Capítulo 29 | Borrador SP
No creyó que entre todos los expedientes que dejó Gray encontrara el suyo, y leer su nombre le creó un aterrador nudo en la garganta. Sostenerlo en sus manos resultó más duro de lo que alguna vez imaginó. Con los dedos temblorosos, depositó el expediente sobre la mesa y lo abrió. Parpadeó una serie de veces mientras leía la declaración de los cargos que años atrás la habían enviado a la cárcel. El recuerdo le sacudió las entrañas.
La sala seis olía a cenizas y a infierno. Sentada en la butaca de los acusados, con las manos cruzadas sobre la superficie de madera, Anna observó a Carter en el podio de los testigos. Nunca antes lo había visto vestido tan formal, con el traje gris oscuro y la corbata negra, como si estuviese arreglado para un funeral. Las manos le descansaban sobre los muslos. Podía ver cómo se tronaba los dedos, un gesto que hacía cuando estaba nervioso.
Y ella estaba a solo pasos de él, con el dolor aún en su cuerpo por los golpes del accidente y un par de bolsas negras rodeándole los ojos, un claro indicio de su agotamiento físico y emocional.
El abogado de la parte acusatoria la apuntó con el dedo mientras realizaba la última pregunta.
―Dijo que la acusada estaba sentada en el asiento del conductor.
Carter evitó mirarla. Se concentró únicamente en el abogado.
―Es cierto ―respondió.
―También dijo que la acusada participaría en la carrera clandestina, ¿no es así?
―Sí.
Anna cerró ambas manos en puños, se mordió los labios para evitar gritar y apartó la mirada de él. Un par de lágrimas cayeron sobre la superficie de madera.
El abogado sonrió ampliamente, exponiendo la dentadura de demonio.
―Ha quedado más que estipulado en cada evidencia presentada en esta corte que la acusada Anna Mary Mawson conducía el vehículo que impactó a la hija de mis clientes, una joven que estuvo allí por un simple error. Ahora, esa niña se debate entre la vida y la muerte.
Sintió ganas de vomitar. La angustia, el dolor y la desesperación le presionaban el pecho. Creyó que en cualquier momento moriría.
Observó a su madre por encima del hombro, sentada tras ella, tan cerca y tan lejos. Tenía los labios convertidos en una línea y los ojos vacilantes entre una mirada de tristeza y una de rabia.
Dio un salto en el asiento cuando escuchó la voz del Juez Morgan.
―El jurado decidirá el tiempo que necesite para dictar un veredicto.
El hombre trajeado de la esquina se puso en pie, acomodándose los botones de su chaqueta.
―Su Señoría, el jurado no necesita tomar un receso para dictar dicho veredicto.
―Muy bien ―dijo el juez―. Que la acusada se ponga en pie.
El pánico se apoderó de ella y no pudo hacer otra cosa más que aferrarse a la mesa con desesperación. Comenzó a hiperventilar, a sudar, a temblar.
―Señorita Mawson ―rugió la voz del juez―. Póngase de pie.
Su abogado defensor la miró, amenazador.
―Tiene que ponerse de pie. Ya no hay nada más que hacer.
Presionó las manos contra la mesa para levantarse. No tenía fuerza en las piernas. Creyó que se caería en cualquier momento, así que tuvo que sostenerse con fuerza de la mesa.
―Elton Ozbirn, en representación del jurado, procederá a la lectura de la decisión.
Anna dedujo que se trataba del hombre trajeado que se había puesto de pie hacía unos momentos. Lo que vio en sus ojos acabó por destruir la pequeña llama de esperanza.
No había forma de salir libre de aquella sala.
―Su Señoría. Luego de haber analizado las evidencias presentadas y de haber escuchado los testimonios, incluido el de la acusada, el jurado ha declarado a la señorita Anna Mary Mawson culpable.
A Anna le palpitó el corazón con fuerza.
―Muy bien ―continuó el juez―. Por los cargos en su contra, la acusada será condenada a veinte años en prisión por los delitos de...
La voz de ese hombre se sumergió en un profundo mar de oscuridad, ahogándose bajo las aguas de su desesperación, su miedo y su dolor. Le faltó fuerza en las piernas, así que tambaleó y cayó sentada sobre la incómoda silla de los acusados. Parpadeó un par de ocasiones, lastimándose los ojos, y ellos, cansados y débiles, dejaron escapar ese cúmulo de lágrimas que había intentado contener desde que esta pesadilla comenzó. Escuchó la voz de su madre tras ella, gritando improperios al demonio que continuaba sentado en el podio de testigos.
Finalizada la lectura de los cargos, dos guardias se acercaron a ella con un par de esposas cada uno. Observó como el metal brillante le enroscaba las muñecas. Sintió que pesaban como el demonio, pero el peso que llevaba en su alma era casi insoportable. La aflicción la estranguló por dentro. Solo quería dejarse caer y llorar, expulsar todo el agotamiento, el dolor, la frustración y desesperación que llevaba acumulando por días.
Lo miró por última vez antes de que los guardias la llevaran ¿Cómo podía mirarla así? Con tanta indiferencia, con tanta crueldad ¿A dónde se había ido el hombre dulce, el hombre que, a pesar de su mal genio, siempre se disculpaba con ella?
El hombre al que le había entregado toda su vida se había convertido en su peor enemigo, en su verdugo, en su demonio personal.
―Anna.
Su voz acudió a ella como un eco. Agitó la cabeza para concentrarse. Tenía ambas manos presionándole la cabeza. Su expediente, aún abierto frente a ella, tenía pequeñas gotitas que regaban la tinta. No se había percatado de que lloraba.
Charles depositó la bandeja en un espacio de la mesa y se le acercó.
―¿Qué sucede?
Anna encontró la dulzura de su mirada al girar la cabeza hacia él. Intentó sonreírle, pero aquel gesto parecía una mueca de dolor.
―¿Qué tienes, Anna? ―inquirió él, clavando la rodilla en el suelo para estar a su altura.
La calidez de sus dedos secó las lágrimas que mojaban sus mejillas enrojecidas.
―¿Por qué lloras? ―su voz comenzaba a cargarse de preocupación.
Tenía que responderle o el pobre se volvería loco.
―Estoy bien ―susurró.
―No nací ayer, preciosa. Uno no llora por nada ―tomó una de sus pequeñas manos entre las suyas―. ¿Te estás sintiendo mal?
Ella movió la cabeza lentamente.
―Solo estaba leyendo ―suspiró―. Una historia de terror llamada «El día del juicio».
Charles alzó la cabeza en dirección a los papeles.
―¿Es tu record?
Anna soltó una amarga carcajada.
―Mi record. Podría sonar lindo si no fuera porque este record es uno criminal.
Él se levantó y lanzó los papeles lejos de ella.
―¿Para qué lo miras? Pertenece al pasado.
Frustrada, señaló con los brazos extendidos el resto de los documentos.
―No es lo que todos estos papeles dicen y definitivamente no es lo que tu amigo dice. Alguien que conocí quiere matarme.
―Es solo una teoría.
―No lo sé, Charles. Para mí todo suena muy lógico. Es solo que he tratado con tantas personas en mi vida que...yo....
Se cubrió el rostro con ambas manos.
―No puedo pensar en alguien concretamente. Ser corredor conlleva sacrificios. A diferencia de lo que muchos creen, esto es una profesión. Correr bien no es suficiente. No solo necesitas tener ciertos conocimientos, sino que debes ser paciente y aprender a resistir a la presión. Algunas veces tienes que ser rudo, ¿entiendes? Es un mundo de hombres. Si eres mujer y quieres que te tomen en serio, tienes que ajustarte los pantalones y demostrarles que tienes talento en la pista. Así que, sí, posiblemente mi actitud no fuera del agrado de algunas personas, pero no puedo imaginar que algo tan absurdo como eso provocara el caos que se ha convertido nuestras vidas.
Charles permaneció en silencio, mirándola.
―Tal vez el error lo estoy cometiendo yo ―continuó ella―. No quiero creer que existe un ser humano con el corazón tan negro para desearle la muerte a alguien.
Anna dejó caer las manos sobre la mesa y enfocó los ojos en los dedos. No lo miró a los ojos.
―Me da mucha vergüenza ―musitó apenas audible.
Charles frunció el ceño.
―¿Por qué sientes vergüenza?
Ella se mordió el labio con tanta fuerza que Charles temió que se lastimaría.
―Jamás te he hablado del juicio ―susurró―. Odio hablar de ese día. Se desata una guerra de sentimientos en mi pecho que me agotan.
Charles le dio un fuerte golpe en el muslo con la mano abierta.
―Entonces no hables de ello.
Anna lo golpeándolo con fuerza en el brazo.
―¡Eso dolió, Charles!
―Solo quiero que sepas que no tienes que contarme si eso te hace daño. No es justo que personas nobles tengan que sufrir por cosas de las que no son responsables.
Ella lo observó fijamente a los ojos y él pudo descubrir en ellos un brillo distinto al que hubiese visto antes.
―En realidad no soy tan noble ―susurró ella―. Es por eso que me siento avergonzada.
Anna se pasó la lengua por los labios con absurda lentitud.
―En cuanto me declararon culpable, dos oficiales procedieron a ponerme las esposas ―habló―. Yo no estaba bien. Me dolía todo el cuerpo por los golpes del accidente, mentalmente estaba hecha una mierda y emocionalmente estaba dependiendo de un hilo. Así que me traicioné. Mientras me ponían las esposas, giré mi cabeza y miré a Carter. Él seguía sentado en el podio de los testigos, en el mismo lugar donde le había dicho a todo el mundo que yo era la responsable del accidente.
Apartó la mirada de la suya al instante.
―Estaba tan herida en distintas formas. No podía comprender en qué momento se arruinó mi vida. Días antes estaba preparándome para una de mis carreras más importantes y después...solo...estaba allí, esposada y con una condena de veinte años sobre mis hombros. Pensé que me volvería loca. Así que lo miré muy fijamente a los ojos, llené mis pulmones de todo el aire que me fue posible y le grité cuanto deseaba que muriera. Quería que sufriera por todo lo que me obligaba a sufrir con su falso testimonio.
Suspiró profundamente. El calor se instaló en sus mejillas y sintió vergüenza de sí misma.
―Jamás había abrigado aquella sensación. Me recorrió una frialdad por todo el cuerpo, un choque de corriente en el corazón. No era yo misma. Estaba viendo como toda mi vida se escapaba de mis manos mientras él se reía. Me estaba volviendo loca, tanto así que de verdad deseé que muriera.
Ella volvió a hacer el mismo gesto: mover la cabeza hacia todos lados, pero nunca hacia él, como si temiera encontrarse con un par de ojos que la juzgasen.
―Bueno, Anna. El hombre te jugó sucio. Las acusaciones en tu contra eran muy serias. Además, arruinó tu carrera. También tu reputación.
―Eso no me da derecho a desearle la muerte a nadie.
―Tal vez, pero tampoco te vuelve un monstruo ¿Sabes cuántas veces en mi vida he dicho cosas que han sido basadas en sentimientos negativos? Son errores que comentemos. Somos humanos, Anna. Es normal. La situación por la que estabas atravesando habría aplastado a cualquiera, pero aquí estás, en una sola pieza.
Anna movió la cabeza en su dirección hasta encontrar sus ojos. En una sola pieza. Una sola. No se había consideraron a sí misma como una sola pieza, sino muchas de ellas y muy pequeñas esparcidas en lugares difíciles de alcanzar.
Mientras le miraba los brillantes ojos azules, recordó la casa de campo donde la había llevado. Allí, donde habían hecho el amor por primera vez. Recordó la confesión que le había hecho.
«Me dejó rota, se recordó decir. Destruida en pedazos tan pequeños que no pueden ser recogidos.»
Sin embargo, allí estaba ella, con él. En una sola pieza, entera. A salvo. Completamente sana y curada, con cada pedazo de su corazón roto de vuelta en su lugar.
―Te amo, Charles.
Él enarcó una ceja, sorprendido por el drástico cambio de conversación, al mismo tiempo que sonreía, enternecido por sus palabras.
―Sabes que yo a ti.
Anna le devolvió la sonrisa.
―Lo sé.
―Bueno, suficiente de cursilerías ―se puso de pie―. Pronto es 25 de septiembre. Ve a ponerte algo abrigado que iremos a comprar lo necesario para celebrar esos veinticinco años en grande.
―Pensé que lo haríamos con cualquier cosa que encontráramos en la casa.
―Nada de eso, señorita. Tu primer cumpleaños conmigo no pasará desapercibido. Ve arriba y cámbiate.
Anna no se había percatado de que estaba listo para salir hasta que lo vio usando por primera vez en más de un mes una de sus chaquetas de cuero y vaqueros. No tenía una sola gota de príncipe. Solo era un hombre joven que salía a dar una vuelta con su novia.
La sencillez de ese hecho la hizo sonreír.
Subieron al auto y partieron.
―¿Qué tanto piensas decorar? ―le preguntó él―. Es un salón bastante amplio. Creo que podrías comprar todo lo que veas y aun así no sería suficiente.
―Lo primero que quiero poner son cortinas. La casa entera está forrada por los ventanales de cristal. Siento que no tenemos privacidad.
―Muy bien. Continúa.
―Deberíamos comprar cubiertos, platos y vasos de plástico. Es mucho mejor. Solo tendríamos que desecharlos y problema resuelto. Debo llamar a Peete. Él se hará cargo de la comida y del pastel, pero no sé si necesite algo.
―Podríamos mover la mesa del comedor hacia el salón. O utilizar la que está en el comedor de la segunda planta.
―Creo que la mesa de la segunda planta es mejor. Casi no la usamos.
―De todas maneras, necesitamos otra mesa. Para los regalos.
Anna lo fulminó con la mirada.
―Dije que nada de regalos.
―No significa que te haré caso. Además, admitamos una cosa. Si yo no te hago caso, tu familia menos. Así que prepárate para pasar un rato agradable desenvolviendo regalos.
Ella puso los ojos en blanco.
―Necesitamos una mesa para el pastel ―puntualizó él―. ¿Pondremos la comida directamente en la mesa o la tendremos en otro lado?
―Estamos planeando usar muchas mesas.
―Allí caben muchas, descuida.
―No, no. Quiero decir. Tendremos una mesa para el pastel. Esa es necesaria.
―Y la de los regalos. Es muy, muy necesaria.
―Qué remedio.
―¿Sabes una cosa? Olvida las mesas. Yo me ocuparé de ellas. Continuemos con la decoración.
―Creo que se vería bonito poner algunos globos. Serpentina, manteles. Quiero ver mucho color. Necesitamos algo alegre. Aunque lo más importante, lo que definitivamente no puede faltar, es la comida. Quiero ver mucha comida. Subiré un par de kilos, pero valdrá la pena.
―Quiero saber de dónde sacas tanto estómago. No paras de comer.
―Me gusta comer.
―A mí también, pero no me devoro todo lo que encuentro.
―Si criticas ahora todo lo que como ahora, no me quiero imaginar cómo será cuando esté embarazada.
Charles presionó con fuerza el freno, haciendo chirriar los neumáticos. Anna presionó ambas manos contra el salpicadero para evitar un golpe. Se apartó el pelo que le caía sobre el rostro para mirarlo. Le martillaba el corazón. Apenas recobró el aliento, soltó una maldición mientras se frotaba las manos.
―¿TE HAS VUELTO LOCO? ―chilló―. ¡PODRÍAS HABERNOS OCASIONADO UN ACCIDENTE!
Ella dejó de gritar cuando observó la manera en que sostenía el volante con ambas manos.
―¿Charles? ―lo llamó.
Él se pasó la lengua por los labios.
―Anna ―masculló―. No siempre hemos usado protección durante el sexo.
―Eso ya lo sé.
Se acomodó en el asiento, esperando que el auto comenzara a moverse en cualquier momento.
Pero no ocurrió nada.
―¿Qué no te das cuenta? ―lo vio mover la cabeza hacia ella, así que imitó el gesto―. ¿No encuentras extraño ese apetito tuyo?
―Charles, no tiene nada de malo comer ¿A quién no le gusta hacerlo?
―Sigue mi lógica. No puedo contar cuantas veces no hemos usado protección.
La comprensión la abofeteó con fuerza.
―No estarás pensando que estoy embarazada, ¿verdad? ―chilló, aferrándose del asiento como si acabaran de amenazarla con abrir la puerta y bajarla del auto para abandonarla en medio de la nada.
―No, bueno...no lo sé.
―Me hicieron pruebas después del accidente. También el día de la gala. Si estuviera embarazada, ¿no...no nos habrían dicho?
La tensión en su rostro disminuyó un poco.
―Tienes razón.
Ella asintió, más para sí misma que para él.
Pasó un largo minuto antes de que el auto emprendiera su marcha. Mientras él conducía, Anna observaba con la mirada perdida por la ventanilla como todo a su alrededor se movía a prisa. Solo quería olvidar su reacción. Quería olvidar esa atemorizante forma en que había pisado el freno y como le había intentado expresar su duda. Como si un bebé en este momento fuera lo peor que podría pasarle.
Desde luego, era muy pronto. Demasiado pronto. Pero había sido él quien expresara en primer lugar el deseo por tener hijos con ella ¿Entonces por qué su reacción? Seguramente no se había planteado esa posibilidad tan pronto.
Se frotó la cabeza para aliviar el indicio del dolor. No podía con tanto sobresalto. Sus nervios estaban tan sensibles que cualquier insignificante alteración en su entorno podía alterarla.
―Lo siento, Anna ―lo oyó decir―. Por lo del frenazo y por asustarte.
¿Cómo se había percatado él de aquello?
―Solo que no lo había pensado, ¿está bien? Dije que quiero tener hijos contigo y lo sostengo, pero no es el momento ¿No te parece?
Ella asintió, pero mentalmente se reprendió por recordar que no podía verla, no mientras tuviese la mirada fija en la carretera.
―No me asusté ―musitó.
―Gritaste cuando frené. Te espantaste.
Nerviosa, se pasó la lengua por los labios.
―Pienso que tener un hijo en este momento es precipitar demasiado las cosas ―continuó―. Aún lidio con un montón de asuntos. Mi padre aún está enfermo, yo estoy sustituyéndole, mi prometida está...bueno. Está muy guapa, pero ese no es el asunto peligroso.
Anna soltó una carcajada.
―Es solo que no estoy listo. No estoy listo para mi propia familia. Hasta hace unos meses ni siquiera había pensado en tener una. Ahora debo organizar mis planes a futuro, porque la corona no me producía interés, así como el matrimonio, pero las cosas han cambiado. Quiero que demos los pasos correctos en los momentos apropiados. Ya cometimos la locura de comprometernos a tres meses de habernos conocido, decisión de la que no desisto, pero si vamos a formar una vida juntos, tenemos que asegurarnos de construir cimientos fuertes.
Anna se las arregló para alcanzar una de sus manos posicionadas sobre el volante, entrelazar los dedos con los suyos y apretarlos.
―Eres otro Charles, distinto al que conocí hace meses, pero de alguna manera continúas siendo el mismo.
―Charles William Arthur Versión Mejorada, a su servicio. Pague por el primero y el segundo será gratuito ―se burló.
Ella sintió una avasalladora sensación de alegría y amor cuando él giró rápidamente la cabeza y la inclinó para presionarle los labios contra los suyos. Soltó una carcajada, golpeándolo en el brazo y empujándolo de vuelta a su asiento.
―Concéntrese en el camino, Su Alteza.
―Pensé que dirías algo como lo dicho en tu taxi cuando nos conocimos. Tal vez un «procure no masturbarse en mi taxi». Te seré muy sincero: sigo prefiriendo la idea de usar tus manos.
―¡Charles! ―gritó alarmada, con una risa atragantada.
―Vamos, Anna. Estamos a solas. Nadie nos escucha.
―¡Escúchame bien, principito! ¡No usarás mis manos para ninguna cosa!
―Necesitas relajarte un poco, sobre todo tú, la chica de los comentarios sexuales.
―¡Tú también los haces!
―No. Recuerda: yo preparo, apunto y tiro.
La carcajada de Charles sacudió el interior del vehículo.
―Tenemos muchas anécdotas en solo tres meses ―sonrió él en su dirección―. Cuando los dos tengamos el cabello canoso, tomando el té en una tarde fría, recordaremos todas esas absurdeces que hicimos juntos y nos daremos cuenta de que tuvimos una buena vida.
Anna saboreó la imagen de un Charles con el cabello gris, sosteniéndole la mano mientras compartía con ella la maravillosa colección de recuerdos de una bellísima vida juntos.
―Si piensas que nos apresuramos al comprometernos ―comenzó a decir ella―, ¿por qué me lo pediste?
―Porque hay muchos que están esperando a que el romance termine y quiero decepcionarlos. Además, tu familia me intimida. Quería mostrarles un compromiso verdadero.
―Entonces, no esperas una boda pronto.
La miró de reojo.
―¿La esperas tú?
Anna sonrió.
―No. Como dije, es muy pronto. Todavía hay cosas que no sé de ti y hay muchas cosas que no sabes de mí.
―Te contaré todo lo que quieras saber.
―Así me gusta.
―Ya solo nos falta... ―revisó una vez más el contenido del carro de compras―. La harina y los huevos ¿Crees que nos falte otra cosa?
Charles negó con la cabeza.
―Me parece que hemos tomado todo.
Anna lo miró con una sonrisa de burla estampada en su rostro. Él parecía fuera de lugar, en medio del pasillo de los lácteos, con la cremallera de la cazadora subida hasta el cuello. Detrás de él, observó los cinco guardias que los acompañaban.
―Yo pienso que te sientes incómodo ―empujó el carro de compras y comenzaron a avanzar―. Nunca has venido a un supermercado, ¿cierto?
―No he tenido la necesidad.
―Por tal motivo lo digo.
―Y estás disfrutando verme totalmente fuera de lugar.
―Es divertido.
Charles se detuvo en seco cuando pasaron junto al pasillo de higiene femenina. Nunca antes le había inquietado la existencia de aquellos productos. De hecho, nunca había estado el suficiente tiempo con una mujer para pasar por esa etapa. Sin embargo, nada de ello era lo que lo incomodaba, sino el pequeño dispensario de pruebas de embarazo.
Introdujo las manos en los bolsillos de la cazadora e inició la marcha para darle alcance y evitar, tanto como le fuera posible, que ella notara su abrupta detenida.
Un bebé era una responsabilidad enorme para la cual no estaba ni remotamente listo. Un niño dependería de él para absolutamente todo. Sin contar que su entorno cambiaría: su vida en familia, su sistema social, los momentos de intimidad. Una parte de él temía ampliar el círculo de aquellas personas a quienes más amaba. El miedo a perderlo, perder a alguien que ama, sin importar cuan pequeño sea, era intolerable.
Ni siquiera podía soportar la idea de perder a Anna ¿Pero arriesgar la vida de un bebé? ¿Cómo podría hacer semejante cosa? Sobre todo, ahora, cuando solo Dios sabía que loco intentaba asesinarla. No podía soportar la tensión y el pánico constante de perder a dos grandes amores de su vida.
No era un buen momento para tener un bebé.
Anna se detuvo justo frente a él, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
―¿Tú en qué estás pensando?
Él se encogió de hombros.
―En nada. Solo caminaba contigo.
―Sé que estás pensando en algo que te preocupa. Dime.
―No es nada, Anna. Solo pensaba.
―Ah, por favor. Los dos sabemos que terminarás diciéndome. Suéltalo ya.
Él hizo una mueca. Tenía razón.
―Es posible que haya sido un poco brusco hace rato. No quiero que pienses que no quiero tener hijos, porque quiero, solo que no ahora. No significa que si estuvieras embarazada no me haría cargo. Lo haría, aunque no me siento preparado para un bebé. Es solo que no es el momento. Ya de por sí nos saltamos muy rápido al compromiso, aunque para mí está muy bien. Me gusta que lleves mi anillo en tu dedo.
―Ni modo que lo lleve en la cabeza, ¿cierto?
Charles puso los ojos en blanco.
―Lo tenías que hacer, ¿verdad? No puedes quedarte callada.
―Me gusta hablar tanto como me gusta comer. Probablemente deba empezar a darle uso a ese enorme gimnasio en casa.
―Deberíamos hacer ejercicio juntos.
―No sé si pueda seguirte el ritmo.
―Si lo haces en la cama, puedes hacerlo en un gimnasio.
Ella fingió no escucharlo.
―Te conseguiré hielo para la calentura, cariño ―bromeó―. ¿O prefieres carne congelada?
―Prefiero la tuya. Caliente.
Anna se giró bruscamente.
―Detente, ahora. Si alguien nos escucha...
Charles agitó los hombros.
―¿Qué puede pasar? Ya han publicado fotos donde estoy desnudo. No creo que una conversación erótica con mi prometida sea peor que eso.
―Tú estás muy erótico hoy. Quiero que te relajes ahora mismo ―lo señaló con el dedo―. No quiero ningún comentario. Ni uno solo.
Ignorándola, dejó caer el brazo derecho sobre sus pequeños hombros y la atrajo hasta su pecho. Anna presionó los labios sobre él para dejarle un beso, incapaz de fingiese molesta.
―¿Qué dijiste que nos faltaba? ―le preguntó él.
―La harina y los huevos.
―Entonces vamos por ellos.
Minutos más tarde se encontraban haciendo fila. Mientras esperaban, Charles se aseguró de envolverla tanto como pudo y ella, feliz, dejó que sus largos brazos escondieran su pequeño cuerpo. Se sintió muy calientita. Deseó estar en la cama para evitar que la soltara.
Charles no permitió que Anna cargara ni una sola bolsa hasta llegar al auto. Después de guardarlas, se instaló en el asiento del conductor y partieron de inmediato.
―Anna, ¿segura que no falta nada?
―Estoy segura.
―¿Lo revisaste bien?
―Sí.
―Eso espero, porque no quisiera venir dos veces en un día.
―Me parece que estás en tu modo príncipe.
―No estoy en ningún modo. Ahora, necesito que escuches con mucha atención lo que te voy a decir.
Anna despegó los labios para hablarle justo en el momento que el auto comenzó a reducir la velocidad hasta detenerse en la orilla.
―Espero que me esté equivocando, pero ¿estás deteniéndote por alguna fantasía sobre tener sexo en el auto en medio de la calle? Por favor dime que no, porque no puedo hacerlo.
Él la miró fijamente, lo que a ella la hizo temblar. Se preguntó cómo pudo encontrar sus ojos a pesar de la oscuridad.
―En serio, mujer ¿Por quién me tomas?
―Por el hombre que me dejaría en paz si pasaba tres noches en su cama.
―¿Eso qué tiene que ver?
―Que desde que nos conocimos todo lo que había en tu cabeza era sexo.
Charles puso los ojos en blanco.
―Está bien, tú te lo buscaste. Aclaremos esto: ¿cuántas noches has pasado en mi cama? Apuesto a que ni siquiera las recuerdas. La pasas bien conmigo, yo la paso bien contigo. No existe una sola parte de tu cuerpo que no conozca y me gusta. Tu cuerpo me gusta. Maldita sea, me gusta mucho, pero, si a esas vamos, me gustas entera ¿Qué hay de malo que me guste el sexo? ¿A caso a ti no?
Anna se cruzó de brazos.
―Yo no he dicho que no.
―¿Entonces por qué siempre lo haces? Al principio, bueno, era un poco más comprensible, pero ahora me parece estúpido. Te pido que vivas conmigo, compro una casa para ambos, te doy el anillo de mi madre ¿Qué más tengo que hacer?
Anna inspiró bruscamente.
―¿El anillo es de tu madre? ―chilló.
―¡SÍ, EL ANILLO ES DE MI MADRE! ―gritó en respuesta―. ¡EL AUTO ES MÍO, LA CALLE ES DE INGLATERRA Y TÚ ERES MI PROMETIDA!
Anna respiró la tensión de su pequeña rabieta, el aura pesada en torno a él. Aguardó en silencio unos minutos hasta escucharlo suspirar, liberándose de lo que lo haya hecho gritar.
―Sí, te di el anillo de mi madre ―murmuró lo suficientemente alto para que ella pudiese escucharlo―. Tiene un valor sentimental para mí, ¿lo entiendes? Fue una de las pocas cosas materiales que ella adoraba. Siempre lo llevaba consigo. Tengo recuerdos de ella hablándome sobre lo que significaba ese pequeño anillo de plata. Me pareció buena idea dártelo porque...porque...
Anna lo escuchó suspirar. Casi parecía un animal herido en busca de auxilio.
―Te lo dije una vez, Anna. Me recuerdas mucho a ella. No físicamente, sino en esa encantadora forma de ser. Era astuta, leal, divertida y se conformaba con esas pequeñas cosas que le alimentaban el alma. Si alguien merecía llevar ese anillo eras tú.
―Charles ―susurró―. No me molesta llevar su anillo. Simplemente me sorprendió, ya sabes lo desconfiada de mierda que soy. Sé que parece que no lo intento, pero lo intento. No creí que me darías algo de tu madre, mucho menos cuando es tan valioso para ti.
Él sonrió, consciente de que ella no podía ver su expresión por la oscuridad que se cernía sobre ambos.
―Bueno, lo cierto es que también eres valiosa para mí.
Anna se inclinó un poco para besarle la mejilla, sintiéndose tonta por su actitud. Quería abofetearse por permitir que sus inseguridades la dominaran. Le sonrió, y fue entonces cuando lo vio. Vio el destello del arma al otro lado del cristal en el asiento del conductor. Una sombra altísima estaba parada junto al auto. Anna despegó los labios para gritar, poniendo sobre aviso a Charles. Alarmado, giró la cabeza hacia su derecha.
Solo era uno de los guardias.
Devolvió la vista a Anna, buscando sus manos temblorosas en la oscuridad hasta alcanzarlas.
―Vamos, tranquila. No te asustes. Solo es uno de los guardias.
Le soltó las manos para abrir un poco el cristal. El frío se coló al interior del auto. El guardia se agachó hasta que Charles pudo verle los ojos.
―Disculpe, Su Alteza. Solo queríamos asegurarnos de que todo esté en orden. El auto se detuvo y no volvió a avanzar.
―Hicimos una parada para conversar. Todo está bien.
«Todo está bien». Esas tres palabras resonaron en la mente de Anna como una burla. Si todo estaba bien, ¿por qué no podía parar de temblar? ¿Por qué sentía ese tonto impulso infantil por echarse a llorar?
Solo podía pensar en el destello del arma que le colgaba al hombre de la cintura. No, no se sentía segura. No mientras aún pudiera verla. No mientras Carter apareciera en su memoria, apuntándole con una directamente a la cabeza. No cuando recordaba con exactitud el sonido del disparo muy cerca de su oído.
Sintió como la frente comenzaba a cubrírsele por una capa de sudor.
―Nos iremos en un momento ―lo escuchó decir.
Anna se aferró a la cerradura con su mano temblorosa. Intentó abrirla. Le costaba respirar, como si se encontrara en una habitación sin una sola ventana, a pesar de encontrarse abierta la ventanilla del conductor. Se desesperó al no poder abrirla, por lo que comenzó a dar golpetazos con las palmas abiertas.
Cuando Charles se percató de aquello, apresuró a quitarse el cinturón de seguridad para envolverla entre sus brazos. Anna no paraba de luchar. La vio despegar los labios para comenzar a gritar.
―¡Anna! ―gritó también en un intento por calmarla.
Ella giró un poco el rostro, pero lo único que vio fue, nuevamente, el destello del arma.
―¡NO, NO, POR FAVOR! ―chilló.
Charles aumentó la fuerza del agarre hasta que ella apenas pudo moverse.
―Anna, te...te vas a hacer daño ―musitó con dificultad, ignorando el dolor que comenzaba a nacer en sus muñecas.
Lejos de calmarse, todo lo que ella hizo fue continuar con el griterío. Gritó tan fuerte que a Charles comenzó a dolerle la cabeza. Ella mantuvo el forcejeo, y él sintió como los músculos de sus brazos se tensaban cuando pronunció su nombre.
―¡CARTER, NO, POR FAVOR!
Casi en automático, él la liberó. Anna se movió dentro del auto para alejarse de él. Tenía la espalda pegada a la puerta, las manos presionándole los oídos y los ojos cerrados.
―Anna ―pronunció su nombre con suavidad para no asustarla―. Abre los ojos. Yo no soy Carter. Soy Charles. Tienes que mirarme.
No pareció que aquellas palabras surtieran algún efecto en ella, porque se mantuvo igual. Temió que, si se acercaba, podría asustarse.
¿Pero cómo podía ayudarla? Ni siquiera sabía que había pasado. Aquello fue una secuencia de hechos disparejos: discusión, confusión, gritos. ¿Cómo habían llegado a aquello? A una mujer que parecía muerta de miedo en una esquina del auto, intentando todo lo posible por mantenerse alejada de él, como si...como si le temiera.
Pero no era a él. Era a Carter. Todo ese griterío comenzó cuando ella vio al guardia, el mismo que se encontraba inclinado hacia la ventanilla preguntándose qué era lo que estaba sucediendo.
Entonces la vio. Vio el arma plateada en su cinturón y las piezas de aquel enigma finalmente encajaron.
―¿Puedes, por favor, apartarte del auto? ―le pidió, intentando no levantar demasiado la voz―. O al menos desaparece el arma. Quizá es mejor si desapareces completo.
Charles golpeó el volante con fuerza en respuesta a su negativa.
―¡Regresa al auto!
Intentó acercarse a ella cuando, finalmente, el guardia obedeció la orden. Se aseguró de mantener la voz tranquila y no darle en ningún momento la impresión de que iba a lastimarla.
―¿Anna? ―la llamó―. No te voy a hacer daño. Tú lo sabes muy bien.
Ella ni siquiera se movió. Casi parecía una estatua.
―Me tomó un momento, pero lo entendí. Fue el arma. Te asustaste.
Él se movió un poco más cerca.
―Tal vez pensaste que era Carter, pero solo era uno de esos increíblemente inoportunos guardias que venían con nosotros. Dejaré que le des un puñetazo por haberte asustado. O puedo dárselo yo. Lo segundo me gustaría mucho.
Esperó unos segundos. La vio moverse un poco. Sus pequeños ojos parecían debatir entre mantenerse cerrados o abrirse.
―Sabes que no dejaré que nadie te lastime ―se movió un poco más hacia ella―. Puedes darme un puñetazo por ser el idiota que se le ocurrió la brillante idea de detenerse en medio de una calle oscura. Lo admito. No soy el de los planes brillantes.
Aunque estaba bastante oscuro, le pareció que una sonrisilla se le formaba en los labios.
―Anna, abre los ojos ―musitó suavemente para que no pareciera una orden.
Entonces ella lo hizo, y un torrente de lágrimas abandonó sus cansados ojos verdes.
―Si realmente supieras los hermosos ojos que tienes, nunca llorarías ―se le acercó un poco más, hasta que la palanca de cambios le impidió moverse―. Pero llorar no los arruina. Aún son un par de bellos ojos.
Anna saltó sobre él antes de darle la oportunidad de recibirla entre sus brazos. Aun así, se las arregló para sostener a la mujer que sollozaba en su cuello, murmurando un montón de disculpas que no tenían sentido. Le echó un poco la cabeza hacia atrás para besarle la frente. Bajó los brazos hasta enrollarle la pequeña cintura, y ninguno volvió a moverse. Mientras ella sollozaba su miedo, oculta en su cuello, él la mantuvo tan cerca de sí tanto como le fue posible.
Solo fue capaz de separársele cuando la escuchó decir su nombre.
―Charles ―Anna levantó un poco la cabeza, pero nunca lo miró a los ojos―. Quiero irme a casa.
―Está bien. Te llevaré a casa, pero tienes que moverte, cariño.
Él pudo notar aquella sonrisita burlona estampada en su rostro gracias al tenue resplandor de la luna.
―Definitivamente no me estaba refiriendo al sexo ―dijo él―. Tienes que moverte al otro asiento.
―Yo jamás dije que te referías al sexo.
―Me conozco el significado de esa sonrisa.
―Está bien.
Se movió de vuelta a su asiento. Charles cerró la ventanilla mientras la veía ponerse el cinturón de seguridad. Después, prosiguió a ponerse el suyo y partieron de inmediato.
Sin hacérselo notar, Charles se mantuvo todo el camino observándola de reojo. Parecía estar bastante más calmada ahora, lo que le permitió procesar todo aquello debidamente. Debió haber tenido un ataque de pánico y lo único que necesitó para desatarlo fue el arma. Recordar el terror dibujado en sus ojos le creaba una enorme ansiedad en el pecho. Perdió el control por completo con tan solo verla. Eso era lo que Carter creó en ella: un constante estado de estrés y ansiedad que explotó en un ataque de pánico.
Aferró ambas manos al volante para controlar su furia.
«Maldito hijo de puta», masculló en su mente.
―¿Estás enojado conmigo? ―la escuchó.
Él frunció el ceño automáticamente.
―¿Por qué estaría enojado?
―Por la forma en la que sujetas el volante.
Casi al instante aflojó un poco el agarre, relajando sus músculos tensos.
―No estoy enojado contigo, Anna ¿Por qué lo estaría?
―Porque me comporté como una loca histérica.
Charles sacudió la cabeza.
―No estás loca.
―Tal vez no ahora, pero a este ritmo no tardaré en perder la cabeza. Sé que te has dado cuenta que tengo algunos problemas para dormir. También tengo pesadillas. Ahora resulta que me pongo a gritar solo por haber visto un arma. Todo ha cambiado desde...
―Desde el accidente ―la interrumpió―. Claro que lo he notado, Anna, pero no significa que estés volviéndote loca. Has estado sufriendo de mucho estrés y el mismo te provoca ansiedad.
Cuando le echó un vistazo de reojo, el asiento estaba hacia atrás y ella se acurrucaba consigo misma.
―¿Sabes de qué van mis pesadillas? ―susurró―. Al principio solo era el auto. Creí que podía manejarlo, pero después se sumó Carter. En mi última pesadilla, él estaba apuntándote a la cabeza con un arma. Me decía que, si me movía, tu muerte sería mi culpa. No recuerdo muy bien cómo termina. Solo sé que me desperté cerca de las tres de la mañana y que estaba aterrada. Quizá por eso no lo recuerdo.
Charles la miró fijo durante unos segundos antes de devolver la vista a la carretera.
―¿Por qué nunca me lo dijiste? ―gruñó.
―Creí que si no lo hablaba se me olvidaría. Es lo que hice una vez, cuando salí de prisión ―suspiró―. Lo cierto es que no me funcionó y mis padres decidieron que era buena idea que fuera con un psicólogo.
Charles lo comprendió al instante.
―No quieres que te vea un psicólogo ―dijo.
―No quiero contarle mis problemas a un extraño.
―Pero tampoco se lo cuentas a tu prometido.
A él le pareció escuchar una risita.
―A veces olvido que eres mi prometido. Es un poco extraño. Hasta hace unos meses, era una mujer soltera que trabajaba en un taxi. También llevaba cinco años en abstinencia.
―Posiblemente algún hombre intentó algo, pero no se lo permitiste. No lo sé, un coqueteo tal vez.
―No quería confiar en alguien otra vez. Creo que estaba un poco asustada.
―Bueno, ciertamente no confías totalmente en mí. De ser así, me habrías contado sobre esas pesadillas.
Anna lo observó fijamente. Él no parecía molesto, al menos ya no, a pesar de que sus palabras eran una clara acusación.
Charles pensaba que ella no confiaba en él.
Parpadeó, cansada, y separó los labios para bostezar. Entonces sonrió un poco.
―Yo si confío en ti ―musitó―. Confío en ti ciegamente.
A Charles le agradó escuchar aquello.
Después, no escuchó nada más. Cuando volteó la vista hacia ella, Anna se encontraba profundamente dormida en el asiento del pasajero. Puso los ojos en blanco antes de sonreír. Supuso que solo ella podía hacer tal cosa: tener un ataque de pánico, recuperarse de él y después, simplemente, quedarse dormida en medio de una conversación.
Enfocó la vista en el camino y se concentró en llevarla a casa, mientras iba moldeando lentamente en su mente alguna estrategia para aliviar la ansiedad que torturaba al bello milagro dormida a su lado.
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