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Capítulo cincuenta y ocho | VO

Uno, dos, tres pasos hacia adelante. Uno, dos, tres pasos hacia atrás. Volvió a frotarse las manos por tercera vez mientras veía su reflejo en las dos puertas de cristal frente a ella.

Uno, dos, tres pasos hacia atrás. Ahora estaba más lejos ¿Pero tal vez no lo suficiente? ¿No quería estar cerca? ¿Entonces por qué se alejaba?

Jadeó, colocando sus manos temblorosas en su pecho.

«Cálmate, Anna», gruñó en su mente.

Un paso hacia adelante ¿Cómo podía calmarse? Ella no paraba de temblar, tanto por el frío como por los nervios. El largo abrigo, que le llegaba bastante más abajo de las rodillas, no le proporcionaba el calor que necesitaba. Dudó que a estas alturas algo pudiese hacerlo.

Todo su cuerpo se paralizó cuando las puertas dobles de cristal se abrieron. Una de las enfermeras salió y se le acercó.

―¿Es usted la señorita Mawson?

Ella comenzó a asentir frenéticamente.

―Necesito que venga conmigo antes de ver al paciente.

Anna retrocedió un poco, casi como instinto.

―¿Por qué?

―El paciente está en cuidados intensivos. Como tuvo una cirugía hace pocas horas, su herida aun está abierta mientras la hinchazón disminuye.

―¿La herida abierta? ―sus labios se convirtieron en una delgada línea―. ¿Pero cómo es posible que esté abierta?

―Tiene un vendaje encima para cubrirla. Me refiero a que aún no ha sido suturada.

Anna no dejó de mostrar su descontento en su rostro.

―Necesita utilizar una ropa especial si quiere verlo ―la enfermera señaló las puertas con la cabeza―. Venga conmigo.

Anna la siguió hasta un cuarto pequeño. La mujer le indicó que debía ponerse una bata desechable, una mascarilla, un turbante de tela de algodón para ocultar su cabello, un cubreboca y unas calzas ¿Realmente necesitaba todo esto? Porque se sentía increíblemente incómoda.

―¿Desde hace cuanto está enferma? ―preguntó la enfermera.

Anna volteó para mirarla.

―No estoy enferma.

―¿Tiene una infección de garganta?

―No.

―Si está enferma, debe decírmelo, porque si lo está no podré dejarla pasar.

―No lo estoy.

La enfermera la miró de arriba abajo.

―Necesito revisarla. Es por el bienestar del paciente. Por favor, quítese el cubrebocas.

Anna obedeció. Con la pequeña linterna que sacó de su bolsillo, la enfermera revisó minuciosamente su garganta. Después de un rato, la mujer le dio la aprobación y la llevó hacia el área de cuidados intensivos.

―Su garganta está un poco irritada, pero no parece una infección. De todas maneras, quiero pedirle que no se quite el cubrebocas mientras esté junto al paciente.

Ella asintió a pesar de que no podía verla. La enfermera caminaba frente a ella.

Su corazón comenzó a martillar con cada paso que avanzaba. Parte de aquello era por la angustia de cómo fuera a encontrarlo, pero también por esa felicidad infinita.

Por fin podría verlo.

Iba a poder tomar su mano y ver sus ojos, decirle que lo ama, que lo hará por siempre. Que era el amor de su vida, su verdadero amor.

La enfermera se detuvo frente a las puertas dobles de cristal. Tres guardias prohibían la entrada. Vio entre sus cuerpos más allá algunas camas vacías.

¿Dónde estaba él?

―Cuando entre, camine hacia la derecha y llegue al final. Es la última camilla. Recuerde no quitarse el cubrebocas, por favor.

Anna asintió. La enfermera se dio la vuelta y desapareció.

Separó los labios e intentó respirar profundo a través del cubrebocas. Cada parte de su cuerpo temblaba ante el frío, pero también ante la expectativa. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde la última vez que lo vio. Todo lo que deseaba era sentir la calidez de su piel. Lo ha extrañado tanto.

El miedo formó un grueso nudo en su garganta ¿Y si lo que él quería decirle es que no quería volver a verla? ¿Qué todo había sido su culpa? De ser así no lo soportaría. Sin él se volvería loca, se derrumbaría y no tendría fuerzas para levantarse.

Se alejó dos pasos. Sintió la quemazón en sus ojos, pero parpadeó para evitar las lágrimas. Con el nudo en la garganta expandiéndose hacia su estomago, emprendió camino hacia las puertas. Uno de los guardias abrió por ella. Se internó en el área de cuidados intensivos casi arrastrando los pies. La urgencia latía en su pecho, pero también la incertidumbre. Aunque intenta mantenerlos a raya, todas sus emociones comenzaron a salir a flote a medida que se acercaba a él.

Envolvió su cuello con ambas manos en un desesperado intento por calmarse. Tenía que calmarse. Calmarse...

Contuvo la respiración al llegar a la última camilla. El espacio que ocupaba estaba encerrado tras las cortinas verdes. Extendió una de sus manos y la tocó con la punta de los dedos. Solo tenía que correr la cortina...

Escuchó un quejido, y después la inconfundible voz del hombre que amaba.

―¿Qué te ha hecho demorar tanto?

Anna separó los labios y dejó escapar un gemido. Cerró los ojos para mantener dentro las lágrimas, pero fue inútil, porque una vez que los abrió las mismas corrieron por sus mejillas.

Los latidos de su corazón se desesperaron desde el instante en que escuchó su voz, que a pesar de oírse cansada y débil, logró brindarle calor.

Con los dedos temblorosos, movió la cortina hacia un lado, y lo primero que alcanzó a ver fueron sus ojos azules que la buscaban. Estaban un poco pequeños, aún víctimas del sueño que le provocaba la anestesia, pero centrados en ella. Tenía una cánula en la nariz y una vía intravenosa en la muñeca izquierda. Vestía con la poco cálida bata para pacientes.

Una sonrisita cansada se le formó en el rostro.

―Acércate.

Su cuerpo se movió hacia él sin necesidad de ordenárselo. Entrelazó sus propios dedos para prohibirse tocarlo. Le aterraba la idea de lastimarlo de cualquier forma.

Anna se aclaró la garganta para poder hablar.

―¿Cómo sabías que era yo?

Charles frunció un poco el ceño. Debe haber notado la ronquera y el carraspeo en su voz. Después, movió un poco la cabeza hacia la derecha y sonrió.

―Reconocería tu olor donde sea.

Podía notar el cansancio y el dolor en su voz. Quería pedirle que guardara silencio y descansara, pero él parpadeó varias veces para mantenerse despierto.

―Ni siquiera me puse perfume ―le dijo ella. La voz le tembló un poco, así que volvió a aclararse la garganta.

―No es... ―hizo una mueca de dolor― perfume.

Anna se acercó un poco más, separó sus dedos y le tomó la mano derecha. Al momento de sentir la calidez de su piel junto a la silla, una capa húmeda en los ojos estalló en forma de lágrimas. Se escuchó a ella misma luchar por no gritar, presa de su pena pero también de su alivio.

Le tomó la mano con un poco más de fuerza, como si temiera que la soltase, y la apretó contra su pecho, para que él pudiera sentir los desesperados latidos de su corazón.

Quería dejarse caer de rodillas y llorar, pero esta vez de alivio y de una increíble felicidad.

Él estaba bien, y a pesar de su alegría, no pudo evitar recordar aquellas palabras que le había dicho poco antes de que la pesadilla comenzara.

No puedo olvidar... No puedo olvidar cómo te veías en la cama del hospital. No sentiste ese dolor, el dolor que me provocaba la simple idea de perderte.

A pesar de llevar el cubrebocas, le estampó un beso en la mano mientras ahogaba un gemido.

―Ya lo sé ―lloriqueó―. También lo sé. Yo también lo sentí y estaba tan asustada...

Charle jugó con sus manos hasta logran entrelazar los dedos con suyos.

―¿Qué ocurre?

Ella pinchó sus labios con fuerza.

―Dijiste... dijiste que no podías olvidar el verme en una cama de hospital y que yo no comprendía tu dolor...

Anna comenzó a hiperventilar, y él, con toda la paciencia del mundo, comenzó a trazar pequeños círculos sobre su piel con el pulgar.

―Pero yo entiendo tu dolor ―gimoteó―. Ahora lo entiendo muy bien. Temí que pudiese perderte.

―¿A mí? ―una bajita risita ronca se le escapó de la garganta―. ¿Pero qué hace una linda chica llorando por alguien como yo?

Ella lo miró a los ojos y una risita se le escapó al descubrir un brillo de diversión en ellos.

―Tu club de fans también debe estar llorando.

―Yo solo quiero ocuparme de mi chica.

Charles movió la cabeza hacia atrás. Parpadeó algunas veces antes de aclararse la garganta. Se movió un poco y el rostro se descomprimió por el dolor.

―¿Quieres que llame a la enfermera? ―le preguntó, pero ya había dado dos pasos.

Él presionó sus manos y le imploró a través de los ojos que no se marchara. Ella volvió a acercarse. La rabia golpeteaba en su pecho al verlo sufrir.

―Charles, te duele. Deja que llame a la enfermera.

Él gruñó en protesta.

―Me pondrá un maldito analgésico que me hará dormir. Te juro que si la llamas, me levantaré de aquí...

La máquina junto a ella comenzó a lanzar pitidos fuertes. El holter marcaba los latidos de su corazón, que parecían elevarse cada vez más.

―Bueno, como quieras, no llamo a la enfermera, pero cálmate un poco.

El ruido de los pitidos comenzó a disminuir, así como sus pulsaciones.

―No necesito dormir ―se quejó―. Solo quiero saber...

Charles arrugó la nariz, quizá por el dolor, pero Anna encontró aquel gesto como algo tierno y encantador. El calor en su pecho se intensificó.

―¿Tú estás bien? ―le preguntó él con dificultad.

Anna sonrió un poco.

―Lo estoy.

―¿Qué le pasó a tu voz?

―Ha tenido tiempos difíciles.

―¿La estás pasando mal por mi culpa? ―sonrió, con los ojos entrecerrados―. ¿Por qué?

―Porque estuve a punto de perder al amor de mi vida.

―Mmm ―parpadeó dos veces―. ¿Perder a quién?

―Perderte a ti.

―No, ¿perder a quién?

Ella tardó un par de segundos en comprender qué era lo que él quería que dijera.

―El amor de mi vida.

Entonces él sonrió.

―Sigue diciéndolo así de bonito y estaré como nuevo en un parpadeo.

―¿Lo estarás, cierto?

A pesar de su ensoñación, él pudo descubrir ese pequeño esfuerzo de su voz por esconder la fragilidad y la pena.

―Lo estaré ―respondió―. Pero tienes que hacerme un favor.

―Por supuesto.

―No tires el bonito conjunto de lencería. Si lo haces, me dolerá más que esta maldita herida de bala.

Anna no pudo evitar soltar una sonora carcajada.

―Apenas pueda, te llevaré a comprar un par más ―él suspiró, con una sonrisa burlona estampada en su rostro―. Dios, sí que te veías hermosa. Casi no me podía creer que eras mi prometida.

―No te lo puedo creer ―respiró profundo para contener la risa―. Recibes un disparo, pero en lo único que piensas es en la lencería.

―Tengo claro donde están mis prioridades.

La risa se convirtió en llanto en un parpadeo.

―Lo lamento. Soy una tonta llorona, pero no puedo evitarlo. Estaba tan asustada.

―Lo sé ―murmuró él con la voz suave.

―Casi me vuelvo loca con todo esto. Sentía que no podía respirar. Ahora estoy frente a ti y me cuesta mucho apartar el miedo para disfrutar que estás bien.

―Mi amor ―apretó su mano―. Lo sé, pero, por favor, intenta estar tranquila. Mírame. Yo estoy bien. Un poco adormecido y adolorido, pero bien.

―Tenía tanto, tanto miedo de perderte.

Él le permitió que llorara, no sólo porque comprendía su dolor, sino también porque lo necesitaba. Continuó acariciando su mano mientras ella dejaba salir todo lo que la estaba atormentado. Mientras lo hacía, la miró, luchando con los efectos de la anestesia aun en su cuerpo.

No podía negar que la herida dolía como los mil infiernos, y una parte de él se preguntó cómo es que no se había quedado dormido. Pero necesitaba esto. Necesitaba mirarla y comprobar que estuviese intacta. Lo demás podía soportarlo. Y aunque el momento en que sintió la bala atravesar su piel pensó que no lo soportaría, tenerla aquí consigo, sostenerle la mano, hacia que todo valiera la pena.

Los ojos comenzaron a cerrársele. No iba a poder luchar contra la ensoñación por más tiempo. Pero no quería dormirse, no aún.

―Anna ―la llamó con la voz cansada.

Ella levantó la cabeza y lo miró. Sus bellos, bellísimos ojos humedecidos por las lágrimas, pero aún eran el par de ojos que lo volvían loco.

Mirarlos era todo lo que necesitaba en ese momento.

―Anna... quiero verte al despertar... por favor...

Él la vio asentir.

―Sí, mi amor. Estaré aquí. Te lo prometo.

Él sonrió. Después, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.

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