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Capítulo 37 | Borrador SP

Anna se llevó la taza de café a la boca mientras observaba el amanecer desde la ventana rectangular de la cocina. Vio que eran pasadas las siete de la mañana en el teléfono de Charles. Las mañanas pasaban muy lentamente en aquel callado y tranquilo lugar. Mientras daba sorbitos al café, se preguntó que estaría haciendo su familia en ese momento.

Realizó una llamada diaria los tres días que llevan allí, pero las conversaciones eran extensas y siempre hablaba con todos. Valerie le contó que Alice estaba un poco inquieta e insoportable todavía, pero se distraía bastante con Abraham. Ambas sabían que él lo hacía para evitarle disgustos tanto a ella como a Charles. John y Valerie estaban considerando volver a Liverpool y retomar sus empleos. Abraham debía volver pronto a Paris para reorganizar su exposición. Aunque Alice estaba reticente en dejar a su hermana sola, tenía que cumplir con ciertos compromisos. Zowie y Peete se mudarán en una semana a su antiguo departamento. Pronto, su familia volvería a su vida normal. Al colgar, se lanzó a los brazos de Charles y lloró cerca de una hora. Se había acostumbrado a compartir con ellos todo el tiempo. La tarea de Charles fue hacerla sentir mejor por los siguientes dos días, y ciertamente era bueno cumpliendo con ellas.

La puerta corrediza del baño se abrió con lentitud, y él salió del mismo completamente desnudo, secándose el cabello con la toalla. Ella se mordió el labio y fingió que no se había percatado de su desnudez.

―¿El desayuno ya está listo? ―preguntó él―. ¿O tengo que suplicar por él?

―No, ya está ―señaló hacia la mesa con la barbilla.

Él le depositó un sonoro beso en el cuello. Anna lo miró caminar hacia la mesa de reojo.

―¿No piensas ponerte algo de ropa? ―preguntó ella sin mirarlo.

―No.

―¿Entonces andarás desnudo por toda la casa?

Charles asintió una sola vez. Se acomodó en la silla y atrajo hacia sí la tableta electrónica que descansaba sobre la mesa. Tomó uno de los panes tostados y se lo llevó a la boca. Al morderlo, un poco de la mermelada de uva se le escapó por las comisuras. Deslizó la lengua por sus labios para limpiarse. A Anna no le pudo parecer más sexy.

Apartó la mirada y continuó bebiendo de su café. Casi al instante lo escuchó silbar.

―Tú, la mesera sexy ―le guiñó el ojo cuando ella giró la cabeza hacia él―. Ven aquí. Quiero mostrarte algo.

Anna dejó la taza de café en el lavaplatos y se le acercó dando pasos pequeños.

―¿Qué quieres de mí?

―La verdad, todo. Pero mira ―le acercó la tableta―. En la noche se estará celebrando un evento en el pueblo. Es la presentación de una colección de joyas.

―¿Y? ―agitó los hombros mientras hablaba.

―¿No te gustaría ir?

―Nunca he ido a una de esas cosas. Además, no tenemos ropa para un evento tan elegante.

―Afortunadamente, existe un lugar llamado «tienda de ropa» y algo de nombre «dinero» que te permite adquirirla.

Anna le dio un golpecito en el hombro y después lo señaló con el dedo índice.

―Vamos, Anna ―le dijo él, y en su tono de voz había una súplica―. La pasaremos bien.

―¿Tanto te aburres aquí conmigo?

―No, por supuesto que no. Es solo que no he salido en un buen tiempo.

―Fuimos a un pub hace unos días.

―Pero no me divertí tanto como quisiera.

―¿Y ver un montón de joyas es tu idea de diversión?

―Habrá muy buena comida.

Ella hizo una mueca mientras lo pensaba.

―Comer es mi idea de diversión, así que hemos llegado a un trato, querido.

Él sonrió, victorioso.

Se levantó de la silla al terminar de desayunar y buscó en el armario algo cómodo que ponerse. Anna permaneció sentada en la cama viéndolo vestirse con una sonrisa boba estampada en el rostro.

―No he recibido mi beso de buenos días ―murmuró ella―. Creo que lo merezco, ¿no? Te hice un rico desayuno.

Él se dio la vuelta para mirarla, pero los ojos de Anna se desviaron hasta su cintura, para observar el juego de sus manos mientras se abotonaba el pantalón de mezclilla.

―No me dejas besarte hasta que me haya cepillado los dientes.

A Anna le tomó varios segundos desviar la mirada hasta sus ojos azules.

―Pues ya lo hiciste ―sonrió coqueta―. Me muero por ese beso de b...

La boca de Charles estuvo sobre la de ella antes de que pudiese terminar de expresar su deseo. Al instante, Anna le echó los brazos al cuello para acercársele más. Gimió victoriosa cuando sus pechos golpearon el pecho de él.

Charles se separó un segundo para respirar, pero apenas se halló repuesto volvió a poseerle la boca.

―Bueno ―jadeó ella―. A eso le llamo un beso de buenos días.

Charles sonrió contra su boca. No fue hasta ese momento que se percató de la posición incómoda en la que estaban: la espalda de Anna doblada de acuerdo a los bordes de la cama y él cediendo todo el peso de su cuerpo sobre ella. La sujetó de la cintura y se puso de pie.

Anna le estampó un beso en la mejilla.

―Vamos, nene. Tenemos que ponernos algo decente para salir a comprar algo elegante.

La Galería Joan Toussaint era un edificio de cuatro plantas con un diseño arquitectónico francés muy marcado. Parte del mismo estaba decorado con brillantes luces blancas que a él le hicieron recordar la época navideña. En las puertas dobles de la entrada, se encontraba una muy guapa mujer con el cabello castaño recogido en un elegante peinado que utilizaba un largo vestido verde montaña. Anna disimuló una mueca de desagrado. Aunque amaba el campo y el hermoso color de las montañas, odiaba ver ese color en la ropa.

Bienvenue ―les dijo la mujer, obsequiándoles lo que aparentaba ser una sonrisa de bienvenida.

Anna se inclinó un poco hacia él.

―¿Nos está dando la bienvenida, verdad?

―Sí.

―¿Cómo puedo pedirle que no sea tan francesa y hable mi idioma?

―Compórtate.

―¿Qué te hace pensar que no lo estoy haciendo?

Él le obsequió una fugaz mirada antes de enfrascarse en una conversación con la mujer. Anna se sintió increíblemente perdida, pero se descubrió a sí misma sonriendo como tonta, maravillada por la fluidez con la que él podía hablar un perfecto francés.

Charles asintió una única vez. Después, tiró de la pequeña mano de Anna para conducirla al interior.

―¿Qué tanto te dijo ella y qué tanto le dijiste tú? ―inquirió Anna, con la vista concentrada por completo en él.

Charles puso los ojos en blanco.

―Le pedí su número de teléfono y la talla de su ropa interior ―dejó escapar un resoplido―. ¿De qué crees que hablaría con ella? Compré nuestros boletos por internet y estaba asegurándose de que nos encontráramos en la lista.

―Yo no la vi mirando la supuesta lista.

Él se detuvo para mirarla.

―¿Ataque de celos? ¿Aquí, ahora?

La gente pasaba a su alrededor como si ellos no se encontraran allí. Anna llevó su mano libre hasta la nuca y se aplicó un rápido masaje.

―No son celos ―respondió―, pero no actúes como si no debiera preocuparme.

Él inclinó la cabeza un poco hacia la derecha.

―Es porque no tienes que hacerlo.

―Oh, sí, claro que tengo que hacerlo ¿O acaso crees que soy la única mujer que tiene ojos?

―Los hombres también los tenemos.

―No, tonto. Digo, sí, los tienen. A lo que me refiero es que no soy la única mujer capaz de encontrarte atractivo.

―No sé si tomarlo como un insulto o como un halago.

―Así que, mientras exista una mujer que te encuentre guapo, yo siempre deberé preocuparme.

―¿Ya terminaste? Porque tu pequeño ataque de celos te está haciendo ver más sexy y no dejo de pensar en lo que traes debajo del vestido.

―¡Cállate! ―gruñó ella, moviendo la cabeza de un lado a otro para asegurarse que nadie los estuviese escuchando―. Estamos en público, así que compórtate.

―Nadie está escuchándonos o mirándonos. Además, no tienen idea del bonito conjunto de lencería que llevas puesto.

Anna lo señaló con el dedo índice.

―Es en serio. Basta.

―Solo imagina lo espectacular que te verás deshaciéndote lentamente del vestido ―se lleva la mano disponible hasta el pecho―. Con tan solo pensarlo me siento aún más exci...

―¡Charles! ―gritó, haciéndolo callar.

A él se le escapó una sonora carcajada.

―Tranquila, mujer ―se aseguró de tener su mano entrelazada con la suya antes de avanzar―. Creo que te acostumbraste a un hombre romántico y olvidaste que mi pasatiempo favorito es llevarte a la cama y hacer que olvides incluso tu nombre.

Anna respiró profundamente.

―Eres un miembro caliente.

―Afortunadamente es solo tuyo.

El calor se instaló en las mejillas de ella. Le dio un golpecito en el brazo con el hombro.

Un gesto de asombro se instaló en el rostro de Anna. El edificio en su interior era cilíndrico con el centro hueco que le permitía ver los barandales que rodeaban los bordes de los otros pisos. El primero era uno muy amplio, casi tanto como el salón donde se llevó a cabo la gala benéfica donde Charles le propuso matrimonio. La decoración se basaba mayormente en el dorado, blanco y crema muy claro. No pudo ver si en los otros tres pasillos era similar.

―Dime qué hago aquí ―musitó ella―. Me siento tan fuera de lugar.

―No lo... ―comenzó a decir él, pero una mujer de más o menos su edad se les acercó con una amplia sonrisa dibujada en su rostro.

Bienvenue ―musitó la mujer.

Anna tuvo que hacer un gran esfuerzo para no poner los ojos en blanco.

―Otra francesita. Lindo.

Charles frunció los labios para no reír.

―Mi nombre es Fleur. Le damus la bienvenue a la Galerie Joan Toussaint. Este es le premier étage y tenemus la presentación de la colección femenina de invierno, Hiver Élégante. Joan Toussaint la exhibirá al final del evento.

Anna se inclinó un poco hacia Charles.

―Solo entiendo una parte de lo que dice ―murmuró―. Interpreta para mí o su rostro tendrá que darle la bienvenue con uno de mis golpes.

―Niña ruda, cálmate ya.

―Entonces interpreta.

―Nos está dando la bienvenida a la galería y que en el primer piso, que es donde estamos, se exhibirá al final del evento la colección de invierno.

―Que ganas de perder, eh. Pones la colección al final cuando muchos ya se han ido.

―Al final siempre quedan los magnates que quieren comprarle los caprichos a sus esposas o mujeres vanidosas que necesitan de diamantes para sentirse mejor.

―Excusez-moi ―los llamó la mujer―. ¿Va algo mal?

―El acento, el acento ―musitó Anna tan bajo que solo Charles pudo entenderla.

Él optó por morderse el labio inferior para no echarse a reír.

―No, todo está bien.

―Bien. Les decía que las joyas están siendo exhibidas en pequeñas vitrinas que solo el personal podrá abrir.

Fleur hizo una mueca con los labios ante el esfuerzo por no hablar en francés.

―En el segundo piso encontrarán una gamme de joyas y accesorios para hommes y en el tercero para femmes. Nuestro cuarto piso es el más visitado. Allí tenemus una inmensa gamme de anillos de boda y compromiso y cualquier hermosa joya o accesorio para la mariée et le marié.

―¿A caso está diciendo que está mareada? ―murmuró Anna―. Porque el sentimiento es mutuo.

Él le lanzó una mirada divertida, pero aun así en ella se escondía un regaño.

D'accord, merci beaucoup ―dijo él con rapidez.

A Anna se le dibujó una sonrisa de triunfo al ver a Fleur alejarse de ambos.

―¡Al fin! ―musitó ella con auténtica alegría―. Ya puedo respirar oxígeno británico.

Charles volteó hacia ella.

―¿Yo qué haré contigo? ―en su voz había un obvio rastro de diversión.

―¿Quererme y mimarme por el resto de mi vida?

―Eso es darte una recompensa a pesar de tu mal comportamiento.

―Ella es la única culpable ¿Por qué tiene que hablar francés si estamos en Inglaterra?

―Porque esto es un evento francés, hecho por franceses que hablan francés.

―Has dicho la palabra francés demasiadas veces en una sola oración ¿A caso todo lo francés te gusta? ¿La arquitectura, la comida? ¿Las mujeres?

Algo turbio se instaló en los ojos de Charles, y Anna tuvo el impulso de retroceder por cada paso que él dio. Se detuvo hasta ubicarse a solo centímetros de su piel. Anna comenzó a hiperventilar mientras seguía la trayectoria de su boca, que parecía dirigirse a su cuello expuesto.

Sin embargo, le sintió los labios rozándole el oído izquierdo.

―Es curioso que menciones a las mujeres, ya sean francesas o en general ―mordió suavemente el lóbulo de su oreja y Anna tuvo que añadir una dosis extra de autocontrol para no explosionar allí mismo―. Lo curioso está en que solo puedo imaginarnos a los dos, a ti y a mí. Yo desasiéndome de ese bonito vestido y tú temblando de placer en mis brazos.

Anna despegó los labios para absorber una buena cantidad de aire fresco. Se armó hasta los dientes con autodominio y lo apartó, presionando ambas manos contra su pecho y luego empujándolo.

Cuando lo vio a los ojos, en ellos había un mar en calma, por lo que ella debía ser aquella ola inquieta que deseaba golpearse contra las rocas. La neutralidad de su mirada la frustró un poco. La frustración se convirtió en vergüenza segundos más tarde mientras sentía como sus mejillas comenzaban a arder. Retrocedió hasta encontrar una pared donde recostarse. Allí, volvió a despegar los labios e inició una serie de respiraciones profundas.

La expresión en el rostro de él casi parecía una burla.

―Te has sonrojado ―musitó él, con una amplia sonrisa que le iluminaba el rostro.

Oh, esa maldita y perfecta sonrisa suya.

―Para nada ―pero en su voz temblorosa se encontraba una sutil afirmación.

―Mmm ¿Entonces siempre tienes las mejillas tan enrojecidas?

Anna le apartó la mirada. Aun así, le obsequió una sonrisita de complicidad.

―No actúes como si no supieras por qué estoy así.

―¿Insinúas que soy el culpable?

―¿Quién más podría?

Con la obvia intención de molestarla, comenzó a rascarse la barbilla con la mano derecha mientras adoptaba una expresión pensativa.

―Luces un poco tensa ―sonrió―. Deberíamos buscarte algo de agua.

―Tal vez no lo necesitaría si dejaras tu comportamiento de macho imberbe.

―Sé cuándo estás poniéndote nerviosa porque comienzas a utilizar una lingüística prácticamente obsoleta.

Imberbe no está obsoleta.

Él le tomó la mano y tiró suavemente de ella para obligarla a caminar. Se abrieron paso por entre la gente, que parecía acumularse en grandes masas en el primer piso. La mantuvo tan cerca de él como le fue posible.

―¿Sabías que se necesita de una paciencia de oro para salir contigo?

―Lo sé ―respondió ella―. Ni yo misma me soporto. No sé cómo lo haces tú.

―Por amor, que si no...

Lo miró divertida.

―Hoy descubrí que soy una celosa enfermiza ―se encogió de hombros cuando la miró―. Lo sé, lo siento. Créeme que me molesta más a mí que a ti. Mírame, faltándole el respeto a esas mujeres. Debería abofetearme para hacerme entrar en razón.

―Reconociendo los errores se aprende. Tú tranquila, puedo manejarte mejor de lo que crees.

―Tampoco así.

Charles tiró de ella para evitar que se tropezara con la castaña que les pasó por el lado a prisa.

―Siempre pensé que los eventos de ricos eran ordenados ―Anna se mantuvo mirando al suelo para no tropezar―. Creo que una fiesta en un club nudista estaría más organizada que esto.

―Han dejado pasar demasiadas personas a la vez ―se movió en dirección a la escalera imperial―. Es mejor subir. Debe haber menos gente en el siguiente piso.

―Tengo hambre ―confesó ella a la mitad de las escaleras.

―¿Y eso cuando no sucede?

―Dijiste que habría comida, pero yo no he visto nada.

―Quizá está arriba.

―O quizá no hay nada y me mentiste para que aceptara venir.

Charles levantó un poco los hombros mientras torcía la boca.

―Me mentiste ―sentenció ella―. Haces eso con los hombros cuando mientes o me ocultas algo.

―No te oculto nada. Soy un libro abierto.

―Muy pronto serás un libro sin hojas porque las arrancaré una por una.

―Ah, por favor. No es como que haya cometido un delito.

Charles continuó subiendo las escaleras hasta el tercer piso.

―¿En el segundo piso no había joyería masculina? ―inquirió ella.

―Solo utilizo relojes.

―De seguro tienen algunos muy bonitos.

―Pasaremos después ―le acarició la mano con el pulgar―. Quiero que mires y escojas algo como regalo de cumpleaños.

―No, está bien.

―Eres adorable, pero no te estoy preguntando. Tienes que escoger algo.

―Pero no quiero.

―Hay muchas cosas aquí. Una de ellas te gustará.

―Pero ya te dije que no quiero.

―¡DIOS MÍO! ―chilló él―. Anna, por el amor a lo divino, solo escoge algo.

―Pizza, soda de uva y un pastel de chocolate.

Respirando profundamente, Charles le apretó un poco la mano y la miró de perfil.

―¿Te gusta usar collares? ―indagó

―No realmente.

―¿Aretes?

―No.

―Mm ¿Brazaletes?

―Tampoco.

Se rascó la barbilla.

―¿Y anillos? ¿Te gustan los anillos?

Anna lo miró de reojo y él, casi de forma automática.

―Anillos ―musitó contento―. Te gustan los anillos ¿De plata, de oro? ¿Platino, tal vez?

Anna torció un poco la boca.

―¿Por qué comprar otro regalo?

―Porque no te he dado nada de cumpleaños.

―¿Y los cachorros?

―Es una inversión para nuestra familia.

―¿Las vacaciones en una casa rodante?

―Acéptalo, es más un regalo para mí que para ti.

Charles continuó acariciándole la palma de la mano con el pulgar. Anna dejó escapar una maldición.

―Me estoy quedando sin argumentos para debatir tu despilfarro constante ―refunfuñó―. ¡Yo nunca me quedo sin argumentos! ¡No es justo!

―Y el marcador va uno a cero a favor del príncipe ―bromeó―. Así que... ¿oro, plata, de diamante o de rubíes?

Anna le sacó la lengua.

―Oro rosa ―respondió.

―¿Y la piedra?

―No importa.

―Vamos, Anna. Si te gusta el oro rosa, debes tener una piedra favorita.

Lo meditó unos segundos.

―El opal ―confesó en un murmullo.

―Oro rosa y opal ―asintió tres veces―. Por alguna razón va con tu personalidad.

Tiró de su mano y la obligó a caminar.

―Charles ―lo llamó―. Los anillos son carísimos aquí, ¿verdad?

Él inclinó la cabeza un poco.

―¿Por qué te importa tanto el dinero?

―No es que me importe, lo sabes, pero no me siento cómoda.

Charles señaló una de las vitrinas con la barbilla. Al ninguno llamarle la atención, ambos continuaron caminando.

―Sé que te sientes incómoda ahora, pero te acostumbrarás.

―Pero no lo siento correcto. No parece estar bien que me compres tantas cosas.

―A cualquier otra mujer le encantaría.

―Pero no soy como cualquier otra mujer. Creo fervientemente en la igualdad de responsabilidades y no estoy de acuerdo con ese tipo de relaciones donde la mujer está en casa haciendo absolutamente nada mientras el hombre sale a trabajar. Por supuesto, no estoy diciendo que todas las mujeres que se queden en casa son unas mantenidas. El trabajo del hogar también puede ser agotador, o algunas simplemente no tienen opción. Quiero una relación donde mi opinión cuente tanto como la tuya y donde, al igual que tú, tenga obligaciones y responsabilidades. No quiero quedarme en casa siendo solo una esposa bonita.

―Jamás podrías quedarte en casa siendo solo la esposa bonita aunque te lo exigiera, cosa que no haría. Tú estarás todo el tiempo junto a mí ―agitó la cabeza―. No lo has entendido, ¿verdad? No eres solo mi compañera de cama. Eres mi primer amor, mi mejor amiga, mi compañera de tragos. Solo contigo me puedo comportar como un niño.

―Soy mala, soy muy mala ―refunfuñó. Ambos se detuvieron y él aprovechó para tomarle ambas manos―. Sigo poniéndote en esta molesta situación donde sientes que debes probar una y otra vez que me quieres. Lo siento, me pediste que soltara mis miedos y a veces no hago más que abrazarlos con mayor fuerza.

―Lo hago porque, aunque no te des cuenta, lo necesitas. Supongo que es lo que pasa cuando te rompen el corazón una vez. Confiar es tarea difícil, así como creer en los te amo con los ojos cerrados.

―Soy la peor de las novias.

―Pudo ser peor ―sonrió.

Ella también sonrió, y después reanudaron la caminata hasta toparse con una exhibición de anillos de oro rosado. Se trataba de una colección de siete anillos, dos de ellos coronados con un solo opal y el resto combinado con diamantes. No tuvo que preguntarle cuál de ellos le gustaba, porque había un único anillo que Anna no podía dejar de mirar.

Hizo llamar a una de las empleadas.

―Ese es el anillo ―señaló Charles con el dedo índice―. La medida de su dedo es siete.

―El patrón de filigrana en la montura está inspirado en el plumaje del pavo real, pero la forma en la que fue colocado el opal se asemeja a las coronas utilizadas por las reinas victorianas.

Anna no estaba prestando atención a las palabras de la mujer detrás de la vitrina de cristal, por lo que él tuvo que hacerse cargo del parloteo.

―Es un opal de fuego etíope con un corte de pera ―continuó diciendo la mujer―. Las cinco piedras complementarias, una debajo, dos a la derecha y dos a la izquierda del opal, son diamantes genuinos. El anillo tiene un valor estimado de...

―¡No! ―gritó él, sobresaltando a Anna ―. Será mejor que no diga cuál es su precio o mi prometida hará hasta lo imposible por evitar que la compre.

Anna lo fulminó con la mirada. Antes de que ella pudiese protestar, sacó la tarjeta de crédito y pagó por el anillo, depositándoselo en las manos apenas fue guardado en la cajita de terciopelo rojo dentro de la bolsa plateada.

Pensó por un momento que se dirigirían hacia el piso dos, pero en lugar de bajar las escaleras, Charles tiró de su mano para subir al siguiente piso ¿Qué había dicho la francesa? En el primero, la exhibición de la colección, en el segundo una serie de joyas para hombres, el tercero de mujeres, y luego el cuarto... Oh. Una pequeña punzada le recorrió el pecho a Anna.

―¿No iríamos de regreso al segundo piso? ―le preguntó ella.

Él redujo la velocidad de sus pasos casi al instante hasta detenerse por completo. Se volteó lentamente hacia a ella con una sonrisa muy tímida y una expresión de «me has descubierto» estampada en el rostro.

―Quería apresurarme un poco. No quería que te dieras cuenta. Bueno, eres muy lista. Supuse que te darías cuenta en cualquier momento.

―No es solo salir por ahí lo que querías.

―No.

―Y te importa muy poco la colección que presentarán al final del evento.

―Lo haría si te importara, pero como sé que no es así, pues... no, la verdad no me interesa.

―Quieres ir directamente al cuarto piso.

―El cuatro es un bonito número.

―Porque en el cuarto piso hay toda una variedad de joyas para la boda.

―Oh, listilla. Ni una se te escapa.

Anna frunció un poco el ceño.

―¿Por qué no me lo dijiste? Así, simplemente, sin tanto rodeo.

Charles encogió los hombros.

―Te pedí que escogiéramos una fecha ―balbuceó. Se aclaró la garganta un poco―. Terminamos desviando el tema. Llevamos un par de días en la casa rodante y no hemos hablado sobre ello. Es como... ―suspiró―. Es como un borrador. Escribimos esa escena en la computadora y luego la borramos, como si no fuera importante.

―Pero fue importante ―lo interrumpió. Le tomó ambas manos y enfocó los grandes ojos verdes en los suyos―. Hablamos de nuestro futuro ¿Cómo puedes decir que ha sido un borrador?

―Anna, a la gente no le interesa el borrador. Es lo peor de la historia, porque le falta mucho a la trama y contiene demasiados errores. A todos les gusta un trabajo bien hecho. No quiero quedarme en el borrador. Quiero editar de forma correcta nuestra historia.

Anna intentó encontrar las palabras adecuadas, pero estaba perdida en las suyas, y en la bellísima expresión de nerviosismo que le descomponía el rostro. Era bellísima por lo que representaba: compromiso.

―Podría besarte ahora mismo ―chilló ella, con una amplia sonrisa que no podía contener―. Quiero besarte. Déjame besarte.

La confusión se reflejó en cada pequeña parte de su rostro, desde el ceño fruncido hasta la mueca que sus labios formaban.

―¿Qué es lo que he dicho? ―indagó él.

Anna encontró aquello absurdamente adorable.

―Me encantas ―murmuró mientras le acercaba la boca lentamente.

―¿Sabes que a este tipo de eventos suelen asistir periodistas por montones, no es así?

―Mm.

Él sonrió un poco cuando los labios de ella tocaron los suyos.

―Pueden estar observándonos en este preciso instante ―musitó.

―¿Y?

―Protocolo rígido, ¿recuerdas? Los besos en públicos están ubicados en la lista de «Prohibido».

Mirándolo fijamente, ella también sonrió, no solo porque le costaba hablar cuando tenía la boca estampada contra la suya, sino por el brillo coqueto en sus ojos azules.

―¿No quieres besarme?

―Quiero ―respondió de manera instantánea.

―¿Entonces?

Charles se apartó, y después le guiñó el ojo.

―Lo dejaremos para más tarde.

Anna entrecerró los ojos un poco.

―Pues si sigues haciendo esas cosas, no quedará mucho de mí para entonces.

―Quedará.

Le tomó la mano antes de que ella pudiese resistirse. De todas maneras, no habría tenido la voluntad de hacerlo, porque cuando su mano entraba en contacto con la de él, de alguna manera se sentía protegida por un ejército.

Cada escalón que avanzaban parecía crear un eco que la empujaba hacia el nerviosismo.

―Sé un par de cosas de protocolo ―musitó ella―. Como ese detallito de no agarrarse de las manos.

Anna lo vio agitar los hombros.

―Que me arresten.

―No pueden arrestarte. Eres el príncipe.

―A ti tampoco ―la miró por encima de su hombro―. Ventajas de tener la inmunidad real.

―Vino en mi contrato de trabajo.

―Al parecer no salió como lo planeaste.

Anna dejó escapar una risilla. Era cierto. Cuando decidió aceptar el trabajo, creyó que podría quitarse de encima la amenaza que había puesto él sobre su familia y, si una pequeña parte de ella podía tener la valentía de admitirlo, vengarse por ello ¿Y a dónde había ido a parar? Perdida en sus brazos, y en su cama, y no como una amante de turno como la había llamado Cameron, sino como su mujer, su prometida, su futura esposa.

Se sintió abrumada por un momento, de modo que agradeció que aquellas escaleras hubiesen llegado a su fin.

―Tengo otro punto remarcable del protocolo ―dijo Anna, y él cambió de posición para mirarla directamente―. ¿Los anillos no deben ser algo así como diseños originales creados por un inglés?

―Podría decirse.

―El anillo era de tu madre y, bueno, quieres comprar anillos de boda. Tiene toda la lógica del mundo, salvo porque estamos en una presentación de joyas de una diseñadora francesa.

―Quien, por cierto, también es inglesa. De todas formas, te traje para que veas opciones. Contrataremos a un diseñador y es bueno que tengas ideas de antemano.

Anna chasqueó la lengua.

―Problema resuelto, entonces.

―Estás nerviosa ―señaló él.

―¿Yo? Imposible. Soy Anna Serena, como la brisa...y como... ―ante la insistente mirada de él, no tuvo más opción que confesárselo―. Quizá un poco. Soy Anna Un Poco Serena.

Charles le levantó la mano y la giró un poco, la acercó y le depositó un sonoro beso sobre la palma. A Anna le dio un brinco en el corazón.

―Ni una pizca en ti es serena, y si llego a compararte con la brisa, será con la de una tormenta.

Anna refunfuñó.

―No seas así que eso pone en estado crítico a mis ovarios.

Él enarcó ambas cejas.

―Ciertamente no sé qué significa.

―Es que me jode un poco la vida que seas tan príncipe, toda elegancia y buenos modales. Incluso besando mi mano pareces sacado de una pintura del siglo 19. Para mí, es un poco frustrante. De no ser por la chica de la tienda, habría escogido un horrible vestido y un maquillaje de payaso porque soy cero elegancia y cero modales. No es que me haya sentado a pensar en esto, pero ciertamente te veo ahora y no sé por qué te casarías con una tormenta cuando puedes escoger a una llovizna.

Charles adoptó una expresión pensativa.

―Las lloviznas se evaporan antes de tocar el suelo, por lo que apenas lo moja ―le soltó la mano y se cruzó de brazos―. La tormenta, sin embargo, se da cuando la masa de aire frío coincide con el calor que hay en la superficie. Pero preguntaste por qué escogería la tormenta en lugar de la llovizna.

Se encogió de hombros y sonrió

―¿Cuántas veces más debemos tener esta conversación para que finalmente entiendas que eres tú y solo tú la única mujer que quiero en mi vida? ―Charles avanzó un único paso―. ¿Necesito hacer algo más?

―No tienes que hacer nada. De los dos, has sido el único que ha hecho todo correctamente.

―Eso no es cierto.

―Las veces que hemos tenido nuestros pocos altos y bajos ha sido por mi culpa.

―Eso tampoco es cierto.

―El primero fue el accidente. O tal vez no. Creo que, más bien, fue cuando empecé a decir no.

―Siempre dices no cuando yo digo sí y es por el mero placer de llevarme la contraria.

―Es posible, pero aun así...

―¿Dejarías de hablar si adopto una expresión desinteresada, cómo si no estuviera prestándote atención?

―Probablemente, pero eso implicaría golpearte.

―¿Con la izquierda o la derecha?

―Con la rodilla, en la entrepierna.

―Entonces, para salvaguardar mi seguridad, será mejor que centre toda mi atención en ti.

―Pues así debe ser, ¿sabes? Porque soy una mujer que merece toda la atención, aunque a veces debería darme de golpes por tantos cambios de ánimo.

―Mi atención siempre está en ti.

Él sonrió, y Anna descubrió en ese gesto una chispa traviesa. Separó los brazos y la tomó de la mano, tirando de la misma para hacerla caminar.

El cuarto piso era muy similar al primero: cilíndrico y con el centro hueco. El dorado, blanco y crema claro también eran los colores de la decoración. Pocas personas caminaban por el pasillo circular. Algunos más entraban y salían de las tiendas.

―¿Esto es un centro comercial?

―Más o menos. Leí que en estas galerías se realizan eventos como este semanalmente.

―¿Tanto?

―Parece que son eventos muy visitados.

―Pues eso parece, aunque es un poco abrumador. Hay mucha gente aquí. No sé cómo cabemos todos.

La miró de reojo.

―¿Nos detenemos a preguntas? Así sacias tu extraña curiosidad.

Anna le sacó la lengua.

―Querías ver los anillos, ¿no? Bueno. Vamos a ver los anillos.

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