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Capítulo 15 | VP

―¿No has recibido respuesta del Parlamento?

Charles parecía inquieto ese día, pensó el rey mientras despegaba por séptima vez en una hora la vista del periódico. Tuvo cuatro días antes la reunión con el Parlamento, que no acabó muy bien. Dejaron evidenciado su descontento con el comportamiento que el príncipe de Gales había presentado los últimos años, pero que, aun así, no podían impedir que la regencia prosiguiera, salvo porque él como rey deseara lo contrario.

Tenía puesta una gran esperanza en la señorita Anna Mawson como testigo, que acabó derrumbándose con la negativa de su hijo. Por momentos quería moler a golpes a esa cabeza hueca.

―Continúan deliberando la situación ―volvió a su lectura.

El silencio duró lo que le tomó hacer tres respiraciones.

―No lo aceptarán ―dijo Charles―. La única parte de mí que lo lamenta es aquella que es tu hijo.

El rey sonrió divertido.

―Cada parte de ti es mi hijo, Charles. No puedo tenerte por pedazos, ¿o sí?

―¿Yo qué sé?

―Pareces malhumorado.

―¿Por qué habría de estar malhumorado? Es una excelente mañana.

Apenas lo comprendió, el rey sonrió sin apartar sus ojos de la nota periodística.

―Anna Mawson no ha llegado.

Charles soltó un bufido.

―¿Crees que mi malhumor se debe a que son casi las diez de la mañana y aún no ha llegado? ―se levantó de golpe de la silla―. Creo que iré a nadar un poco.

―¿Me lo dices con el propósito de avisarme o para contarle a la señorita Mawson donde encontrarte cuando llegue?

Le obsequió una mirada ceñida antes de salir.

Anna se reprendió por tercera vez apenas comenzó a bajar por las largas escaleras. Cerró las manos en puños y respiró profundo para intentar calmarse. Se sentía un poco mareada desde anoche, con algunas nauseas. El frio le calaba hasta los huesos. Supuso que se debía al haber dejado la ventana a medio abrir por error. La distrajo la llamada con Charles. Ya rendida ante el sueño, no supo que quedó abierta hasta la mañana. Temblaba de frío y sus dedos, así como la nariz, estaban rojos. La alivió el baño de agua caliente.

Le duró la calma hasta que estuvo frente al edificio.

―Hazlo ya, cobarde ―murmuró para sí misma.

¿Por qué se le hacía tan difícil aquello? Subir las escaleras, colarse en una reunión del Parlamento, interceder por el rey y por su hijo. Podrían arrestarla, por supuesto. Por suerte, si es que aún existía, tenía inmunidad real.

¿Y qué iba a decir con exactitud de poder entrar? Planeó las palabras correctas durante toda la noche. Quería asegurarse de no empeorar las cosas con su intromisión. Un par de ensayos en voz alta no le parecieron suficientes.

Respiró profundo y comenzó a subir las escaleras hacia el imponente edificio, haciendo resonar los tacones con cada paso que diera. El primer obstáculo se encontraba justo delante de ella: seguridad.

Un hombre alto, tanto que le recordó a una montaña, frenó su andar con un solo movimiento.

―Identificación, señora ―la voz gruesa le erizó el vello.

―¿La de conducir? ―bromeó, pero los ojos del guardia no parecían divertidos.

―Sin identificación no puedo permitirle la entrada, señora.

―Señorita ―le corrigió―. Soy una mujer soltera en un compromiso cerca de un veinticinco porciento público.

El guardia parpadeó una sola vez.

―Apuesto a que no le interesa ―lo señaló antes de continuar―. Sé que está haciendo su trabajo, pero necesito hablar con el Primer Ministro. Vengo de parte del rey Edward y quiero...

―Le pido que se marche, señora, o tendré que...

―Llamar a seguridad para que me saquen, sí, lo sé, pero...

Anna visualizó al hombre vestido de traje gris caminando rimbombante por un largo pasillo que parecía dar a la nada. De inmediato lo reconoció.

Hizo ademan de marcharse. Mirando por encima del hombro, vio que el guardia ya le había quitado la vista de encima, así que volvió a darse la vuelta y entró corriendo al edificio.

―¡Primer Ministro! ―gritó, haciendo escándalo con sus tacones al correr―. ¡Por favor, espere, Primer Ministro!

No tardó en notar al guardia correr tras ella. Debía darse prisa o la alcanzaría.

―¡Primer Ministro! ―volvió a intentar.

El hombre de traje giró hacia ella cuando los pesados y grandes brazos del guardia la rodearon para sacarla de allí.

―¡Suélteme! ―protestó―. ¡Ya, déjame en paz!

Anna observó al hombre de traje acercarse.

―¿Qué está sucediendo aquí? ―la señaló con el sobre que llevaba en la mano―. ¿Quién es esta mujer?

―Soy Anna Mawson, trabajo para el Príncipe de Gales ―respondió quedamente, dificultada por el forcejeo con el guardia.

El hombre de traje hizo una seña para que la liberaran. Anna se acomodó el magullado vestido blanco antes de hablar.

―Lamento esta entrada tan abrupta, señor, pero es urgente que hable con usted.

―¿La ha enviado el príncipe? Porque no recuerdo haber recibido una misiva anunciándome su visita.

―No, señor. He venido por mi cuenta. Hace unos días se llevó una reunión con él y el Parlamento para discutir el pequeño asunto sobre la sucesión transitoria.

El Primer Ministro hizo un gesto arrogante.

Pequeño no es un calificativo apropiado para definir el problema en el que el rey intenta introducirnos. Tal como le he dicho a Su Majestad, el príncipe Charles no es un candidato apropiado. Por otro lado, su primo, el Príncipe Cameron...

Anna rechinó los dientes.

―Con todo respeto, señor. Es claro que diferimos en la definición de lo apropiado. Con respecto al príncipe Cameron, es aún más claro que tenemos distintas opiniones acerca de él.

El Primer Ministro se cogió las manos a la espalda. Ella continuó hablando, ignorando aquel gesto de completa indiferencia.

―Reino Unido no posee una Constitución verdadera por razones que usted y yo conocemos a la perfección, usted porque es político y yo porque me he informado, pero nos rigen algunas cartas de derecho como a otros países. También existe un documento donde señala las responsabilidades que tiene un rey. Un par de artículos más abajo, específicamente el artículo 58, dice que, en caso de enfermedad, solo el primogénito o primogénita del rey puede sustituirlo el tiempo que la recuperación de su padecimiento lo requiera. Por lo tanto, el príncipe Cameron no tiene el derecho de sustituir al rey y ni usted ni nadie puede alterar nuestras leyes a favor de lo que usted cree correcto.

El Primer Ministro respiró hondo por la nariz.

―Señorita, la Carta Magna y el Acta de Unión indican, y cito, en uno de sus artículos: Se le otorga al Parlamento la facultad de determinar la línea de sucesión al trono británico.

Anna enfiló sus armas de batalla.

―Es por ese motivo que el rey solicita de su aprobación, pero como ya le he dicho, según el artículo 58, el hijo mayor de los primeros cuatro hijos, de 21 años de edad o mayores, que en este caso no aplica dado que Charles es el único hijo, tiene derecho a sustituir a su padre. El término correcto es regencia, y a modo de refrescarle la memoria, dicho termino es un período de modo transitorio donde una figura perteneciente a la familia real, en la mayoría de los casos, ejerce el poder en nombre del monarca ya sea porque sea muy joven o muy viejo o, en este caso, padezca de alguna enfermedad que le impida cumplir con sus obligaciones reales ―se acomodó los rizos rubios hacia atrás―. Podríamos seguir así todo el día, señor, pero le aseguro que terminaré venciéndolo. No me tomé el atrevimiento de venir si no supiera de lo que estoy hablando.

Para sorpresa suya, el hombre trajeado le hizo lo que parecía una reverencia.

―Debo admitir que es una mujer muy inteligente ―estiró uno de los brazos hacia el largo pasillo―. Me gustaría terminar esta conversación en un lugar un poco más privado.

Anna comprendió a qué se refería cuando observó a casi todo el personal observándolos.

―Por supuesto ―convino de inmediato.

Observó al trajeado caminar hacia el pasillo.

―Dios ―masculló ella―. Debería estudiar leyes.

Los minutos saltaron tan rápido que se convirtieron en horas. Después de un baño con agua tibia veinte minutos más tarde de haber abandonado la piscina, Charles revisó el reloj una vez más. La una de la tarde. Increíble ¿Qué pudo haberla retrasado por cinco horas? No respondía sus llamadas o sus mensajes de texto. Le crecía la inquietud con la idea de que tal vez había vuelto a cambiar de opinión. La notó extraña anoche, nerviosa. Debió percatarse desde entonces que algo no iba bien.

Se acomodó el saco, guardó el teléfono y las llaves del auto y se marchó de la habitación como un bólido. Debió haber tomado la decisión de buscarla al departamento. Solo Dios sabrá si estaba allí, en la cama, negada a seguir con lo que tenían. Tenía que salir de dudas.

Cualquier idea desapareció al bajar las escaleras, cuando la vio de pie al final de las mismas con un brillo inmenso en los enormes ojos verdes, que parecían más pequeños de costumbre. La nariz resaltaba roja a pesar del maquillaje.

―¿Dónde has estado? ―la regañó―. Me tenías preocupado.

Ella ignoró sus inquietudes. Subió las escaleras con la misma rapidez que él empleó para bajarlas, colgándosele al instante del cuello. Charles le correspondió con vehemencia, enterrando la nariz en su cuello e inhalando el maravilloso aroma de su piel.

―¿Te encuentras bien? ―le preguntó, esta vez empleando un tono más suave.

―Sí, sí, por supuesto ―se separó de él quedamente―. Tengo algo que contarte.

Él no se había percatado del enorme sobre que ella llevaba en las manos.

―¿Qué es? ―curioseó.

Anna expuso toda la dentadura.

―Es una carta firmada por el Primer Ministro y aprobada por todo el Parlamento ―extendió el sobre hacia él―. Han aceptado la regencia. Tu padre y tú solo deben firmar y el proceso iniciará cuanto antes.

Incapaz de creérselo, le arrebató el sobre y liberó el largo papel de aquella prisión. Los ojos azules viajaron por su contenido tantas veces que Anna perdió la cuenta.

―Firmado 24 de julio del 2014 ―leyó―. Pero eso es hoy ―posó los ojos en Anna―. ¿Cómo es que tienes esto?

Anna pasó a contarle lo que había hecho, relatándole a detalle la pequeña batalla legal que había sostenido con el Primer Ministro. Los ojos de Charles se maravillaron durante el relato, y en ese pequeño lapso de tiempo la vio con nuevos ojos, porque existía una única palabra para describirla a ella y todo lo que representaba: un milagro.

El largo papel y el sobre cayeron al suelo cuando sus grandes brazos la envolvieron para acercarla y besarla, un exiguo pago por lo que había hecho.

―Tenemos que contárselo a mi padre ―le dijo, separándosele. La tomó de la mano, después de recoger los papeles del suelo, para guiarla escaleras arriba, pero ella lo detuvo.

―Estoy contenta por como se han dado las cosas, pero quería pedirte permiso para irme temprano.

Él la miró con el ceño fruncido.

―¿Te sientes bien?

―Me he estado sintiendo rara las últimas horas. Dormí con la ventana abierta y parece que el frío me está enfermando.

―Entonces sube a mi habitación y descansa un poco.

Ella no pudo evitar sonreír.

―¿Dónde está la discreción en eso?

―Te juro que es un fastidio, y siéndote sincero, no creo que estemos engañando a nadie.

―En especial después de haberle dicho a tu primo que soy tu novia.

―Discúlpame. No pude controlarme después de que te faltó el respeto.

―Estás muy perdonado. Respecto al permiso...

―Claro, puedes irte a descansar. Pasaré a verte más tarde.

A Anna se le llenó de esperanza el corazón.

―Está bien.

Caída la noche, escuchó los golpes en la puerta.

Anna abandonó la cama y arrastró los pies para abrir. Lo vio fruncir el ceño mientras la examinaba. Supo de inmediato que lo había tomado por sorpresa con aquel pijamas extra largo en el que parecía perderse. La nariz y los dedos estaban más rojos que antes, y quiso echarse a llorar por lo mal que había comenzado a sentirse las pasadas horas.

―No te atrevas a decir algo ―le advirtió ella―. Esto tampoco me hace feliz.

―Te ves hecha mierda.

―Pero qué grosero eres.

Charles le echó una rápida mirada al pasillo para asegurarse de que nadie lo observaba antes de ingresar al departamento. Cerró la puerta con la pierna al tiempo que la veía devolverse a la cama.

―No recuerdo haberte visto tan mal hace un par de horas.

―No estaba tan mal hace un par de horas ―tiró de la sábana para arroparse. Estornudó―. Ven ―golpeó la cama con la mano―. Lo invito al reino de los gérmenes, Su Alteza.

Charles levantó la mano derecha. Traía en una bolsa de papel sopa caliente y jugos.

―Pedí en el palacio que prepararan sopa para ti. Tessie me hacía comerla cuando me enfermaba y parece que tú la necesitas.

―Nunca se debe decir no a la comida.

―Deja, yo te sirvo ―le dijo al verla quitarse la sábana.

―¿Qué diría la gente si supieran que estoy tratando al príncipe de Gales como mi sirviente?

―Te harían una conmemoración.

Fue a la cocina y volvió más tarde con las sopas servidas en un plato hondo. Se le acomodó al lado mientras comía con lentitud. Le parpadeaban los ojos por el sueño, que se le esfumaba de repente por el estornudo o la tos.

―¿Y Anna, se enferma fácil? ―musitó él fingiendo una voz más aguda―. No, qué va. Sólo durmió con la ventana abierta ―añadió con su voz normal.

Anna lo miró fijo.

―Hacía frío y acababa de ducharme. No soy tan débil.

―Mm, supongamos.

―Nada de supongamos. No lo soy.

―Tranquila, mujer ―se estiró en la cama hasta acomodarse mejor―. ¿Te tomaste algo para esa nariz?

―Algo ―terminada la sopa, dejó el plato en la mesa de noche―. Da sueño.

―Mejor, así descansas.

―No me gusta. El efecto somnífero me dura por días, aunque en menor intensidad, así que siempre ando cansada.

―Casi nunca me enfermo. No he bebido medicamentos en años.

―Yo tampoco. Fue el descuido de anoche.

Charles levantó la cabeza para asegurarse de que la ventana estuviera cerrada. La sintió moverse en la cama hasta acurrucarse junto a él. Frunció el ceño al sentirla. Supuso que se debía al gigantesco pijama.

―¿Qué dijo tu padre?

―Lo has puesto muy contento y al igual que yo se pregunta cómo lo hiciste.

―Sé muchas cosas que me ayudaron a defenderme. Lo más importante, es que la fe que te tengo me sirvió de guía. Quiero que todo el mundo conozca al verdadero tú, un hombre maravilloso, con todos sus errores y faltas y un montón de cosas más que en su tiempo me desesperaban.

Él se echó a reír.

―No te des golpes de pecho. Mira que tu carácter no es del todo fácil.

―No sé de qué hablas. Soy muy afable.

―Como digas, mujer.

Anna descansó el brazo en la barriga de él al tiempo que envolvía sus piernas con las suyas. Todavía sentía fría la habitación y su cuerpo tiritaba, ansioso por un poco más de calor. Lo sintió trazar círculos en su cabeza y después, cada tanto, recorriendo el camino de su cabello hasta las puntas.

Por la forma pausada en que respiraba, se percató de que se había quedado dormida. No le tomó mucho, supuso que estaba agotada. Estar allí, con ella, le despertó una sensación atípica ¿Qué iba a imaginarse él que acabaría un día en una situación como aquella? Haciéndole mimos a una mujer enferma. Tampoco se pensó disfrutando del silencio y la cercanía, un instante cómplice. Incluso dormida y con la nariz enrojecida le parecía preciosa.

Lo maravilló la paz que sentía, como si el mundo fuera de ese departamento perdiera importancia. No supo cuántas veces en su vida le picó el hambre por la piel, porque la cuenta la tenía pedida. Salía en medio de la noche, que mientras más oscura mejor era, y se perdía entre mujeres y bebidas. Ahora sólo tenía una, y vivía atado al monte en medio de su par de piernas, al valle en su cintura, la montaña de sus pechos, el paraíso de su boca, y aun así quería un hogar en su corazón. Quería que ella sintiera por él el mismo cariño que le nació por ella. Quiso echarse a reír. Mira cómo te han pillado, cazador, pensó.

Así era, porque el cariño que por ella sentía era innegable y lo bien que le sentaba tenerla en su vida, incuestionable. Ella era entera un milagro, porque aun con su mundo roto quería ver brillar el de los demás. Le trajo dicha y paz y guio a su alma perdida a un puerto seguro, el de sus brazos ¿Dónde habría quedado él si la hubiese dejado marchar para siempre? Perdido y sin cordura, extrañando lo que juró en su tiempo que nunca tendría. Con su presencia trajo sentido y orden a su mundo cabeza abajo, que hasta la regencia trajo consigo. No supo cómo lo conseguía. Por eso era mejor no cuestionar su fe y declararla su milagro.

La sintió moverse y estirar el brazo sobre su barriga. El azote del calor que emanaba su cuerpo le sentó bien por minutos, hasta que se percató de lo asfixiante que se había vuelto. Llevó la mano hasta sus mejillas y después a la frente.

―Anna ―la llamó con suavidad, sacudiéndole el brazo―. Tienes fiebre.

Le respondió con la tos, pero sin moverse o levantarse.

―¿Tienes un termómetro?

Masculló palabras incoherentes que acabó por descifrar que era un no.

―Creo que tienes fiebre alta ―suspiró―. Haberme puesto en aviso de que te enfermas fácil.

Fue moviéndose poco a poco en la cama hasta salir de ella. Tomó del bolsillo el teléfono y buscó el número del médico de la familia. Pegándoselo al oído, se dirigió a la cocina, entrecerrando la puerta de la habitación para minimizar el ruido.

El hombre al otro lado de la línea respondió.

―Doctor Gibert, buenas noches ¿Lo estoy interrumpiendo?

―No, Su Alteza. Estoy en mis últimos días de vocaciones ¿Se le ofrece algo?

―Estoy con una... ―meditó que calificativo ponerle sin parecer tan obvio―. Una amiga. Tiene fiebre y algo de tos. Me supongo que es un resfriado.

―Si me envía la dirección, podré estar allí tan pronto pueda.

―Por supuesto.

Volvió a la habitación después de haberle enviado el mensaje y cerca de media hora más tarde, escuchó los golpes en la puerta de entrada. Charles esperó de pie a que el médico la revisara. La hizo despertar para completar la evaluación.

―No es más que un resfriado ―dijo después―. Los veranos en Londres no implican calor, sino un leve aumento de temperatura. Los resfriados siguen siendo muy comunes. Le dejaré anotados los medicamentos y sus indicaciones. Lo primordial es mantenerse hidratada y no repetir el descuido de la ventana.

Lo vio anotar a prisa en la hoja de receta. Charles la revisó al tiempo que lo acompañaba hasta la puerta.

―Lamento importunar sus vacaciones.

El médico le sonrió, amable.

―No se preocupe. Es mi trabajo, después de todo, y mi vocación. No sacrificaría la salud de un paciente por un descanso al que ya quiero ponerle fin.

―Quería pedirle un último favor.

―Lo escucho.

―Me gustaría que esta visita se mantuviera entre nosotros. Ella no es una amiga, ¿si me entiende? Tenemos una relación privada. Mi padre no está enterado.

―Comprendo, mi señor. Le garantizo que tendrá mi discreción.

Para el momento en que volvió a la habitación, Anna estaba recostada del espaldar, soplándose la nariz con una camiseta roja. Se subió a la cama después de haber mandado a los guardias por los medicamentos.

―¿Te sientes mejor? ―le preguntó con ojos dulces.

Los pequeños y cansados ojos verdes parpadearon un par de veces.

―Cuando dijiste que te gustaba mantenerme en la cama, imaginé que te referías a otra cosa.

Ah, bromeaba. Entonces estaba mejor.

―¿Por qué llamaste al médico?

―Porque tenías fiebre.

Aquello parecía divertirle.

―¿Solo por una fiebre? ―soltó una carcajada, pero por la mueca que hizo después, parecía que el gesto hizo que le doliera la cabeza.

―Crees que exageré ―musitó él, sonriéndole.

―Creo que lo hizo el médico. Lo vi anotar un montón de cosas.

―No te lo habría mandado si no lo considerada necesario. Envié a uno de los guardias para que comprara los medicamentos.

―Saldrá más caro sin receta.

―No importa.

Anna le sonrió. Dios, le parecía tan dulce su gesto y le sentaba bien que cuidara de ella. Le encantaba cuando le demostraba algo más que una mera atracción sexual.

―¿Quieres que pase el televisor de la sala a la habitación? Así tendrás algo que ver y no te aburres.

Anna asintió.

―No tengo muchas películas, solo mis favoritas.

―¿Cuál es la que más te gusta?

Lo meditó un instante.

―Grand Prix ―sonrió―. Es del 1966.

―¿Por qué no me sorprende? ―se puso en pie―. Iré por el televisor.

―Te advierto que dura más de tres horas ―gritó una vez que lo vio abandonar la habitación.

―¿Cómo que tres horas? ―resopló―. Bueno, ni modo, pero no te atrevas a quedarte dormida.

Veinte minutos más tarde, la vio cerrar los ojos y después, ya dormida, acurrucarse junto a él. Fijó su atención en la película, tanto como pudo, pero en cuanto le comenzó a pesar la vista, cedió ante el sueño.

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