente hubiese hecho lo mismo. Quizá peor.

Anna se secó las lágrimas con el dorso de la mano derecha.

―Me comí el sándwich. También el puré y me tomé el jugo. Si me dejarás ir al hospital, ¿verdad?

Abraham sonrió ampliamente.

―Está bien. Ve a tomar una ducha. En cuanto mamá, papá y Alice regresen te llevaremos.

―¿Ellos a donde fueron?

―Mamá quería comprar unos abrigos. Está haciendo tanto frío que el infierno podría congelarse sin ningún problema.

―¿Y te dejaron de niñero?

―No me fío de los guardias para serte sincero. Si algo ocurriese, puedo golpear más fuerte que mamá.

―¿Hay guardias en la puerta?

―¿En la puerta? Hay guardias en cada maldito rincón del hotel. Salí al pasillo a recoger la comida. Sabes que odio que las mucamas entren a la habitación. Hacen cada maldito ruido con el carrito de porquería. Cuando salí, te juro que vi seis guardias en la puerta ¡Seis! Incluso la mucama estaba sorprendida. Creo que hasta se asustó.

La puerta de la habitación se abrió apenas terminó de abrir. El resto de su familia entró tiritando, cargando con un montón de bolsas.

―Frío de mierda ―gruñó Alice, dejándose caer en la cama―. Ni siquiera en Westminster hace tanto frío.

Valerie le extendió a Anna un frasco de pastillas.

―Para tu garganta. Tómatelas.

―Mamá ―Alice tiró un poco de las sábanas para arroparse―. No creo que esté tan mal para tomar medicamentos.

Ignorándola, Valerie sacó una caja de bombones de menta.

―La menta te hará bien. A ver, nena. Las pastillas ¿Qué esperas?

―Necesito un poco de agua.

Alice abrió la boca al escuchar la voz de su hermana.

―Y yo que aposté cincuenta libras a que no estabas tan mal ―se levantó de la cama mientras refunfuñaba. Sacó un par de billetes de sus bolsillos y se los entregó a tu padre―. No fue un placer hacer negocios contigo.

John sonrió, aceptando el dinero.

―Yo aprendí a no ignorar los presentimientos de tu madre.

Valerie puso los ojos en blanco. Se sentó en una esquina de la cama y comenzó a acariciar el desaliñado cabello de Anna.

―¿Y cómo está mi pequeña?

―Torturada por su hermano mayor.

―No quería comer ―explicó él.

―Oh, bueno ―Valerie descansó ambas manos sobre sus muslos―. En ese caso, tu hermano hizo muy bien.

La sonrisa de triunfo se instaló en el rostro de Abraham. Alice rodó en la cama hasta lograr escabullirse entre los brazos de su hermano.

―Creí que Anna era la hermana menor ―bromeó él.

―Me estoy muriendo del frío.

En un parpadeo, Anna tuvo de frente un vaso con agua sostenido por su padre ¿En qué momento se había movido para ir por ella?

―Es el vaso que dejaste en la bandeja. Lo lavé en el baño. Y sí, es agua de la pluma. Ahora tómate las pastillas o no irás al hospital.

Anna hizo una mueca.

―¿Por qué todos están amenazándome? ―tomó la pastilla y se la echó a la boca, bebiéndose el agua en el vaso en un parpadeo―. Ya está, ¿bien?

―Yo sé por qué ―Alice resopló para quitarse un mechón de pelo que le caía sobre el rostro―. Eres un caballo desbocado que corre hacia el precipicio. Nosotros somos lo que impide que te caigas.

―Guarda tus reflexiones de mierda ―gruñó Anna―. Apuesto a que estás esperando el momento de decirme «te lo dije». Fuiste la única que se opuso a este viaje y al parecer tenías razón.

―Yo solo estaba siendo una increíble perra descorazonada.

―Pero tenías razón ―jadeó―. Nunca debimos hacer ese viaje.

―No, cariño ―la interrumpió su padre―. Tampoco detendrás tu vida por alguien más. Ni tú ni Charles son responsables de lo ocurrido.

Alice asintió.

―Como tu hermana la perra descorazonada, pienso que después, cuando todo esto pase, deberían adelantar la luna de miel. París, Italia, España. Ya quedaría en ustedes. Pero un viaje alivia todos los males. La ventaja es que no tienen que preocuparse por el dinero.

―Yo no puedo pensar en un viaje, Alice. Todo lo que pido es que él esté bien.

―Desde luego lo estará ¿Qué es lo que dicen por ahí? ¿Qué las malas noticias son las primeras en llegar?

―Eso es una completa mierda ―protestó Abraham―. Por favor, no repitas el cliché más grande que existe.

―¡No me trates como si fuera tonta!

―Es el estereotipo de las rubias.

―¡Tú también lo eres! De hecho, todos en esta familia lo somos. La única que salió un poquito defectuosa es Anna.

―Eh ―gruñó la aludida―. El cabello castaño es más bonito que el rubio.

―No, el rubio es más bonito.

―El castaño.

―¡El rubio!

―¡YA CÁLLENSE! ―gritó Valerie.

Las hermanas hicieron silencio de inmediato.

―Eso es ―se burló Abraham―. Respeten la ley.

―Cállate tú también ―gruñó su madre.

Las dos hermanas dejaron escapar una carcajada.

Anna apartó las sábanas y se puso en pie. Caminó hasta su maleta y la abrió en el suelo. No le quedaba mucha ropa limpia, solo una falda gamuza roja y una camiseta negra de mangas largas.

―Iré a darme una ducha ¿Quién me llevará al hospital?

―¿Qué tal te suena «toda la familia»? ―Alice le sonrió―. No te quitaremos el ojo de encima, muñeca.

Anna tomó la ropa y se encerró en el baño. No quería perder más tiempo. El no tener noticias le estaba comenzando a generar muchísima ansiedad. Abrió la puerta de cristal y encendió la ducha. Se deshizo de la camisa y de la ropa interior.

Se perdió bajo el agua antes de darle a su cuerpo de adaptarse al agua caliente. Presionó ambas manos sobre la fría pared y aguardó a recibir el calor. Aunque la temperatura del agua estaba bastante elevada, ella nunca la sintió. El agua caliente no aliviaba su frío.

Las piernas le flaquearon y terminó de rodillas en el suelo.

―Por favor ―murmuró casi inaudible―. Por favor...

El pelo húmedo se le pegó al rostro. Llevó sus manos hasta sus senos para cubrirlos, como si alguien más estuviese con ella en aquel amplio baño, cuando en realidad estaba sola.

Tambaleándose un poco, se apoyó de la pared para ponerse en pie. Permaneció inmóvil durante unos segundos.

Tardó casi media hora en ducharse. Cuando abandonó el baño, tenía puesta la camiseta negra y la ajustada falda gamuza roja. Apretó el pelo con la toalla para secarlo un poco. Buscó en la maleta un cepillo.

Cuando se sentó en la cama, donde Alice y Abraham estaban uno junto al otro viendo alguna cosa en el teléfono, se percató que su madre estaba al teléfono.

Anna comenzó a desenredarse el cabello, pero nunca dejó de mirarla.

Valerie se disculpó con la persona al teléfono y después se lo extendió.

―Es el rey. Quiere hablar contigo.

Anna contuvo un gritito en su garganta. Con las manos temblorosas, tomó el teléfono blanco de la habitación y lo presionó contra su oído.

―¿Señor? ―habló ella.

―¿Señor? ―dejó escapar una carcajada―. Cariño, pensé que a estas alturas ya te habías acostumbrado a llamarme por mi nombre.

―Lo lamento, es la costumbre ―se remojó un poco los labios con la lengua―. ¿Está todo bien? ¿Charles está bien?

―Es justo por lo que llamo. Estaba por irme hacia hotel con Tessie cuando me llamó el médico.

A Anna comenzó a martillarle el corazón.

―¿Y qué ha dicho?

―Charles ya está despierto, cariño, y quiere verte.

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