Capítulo 55 | Borrador SP
Perdió la batalla por permanecer calmado una vez que entró a la habitación.
Charles no había considerado antes la amenaza que representaba ese lugar al que consideraba seguro. Estaba convencido de que había tomado la decisión correcta al comprar aquella villa. Después de todo, parecía perfecta para ambos. Era una casa muy bella y urbana, pero con un toque a campo que de seguro a Anna le encantaría.
Pero ahora le parecía una casa del terror de la que sin importar cuanto corriera no podía encontrar salida.
Se dejó caer sobre el borde de la cama y presionó su cabeza con ambas manos.
¿Dónde podría estar Anna? Daría todo lo que tenía por saberlo. Le entregaría el mundo entero a aquel que pudiese traerla de vuelta. Su ausencia era como una pesada roca sobre su pecho: imposible de sostener, implacablemente doloroso y no le permitía respirar.
Al levantar la cabeza, vio frente a él la oscuridad del jardín.
Debió tomárselo más en serio. De alguna manera Anna lo supo todo el tiempo: ese maldito jardín traía problemas, y él lo ignoró. Intentó que ella ignorara su presencia también. Una amarga carcajada se le escapó al comprender el precio que había pagado.
Había perdido a Anna.
Las palabras de Gray se le atoraron en la cabeza.
«Charles, tu tío es quien ordenó el atentado de Anna.»
¿Pero cómo pudo ocurrir algo así? ¿Cuándo un hombre tan amable como lo era su tío se transformó en una persona capaz de confabular contra su propia sangre? Aún después de horas de haber recibido aquella bofetada le costaba creérselo. Podría haberlo creído de Cameron. Hasta podría haberlo creído de Gray si fuese el caso. Lo habría creído de cualquiera, pero de él no.
Se levantó de golpe de la cama, jadeando, porque mientras más rogaba por una respuesta más le costaba respirar. Se llevó ambas manos hasta la nuca y enterró las uñas en su la piel. Su impotencia era avasalladora y su agonía interminable. No sabía qué más hacer. Estaba llegando a ese punto donde ya no le quedaba otra opción que tomar el auto y buscarla él mismo.
Dejó escapar un gruñido y se apartó de la cama. Observó la habitación sin mover siquiera un músculo. La opresión que sintió en su pecho le era familiar, espantosamente familiar, y no pudo evitar pensar en las miles de veces que se había quedado de pie en la habitación de su madre mirando el lado vacío de la cama donde solía estar ella; un lado que para él siempre representaría un vacío.
¿Y si ese lado de su cama quedaba vacío también? No, no... Él no se permitiría un cosa así. Sin importar como, él encontraría la manera de traerla de vuelta. Tenía que hacerlo. Perder a su madre lo destruyó; perder a Anna lo mataría.
Había vuelto a sentarse en el borde de la cama cuando escuchó sonar su teléfono. Se levantó y lo tomó con tanta rapidez que se le cayó al suelo. Al levantarlo, un escalofrío le recorrió la espalda cuando leyó el nombre en la pantalla.
Egmont.
―Buenas noches, sobrino ―lo escuchó decir al responder.
Un nudo ácido se le formó a Charles en la boca del estómago.
―¿Dónde está Anna? ―masculló casi sin separar los dientes.
Charles creyó oírlo reír, y deseó tenerlo en frente para asestarle un puñetazo.
―¿Quieres hablar con ella?
―Basta de juegos. Has estado jugando durante mucho tiempo y ya estoy cansado. Dime lo que quieres, sin rodeos ni terceros. Algo has de querer para hacer todo esto.
―¿Aún no te imaginas qué es? Y dices ser un hombre inteligente.
Charles estaba llegando a niveles críticos de control de paciencia. El pecho le subía y bajaba al ritmo de su agitada respiración, y era tanta la ira que sentía que la cabeza comenzó a dolerle.
―Solo di lo que quieres ―bramó Charles―. No tenemos que dilatar un asunto que podemos resolver en minutos.
―Tienes razón. Pero verás, Charles. Yo no quería llegar a esto. Es tu mujer quien complicó la situación. Bueno, yo no la llamaría «tu mujer». Aún no están casados.
―Ya no me hagas perder la paciencia ―gruñó Charles―. ¿Dónde tienes a Anna? Juro por Dios que si le has puesto una mano encima...
―Anna está bien, o al menos lo está dentro de las circunstancias. Escucha, sobrino. Sé que lo tuyo no es tener responsabilidades ni tomar decisiones importantes, pero si realmente quieres volver a ver a esa mujer, creo que tendrás que ajustarte los pantalones. Lo que yo quiero es algo muy pequeño, algo que de seguro no echarás de menos.
Charles escuchó el silencio espantoso que se formó al otro lado de la línea. Después, el único sonido que captó fue el de un golpe sólido seguido de un grito. La ira repiqueteó en su pecho sin control una vez que reconoció aquel quejido.
Anna.
―¡Si vuelves a tocarla, te...!
―Si quieres recuperarla entera, sin que le falte si quiera un solo cabello, vas a entregarme la corona.
Charles calló al escuchar aquello. Por supuesto, la corona ¿Cómo diablos no lo imaginó antes?
―Quiero que tú y tu padre me entreguen a mí y a Cameron todos los derechos a la corona. Esto se dejará constatado en un documento legal y con efecto inmediato. De lo contrario...
―No puedes pedir algo así. No te lo permitiré.
―...De lo contrario recibirás su cadáver.
Colgó, y una vez que Charles escuchó el pitido, dejó escapar una maldición. Estuvo a punto de arrojar el teléfono contra el ventanal cuando lo escuchó sonar nuevamente. Esta vez era un mensaje.
Al abrirlo, se percató de que era un vídeo. Le cosquillearon las manos y temió por lo que pudiese encontrar al reproducirlo. Pasados unos segundos, que tenían un amargo y metálico sabor a angustia, decidió verlo.
Anna estaba sentado sobre una silla de madera. El cabello, que lo tenía atado la última vez que la vio, estaba desaliñado y caído hacia un lado. Sobre la camisa negra había pequeñas motas grises y blancas (¿cenizas de cigarrillo, quizá?). Las manos estaban escondidas tras su espalda, probablemente atadas. Pero el detalle que más le alteró fue el labio partido, del que se desprendía un hilito de sangre, y el espectacular cúmulo de ira y resentimiento brillando en sus muy abiertos ojos verdes.
―Esta es la estúpida parte donde me obligan a decirte algo ―hizo una mueca, luchando entre callarse o vomitar todo el desprecio que se reflejaba en sus gestos―. Charles, tu tío es un imbécil.
Una sombra oscura se cernió sobre ella, y un nuevo golpe se dibujó en su rostro.
―Dios, Anna ―masculló Charles a la pantalla―. Por primera vez en la vida desearía que controlaras esa lengua.
Anna se repuso del golpe en cuestión de segundos. El miedo y la ira brillaron en su rostro al mismo tiempo con una fuerza implacable.
―Egmont quiere que le cedas tu legítimo derecho al trono de Reino Unido a él y a su hijo, Cameron ―la seriedad en su rostro le erizó la piel―. Quiere que tanto tu padre como tú se adhiera al Acta de Abdicación. Quiere que renuncies a todo título y derecho que poseas, sino va a matarme.
Le lanzó una mirada fulminante a alguien frente a ella.
―Sé que lo hará ―continuó ella―. Me matará si no haces lo que te pide, por eso yo te pediré que hagas algo por mí, y sé que no querrás escucharlo.
A Charles se le partió el corazón cuando se percató de lo que sus palabras significaban.
―Sin importar lo que me pase, no le des a este monstruo lo que quiere.
Anna abrió los ojos como platos cuando la sombra volvió a cernirse sobre ella. El grito de ella le desgarró el pecho y la pantalla se tornó tan negra como su desesperación.
El teléfono se agitó al ritmo del temblequeo de sus manos. En medio del silencio de la habitación, su trabajosa respiración fue el único sonido que escuchó durante un minuto entero.
No podía sacarse los gestos serios, el miedo y la ira que observó en su bello pero lastimado rostro. Tampoco podía olvidar sus palabras. «Sin importar lo que me pase, no le des a este monstruo lo que quiere». Ella le estaba pidiendo que escogiera algo tan mundano como una corona y un derecho al trono por encima de su vida. Anna solo vivía para decir y hacer estupideces, pero aquello era su acto más absurdo. Él no podía escoger una corona antes que a ella ¿Es que acaso a estas alturas del juego no acababa de comprender que era ella lo mejor que le había pasado en la vida? Si la perdía por una tontería como esa, cargar con la corona sobre su cabeza era igual a cargar con su muerte en su conciencia.
Maldijo a su tío en silencio. Había movido sus cartas de una manera impecable. Sabía que era más importante para él, y sabía dónde presionar para obtener lo que tanto quería.
No pudo evitar dejar escapar una amarga carcajada. Meses atrás, a él le habría dado igual el destino del trono. Meses atrás, habría asentido y sonreído ante la idea de que Cameron fuera el heredero. Le daría vía libre para ir a fiestas y divertirse a lo grande con una mujer diferente cada noche. Meses atrás, habría maldecido al que se atreviese a decirle que tenía una responsabilidad como príncipe.
Pero Anna le abrió los ojos. Esa mujer... era la persona más insoportable, irrespetuosa y grosera que había conocido en su vida. No guardaba respeto hacia él y su título, le daba igual insultar a políticos o a empleados de hospitales. Dios, podría plantarse frente a cualquiera y desatar su aura temeraria, como si tuviese todo el derecho a comerse el mundo de un bocado. Fue ese aire temerario lo que le quitó la venda y le hizo comprender una gran verdad: él tenía un deber con su pueblo. Una responsabilidad que había heredado desde su nacimiento y que no le sería arrebatada tan fácilmente.
Tal resolución lo ponía en un gran apuro. Si optaba por la corona perdería a Anna. Si escogía a Anna, todo Reino Unido caería en las garras de ese par de monstruos. Condenaría a millones a una tiranía. Mientras más pensaba en ello, mayor era su predicamento.
Su frustración era tal que lanzó contra el ventanal lo primero que tuvo a la mano. El cristal se quebró y se esparció por el suelo. Muy tarde comprendió que había lanzado su teléfono. Lo levantó del suelo y lo examinó. Un poco magullado, tal vez, pero aún funcionaba. El vídeo podía ser reproducido.
Charles observó la inmensidad del jardín, tan inmenso como sus problemas y su pena. Pero también tan inmenso como sus posibilidades. Tenían que serlo. Él no podía darse el lujo de perder a Anna, pero no podía traicionar a su gente.
¿Pero qué solución podría encontrar en medio de toda esa catástrofe? Su tiempo estaba agotándose, así como el de Anna. Tenía que tomar una decisión lo antes posible, y lo que temía era no optar por la correcta ¿Y qué si solo podía escoger una única cosa? Anna o la corona. Tal vez no había más opciones y tenía que lidiar con ello. Tal vez era eso lo que su tío quería: que escogiera a Anna y quedara expuesto públicamente como el príncipe que le dio la espalda a su gente.
Deseó tener a su tío en frente para sacarle todo el aire de sus pulmones a golpes. Él quería destruir de una vez, de un solo tajo, todas aquellas posibilidades que lo encaminaban a la corona.
¿Era una drástica decisión lo que él quería que tomara, una que era capaz de cambiar el curso de sus vidas y de Reino Unido? Entonces es lo que obtendrá, y más le valía a ese hombre estar preparado para asumir las consecuencias de sus actos.
La habitación se volvió más oscura, y durante un largo tiempo creyó que no era posible. Las ventanas seguían cerradas y el poco aire que entraba estaba envenenado por el olor del cigarrillo del hombre que la observaba desde el otro lado de la puerta. Le dolían los brazos, que continuaban atados, y la cabeza, probablemente a causa de los golpes. Sentía su labio un poco hinchado y el sabor metálico de la sangre aún impregnaba su boca.
Toda esa agonía empeoró desde la visita de Egmont dos horas atrás.
A pesar de lo adolorida y cansada que se sentía, decidió mantener un fijo contacto con el hombre de pie al otro lado de la puerta. Tenía un brillo siniestro en los ojos y una sonrisa de satisfacción estampada en la boca. Al parecer, golpear una mujer lo ponía de buen humor. Anna sintió el deseo de asestarle un puñetazo, pero con las manos atadas era imposible. Habría dado cualquier cosa por borrarle esa estúpida sonrisita.
―Debe ser divertido ser un lamebotas ―masculló ella―. Siempre siguiendo a tu amo, obedeciéndole en todo.
―La paga lo vale, princesa. Golpear, robar, matar... No es un negocio tan bien pagado como se piensa. Mi sueldo actual supera al de un empresario exitoso. No te quejarías tanto si estuvieras en mi lugar.
―¿Fuiste tú el que asesinó a la madre de Cameron?
A Anna le bastó mirar su sonrisa retorcida para conocer la respuesta.
―Por supuesto que fuiste tú ―recostó la cabeza contra la fría pared de madera―. Me das asco.
―Por expresiones como esa es que obtienes tantos golpes, princesa.
―Creo que me molerías a golpes incluso si me quedara callada.
―Es posible.
Anna suspiró con dificultad. Estaba tan cansada... Le costaba pensar con claridad por el dolor. Un único recuerdo adormeció su sufrimiento por un breve instante.
Charles...
Se le formó un espantoso nudo en la garganta al pensar que quizá no volvería a verlo. Se imaginó una vez más entre sus brazos, riendo como una chiquilla. Se imaginó segura, cálida y protegida por su piel. Se imaginó volviéndose pequeña por sus besos y sus caricias. Se imaginó la última vez que habían hecho el amor. Todos esos recuerdos le quemaron la garganta al intentar contener un grito. Los ojos le escocían, pero se negaba a llorar. No quería darle esa satisfacción a la bestia que tenía en frente.
Le costaba creer que esa bella noche podría ser la última vez que lo vería y que sentiría el calor tan hogareño de su piel. Todo por esa bendita corona... Todo por la codicia y el ansia mezquina por el poder. La ira burbujeaba en su estómago con tanta malicia que sintió ganas de vomitar.
Deseaba tanto volver con Charles... Que todo aquello no fuera más que un mal sueño que acabaría al despertar. Pero no podía ignorar su realidad. Estaba prisionera, con una amenaza de muerte sobre su cabeza y todo dependía de Charles.
Pero qué injusta había sido la vida con él. Pero qué injusta había sido ella con él.
Todo ese tiempo que perdió con sus inseguridades absurdas, con sus celos injustificados, con sus actitudes infantiles. Todo ese tiempo perdido que podría haber llenado de bellos momentos, de lecciones aprendidas, de perdones resueltos, de penas adormecidas.
¿Y qué quedaba ahora? Solo un puñado de los recuerdos más bellos. La ironía de un amor tan brillante y cálido como el sol. La verdad de sus más dulces confesiones. De sus encuentros a cuerpo completo. Solo le quedaba un mar de sentimientos puros y bellos como el amor que ambos se tenían. Y era suficiente. Era suficiente para adormecer su miedo, su dolor, su angustia...
Ante ello no pudo más que sonreír.
Sin importar que pasara con ella, siempre lo tendría a él. En su día o en su noche. En su miedo o en su paz. En su vida o en su muerte.
―Egmont jamás obtendrá lo que quiere ―masculló sin adormecer su sonrisa―. Charles no es como él cree. Egmont podría tener el control de la situación, pero Charles tiene el control de Reino Unido. Ninguno sabe de lo que es capaz.
Henry se echó a reír.
―Es un niño jugando a ser rey.
―Ese niño ha dirigido al reino como regente sin haberse preparado para ser rey. Por encima de Egmont, por encima de Cameron, Charles William Arthur, Duque de Lainster, es el legítimo heredero.
―No tendrá por mucho el título de príncipe de Gales.
―Es mucho más digno que tu amo ―gruñó―. Un príncipe heredero, un rey regente.
―No es más que un príncipe en apuros ―agitó los hombros―. Un hombre con una decisión que tomar. Personalmente escogería Reino Unido. Un par de piernas que abrir se encuentran donde sea.
Anna puso los ojos en blanco y apartó la mirada. La cabeza comenzó a latirle.
―Pero no importa lo que escoja. El trono. Tú ―Henry volvió a agitar los hombros―. Ya estás apartada para otro heredero.
A Anna le dio vueltas la cabeza al escuchar aquellas palabras. Se sintió mareada mientras intentaba comprenderlas.
―¿A qué te refieres? ¿Qué heredero?
Henry se limitó a sonreírle. La comprensión la agitó una vez más.
―¿Cameron? ―dejó escapar una falsa carcajada―. Oh, qué alegría ¡Yo que me muero por ser su esposa!
―¿Y quién ha dicho que lo serás?
Algo en su forma de hablar le provocó náuseas, pero no tenía ánimos para continuar hablando con ese loco. Le apartó la mirada y se centró en la vacía pared de madera a su derecha. El agotamiento pronto comenzó a caerle encima y sintió ganas de cerrar los ojos.
¡No!, gritó una vocecilla en su mente. Tenía que estar alerta. No podía darse el lujo de bajar la guardia y menos con ese hombre vigilándola todo el tiempo. Decidió que era mejor meditar su situación y encontrarle una solución muy al estilo Mawson.
Egmont quería obtener los derechos del trono para su hijo a través de un canje de oro por vida. Estaba segura de que nunca volvería con Charles viva, no después de haberse enterado que él había ordenado la muerte de la madre de Cameron. Desde luego, Charles no lo sabía, y si lo conocía tan bien como presumía, él escogería la alternativa que la mantuviese con vida. Renunciaría a la corona sin pensárselo.
Pero Henry le había dicho que estaba prometida a otro heredero. Ese debía de ser Cameron, por lo que suponía que él estaba al tanto de los planes de su padre. Saberlo sacudió la furia reprimida en su interior. La familia debería ser un soporte, no el enemigo, pero el dinero podía cambiar a la gente en un parpadeo.
Le preocupaba la reacción de Charles al enterarse de que su tío estaba detrás de todos sus problemas. Era un hombre muy dulce y cariñoso, alegre, bromista con un aire pervertido, pero podía volverse loco y enfurecerse en un simple y rápido pestañeo. Lo había visto convertirse en una furia en incontables ocasiones. Sabía que lo haría una vez más en cuanto supiera la verdad.
¿Pero no reaccionaría ella de la misma manera si estuviese en su lugar? Descubrir que tu propia sangre te ha traicionado... Un escalofrío le recorrió el cuerpo en un parpadeo. Una noticia así la hubiese derrumbado sin darle tiempo a sostenerse, pero Charles no era como ella. Él había encontrado fortaleza en medio de la batalla y estaba segura de que podía con todo aquello. Encontraría una solución. Ella solo tenía que facilitarle las cosas.
Con las manos atadas, encerrada con ese hombre que no le quitaba la vista de encima, sus posibilidades eran muy escasas ¿Qué podría planear ella para quitárselo de encima siquiera unos minutos?
Hizo lo primero que se le ocurrió.
Se impulsó hacia adelante y fingió un gemido de dolor. Masculló una maldición mal hecha y juntó las piernas tanto como le fue posible.
―Oye ―lo llamó―. ¿A los prisioneros se les permite usar el baño? Tengo una situación de chica.
Henry la observó desde su puesto, alzando ambas cejas en señal de desconfianza.
―Así que ahora, de un momento a otro, tienes una "situación de chica" que atender ―dijo, dibujando comillas en el aire.
―Son cosas que ocurren así, de la nada ¿Tú que vas a entender? Eres hombre.
―Pero no idiota. Te quedarás ahí, quieta y sin hacer ruido.
―Uno hace ruido al respirar ¿A caso eso está prohibido también?
―Puedo hacer que te calles a golpes ¿Es eso acaso lo que tanto te mueres por pedir?
Anna tragó en seco. Respiró profundo para reponerse y se remojó los labios.
―Sólo pido dos minutos en el baño ¿Sabes? Las necesidades fisiológicas forman parte de una jerarquía de necesidades básicas que todo ser humano necesita satisfacer para...
Anna lo vio poner los ojos en blanco. Se levantó de su asiento, la tomó del brazo y la obligó a caminar hasta una pequeña habitación a escasos pasos de su oscura cárcel. Llevaba mucho tiempo sin ser utilizado. Podía decirlo por el desagradable hedor del agua acumulada y el moho.
―Tienes dos minutos, princesa.
Se volteó hacia él antes de que se marchara.
―¿Y qué pretendes que haga con las manos atadas?
―Dicen que eres lista. Encuentra una solución.
El hombre se dio la vuelta y se marchó. Anna tenía que aprovechar ese corto tiempo a solas, porque sabía que él no le permitiría un momento en privado por mucho tiempo. Buscó en la habitación algo que pudiese ayudarla, pero allí no había nada. Literalmente nada, ni siquiera un espejo que romper. Desesperada, comenzó a intentar separar las manos para estirar la cuerda. Evitó dejar escapar alguna queja de dolor que lo pusiera sobre aviso.
Mierda, gruñó en su mente. Ese desgraciado se había tomado la molestia de atarla con fuerza. Podía sentir como la cuerda raspaba su piel con cada intento de estirarla. Pero era lo único que podía hacer. Allí, encerrada, no poseía herramientas para escapar. Soportar un poco de dolor ahora podría implicar obtener su libertad.
Suspiró profundo, enfocándose en no hacer ruido, y tiró con más fuerza. Se detuvo un momento al sentir el ardor de la cuerda rasgando su piel. Aguanta, Anna.
Una vez que sintió su agarre más flojo, se las ingenió para soltarse un poco. Las yemas de sus dedos le picaban por el contacto de la cuerda, pero decidió ignorarlo.
Contuvo un gritito cuando logró liberar una de sus manos. Con un poco menos de dificultad, quitó de la otra la rasposa cuerda. Ya tenía las manos libres. Ahora debía liberarse de su secuestrador.
Avanzó a paso muy lento. Tomó la cerradura de la puerta entreabierta y se asomó. Henry estaba de espaldas a ella, con ambos brazos cruzados sobre su pecho. La inquietud se despertó en el pecho de Anna como un animal salvaje en plena cacería. Tenía en frente a su depredador. Si quería escapar, tenía que volverlo a él la presa.
Anna abrió los ojos como platos al contemplar su salvación colgando del cinturón de ese hombre.
Se remojó los labios y escondió las manos tras la espalda. Abrió la puerta golpeándola con el hombro. Henry se volteó al instante con ojos furiosos.
―Con las manos atadas no puedo hacer nada ―masculló ella―. Supongo que tendré que esperar el permiso de tu jefe porque si fuera por ti no me soltarías.
―Primero me cortaría la cabeza.
Henry movió su brazo hacia el de ella para obligarla a avanzar. Anna no le dio tiempo a percatarse de que tenía las manos libres. Con un giro rápido le torció la muñeca y, rodeándolo, le llevó la mano hasta la espalda. Arqueó la rodilla y le asestó un golpe en la entrepiernas con toda la fuerza que fue capaz de emplear. Una sensación de regocijo la invadió al escucharlo expulsar una bocanada de aire por el dolor. Viéndolo en el suelo retorciéndose, supo que sería cuestión de tiempo para que se repusiera e intentara detenerla. Si quería escapar, tenía que dejarlo inconsciente.
Cerró las manos en puños y le asestó un par de golpes en el rostro y en el pecho. Los nudillos comenzaron a dolerle pronto y su cuerpo no pudo avanzar con el vigor que desearía. Estaba cansada y adolorida tanto por los golpes recibidos como por los dados.
Un golpe más y se detuvo. Abrió la boca y absorbió todo el aire que pudo. Una vez que estuvo bastante repuesta, se le acercó y se agachó para tomar el arma en su cinturón. El hombre parecía bastante herido, pero no inconsciente. Aun así, sabía que tenía tiempo. Nadie podía reponerse de esa cantidad de golpes en unos pocos minutos.
Con la pesada arma entre sus dedos heridos y ensangrentados, Anna se hizo paso por la vieja propiedad hasta llegar al abandonado jardín. Estaba en medio de un gran y solitario bosque. El frío la hizo temblar un poco, pero no era ni remotamente cerca de la corriente helada que le provocaba la adrenalina.
Observó detenidamente su alrededor. No había auto. De hecho, allí no había nada. Solo ella y detrás, semi consciente, su secuestrador. No tenía más opciones. A pesar del frío y de la amenaza de lluvia que reinaba sobre su cabeza, se internó en el bosque para encontrar un camino de vuelta a casa.
Acomodado en el asiento caoba de su escritorio, con la pierna derecha sobre la izquierda mientras observaba a través de la ventana lo que parecía ser el día más lluvioso en la historia, el Príncipe Egmont, Duque de Barton, firmaba el documento que lo llevaría a la gloria. Junto a su nombre vio el de su hermano y su sobrino, dos líneas vacías que pretendía ocupar muy pronto. Una sola firma de ambos y tendría el poder absoluto del reino. Por fin le sería entregado lo que siempre debió ser suyo.
En el rostro se le estampó una sonrisa. Una vez firmados esos documentos, Anna Mawson sería borrada de la ecuación. Esa mujer debía irse al infierno para que él pudiese gobernar. Sí, ella era un obstáculo, una molestia. Se la daría a su hijo un par de días para mantenerlo controlado, y luego le cortaría la garganta. Ella ya sabía demasiado. Era una amenaza que no pretendía mantener con vida.
El teléfono, que descansaba junto a los documentos, comenzó a sonar. El nombre de Henry brilló en la pantalla.
―¿Qué sucede, Henry?
Al otro lado de la línea, la voz del hombre se escuchaba forzada, trabajosa, y en ese mismo instante supo que había problemas.
―Escapó, señor.
La saliva en su boca se volvió ácida.
―Anna Mawson escapó. No sé...no sé cómo lo...
―¡Eres un maldito imbécil! ―vociferó, ahogándose en su propia cólera―. ¿Tienes una idea de lo que eso significa? Esa mujer sabe demasiado. Anna va a contarle a todo mundo que yo te ordené matar a mi esposa, sin contar que hablará sobre mi negocio con Astori. En estos momentos no me conviene que Cameron se entere.
―No se preocupe, señor. La encontraré.
―Eso espero, porque si no será a ti a quien le corte la garganta.
Cuando colgó, lo único que había en aquella enorme habitación era el eco de su agitada respiración. Se paseó las manos por el pelo. Estaba tan cerca... ¡y otra vez esa mujer amenazaba con destruir sus planes!
No, no se lo permitiría. Esta vez no. Así tuviera que buscarla él mismo la encontraría.
Abandonó la habitación y cruzó el pasillo como un demonio.
No fue hasta que dejó de oír sus pasos que Cameron abandonó el improvisado escondite tras la cortina.
Una fuerte punzada amenazó con asfixiarlo, y tuvo que buscar soporte contra la pared para no caerse ¿Habrá escuchado...? ¿Realmente había dicho..? Se presionó la cabeza en un inútil intento por deshacerse de las horribles punzadas. Aquello era como si tuviese a su corazón latiendo en su cráneo. Él había oído a su padre decir algo espantoso, y un montón de emociones comenzaron a desatarse dentro de él como una avalancha.
Pronto sintió que no podía respirar. La ira que toda su vida le había costado controlar, aquella que siempre lo metía en líos y lo convertía en un hombre impulsivo y violento, se abrazó a él con sus brazos llenos de espinas.
No había sido un rumor, no fue un invento de la muchedumbre. La confesión escapó directamente de su padre.
Directamente de un monstruo.
Las punzadas se volvieron más agresivas, y despertó en él una emoción que conocía a la perfección.
Venganza.
Pero, para llegar hasta ella, tenía que lograr algo más. A paso resuelto, avanzó por el pasillo para encontrarla.
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