Capítulo 35 | Borrador SP
―¡Un brindis por la cumpleañera! ―gritó Alice con la copa de champán en lo alto.
Se alzó un coro de «salud» que invadió hasta el rincón más pequeño del salón. Anna olvidó levantar la suya, así que observó confundida como el resto de su familia se bebía de un solo golpe el contenido de sus copas. Mirando la que tenía en su mano derecha, frunció el ceño y después desvío los ojos hacia Charles.
―Me cambiaste el champán por agua ―le recriminó.
Él sonrió sin despegar los labios de la copa.
―Soy una mujer adulta y puedo tomar si es lo que yo quiero ―gruñó.
―Te he visto ebria una sola vez y fue más que suficiente. Creo que hasta los cachorros manejarían el alcohol mejor que tú.
―Ellos son menores de edad. No pueden tomar. Yo sí.
―Solo agua, jugos o refrescos. Es todo lo que tendrás.
―Aun así puedo decidir si tomar o no ¡Tengo oficialmente veinticinco años!
Él puso los ojos en blanco y le cedió su copa.
―Un trago. Es todo.
Anna le dio la suya y, sonriéndole, dio un largo trago de champán hasta dejar la copa completamente vacía.
―Oh, querido Señor ―dijo él, suspirando―. Me voy a arrepentir tanto por esto.
Anna arrugó un poco la nariz.
―Hace cosquillas en la garganta ―deslizó la lengua por los labios aún pintados de amarillo―. Se siente como pequeñas burbujitas.
―Eso no puede ser bueno.
―Quiero otra copa.
―Oh, Dios mío.
Anna lo ignoró, dándose la vuelta hacia la mesa de las bebidas. Él, por su parte, decidió dirigirse hacia su padre, quien tomaba de su copa de agua mientras platicaba animosamente con Tessie.
A diferencia del resto de los invitados, él no llevaba ningún disfraz. Desde luego, el rey no necesitaba de uno. Un rey siempre será un rey. Tessie tampoco llevaba disfraz, solo un elegante vestido color perla hasta las rodillas y un par de tacones.
―¿Disfrutando de tu brindis con agua fresca? ―se burló Charles.
Edward soltó una carcajada.
―Está bien para mí. Además, no puedo tomar.
―Lo sé, por eso hemos puesto una gran variedad de bebidas.
―Lo que, por cierto, me pareció interesante. Usualmente solo ofreces alcohol en una fiesta.
―Hay que variar un poco, supongo.
El rey miró a su hijo detenidamente.
―Te ves muy bien, Charles.
Él, a modo de respuesta, frunció el ceño.
―Padre, me ves cada semana, pero suenas como si no me vieras en años.
―Quizá, es cierto. Sin embargo, hace muchos años no te veo tan feliz. No solías ser un niño muy alegre después de la muerte de tu madre.
¿No había sido un niño muy feliz? Bueno, claro que la muerte de su madre le había dejado un vacío enorme, pero ¿no haber sido feliz? No era del todo cierto. Tenía a su padre. Él había sido un gran ejemplo a seguir, y siempre ha sido su héroe. La culpa del distanciamiento entre ambos solo había sido suya, porque creyó que con lo material llenaría un vacío que solo el amor podía llenar.
―Tessie ―habló lo suficientemente alto para que su voz se escuchara por encima de la música―. ¿Crees que pueda robarte al rey por unos minutos?
―¿Tengo que pedir rescate para tenerlo de vuelta?
―Ya veremos.
Ella soltó una carcajada y asintió, encaminándose hacia el Enjambre Mawson. Él podía comprenderla. La familia Mawson era como la miel para las abejas, y aquella común analogía nunca había sonado tan irónica. Era la clase de familia que te hacía sentir bienvenido, cómodo, en casa. Y el reflejo estaba en lo bien que, tanto ella como las gemelas, se acoplaban a ellos.
Charles abrió la puerta del salón para permitirle el paso a su padre. El rey no esperó a encontrarse lejos de la puerta para hablar.
―Debiste haberme dicho que se trataba de una fiesta de disfraces ―agitó un poco la copa que llevaba en la mano―. Habría venido vestido de acuerdo a la ocasión.
―No era requisito ¿Quieres ir al jardín de arriba?
―No, Charles. Podemos usar tu estudio.
―Está bien.
Acomodados en el estudio, Charles colocó ambas manos sobre la superficie de madera mientras observaba fijamente a su padre. Él, por otro lado, recostó la espalda del asiento y cruzó las piernas, descansando los brazos en los muslos.
―Tengo recuerdos de situaciones similares, pero en asientos distintos.
Charles soltó una carcajada ante el comentario de su padre.
―Quizá se deba a que estás tomando la posición del hombre de la casa ―teorizó el rey―. También es una sorpresa. Creo que, en algún punto de mi vida, pensé que no tendrías una casa propia. Ya sabes. Me habías dicho que nunca te casarías.
Él respondió con una tímida sonrisa.
―Lo recuerdo como si fuera ayer ―habló el rey―. Gritando en mi estudio que nunca te casarías y que nunca te prepararías para ser rey, y mira ahora en la posición en la que estamos: estás comprometido y ejerciendo el cargo de regente.
―Un cargo que me ha dado dolores de cabeza.
―Asumo que te refieres al Primer Ministro.
Charles asintió una sola vez.
―No es un hombre fácil de complacer ―dijo él―. Además, siempre ha tenido una predilección por Camerón.
―Afortunadamente no puede ignorar las leyes de sucesión.
―Pero sabes que tiene la facultad de seleccionar la línea de sucesión. Ambos sabemos hacia dónde se desviaría.
―Pero nuestro ángel guardián no le dio la oportunidad.
Charles sonrió ampliamente. Hablaba de Anna.
―Anna no soporta si quiera oír hablar del Primer Ministro ―se rascó la barbilla―. Estoy casi convencido de que el sentimiento es mutuo.
―Los políticos ingleses son bastante fríos, Charles. Son, sin lugar a dudas, temperamentales y estrictos. No debes olvidarlo.
―Lo tendré en cuenta.
El rey lo observó fijamente por un par de segundos más.
―Es la primera vez que tocamos un tema así.
―¿Cuál tema?
―El de política, por supuesto. Generalmente lo esquivas o inicias una conversación diferente ―inclina un poco la cabeza―. En el peor de los casos, te levantas y te vas, dejándome con la palabra en la boca.
―Sabes que nunca ha sido de mis temas predilectos.
―Bueno, pero ya que estamos en esas, me gustaría que dejaras de mentirme. Si la política no te interesara, no habrías entrado a la universidad a estudiar leyes en primer lugar.
―Solo fue una fase experimental.
Edward fingió que sacudía sus pantalones.
―Tal vez estuvimos distanciados por un tiempo, pero sigo siendo tu padre y te conozco mejor de lo que crees. Nunca haces nada sin interés o como una cuestión de aventurar a ver qué tal. Aunque sea de mala gana, siempre haces las cosas porque te gustan. Solo tienes el mal hábito de disfrazar las cosas.
Charles levantó un poco su ceja derecha.
―Tocado ―musitó, sonriendo un poco.
―Lo que no sé es por qué lo dejaste ―dijo el rey―. Pensé, durante los meses que estudiaste, que te quedarías allí hasta finalizar.
Charles se rascó la barbilla.
―No me sentía a gusto ―admitió después de un rato―. La prensa estaba allí casi todo el tiempo, por lo que debía utilizar entradas alternas, incómodas e inapropiadas. Además, los estudiantes eran... Bueno, eran un poco distantes. Nunca dejaban de mirarme o hablar de mí. Los escuchaba preguntarse qué podría hacer un tipo como yo en la universidad, como si pertenecer a la familia real fuera algo terrible para ellos. Igualmente sé que no estaban cómodos con mi presencia. Por la invasión de la prensa en la entrada, a muchos les costaba acceder al interior.
Él calló durante un par de segundos.
―Y sé, padre, que todos allí, incluso los profesores, pensaban que no lo lograría. Que renunciaría, que no era capaz de conseguirlo.
―Así que simplemente lo hiciste.
Charles se encogió de hombros.
―Charles, soy tu padre. Me enfurece que nunca me hayas contado estas cosas ―se arrastró un poco en el asiento hasta que sus rodillas tocaron el mueble de madera―. Anda, grandísimo testarudo. Habla.
―Bueno, perdóname, ¿de acuerdo? Me conoces lo suficiente para saber que eso iba a pasar. Apuesto a que fue lo primero que pensaste cuando te dije que había entrado a la universidad.
―Desde luego que no ¿Sabes en lo que pensé? Que por fin estabas haciendo las cosas bien. La noticia me hizo inmensamente feliz.
―No recuerdo que lo demostraras.
―Pensé que tal vez un poco de dureza te ayudaría a mantenerte en el camino. Siempre te he dado lo que me pides ―suspiró―. Debí haberte apoyado. Entonces, tal vez, aún estarías estudiando.
Charles agitó la cabeza varías veces.
―No lo creo, padre. Fui yo quien no quiso continuar. Perdí el interés en cuanto te diagnosticaron el cáncer.
El rey puso los ojos en blanco.
―Eres un cabeza dura, hijo mío.
―Tengo entendido que, hasta donde mis conocimientos me permitan afirmarlo o negarlo, la testarudez corre por la familia.
El rey inclinó un poco la cabeza sin apartarle la mirada.
―Aún puedo quitarme el cinturón y darte un par de nalgadas. No lo olvides.
Charles dejó escapar una carcajada.
―Pero es cierto. Ambos somos testarudos.
―No he dicho lo contrario.
―Entonces, por favor, Su Majestad. Mantenga su cinturón alrededor de su cintura.
El rey sonrío un poco.
―Estás intentando esquivar el tema ―se rascó la barbilla―. Ya te lo dije, Charles. Te conozco.
Él se encogió de hombros.
―Quiero aprovechar que estamos teniendo una conversación decente para hacerte una pregunta.
Charles pudo ver en los ojos de su padre que éste se preparaba para una importante sesión de preguntas.
―¿Qué has pensado hacer?
Aquella no era la pregunta que esperaba.
―¿A qué te refieres?
―Has estado rompiendo tus propias promesas: no al casamiento, no a la corona. Pero, tal como te he dicho, estás comprometido y eres el regente ¿Qué es lo que harás con tu vida?
Él sonrió al comprender su pregunta.
―¿Qué es lo que haré con la corona, quieres decir? ―continuó al ver a su padre asentir―. He estado pensando en ello últimamente. No es algo que pueda decidir a la ligera. Suelo pensar en distintas opciones mientras Anna duerme. Cuando esa mujer está despierta, no me permite escuchar mis propios pensamientos. Tiene el tono de voz de un altoparlante.
El rey se limitó a sonreír.
―Quiero hablarlo con Anna antes de tomar una decisión ―hizo girar un poco la silla para acomodar su pierna derecha sobre el muslo izquierdo―. Cada decisión que tome afectará su vida también.
―No has hablado con ella entonces ―concluyó el rey.
―No, aún no. No tengo las palabras exactas.
―Si esperas por ellas nunca podrás decirle. Creo que aún no has comprendido cuál es la dinámica en una relación. Nunca tienes las palabras adecuadas porque no las necesitas.
―Si las necesito. Son importantes, de otro modo no comprendería de lo que estamos hablando.
El rey le sonrió un poco, y él percibió aquello como un gesto de compasión.
―Aún eres un niño, Charles, y sigues sin tener experiencia con respecto a cómo funcionan las relaciones.
Charles se rascó la barbilla.
―¿Este es el momento donde me das consejos?
―¿Cuándo he tenido la oportunidad de hacerlo? Eres un hombre muy testarudo y complicado. Crees tener la respuesta para todo, y también crees saberlo todo, pero eres muy joven todavía. Sigues aprendiendo. Yo ya soy un adulto y he vivido más experiencias que tú.
Él tomó una pausa mientras ponía en orden sus palabras.
―Yo era igual a ti cuando tenía más o menos tu edad: irresponsable, mujeriego, problemático. La diferencia es que mi padre supo cubrir mejor mis desastres, pero yo, con respecto a los tuyos, solía fallar frecuentemente. También quedé prendado del dinero y el poder que, en mi tiempo, el título de príncipe me ofrecía. La palabra compromiso me provocaba migraña. Mi padre tampoco era un santo, seamos realistas, pero él, tiempo después con la edad, maduró un poco. Se casó, tuvo familia. Él quiso lo mismo para mí, así que me comprometió con tu madre. Uso las mismas palabras que usé contigo: «si no accedes a casarte y tomar el trono, entonces tendré que cerrar tus cuentas».
El rey observó a su hijo, y vio en sus ojos la sorpresa. Nunca antes había tenido una conversación así con él. Para él, el rey Edward era un hombre de familia que amó a su madre desde el primer día ¿Un mujeriego, su padre? Jamás habría podido imaginárselo.
―A mí sí me surtió efecto ―continuó él―. Me casé con tu madre. Francamente, al principio esa mujer debió haberme odiado. Los primeros meses de matrimonio... Bueno, Charles. Aún me comportaba como un hombre soltero. A veces me pregunto por qué ella fue tan paciente. De los dos, Olive fue la más auténtica. Dulce, paciente, calmada. Nunca gritaba, nunca peleaba. Y después estaba yo, que no paraba de pensar: ¿por qué me habré casado con ella? ¿Qué estaba consiguiendo? Pensé que me haría la vida imposible, que me exigiría ser un hombre fiel, un hombre solo de ella. Y fue entonces que, mientras más lo pensaba, más me convencía de que había caído en una trampa.
Charles entrecerró un poco los ojos mientras una pequeña sonrisita se dibujaba en su rostro.
―Tu madre no me conquistó con palabras coquetas, con vestidos atrevidos, con proposiciones indecorosas. Ella nunca me coqueteó con su cuerpo. Olive me coqueteó con sus ideas brillantes, con sus palabras estratégicas, con su mente ágil. Cuando menos lo esperaba, estaba de pie frente a una desconocida, que llevaba un escote desproporcionado y maquillaje extravagante, y lo único que deseaba era ir a casa y pasar el rato con la sencilla y perspicaz mujer que la vida se empeñó en darme como esposa.
La sonrisa de Charles se dilató un poco más. Era la primera vez en toda su vida que su padre le contaba aquello. Después de la muerte de su madre, ninguno hablaba mucho de ella, salvo en aquellas ocasiones como su cumpleaños o en su fecha de muerte, cuando solían sentarse unos minutos frente a la chimenea para brindar con jugo de limón, el favorito de su madre, en honor a su recuerdo.
Apartó un poco la mirada y se remojó los labios con la lengua. A su mente acudió el rostro de Anna. Todo lo que su padre le había contado hizo que pensara en ella. Algo en esa historia era similar a la suya. Él no había sido conquistado tan solo por su belleza física, sino por su ingenio, por sus palabras coherentes y sus valores, sus ideales. Fue conquistado por todo aquello que parecía estar ausente en él.
―Nunca tuve que buscar las palabras apropiadas para comunicarme con tu madre ―habló el rey―. Nos entendíamos tan bien que inclusive comprendía mis balbuceos. Intenten estar a solas y dile las cosas como mejor aparezcan en tu mente. Ella lo entenderá. Si no lo hace, tienen todo el tiempo del mundo para llegar a un acuerdo.
―La verdad es que no estoy listo para hablar sobre esto ―soltó de golpe―. Hemos conversado una que otra cosa, pero...
Suspiró profundo mientras ponía en orden sus ideas.
―Valerie me preguntó una vez como dos mundos tan diferentes como el mío y el de Anna pudieron encontrarse. Sé que no lo hizo con mala intención, que solo era una madre investigando un poco al hombre con el que su hija salía. Pero ella tiene un punto. Anna y yo crecimos en dos mundos diferentes.
―Estás equivocado ―lo interrumpió el rey―. Nadie vive en un mundo diferente a otros. Vivimos en el mismo planeta. Esa frase carece de total sentido. En todo caso, vivimos en países diferentes, nos criamos con culturas y estatus sociales y económicos distintos, pero nunca vivimos en mundos diferentes.
―Pero somos dos mundos opuestos. Desde que nos conocimos, se marcó una gran diferencia entre ambos. Anna era auténtica, humilde, sencilla ¿Qué era yo? No era más que un desastre, y solo he sido uno con la suerte de encontrarse a una mujer tan extraordinaria como ella. Antes de que nos conociéramos, ella tenía un estilo de vida diferente al mío. Si nos casamos, si formamos una familia, se verá en la obligación de aprender a vivir según nuestras costumbres. Tendrá que aprender todo un mundo nuevo.
Él se apresuró a corregir lo último al ver a su padre poner los ojos en blanco.
―Está bien, entendí. No somos de mundos distintos, pero si tenemos estilos de vida diferentes. No sé cómo hablarle de esto. Tú lo sabes, padre. Fue exactamente igual con Tessie, ¿no es así? Todas las lecciones que se vio obligada a tomar para ser la esposa del rey. Es solo que, para mí, todo eso suena como si fuera requisito pasar unas pruebas para que ella sea mi esposa.
Charles dejó escapar un largo y profundo suspiro.
―Supongamos que Anna no tenga problemas, que accede a tomar un adiestramiento ―se inclinó un poco hacia adelante―. ¿Qué pasa si eso la cambia? ¿Si las lecciones que tome la convierten en una mujer diferente a la que conocí? Padre, no podría soportar si esa mujer desaparece.
―Charles, la gente no cambia tanto de la noche a la mañana ¿Por qué habrías de preocuparte tanto?
Él lo miró durante casi un minuto mientras rebuscaba en su mente la respuesta.
―Lo último que recuerdo antes de dormir es ese día ―habló él―. Recuerdo las palabras que aquella mujer me dijo por teléfono: «Lamento informarle que la señorita Mawson ha sufrido un accidente». Quisiera poder decir que ha pasado mucho tiempo desde eso, pero no es así. Ha sido lo suficientemente reciente para que me siga preocupando. Nadie sabe decirme que sucedió, quien quiso hacerlo. Anna pudo haber muerto ese día. Dime, ¿de qué me ha servido ser el príncipe? ¿De qué me ha servido el dinero y el poder si no hemos podido encontrar al responsable? Anna ve un arma y entra en pánico, se sube al asiento del pasajero temblando de pies a cabeza y la idea de conducir le provoca pesadillas.
Cerró la mano derecha en un puño y golpeó suavemente la superficie de madera.
―Le pedí matrimonio y planeaba una noche perfecta, pero lo único que tuvimos fue otra noche de desvelos. Todo se ha puesto de cabeza desde el día del accidente. Anna ya está bastante nerviosa y a mí se me ocurre la brillante idea de pedirle que se case conmigo. Te juro que no estoy arrepentido, pero no medí lo que podría pasar después, porque nuestra relación se ha sentido tan normal que incluso yo he olvidado en algunas ocasiones que soy un príncipe ¿Lo ves? Anna me hace sentir normal, y ahora tengo que pedirle que su vida tranquila se base en protocolos y leyes.
El rey parecía estar a punto de hablar, pero, en cambio, cerró la boca y permaneció mirándolo.
―Por favor, no me mires así ―gruñó Charles―. Todavía recuerdo la expresión de Anna en la gala cuando le dije que al casarse conmigo obtendría el título de princesa consorte.
―Pero dijo que sí ―aclaró el rey―. Anna sabe perfectamente quien eres y conoce el título que llevas cargando en los hombros. Sabe que en un futuro vas a ser rey ―sonrió un poco―. No me lo has contado, es cierto, pero lo sé. Sé que tienes pensado retomar el adiestramiento. Se puede inferir en tus palabras y en tus gestos. Si no estuvieras pensando en ir tras la corona, no estarías preocupado por las lecciones de protocolo y en lo que pensaría Anna al respecto. Tampoco lo sabrás hasta que hables con ella. Para ti todo eso es una imposición, pero no le has preguntado cuál es su punto de vista. No puedes tomar una decisión sin conocer sus opiniones.
―¿Pero cómo se lo planteo?
―Exactamente igual a como lo has hecho conmigo.
Charles absorbió una gran bocanada de aire, soltándolo más tarde.
―Está bien. Buscaré el momento adecuado y hablaré con ella.
El rey suspiró.
―Tú y tu idea del momento y las palabras adecuadas.
―Pero tengo que hacerlo, padre. Tampoco puedo decirle todo bruscamente. Tú mismo lo dijiste: busca un momento a solas para platicar.
―Bueno, eso es cierto.
Charles asintió una sola vez.
―Solo quiero decirte una cosa más ―el rey retrocedió en la silla hasta tocar el espaldar―. Yo soy tu padre y si necesitas hablar, desahogarte o pedir algún consejo, siempre estaré disponible para mi hijo. Pero eres un hombre adulto y estás comprometido con una maravillosa mujer a la que apruebo con los ojos cerrados. Duermo tranquilo porque sé que el corazón de mi hijo está a salvo con ella. Mi consejo, Charles, es que le digas todo lo que me has contado. Ya no es una mujer extraña que conociste en un taxi y a la que parecías odiar. Es parte de tu vida ahora. Todo lo que digas, así como lo que calles, la afecta a ella también. Le pusiste un anillo en el dedo. No es un compromiso que deba tomarse a la ligera ni hacerse por impulso. Si es algo serio, házselo saber. De ser posible, hazlo todos los días. Que sepa que el anillo representa un compromiso genuino.
Charles no pudo hacer otra cosa más que sonreírle.
―No sé porque no dejé que me dieras un consejo antes ―apartó la mirada, avergonzado―. De haberte hecho caso, mi vida habría estado reparada muchos años atrás.
―Porque eres un terco sinvergüenza, y para serte sincero no tengo la paciencia de oro que Anna ha tenido contigo.
―Oh, padre. Tú no vives con ella. Yo soy el de la paciencia de oro.
―Continúa desarrollándola. La vas a necesitar.
El rey sonrió ampliamente mientras se levantaba del asiento.
―Hemos estado aquí por un rato. Deberías compartir con la cumpleañera.
Oh, Anna ¿Cuántas copas de champagne habrá tomado? ¿Qué estará haciendo?
―Tienes razón. Temo que esté haciendo una de sus usuales locuras.
―Te quejas demasiado. Permíteme recordarte que no saliste muy bien portado, querido hijo.
El rey abrió la puerta del estudio para que ambos pudieran abandonarlo. Tessie, quien dejaba el salón, les sonrió a ambos y se acercó.
―Mis dos guapos hombres. La cumpleañera no quiere esperar al final de la noche para comer del pastel, así que está solicitando la presencia de ambos.
―La cumpleañera tendrá que esperar un poco más ―dijo Charles―. Tessie, quisiera hablar contigo un momento ¿Me acompañas al estudio?
El rey volteó la mirada hacia su hijo.
―Esa es mi mujer, muchacho. Tienes cinco minutos.
Tessie soltó una carcajada.
―Te la devolveré más guapa y más valiosa.
Edward agitó la cabeza, divertido, antes de caminar hacia el salón. Tessie hizo una extraña mueca, pero acompañó a Charles hasta el estudio, donde lo vio rebuscar alguna cosa en los cajones.
―Discúlpame ―dijo él―. He estado trabajando estos últimos días con tantos papeles que el estudio parece una imprenta, pero sé que lo que busco está en este cajón.
―¿No quieres que te ayude?
Él sacó del cajón un fólder crema y lo agitó mientras sonreía.
―Te dije que estaba aquí.
Tessie frunció el ceño cuando él le extendió el fólder. Parecía haber comprendido el porqué de su confusión, ya que, al instante, dijo:
―Tessie, tú ganaste. Yo te dije que nunca me casaría y me respondiste que cambiaría de parecer en cuanto encontrara quien me descongelara el corazón. Recuerdo haber apostado mi departamento en París a que no era así. Yo perdí.
Tessie llevó ambas manos hacia su boca para esconder una carcajada.
―Charles, cariño. No era en serio ¿Cómo crees que aceptaría? Ese departamento es tuyo.
Él abrió el fólder para mostrarle los papeles en su interior.
―Legalmente es tuyo ―le dijo mientras sonreía―. ¿Ves? Está a tu nombre. Ahora ese departamento te pertenece.
―No, cariño, no puedo aceptarlo.
Charles agitó la cabeza.
―Si piensas que me duele perderlo o algo por el estilo, estás equivocada. Perdí el departamento, pero tengo a Anna, y ella es mucho mejor que una elegante propiedad, aunque esté en una ciudad tan bella como París. Estoy entregándotela con toda la dicha del mundo. La vista y la tranquilidad evocan un paraíso. Mi padre y tú podrían ir de vacaciones.
Ella parecía reacia a aceptarlo, así que él rodeó el mueble de madera y depositó los documentos en sus manos.
―Te lo prometo, Tessie. Nunca antes me había sentido tan feliz al renunciar a una propiedad. Para mí significa mucho que lo tengas. Tanto tú como mi padre notaron lo que ocurría entre Anna y yo antes que nosotros mismos. Además, es una manera de agradecerte por ser como la madre que perdí y por hacer a mi padre tan feliz, así que no tienes permitido rechazarlo.
Él le vio los ojos húmedos antes de que sus pequeños brazos lo envolvieran. Le aceptó el abrazo con una sonrisa.
―Yo te adoro como si fueras mi propio hijo ―chilló―. No necesito que me des las gracias.
―Tengo que hacerlo, por todos los dolores de cabeza que te he causado desde que ingresaste a nuestra familia.
Ella dejó escapar una pequeña carcajada. Se separó de él y secó sus lágrimas con la punta de los dedos.
―Bueno, está bien. Aceptaré el departamento, pero debemos volver al salón. Es su cumpleaños, cariño. Estoy segura de que ella ya te echa de menos.
―La tengo todo el día colgada del cuello. Puede aguantar unos minutos.
Tessie sonrió un poco.
―No creo que eso te moleste, ¿o me equivoco?
Charles intentó mantener una expresión neutral, pero al cabo de unos segundos la fachada se derrumbó, dándole paso a una tímida sonrisa.
―No. Podría tenerla conmigo todo el tiempo.
―Entonces, ¿qué hacemos aquí? Vayamos al salón.
Charles le ofreció el brazo y ella, envolviéndolo con el suyo, caminó junto a él de vuelta al salón.
Anna cerró los ojos con fuerza, y en cuanto visualizó su deseo despegó los labios y expulsó todo el aire que había estado reteniendo para apagar las velas. Los aplausos se escucharon en cada pequeño rincón del salón. Antes de cortar el pastel, la familia hizo una fila improvisada para la sesión de fotos con la cumpleañera. Anna perdió la cuenta después de la veintidós. Charles, quien tomaba las fotografías, le repetía constantemente que sonriera. La última fue con Alice y Valerie.
―Bien, bien ―dijo Alice quitándole a Charles la cámara―. Es hora de que los muñequitos del pastel se tomen una foto. Rápido, lindo. Vamos.
―Perra ―gruñó Anna a son de broma―. No le coquetees a mi prometido.
―Me lo comería enterito si fuera soltero, y si yo también lo fuera.
Charles agitó la cabeza, pretendiendo ignorar la pequeña broma entre las hermanas Mawson. Se acomodó a su derecha, envolviéndole la cintura con el brazo. Alice apuntó la cámara hacia ellos y disparó un par de veces. Después, enfocó sus ojos verdes en él.
―Vamos, lindo. Estamos en confianza. Recuerda que ya te entregamos los papales de adopción así que puedes poner las manos donde más te gusten.
Él sonrió a pesar de encontrar sus palabras inapropiadas.
―No nos hemos tomados muchas fotos juntos ―le dijo él―. No quiero que las pocas que tengamos sean obscenas.
―En internet hay muchas fotos tuyas de ese tipo ―bromeó Alice.
Charles miró a Anna de reojo, cuyos ojos entrecerrados lanzaban chispas de advertencia hacia su hermana. Aun así, él sonrió, sin saber exactamente qué provocaba aquello.
―Una foto más ―le pidió a Alice.
―Pero sin comentarios de gata en celo, por favor ―añadió Anna.
Él agitó un poco la cabeza. Sonrió hacia la cámara y esperó por el disparo.
Abrió los ojos como plato cuando los labios de Anna golpearon los suyos, pero casi al instante los cerró, dejándose llevar por los dulces movimientos de ambas bocas. Aun así, él se percató del momento en que Alice tomó la fotografía gracias al destello de luz que emitió la cámara.
―Oh, ¡esta foto es perfecta!
Al él separarse, Anna se puso de puntitas y le depositó un tierno beso en la nariz. Después, abrió la boca para dejar escapar una pequeña carcajada. Él detectó el olor del alcohol en su aliento.
―Dios mío ―gruñó el―. ¿Cuánto has tomado?
―Dos copas ―admitió, sonriendo.
―Agua ¿Tomaste agua?
―No desde hace una hora.
―¿Has comido?
―Estaba esperando por ti para comer pastel.
―Que tradicionalmente se come casi al final de la fiesta.
―Pero yo quiero comerlo ahora, por lo que la tradición puede irse al ca...
―¡Bien! ―chilló él para hacerla callar―. No estoy dispuesto a pasar por la Anna borracha de nuevo. Vamos a comer algo. Después comeremos del pastel.
―La cama está lista, Su Alteza.
A él le costó un momento comprender sus palabras. Entonces sonrió.
―¿Qué pasa contigo? Tomas un poco de alcohol y en todo lo que piensas es en sexo.
―Dicen que los borrachos no mienten, así que te confesaré algo: yo siempre pienso en sexo ―agitó los hombros―. Viene en los genes Mawson.
Charles se aseguró de que ningún miembro del Enjambre estuviese mirándolos, o escuchándolos.
Envolvió su pequeña mano con la suya y le dio un suave tirón.
―Ven conmigo ―le susurró él mientras sonreía.
Anna no era muy buena diciendo no cuando estaba borracha, o solo un poco tomada, por lo que sus pies se movieron de forma automática en cuanto él emprendió la marcha fuera del salón. Hizo una pequeña lista en su mente de los lugares a donde la llevaría.
Su habitación. Oh, eso sería maravilloso.
El estudio. Mmm. Hacer el amor sobre la fría superficie de madera había sido de su agrado. Sí. Podría repetirlo.
¿El área de la piscina? Bueno, morir ahogada mientras tenían sexo... Oh, por favor, no.
―Quería contártelo al final de la noche ―dijo Charles―. Bueno, en realidad al final de la fiesta.
Él caminaba un poco rápido para su gusto, pero en su interior estaba disfrutando de la maravillosa vista de su ancha espalda. Sonriendo, soltó la mano de la suya y al instante le rodeó la cintura con los brazos. Charles se vio obligado a detenerse.
―Eres extraña ―musitó.
―No, solo estoy enamorada.
―Pero sigues siendo extraña.
―Lo sé.
Él la obligó a soltar su agarre. Le volvió a tomar la mano y la condujo escaleras arriba. En pocos minutos estaban en su habitación. Los cachorros dormían en una esquina. Al devolverle la mirada, Anna permaneció de pie junto a la cama mientras lo observaba bajar hasta el armario. Estuvo de vuelta en un parpadeo.
Tenía dos maletas en las manos.
―¿Qué es eso? ―le preguntó con el ceño fruncido.
―Dime que no me estás preguntando que son, porque son maletas y es algo obvio.
―Bien, ¿y para qué son?
―Las utilizamos para guardar ropa u objetos personales cuando nos movemos de un lugar a otro, ya sea de larga o corta distancia.
La expresión en el rostro de ella lo hizo reír.
―Una de estas es mía ―le explicó el―. La otra es tuya.
La confusión se hizo más obvia en el rostro de Anna.
―¿Iremos a algún lado?
―Nos iremos por algunos días a un lugar que estoy seguro amarás tanto como me amas a mí.
Anna lo miró fijamente. En sus grandes ojos azules había una chispa de emoción que no podía ocultarse. Aquello le robó una sonrisa.
―¿Y a dónde me llevará, Su Alteza?
―Lo sabrás cuando lleguemos.
―¿Pero nos iremos cuando termine la fiesta? ¿O en la mañana?
―Al terminar la fiesta, por supuesto.
Anna frunció el ceño.
―¿Conducirás? ¿O alguien lo hará?
―Anna, a donde iremos estaremos a solas. No llevaremos a nadie con nosotros.
―¿Y no es peligroso?
Charles descubrió un rastro de preocupación en sus grandes ojos verdes.
―¿Y si aparecen? ―inquirió ella. La voz le temblaba―. ¿Qué tal si toman ventaja de que estamos solos e intentan hacernos daño?
A Charles le barboteó la ira en el pecho cuando descubrió en su bello rostro destellos de emociones atípicas en ella.
Miedo.
Preocupación.
Agonía.
Se le acercó hasta estar a solo centímetros de ella. Hasta que su piel acarició la suya. Le tomó la cabeza con ambas manos y la miró fijamente.
―No dejaré que te hagan daño ―le susurró con dulzura.
―Pero no sabemos a quién nos enfrentamos. Si al menos lo supiéramos...
―Y lo haremos. Pero, Anna, no podemos detener nuestras vidas a causa de esa persona. No es sano para ninguno de nosotros, mucho menos para ti.
―Es que no sé si sea buena idea irnos teniendo en cuenta cómo están las cosas.
―Yo lo considero apropiado por la misma razón. Me niego a seguir manteniéndote encerrada mientras veo cómo poco a poco el mismo encierro alimenta tu miedo con respecto a lo que hay afuera.
Ella le apartó la mirada.
―No es miedo, sino sentido común. Pienso que no deberíamos exponernos en vano.
―Y no lo haremos. Además, ¿piensas que te llevaría a un lugar donde puedas correr peligro?
Él le levantó el rostro por el mentón y le acarició la boca con los labios tiernamente.
―Maldita sea ―gruñó―. Ese condenado lápiz labial amarillo.
Charles se le separó para hallar algo con lo que limpiarse. Anna dejó escapar una sonora carcajada.
―Lo siento ―se disculpó―. Mis lápices labiales siempre terminan manchándote.
Charles dejó la toalla sobre la cama al terminar de limpiarse.
―Creo que es algo que harás seguido, por lo que estoy comenzando a considerar como buena idea comprar mi propia crema desmaquilladora.
―Oh, entonces te recomiendo la que yo utilizo. No solo remueve fácilmente el maquillaje, sino que limpia y humecta la piel.
―O quizá todo lo que debas hacer es evitar comprar otro lápiz labial que marque tanto.
―Así son perfectos. Además, son de larga duración.
Charles agitó la cabeza, divertido, mientras tomaba las maletas para acomodarlas en una esquina de la habitación. Anna siguió sus movimientos con la mirada.
Entonces enfocó su atención en el jardín que, gracias a los ventanales, quedaba expuesto ante ella. Un escalofrío le corrió por la espalda al percatarse que afuera solo la oscuridad lo acompañaba.
Charles comprendió que algo andaba mal al no escucharla hablar. Giró hacia ella y la contempló mirando hacia el jardín. Él también lo hizo, y al instante frunció el ceño ¿Qué era lo que veía? Afuera no había más que un jardín a oscuras.
―Lo odio ―musitó ella―. A veces siento que lo hago.
Charles se le acercó un poco.
―¿A quién? ―inquirió.
―Al jardín ―respondió ella sin mirarlo.
Él frunció el ceño un poco más.
―Pero creo que es solo en la madrugada ―continuó ella―. Sí, en la madrugada, cuando es más oscuro. Más oscuro y solitario que nunca.
La preocupación se hizo evidente en él cuando los desenfrenados latidos de su corazón le retumbaron en el pecho. Creyó que en algún momento saltaría fuera de su cuerpo.
―Siempre me duermo tarde ―dijo ella―. La culpa es de ese jardín. Es oscuro y amplio, y siempre está ahí frente a mí ¿No has contemplado alguna vez la posibilidad de que mientras dormimos alguien se oculta en él? Porque yo sí. Lo hago todas las noches. Ese pensamiento, al igual que las pesadillas que le siguen después, no me permite dormir.
Frustrado por su confesión, comenzó a rascarse la barbilla. Aunque quería cuestionarle el por qué no le había contado aquello, creyó que era preferible el permitirle un espacio para desahogarse.
―No quise hablarlo contigo porque pensé que no era importante ―le confesó ella―. Creí que era una de esas cosas que olvidaría si no las hablaba.
―Lo que has comprobado en repetidas ocasiones que no rinde frutos ―refunfuñó él con un deje de regaño.
A ella se le curvearon un poco los labios.
―Sabía que no me entenderías.
―Te equivocas, Anna. Yo te entiendo.
Charles se dejó caer sobre la cama, junto a ella, y le tomó la mano con cariño, proporcionándole suaves caricias con el pulgar.
―Tuviste razón respecto a mí desde un principio ―comenzó a decir él―. No soy muy dado a comprender los sentimientos de los demás. La culpa por supuesto es mía. Por mucho tiempo pensé que era la única persona en todo el mundo que sufría. Ver muerta a mi madre mató una parte de mí. No supe cuál fue.
Anna lo escuchó suspirar profundamente.
―No lo supe durante años, pero lo cierto es que, al final, lo comprendí. Tenía miedo de perder a quienes amaba. Lo supe cuando mi padre dijo que estaba enfermo. Lo supe en el mismo instante que me avisaron de tu accidente.
Él se pasó la mano derecha por el pelo.
―Yo también me he reservado algunas cosas para no angustiarte, pero lo cierto es que desde el accidente he ido enloqueciendo un poco cada día. Sé perfectamente cómo te sientes. Pienso que nadie más te comprende cómo yo en estos momentos. Quizá ese ha sido nuestro error: callar nuestros miedos para que el otro no se angustie más.
Charles le apretó un poco la mano.
―Eres muy fuerte, Anna. Incluso más que yo. Siempre has sido más que yo. Todo lo que he mejorado es gracias a ti, porque me has ido enseñando poco a poco sin que te percataras de ello.
A Anna se le formó un nudo en la garganta que le impidió hablar.
―Tenemos que hacer algo con esa parte estúpida de ambos ―musitó él―. Si vamos a formar una vida juntos, no podemos ser selectivos con lo que nos contaremos, ¿cierto?
Ella suspiró profundo para reponerse.
―Tienes razón.
―Entonces tenemos que incluirlo en los votos matrimoniales: la verdad ante todo.
A ella se le escapó una sonrisita.
―Quizá fallamos porque nos conocemos muy poco. Yo ni siquiera sé cuál es tu color favorito.
Lo escuchó alargar el sonido de la «m» mientras pensaba.
―Yo sé muchas cosas de ti ―le dijo él―. Cosas que solo un amante sabría. Como, por ejemplo, el lunar que tienes en el monte de Venus.
―Eres demasiado observador.
―Mejor serlo en exceso que en lo nulo.
―Tienes un punto.
Ella lo miró al sentir su fija mirada.
―Yo también sé mucho de ti ―le dijo―. Por ejemplo, sé que tienes el contenido de tu computadora totalmente desorganizado.
Charles puso los ojos en blanco.
―Asesina en serie de momentos románticos ―musitó en broma―. Además de habladora, porque si a estas vamos no te has merecido el premio a la persona más organizada.
―Pero siempre he mantenido mis documentos en perfecto orden ¿O cómo crees que me gradué con las mejores calificaciones?
―Mis calificaciones también fueron buenas y es gracias a mi magnífico sistema de organización.
―Pero digo que al menos deberías tener las fotos donde corresponden. O asegurarte que curiosas como yo no accedan a tus archivos tan fácilmente.
Anna comenzó a parpadear tan rápido que a él se le arrugó el ceño casi de forma automática.
―¿Tú por qué tienes ese gesto de loca? ―masculló él mientras se apartaba un poco de su lado―. Mira tu gesto. Y con ese maquillaje. Juro que me estás asustando.
―Confesiones nocturnas ―masculló mientras sonreía―. Hace unas horas, deambulé por el contenido de tu computadora y encontré una muy interesante carpeta.
―No pueden ser fotos de mujeres desnudas. Las borré antes de cederte mi computadora.
―No tienes de esas fotos.
―Es cierto, no las tengo, pero podría.
―Solo si son mías.
―Tengo que comprarme una muy buena cámara. Si te voy a tomar fotos estando desnuda, al menos que se vea cada detalle.
―Pero después me tocará hacerte algunas, sino me negaré.
―Sería una lástima. Creo que tengo muchas cosas interesantes que se verían bien en una fotografía.
―Ya las vio todo Reino Unido, porque no has olvidado las fotos del hotel, ¿no es así?
―¿Cómo podría? ―puso los ojos en blanco―. Creo que jamás me harás olvidarlo.
Anna dejó escapar una risita mientras apuntaba hacia las mejillas de él.
―Oh, cosita, ¡te sonrojaste!
―Anna, no.
―Ternurita.
Él la apuntó con el dedo índice, concediéndole también una expresión de regaño.
―Vean a mi hombre, eh. Primero pregona de su súper hombría y de sus magníficos atributos, y ahora se avergüenza porque le recuerdo una foto que quedará guardada para la historia.
Charles le puso los ojos en blanco.
―Imagina cuando tengamos hijos ―puntualizó―. No quiero imaginarme cómo vas a reaccionar si algún día ven esa foto.
Sin esperárselo, Charles le tomó ambas manos y la miró fijamente. A ella le cosquilleó el vientre al descubrirle ese brillo en sus ojos azules: el brillo de un hombre que la miraba con amor.
Charles suspiró y permitió que las palabras abandonaran su boca.
―Escojamos una fecha ―musitó, casi empleando un tono de súplica―. Pongámosle fecha a la boda.
A Anna le costó creer que él le hubiese planteado aquello ¿Ponerle fecha a la boda? Oh, por Dios. Ella ni siquiera había pensado en eso. Todo lo que había en su mente era toda ella flotando en una nube de felicidad cuando se hallaba junto a él.
O toda ella cubierta por una nube gris que la acompañaba desde el accidente.
¿Pero la boda? No se había detenido para pensarla en detalle. Ni siquiera sabía que era lo que deseaba. Solo le importaba que ese bello hombre la amaba, con o sin anillo.
―¿Lo...lo dices en serio? ―balbuceó.
―Por supuesto, Anna ¿Por qué no? ¿Acaso no nos vendría bien tener algo alegre por lo que preocuparnos?
―¿Pero una boda? Nos conocemos muy poco. Cuando me diste el anillo, no pensé que quisieras casarte tan pronto.
―No estoy diciendo que nos casemos mañana. Solo digo que le pongamos la fecha. Será un poco difícil por lo que dicta el protocolo, pero de todos modos...
Él hizo silencio, y Anna pudo contemplar el cambio brusco en su rostro.
De la felicidad completa a un gesto de irritación.
―Pero creo que tienes razón ―dijo―. Lo pensaremos otro día.
Oh, él no quería pensarlo otro día, concluyó ella en cuanto le apartó la mirada.
―¿Qué pasa? ―inquirió ella―. Por lo general, los cambios bruscos de comportamiento me corresponden a mí, no a ti. Sé muy bien que cuando eso ocurre es porque estás ocultándome algo.
―No es nada.
Anna pensó en las palabras que ambos habían empleado, en un intento por comprender que había cambiado su actitud.
―Tenías una actitud alegre antes de hablar de lo difícil que será ponerle fecha a la boda por el protocolo.
Oh...
―¿Es eso? ―preguntó ella―. ¿Hay algo del protocolo que te molesta?
Anna pudo concluir que de eso se trataba al no obtener respuesta.
―No entiendo ―dijo―. Quizá no eres el hombre más apegado a las costumbres y al protocolo, pero de seguro los conoces de pies a cabeza ¿Qué puede molestarte ahora? Después de todo, has vivido por años con todas esas normas.
―Anna, olvídalo ―le suplicó él―. Prometo que hablaremos de eso más tarde.
―No. Lo haremos ahora, sino hacerte hablar después será más difícil. Solo tienes dos opciones: o me dejas pensando cómo idiota hasta descubrir qué ocurre o puedes decirme.
―¿Te casarías conmigo aun sabiendo que tantas cosas van a cambiar? ―dejó escapar de golpe.
Él no esperó a ver la reacción de ella para continuar.
―Bueno, lo quieres hablar, ¿no es así? Bien, te lo diré. Casarte conmigo te impondrá una serie de lecciones sobre protocolo, etiqueta e historia. Incluso tendrías que asistir a unas sesiones con un psicólogo para aprender a manejar y a absorber toda la información que te proveerán y que deberás aprender.
Anna lo vio colocarse en una postura que le parecía incómoda, y mientras contaba con los dedos decía:
―Tienes que decirle adiós a tus malos modales en la mesa, a tu gusto por sentarte como hombre y a mandarme a callar cada dos minutos, y ambos sabemos que adoras hacerlo. Ya no más jeans y menos si son ajustados. Ah, y por supuesto adiós a la privacidad porque te seguirán a todos lados.
Él hizo silencio durante unos segundos.
―Tendrás todo un equipo junto a ti qué te dirá hasta como respirar ―continuó―. Cómo debes sentarte, que tenedor es para que cosa, para qué es que copa. También debes aprender absolutamente todo sobre la Casa Real, y no sólo la nuestra sino las existentes, además de las funciones de las instituciones públicas. No besos ni abrazos en público. Y después...
―Me iré a la cama con el hombre más tierno y bello del mundo, el mismo que no deja de parlotear sobre todas las cosas que ya sé.
Charles giró la cabeza hacia ella.
―¿Lo sabes?
Ella parpadeó, coqueta, mientras le sonreía.
―Por supuesto, tonto. Conozco el rígido protocolo británico paso por paso ―se encogió un poco de hombros―. Nunca lo puse en práctica porque no pertenecía a la familia real.
Charles despegó los labios y dejó escapar un gran suspiro.
―¿Así que estuve todos estos días preocupado por no encontrar las palabras precisas para hablar de esto cuando tú ya lo sabías? ―masculló él, y Anna detectó alivio en su voz.
―Soy una chica lista. Obvio que lo sabía.
―Y es obvio que yo soy un idiota.
―Pero uno encantador ―le envolvió el brazo izquierdo con los suyos―. No creí que una cosa así podría preocuparte. Siempre te ves sereno y seguro. Pero puedo asegurarte que me gustas más cuando no lo estás.
―Eso es algo consolador ―musitó con burla.
―Es verdad. Seguro y sereno suenan como los adjetivos que utilizaría para describir a una persona que es fría, y el hombre del que estoy enamorada es cálido. Es cálido y dulce. Es tormenta y fuego. Es quietud y espíritu.
A él se le formó una sonrisa boba en los labios.
―Porque tienes el mar oscuro en los ojos, y eres tormenta en mi alma ―susurró él.
Ella dejó escapar un largo suspiro.
―Eres una máquina de versos ―le dijo―. Versos que podría quedarme toda la noche escuchando.
―Tal vez otra noche. Tenemos una fiesta a la que volver, ¿lo olvidas?
Ella soltó un respingo.
―Es cierto.
Charles fue el primero en ponerse de pie. Le extendió una mano para ayudarla a levantarse y ella, feliz, la aceptó.
Él no la soltó hasta llegar al salón, y fue allí cuando supo que algo extraño estaba pasado.
Charles se acercó a Alice y le susurró algo al oído. Ella sonrió y caminó hacia la radio. La vio buscar algo en el teléfono de él, que estaba conectado al aparato. El resto de su familia se echó hacia un lado, dejándola sola en medio del salón.
Charles se volteó hacia ella y le sonrió.
Lo único que escuchó en medio de todo el salón fue su propia respiración.
―Cuando te pedí matrimonio, fue un día amargo para ambos. Para todos ―comenzó él a decir―. Pero fue más lo dulce que lo amargo. Te hice la pregunta más importante que pudiese hacerle a alguien, y tu respuesta fue sí. Sí a casarte conmigo, sí a formar una vida conmigo, sí a tomar quién era yo y aun así quererlo en tu vida. Pero no pudiste decirme sí a nuestro primer baile.
Los ojos de Anna amenazaron con llenarse de lágrimas.
―No quiero que termine tu primer cumpleaños conmigo sin haber tenido ese primer baile.
Charles inclinó la cabeza hacia Alice y la música comenzó.
Era una canción de ritmos cadenciosos, suaves y muy exultantes: una agradable combinación entre rock electrónico y dance. Una mujer comenzó a cantar casi al mismo tiempo que Charles le extendía la mano.
Oh, no. Did I get to close?, escuchó cantar a la mujer.
Anna sonrió al reconocer la canción, y él hizo lo mismo cuando dejó caer su pequeña mano sobre la suya.
No esperó más. Tiró de ella y la acercó hasta su cuerpo, colocando la mano derecha en su cintura, y todo lo que Anna sintió fue como él la llevaba por la pista con movimientos ágiles y sensuales sin perder el ritmo de la canción. La hizo girar alrededor de él, y después el choque de los cuerpos al reclamarla de vuelta, provocó una carcajada en Anna. Dios mío, de verdad sabía bailar maravillosamente bien. Un digno heredero de la Dinastía de Bailarines de Ensueño.
A Anna le cosquilleó la dicha en el vientre en ese, el primer baile de ambos, mientras la llevaba de aquí para allá en la pista.
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