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Capítulo cincuenta | VO

Anna cerró los ojos con fuerza y en cuanto visualizó su deseo despegó los labios y expulsó todo el aire que había estado reteniendo para apagar las velas. Los aplausos se escucharon en cada pequeño rincón del salón. Antes de poder cortar el pastel, la familia hizo una fila improvisada para la sesión de fotos con la cumpleañera. Anna perdió la cuenta de las mismas después de la veintidós. Charles, quien tomaba las fotografías, le repetía constantemente que sonriera. La última fotografía fue con Alice y Valerie.

―Bien, bien ―dijo Alice quitándole a Charles la cámara―. Es hora de que los muñequitos del pastel se tomen una foto. Rápido, lindo. Vamos.

―Perra ―gruñó Anna―. No le coquetees a mi prometido.

―Me lo comería enterito si fuera soltero, y si yo también lo fuera.

Charles agitó la cabeza, pretendiendo ignorar la pequeña broma entre las hermanas Mawson. Se acomodó a su derecha, envolviéndole la cintura con el brazo. Alice apuntó la cámara hacia ellos y disparó un par de veces. Después, enfocó sus ojos verdes en él.

―Vamos, lindo. Estamos en confianza. Recuerda que ya te entregamos los papales de adopción así que puedes poner las manos donde más te gusten.

Él sonrió a pesar de encontrar sus palabras inapropiadas.

―No nos hemos tomados muchas fotos juntos ―le dijo él―. No quiero que las pocas que tengamos sean obscenas.

―En internet hay muchas fotos tuyas de ese tipo ―bromeó Alice.

Charles miró a Anna de reojo, cuyos ojos entrecerrados lanzaban chispas de advertencia hacia su hermana. Aun así él sonrió, sin saber exactamente que provocaba aquello.

―Una foto más ―le pidió a Alice.

―Pero sin comentarios de gata en celo, por favor ―añadió Anna.

Él agitó un poco la cabeza. Sonrió hacia la cámara y esperó por el disparo.

Abrió los ojos como plato cuando los labios de Anna golpearon los suyos, pero casi al instante los cerró, dejándose llevar por los dulces movimientos de ambas bocas. Aun así, él se percató del momento en que Alice tomó la fotografía gracias al destello de luz que emitió la cámara.

—Oh, ¡esta foto es perfecta!

Al él separarse, Anna se puso de puntitas y le depositó un tierno beso en la nariz. Después, abrió la boca para dejar escapar una pequeña carcajada. Él detectó inmediatamente el olor del alcohol en su aliento.

―Dios mío ―gruñó el―. ¿Cuánto has tomado?

―Dos copas ―admitió, sonriendo.

―Agua ¿Tomaste agua?

―No desde hace una hora.

―¿Has comido?

―Estaba esperando por ti para comer pastel.

―Que tradicionalmente se come casi al final de la fiesta.

―Pero yo quiero comerlo ahora, por lo que la tradición puede irse al ca...

―¡Bien! ―chilló él para hacerla callar―. No estoy dispuesto a pasar por la Anna borracha de nuevo. Vamos a comer algo. Después comeremos del pastel.

―La cama está lista, Su Alteza.

A él le costó un momento comprender sus palabras. Entonces sonrió.

―¿Qué pasa contigo? Tomas un poco de alcohol y en todo lo que piensas es en sexo.

―Dicen que los borrachos no miente, así que te confesaré algo: yo siempre pienso en sexo ―agitó los hombros despreocupadamente―. Viene en los genes Mawson.

Charles se aseguró de que ningún miembro del Enjambre estuviese mirándolos, o escuchándolos.

Envolvió su pequeña mano con la suya y le dio un suave tirón.

―Ven conmigo ―le susurró él mientras sonreía.

Anna no era muy buena diciendo no cuando estaba borracha, o solo un poco tomada, por lo que sus pies se movieron de forma automática en cuanto el emprendió la marcha fuera del salón. Hizo una pequeña lista en su mente de los lugares a donde la llevaría.

Su habitación. Oh, eso sería maravilloso.

El estudio. Mmm. Hacer el amor sobre la fría superficie de madera había sido de su agrado. Sí. Podría repetirlo.

¿Él área de la piscina? Bueno...morir ahogada mientras tenían sexo... Oh, por favor, no.

―Quería contártelo al final de la noche ―dijo Charles―. Bueno, en realidad al final de la fiesta.

Él caminaba un poco rápido para su gusto, pero en su interior estaba disfrutando de la maravillosa vista de su ancha espalda. Sonriendo, soltó la mano de la suya y al instante le rodeó la cintura con los brazos. Charles se vio obligado a detenerse.

―Eres extraña ―musitó.

―No, solo estoy enamorada.

―Pero sigues siendo extraña.

―Lo sé.

Él la obligó a soltar su agarre. Le volvió a tomar la mano y la condujo escaleras arriba. En pocos minutos estaban en su habitación. Los cachorros dormían en una esquina. Al devolverle la mirada, Anna permaneció de pie junto a la cama mientras lo observaba bajar hasta el armario. Estuvo de vuelta en un parpadeo.

Tenía dos maletas en las manos.

―¿Qué es eso? ―le preguntó con el ceño fruncido.

―Dime que no me estás preguntando que son, porque son maletas y es algo obvio.

―Bien, ¿y para qué son?

―Las utilizamos para guardar ropa u objetos personales cuando nos movemos de un lugar a otro, ya sea de larga o corta distancia.

La expresión en el rostro de ella lo hizo reír.

―Una de estas es mía ―le explicó el―. La otra es tuya.

La confusión se hizo más obvia en el rostro de Anna.

―¿Iremos a algún lado?

―Nos iremos por algunos días a un lugar que estoy seguro amarás tanto como me amas a mí.

Anna lo miró fijamente. En sus grandes ojos azules había una chispa de emoción que no podía ocultarse. Aquello le robó una sonrisa.

―¿Y a dónde me llevará, Su Alteza?

―Lo sabrás cuando lleguemos.

―¿Pero nos iremos cuando termine la fiesta? ¿O en la mañana?

―Al terminar la fiesta, por supuesto.

Anna frunció el ceño.

―¿Conducirás? ¿O alguien lo hará?

―Anna, a donde iremos estaremos a solas. No llevaremos a nadie con nosotros.

―¿Y no es peligroso?

Charles descubrió un rastro de preocupación en sus grandes ojos verdes.

―¿Y si aparecen? ―inquirió ella. La voz le temblaba―. ¿Que tal si toman ventaja de que estamos solos e intentan hacernos daño?

A Charles le barboteó la ira en el pecho cuando descubrió en su bello rostro destellos de emociones atípicas en ella.

Miedo.

Preocupación.

Agonía.

Se le acercó hasta estar a solo centímetros de ella. Hasta que su piel acarició la suya. Le tomó la cabeza con ambas manos y la miró fijamente.

―No dejaré que te hagan daño, Anna ―le susurró dulcemente.

―Pero no sabemos a quién nos enfrentamos. Si al menos lo supiéramos...

―Y lo haremos. Pero, Anna, no podemos detener nuestras vidas a causa de esa persona. No es sano para ninguno de nosotros, mucho menos para ti.

―Es que no sé si sea buena idea irnos teniendo en cuenta cómo están las cosas.

―No, Anna. Yo lo considero apropiado por la misma razón. Me niego a seguir manteniéndote encerrada mientras veo cómo poco a poco el mismo encierro alimenta tu miedo con respecto a lo que hay afuera.

Ella le apartó la mirada.

―No es miedo, sino sentido común. Pienso que no deberíamos exponernos en vano.

―Y no lo haremos. Además, ¿piensas que te llevaría a un lugar donde puedas correr peligro?

Él le levantó el rostro por el mentón y le acarició la boca con los labios tiernamente.

―Maldita sea ―gruñó―. Ese condenado lápiz labial amarillo.

Charles se le separó para hallar algo con lo que limpiarse. Anna dejó escapar una sonora carcajada.

―Lo siento ―se disculpó―. Mis lápices labiales siempre terminan manchándote.

Charles dejó la toalla sobre la cama al terminar de limpiarse.

―Creo que es algo que harás seguido, por lo que estoy comenzando a considerar como buena idea comprar mi propia crema desmaquilladora.

―Oh, entonces te recomiendo la que yo utilizo. No solo remueve fácilmente el maquillaje, sino que limpia y humecta la piel.

―O quizá todo lo que debas hacer es evitar comprar otro lápiz labial que marque tanto.

―Así son perfectos. Además, son de larga duración.

Charles agitó la cabeza, divertido, mientras tomaba las maletas para acomodarlas en una esquina de la habitación. Anna siguió sus movimientos con la mirada.

Entonces enfocó su atención en el jardín que, gracias a los ventanales, quedaba expuesto ante ella. Un escalofrío le corrió por la espalda al percatarse que afuera solo la oscuridad lo acompañaba.

Charles comprendió que algo andaba mal al no escucharla hablar. Giró hacia ella y la contempló mirando hacia el jardín. Él también lo hizo, y al instante frunció el ceño ¿Qué era lo que veía? Afuera no había más que un jardín a oscuras.

―Lo odio ―musitó ella―. A veces siento que lo hago.

Charles se le acercó un poco.

―¿A quién? ―inquirió.

―Al jardín ―respondió ella sin mirarlo.

Él frunció el ceño un poco más.

―Pero creo que es solo en la madrugada ―continuó ella―. Sí, en la madrugada, cuando es más oscuro. Más oscuro y solitario que nunca.

La preocupación se hizo evidente en él cuando los desenfrenados latidos de su corazón le retumbaron en el pecho. Creyó que en algún momento saltaría fuera de su cuerpo.

―Siempre me duermo tarde ―dijo ella―. La culpa es de ese jardín. Es oscuro y amplio, y siempre está ahí frente a mí ¿No has contemplado alguna vez la posibilidad de que mientras dormimos alguien se oculta en él? Porque yo sí. Lo hago todas las noches. Ese pensamiento, al igual que las pesadillas que le siguen después, no me permite dormir.

Frustrado por su confesión, él comenzó a rascarse la barbilla. Aunque quería cuestionarle el por qué no le había contado aquello, creyó que era preferible el permitirle un espacio para desahogarse.

―No quise hablarlo contigo porque pensé que no era importante ―le confesó ella―. Creí que era una de esas cosas que olvidaría si no las hablaba.

―Lo que has comprobado en repetidas ocasiones que no rinde frutos ―refunfuñó el con un deje de regaño.

A ella se le curvearon un poco los labios.

―Sabía que no me entenderías.

―Te equivocas, Anna. Yo te entiendo.

Charles se dejó caer sobre la cama, junto a ella, y le tomó cariñosamente la mano, proporcionándole suaves caricias con el pulgar.

―Tuviste razón respecto a mí desde un principio ―comenzó a decir él―. No soy muy dado a comprender los sentimientos de los demás. La culpa por supuesto es mía. Por mucho tiempo pensé que era la única persona en todo el mundo que sufría. Ver muerta a mi madre mató una parte de mí. No supe cuál fue.

Anna lo escuchó suspirar profundamente.

―No lo supe durante años, pero lo cierto es que, al final, lo comprendí. Tenía miedo de perder a quienes amaba. Lo supe cuando mi padre dijo que tenía cancer. Lo supe en el mismo instante que me avisaron de tu accidente.

Él se pasó la mano derecha por el pelo.

―Yo también me he reservado algunas cosas para no angustiarte, pero lo cierto es que desde el accidente he ido enloqueciendo un poco cada día. Sé perfectamente cómo te sientes. Pienso que nadie más te comprende cómo yo en estos momentos. Quizá ese ha sido nuestro error: callar nuestros miedos para que el otro no se angustie más.

Charles le apretó un poco la mano.

―Eres muy fuerte, Anna. Incluso más que yo. Siempre has sido más que yo. Todo lo que he mejorado es gracias a ti, porque me has ido enseñando poco a poco sin que te percataras de ello.

A Anna se le formó un nudo en la garganta que le impidió hablar.

―Tenemos que hacer algo con esa parte estúpida de ambos ―musitó él―. Si vamos a formar una vida juntos no podemos ser selectivos con lo que nos contaremos, ¿cierto?

Ella suspiró profundo para reponerse.

―Tienes razón.

―Entonces tenemos que incluirlo en los votos matrimoniales: la verdad ante todo.

A ella se le escapó una sonrisita.

―Nunca te he preguntado por qué decidiste pedirme matrimonio.

Él se encogió de hombros.

―¿Por qué no habría de hacerlo?

―Quizá porque nos conocemos muy poco. Yo ni siquiera sé tu color favorito.

Lo escuchó alargar el sonido de la «m» mientras pensaba.

―Yo sé muchas cosas de ti ―le dijo él―. Cosas que solo un amante sabría. Como, por ejemplo, el lunar que tienes en el monte de Venus.

―Eres demasiado observador.

―Mejor serlo en exceso que en lo absoluto.

―Tienes un punto.

Ella lo miró al sentir su fija mirada.

―Yo también sé mucho de ti ―le dijo―. Por ejemplo, sé que tienes el contenido de tu computadora totalmente desorganizado.

Charles le puso los ojos en blanco.

―Asesina en serie de momentos románticos ―musitó en broma―. Además de habladora, porque si a estas vamos no te has merecido el premio a la persona más organizada.

―Pero siempre he mantenido mis documentos en perfecto orden ¿O cómo crees que me gradué con las mejores calificaciones?

―Mis calificaciones también fueron buenas y es gracias a mi magnífico sistema de organización.

―Pero digo que al menos deberías tener las fotos donde corresponden. O asegurarte que curiosas como yo no accedan a tus archivos tan fácilmente.

Anna comenzó a parpadear tan rápido que a él se le arrugó el ceño casi de forma automática.

―¿Tú por qué tienes ese gesto de loca? ―masculló él mientras se apartaba un poco de su lado―. Mira tu gesto. Y con ese maquillaje. Juro que me estás asustando.

―Confesiones nocturnas ―masculló mientras sonreía―. Hace unas horas deambulé por el contenido de tu computadora y encontré una muy interesante carpeta.

―No pueden ser fotos de mujeres desnudas. Las borré antes de cederte mi computadora.

―No tienes de esas fotos.

―Es cierto, no las tengo, pero podría.

―Solo si son mías.

―Tengo que comprarme una muy buena cámara. Si te voy a tomar fotos estando desnuda, al menos que se vea cada detalle.

―Pero después me tocará hacerte algunas, sino me negaré.

―Sería una lastima. Creo que tengo muchas cosas interesantes que se verían bien en una fotografía.

―Ya las vio todo Reino Unido, porque no has olvidado las fotos del hotel, ¿no es así?

―¿Cómo podría? ―puso los ojos en blanco―. Creo que jamás me harás olvidarlo.

Anna dejó escapar una risita mientras apuntaba hacia las mejillas de él.

―Oh, cosita, ¡te sonrojaste!

―Anna, no.

―Ternurita.

Él la apuntó con el dedo índice, concediéndole también una expresión de regaño.

―Vean a mi hombre, eh. Primero pregona de su súper hombría y de sus magníficos atributos, y ahora se avergüenza porque le recuerdo una foto que quedará guardada para la historia.

Charles le puso los ojos en blanco.

―Imagina cuando tengamos hijos ―puntualizó―. No quiero imaginarme cómo vas a reaccionar si algún día ven esa foto.

Sin esperárselo, Charles le tomó ambas manos y la miró fijamente. A ella le cosquilleó el vientre al descubrirle ese brillo en sus ojos azules: el brillo de un hombre que la miraba con amor.

Charles suspiró y simplemente permitió que las palabras abandonaran su boca.

―Escojamos una fecha ―musitó, casi empleando un tono de súplica―. Pongámosle fecha a la boda.

A Anna le costó creer que él le hubiese planteado aquello ¿Ponerle fecha a la boda? Oh, por Dios. Ella ni siquiera había pensado en eso. Todo lo que había en su mente era toda ella flotando en una nube de felicidad cuando se hallaba junto a él.

O toda ella cubierta por una nube gris que la acompañaba desde el accidente.

¿Pero la boda? No se había detenido para pensarla en detalle. Ni siquiera sabía que era lo que deseaba. Solo le importaba que ese bello hombre la amaba, con o sin anillo.

―¿Lo...lo dices en serio? ―balbuceó.

―Por supuesto, Anna ¿Por qué no? ¿Acaso no nos vendría bien tener algo alegre por lo que preocuparnos?

―¿Pero una boda? Nos conocemos muy poco.. Cuando me diste el anillo no pensé que quisieras casarte tan pronto.

―No estoy diciendo que nos casemos mañana. Solo digo que le pongamos la fecha. Será un poco difícil por lo que dicta el protocolo, pero de todos modos...

Él hizo silencio, y Anna pudo contemplar el cambio brusco en su rostro.

De la felicidad completa a un gesto de irritación.

―Pero creo que tienes razón ―dijo―. Lo pensaremos otro día.

Oh, él no quería pensarlo otro día, concluyó ella en cuanto él le apartó la mirada.

―¿Qué pasa? ―inquirió ella―. Por lo general los cambios bruscos de comportamiento me corresponden a mí, no a ti. Sé muy bien que cuando eso ocurre es porque estás ocultándome algo.

―No es nada.

Anna pensó cuidadosamente en las palabras que ambos habían empleado, en un intento por comprender que había cambiado su actitud.

―Tenías una actitud alegre antes de hablar de lo difícil que será ponerle fecha a la boda por el protocolo.

Oh...

―¿Es eso? ―preguntó ella―. ¿Hay algo del protocolo que te molesta?

Anna pudo concluir que si al no obtener respuesta.

―No entiendo ―dijo―. Quizá no eres el hombre más apegado a las costumbres y al protocolo, pero de seguro los conoces de pies a cabeza ¿Qué puede molestarte ahora? Después de todo has vivido por años con todas esas normas.

―Anna, olvídalo ―le suplicó él―. Prometo que hablaremos de eso más tarde.

―No. Lo haremos ahora, sino hacerte hablar después será más difícil. Solo tienes dos opciones: o me dejas pensando cómo idiota hasta descubrir qué ocurre o puedes decirme.

―¿Te casarías conmigo aún sabiendo que tantas cosas van a cambiar? ―dejó escapar de golpe.

Él no esperó a ver la reacción de ella para continuar.

―Bueno, lo quieres hablar, ¿no es así? Bien, te lo diré. Casarte conmigo te impondrá una serie de lecciones sobre protocolo, etiqueta e historia. Incluso tendrías que asistir a unas sesiones con un psicólogo para aprender a manejar y a absorber toda la información que te proveerán y que deberás aprender.

Anna lo vio colocarse en una postura que le parecía incómoda, y mientras contaba con los dedos decía:

―Tienes que decirle adiós a tus malos modales en la mesa, a tu gusto por sentarte como hombre y a mandarme a callar cada dos minutos, y ambos sabemos que adoras hacerlo. Ya no más jeans y menos si son ajustados. Ah, y por supuesto adiós a la privacidad porque te seguirán a todos lados.

Él hizo silencio durante unos segundos.

―Tendrás todo un equipo junto a ti qué te dirá hasta como respirar ―continuó―. Cómo debes sentarte, que tenedor es para que cosa, para que es que copa. También debes aprender absolutamente todo sobre la Casa Real, y no sólo la nuestra sino todas, además de las funciones de las instituciones públicas. No besos ni abrazos en público. Y después...

―Me iré a la cama con el hombre más tierno y bello del mundo, el mismo que no deja de parlotear sobre todas las cosas que ya sé.

Charles giró la cabeza hacia ella.

―¿Lo sabes?

Ella parpadeó, coqueta, mientras le sonreía.

―Por supuesto, tonto. Conozco el rígido protocolo británico paso por paso ―se encogió un poco de hombros―. Nunca lo puse en práctica porque no era sólo una chica común.

Charles despegó los labios y dejó escapar una gran bocanada de aire.

―¿Así que estuve todos estos días preocupado por no encontrar las palabras precisas para hablar de esto cuando tú ya lo sabías? ―masculló el, y Anna detectó alivio en su voz.

―Soy una chica lista. Obvio que lo sabía.

―Y es obvio que yo soy un idiota.

―Pero uno encantador ―le envolvió el brazo izquierdo con los suyos―. No creí que una cosa así podría preocuparte. Siempre te ves sereno y seguro. Pero puedo asegurarte que me gustas más cuando no lo estás.

―Eso es algo consolador ―musitó con burla.

―Es verdad. Seguro y sereno suenan como los adjetivos que utilizaría para describir a una persona que es fría, y el hombre del que estoy enamorada es cálido. Es cálido y dulce. Es tormenta y fuego. Es quietud y espíritu.

A él se le forma una sonrisa boba en los labios.

―Porque tienes el mar oscuro en los ojos, y eres tormenta en mi alma ―susurró el.

Ella dejó escapar un largo suspiro.

―Eres una máquina de versos ―le dijo―. Versos que podría quedarme toda la noche escuchando.

―Tal vez otra noche. Tenemos una fiesta a la que volver, ¿lo olvidas?

Ella soltó un respingo.

―Es cierto.

Charles fue el primero en ponerse de pie. Le extendió una mano para ayudarla a levantarse y ella, feliz, la aceptó.

Él no la soltó hasta llegar al salón, y fue allí cuando supo que algo extraño estaba pasado.

Charles se acercó a Alice y le susurró algo al oído. Ella sonrió y caminó hacia la radio. La vio buscar algo en el teléfono de Charles, que estaba conectado al radio. El resto de su familia se echó hacia un lado, dejándola sola en medio del salón.

Charles se volteó hacia ella y le sonrió.

Lo único que escuchó en medio de todo el salón fue su propia respiración.

―Cuando te pedí matrimonio fue un día amargo para ambos. Para todos ―comenzó él a decir―. Pero fue más lo dulce que lo amargo. Te hice la pregunta más importante que pudiese hacerle a alguien, y tu respuesta fue sí. Sí a casarte conmigo, sí a formar una vida conmigo, si a tomar quién era yo y aún así quererlo en tu vida. Pero no pudiste decirme si a nuestro primer baile.

Los ojos de Anna amenazaban con llenarse de lagrimas.

―No quiero que termine tu primer cumpleaños conmigo sin haber tenido ese primer baile.

Charles inclinó la cabeza hacia Alice y la música comenzó.

Era una canción de ritmos cadenciosos, suaves y muy existentes: una agradable combinación entre rock electrónico, dance y otros posibles géneros. Una mujer comienza a cantar casi al mismo tiempo que Charles le extiende la mano.

Oh, no ¿Me he acercado demasiado?, escucha cantar a la mujer.

Anna sonríe al reconocer la canción, y él hace lo mismo cuando deja caer su pequeña mano sobre la suya.

No esperó más. Tiró de ella y la acercó hasta su cuerpo, colocando la mano derecha en su cintura, y todo lo que Anna sintió fue como él la llevaba por la pista con movimientos ágiles y sensuales sin perder el ritmo de la canción.

La hizo girar alrededor de él, y después el choque de los cuerpos al reclamarla de vuelta junto a él provocó una carcajada en Anna. Dios mío, de verdad sabía bailar maravillosamente bien. Un digno heredero de la Dinastía de Bailarines de Ensueño.

A Anna le cosquilleó la dicha en el vientre en ese, el primer baile de ambos, mientras la llevaba de aquí para allá en la pista.

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