Capítulo 11 | VP
Charles abrió los ojos un par de veces antes de levantarse de la cama. Se sintió extenuado y confundido al percatarse de que no había nadie junto a él.
―¿Anna? ―la llamó con la voz cansada.
Obtuvo el gruñido del viento como respuesta.
Entonces la escuchó. Las dulces notas emitidas por su boca se escapaban desde un lugar lejano, siendo acompañadas por un piano que no había escuchado en años. No pudo reconocer la canción, pero no importaba. Cerró los ojos y disfrutó unos segundos de la música. El frágil sonido de las teclas del piano le erizó el vello de los brazos.
Ese piano. Había olvidado como sonaba. La única persona capaz de crear magia con él era su madre, la mujer que le enseñó a amar y respetar tanto el arte como la música. Después de su muerte, nadie más lo había tocado. Había pasado a ser uno de los objetos de su madre que más atesoraba. Todo aquello que ella amaba, él lo transformó en algo que lo mantenía cerca de ella, aunque ya no estuviese presente.
Abrió los ojos y se liberó del hechizo. La música continuó sonando con la misma maravilla y delicadeza. Sus pies se movieron a prisa fuera de la habitación, persiguiendo la melodía, dejándose atrapar otra vez. De repente, la música terminó. Se quedó de pie a escasos pasos del salón de música.
¿Por qué se habría detenido? ¿Lo habrá escuchado acercarse? Imposible. Sus pasos quedaban ocultos bajo el exquisito sonido del piano.
Entonces, sin previo aviso, la música comenzó. Se tardó lo suyo en reconocerla. Hacía muchísimos años no la escuchaba, tantos que su mente eliminó el recuerdo de la letra.
El cándido inicio de la canción se hizo pedazos en segundos, cuando Anna levantó la voz y cantó a todo pulmón el impresionante coro. Asomó la cabeza por la puerta y la descubrió allí, sentada en la butaca cubierta por una sábana frente al piano, desnuda, tocando las teclas del mismo con furia. Su voz subía, bajaba, subía, bajaba y en él, en su pecho, surgió una sacudida tan potente como su voz.
Creyó que moriría.
Permaneció inmóvil el resto de la canción, atrapado por ella, capturado por aquella trampa perfecta.
Cuando una nueva melodía inició, atravesó a grandes pasos la habitación hasta ella. Se detuvo a centímetros de su cálido cuerpo.
Anna contuvo el aliento cuando el calor azotó contra su piel. Incluso si la habitación hubiese estado abarrotada de gente, no necesitaba darse la vuelta para saber que era él. Su cuerpo podía detectarlo como si hubiese sido hecho específicamente para reaccionar ante su presencia. Los dedos le temblaban sobre las blancas teclas del gran piano. Unió las piernas y respiró profundamente para calmarse.
¿Por qué se sentía así? Efervescente, como si estuviese metida hasta el cuello en agua caliente. Si él se aproximaba más ardería hasta explotar, y no era algo propio de ella. Después de Carter, los hombres parecían estar prohibidos para ella. Quizá porque no estaba lista para estar con alguien o porque le aterraba salir lastimada. Pero a Charles le bastaron dos besos y tres caricias para hacerle perder la cabeza ¿Dónde había quedado su cordura? Posiblemente atrapada debajo de sus ropas tiradas por el suelo tras liberarse de ellas con la astucia de un conquistador.
―No creí que este piano siguiese funcionando después de tantos años.
Su voz cálida saltó por su piel, expirando sensualidad, haciéndole cosquillas en los muslos, en los brazos, en todas partes.
―Es un buen piano ―respondió ella. Le había costado muchísimo emitir aquellas palabras con claridad, pero sabía, en el fondo, que su esfuerzo no había valido la pena. Debió haber notado las vibraciones, el nerviosismo, en la misma.
―Pero es viejo. Le pertenecía a mi abuela.
Anna retiró las manos inmediatamente.
―No quería...
Él dio otro paso, uno muy pequeño, pero ella lo percibió como algo grande, algo violento. Su cuerpo se sacudió ante la cercanía.
―No has hecho nada malo. Después de mi abuela, este piano le perteneció a mi madre. Ella no está para utilizarlo. Has sido la primera en tocarlo en años.
―Debí preguntar.
―Nada de eso.
―Siento que ha sido una falta de respeto. Sé cuanto significa tu madre para ti.
Su cuerpo entero se sacudió, y Charles no pudo hacer otra cosa más que mirarla. Mirar como aquel pequeño cuerpo se giraba para mirarle, como sus enormes ojos verdes penetraban los suyos con sensual pasión, aturdiéndole la capacidad de pensar. Sus manos solo querían acercársele y tocarla. Era tan bella...
―¿Mantienes todas las cosas de tu madre en su lugar?
Charles contuvo en deseo de tocarle el cabello hecho un desastre.
―Sí ―le respondió―. A veces no sé por qué lo hago, pero no puedo evitarlo.
―Debe ser una forma de honrar su memoria.
―Es probable.
Anna cerró los ojos un poco.
―A riesgo de verme atrevida, ¿qué pensaría ella sobre verte como rey?
Charles inspiró profundamente por la nariz.
―No lo sé. Era demasiado pequeño para pensar en verme convertido en rey.
―Te aseguro que lo pensaba. Es algo típico de las madres. Es una manera de afrontar su miedo. Ya sabes, los hijos crecen y se van. Es la ley de la vida.
―Si pensó en ello no alcanzó a compartirlo conmigo.
Anna notó una punzada de dolor en su voz.
―Lo lamento ―susurró―. No quiero sonar como...
Charles negó con la cabeza.
―No has dicho nada impropio.
―Es solo que estaba pensando en tu padre.
Él entornó los ojos, dejándole en claro que no deseaba hablar de ese tema.
―Quiere que tomes la regencia.
―No ―gruñó―. Anna, hemos estado pasando un rato muy agradable. No lo arruines.
―Lo siento, pero la realidad es esta. No puedes vivir en una fantasía y tampoco puedo hacerlo yo. El rey Edward quiere que tú y yo trabajemos mano a mano el tiempo que le tome recuperarse. A riesgo, nuevamente, de sonar atrevida, tengo que hacerte una pregunta.
―No la...
―¿Lo harás o no? ―preguntó de todos modos.
Él se frotó los ojos con violencia.
―No ―respondió―. Lo sabes mejor que nadie. No puedo ser rey.
―Esa no es mi pregunta.
―Pero lo piensas.
Ella respiró profundamente.
―La verdad no sé qué pensar. Me siento decepcionada y no sé por qué.
―¿Decepcionada? ¿De qué?
―No de qué, de quien. De ti.
―¿De mí?
―De ti ―asintió.
―No veo por qué ¿No eres la que está a cargo de una silenciosa campaña en contra de que sea rey?
El calor de la ira estalló en su pecho.
―No, ¡pero debería! ¡Juro que debería! ¡Maldita sea, Charles!
Furiosa, lo golpeó en el pecho para apartarlo. Comenzó a caminar por la habitación, susurrando cosas inentendibles. Llevándose las manos al pecho, gritó:
―¡Tu padre tiene un tumor!
A Charles se le subieron los colores. Molesto, se precipitó contra ella.
―¿Crees que no lo sé? ―aulló iracundo.
Anna retrocedió un par de pasos, asustada, mientras veía como los ojos de Charles se oscurecían por la ira. Por un segundo temió que levantara una de sus pesadas manos para golpearla.
Tembló ante la expectativa y, llevándose las manos al rostro, cubrió su cabeza.
A Charles se le congeló la sangre ante ese gesto ¿Pensó ella que él la golpearía? Inadmisible. Él jamás podría...él jamás...
―Lo lamento ―dijo, susurrándole mientras se le acercaba.
Lentamente, Anna comenzó a bajar las manos, permitiendo que las de él la tocaran con dulzura.
―Jamás te golpearía ―gruñó él, acogedor, como estar en casa, pero firme, regañándola―. Siento haberte dado esa impresión. Podré ser muchas cosas, pero jamás golpearía a una mujer.
Los ojos verdes de Anna brillaron, esperanzados.
―Mi plan no es enfurecerte ni restregarte el dolor. Pensé que después de todo lo que hicimos en las últimas semanas, habías entendido que yo...
―Tienes fe en mí ―dijo.
A Anna le temblaron los labios.
―Tengo fe en ti ―afirmó, y a él le pareció dulce la forma en que había dicho aquello mientras asentía.
Charles cerró los ojos.
―Anna, no puedo ser rey.
―Puedes. Además, tu padre confía en ti.
―Arruinaré todo.
―¿Por qué?
―Porque no sé nada sobre responsabilidades.
―Puedes aprender.
―¿Pero te has vuelto loca?
Ella soltó un suspiro.
―Charles, piensa muy bien lo que voy a decirte. Tu padre está enfermo. Necesita someterse a un tratamiento y te ha pedido a ti, a nadie más, que lo suplante durante un tiempo. La petición va más allá de que seas el príncipe de Gales. Él confía en ti, es la persona que más lo hace. Tienes que dejar de pensar que no puedes y decirte a ti mismo que vas a intentarlo. No es Reino Unido quien más lo necesita, sino tu padre. Debe reducir sus responsabilidades y estar lo menos estresado posible. No puedes ser tan egoísta y pensar solo en ti.
Quiso fingir que sus palabras no habían calado dentro de él, pero al cabo de unos segundos tuvo que darse por vencido ¿Cómo había sido tan egoísta? La salud de su padre estaba en juego. Sí, consideraba que ser rey era un puesto para el que no estaría listo jamás, pero, de no hacerlo, ¿cómo iba su padre a mejorarse? Él era todo lo que le quedaba.
―Eres un monstruo, ¿cómo lo haces? ―se frotó los ojos antes de abrirlos―. Eres peor que mi conciencia.
Ella sonrió, victoriosa.
―Eso solo demuestra que Charles William Arthur tiene corazón.
Él agitó la cabeza.
―Siempre lo he tenido. Un poco duro, o tal vez bastante, pero ahí está.
―Mm.
A él se le dilataron los ojos un poco. Anna sabía lo que iba a venir a continuación. Presionó ambas manos contra su pecho desnudo y trazó una distancia promedio entre ambos.
―Charles, olvida el sexo por un momento. Estamos varados en medio de la nada, en una casa vieja sin teléfono. Llevamos dos días fuera.
Anna descubrió un brillo pícaro en sus ojos.
―No es cierto ―jadeó―. ¡Tienes un teléfono!
Él no se molestó en negarlo.
―Tengo algo mejor ―le dijo.
La tomó de la mano y la llevó a través del pasillo, a una habitación que parecía el despacho de un abogado del siglo 19.
―¿Esto es mejor que un teléfono? ―gruñó.
―Sé paciente.
Anna lo vio dirigirse hacia la pared detrás del escritorio, la cual estaba llena hasta el tope de libros.
―¿Vas a ponerte a leer?
Charles suspiró, frustrado.
―¿No puedes esperar?
―No, la verdad no. Me pones nerviosa.
Ignorándola, deslizó una de sus manos por los libros. Tres de ellos eran idénticos. Anna se preguntó para qué los tendría.
Entonces tiró de ellos a la vez, los tres emitiendo un crujido, como una puerta a la que le han quitado el seguro. Un extremo del muro se levantó y él, mirándola, lo abrió.
―Es una puerta secreta ―musitó emocionada―. ¡Nunca he visto una puerta secreta!
Le sonrió antes de tomarle la mano y llevarla consigo dentro del oscuro túnel. Aunque le parecía emocionante, a Anna se le formó un nudo en el estómago por el miedo.
―¿Sabes a donde va esto, cierto? Lo más importante: ¿sabes cómo caminar por aquí? No hay nada de luz.
―Me conozco todos los pasadizos secretos de este lugar.
―¿Hay más?
―Sí. Este era el más cercano a nosotros.
Ella silbó, impresionada.
―¿Y para qué los tienen?
―Todas las propiedades que poseemos tienen una vía de escape que sirven de protección para la familia real. El Palacio de Buckingham tiene cientos de ellos. Se dice que mi tatarabuelo tenía de amante a una de sus empleadas y que le reveló los pasadizos que la llevaban a una de las habitaciones más apartadas de la habitación del rey.
―Parece que eso de ser un picaflor viene de familia.
Charles optó por no responder a su comentario.
Bajaron por una corta escalera y continuaron por un camino recto de diez minutos. Él se detuvo, tecleó algún botón y la oscuridad se vistió de luz.
Lo primero que hizo Anna fue soltar un silbido largo.
Lo que había frente a ella era un piso completo, muy amplio, casi del mismo tamaño que la casa de verano. En la parte derecha había una cocina, equipada hasta el tope, y un comedor con espacio para veinte personas. En la izquierda se extendía un pasillo que probablemente los llevaría a unas habitaciones, baños y Dios sabrá que más.
Al fondo deslumbró una pequeña sala con sofás color crema y un enorme televisor.
Sonrió, contenta. Hizo un ridículo baile y Charles dejó escapar una carcajada.
―Muero por una comida bien hecha ¿Habrá carne en el congelador?
―Es posible. Reabastecen las casas seguras cada tanto y esta es una de esas.
―Perfecto ―se frotó las manos―. Comamos algo y después llamamos a alguien para que venga por nosotros.
La sonrisa divertida se escapó de su rostro. Irse, volver a la realidad ¿Qué realidad? Aquella donde su padre tenía un tumor, donde él quería que su hijo fuera rey antes de tiempo, donde tenía que hacerse responsable de algo por primera vez en su vida. Luego estaba una realidad un poco más difusa, pintada en matices grises.
Una realidad donde Anna existía.
Porque, que Dios lo amparara, no sabía lo que iba a hacer, o lo que ella haría. El sexo con ella era bueno, del mejor que haya probado alguna vez, pero, para bien o para mal, había algo más. Algo que, cuando cerraba los ojos, le calentaba el pecho. Y es que, cuando los dos se unían, él se sentía extrañamente en casa.
Era la primera vez en su vida que sentía algo así.
Se preguntó cómo lo había conseguido. Esa condenada mujer llegó de la nada y se convirtió... ¿en qué se convirtió? En una mujer que deseaba, que desea, y mucho. En la primera persona que no temía decirle las cosas de frente sin importar cuánto podía enfurecerlo.
Y así como lo hacía enojar, también lo calmaba...
Anna era como un bálsamo a un dolor que no creía tener. Era aquel calor que lo cuidaba del frío. Santo Dios. La mujer se estaba metiendo muy dentro, muy profundo, en un hueco de su alma que estaba herido. Un hueco oscuro y frío, casi desierto; un pedazo de sí que se sentía aterrado ante el amor al que intentaba proteger con su coraza. Maldita fuera, cuando más firme la necesitaba se tambaleaba.
―Charles.
Él dio un pequeño salto. Ahí estaba ella, mirándolo.
―Te quedaste mirando a la nada.
Él no respondió, solo la miró.
―¿Charles?
Nada.
―¿Te encuentras bien?
Anna comenzó a ponerse nerviosa. Se veía perdido, ausente de sí mismo o de ella, pero muy lejos de aquí.
―¿Qué pasará al volver? ―preguntó él.
Ella contuvo el aliento durante unos segundos.
―Sé sincera ―le pidió. Sus ojos azules se veían torturados.
―No lo sé ―le respondió, y esa era la respuesta más sincera que alguna vez le ofreció a alguien.
―¿Qué va a cambiar?
―Tú sabes que va a cambiar.
Él. Ella estaba refiriéndose a él.
―Lo olvidaré ―teorizó―. Haré de cuenta que nada pasó aquí.
No estaba seguro si era la respuesta que ella esperaba, pero sí distinguió algo que le hizo pedazos el alma: la fragilidad en sus ojos. Lo que acababa de decirle había conseguido herirla.
―Es lo que tú crees ―le dijo―, pero yo no tengo una puñetera idea de lo que va a pasar.
Anna abrió los ojos como platos. Jamás lo imaginó utilizando ese tipo de palabras.
―En caso de que lo dudes, me estás volviendo loco. Si me dices que no sientes esta misma confusión, voy a darme la vuelta y llamaré a alguien para devolvernos a la realidad. O puedes admitir que tu cabeza da tantas vueltas como la mía cuando nos acercamos y empezaremos a crear una nueva realidad. La que más te guste, eso no importa. A estas alturas ya estoy bastante perdido para protestar.
Anna alcanzó a despegar los labios para buscar aire. Por supuesto que su cabeza daba vueltas. Solo tenía que ver con quien se había liado: el príncipe de Gales, su némesis personal ¿Cuándo había comenzado a sentir esa atracción absurda hacia el mujeriego favorito de Inglaterra? ¿Cuándo dejó que el deseo empañara su razón? Le vino a la mente el refrán de nunca digas de esta agua no beberé, o en su caso nunca digas con este hombre no cogeré.
¿Cómo iba a librarse de esa atracción ahora, cuando él la miraba con aquellos ojos cargados de tantas dudas como los suyos?
En el fondo lo sabía: mientras estuvieran en la misma habitación, desnudos, uno junto al otro, la cabeza no iba a funcionarle. Le temblaban las rodillas. Oh...
Apagó su cerebro, se paró de puntillas y se lanzó a sus brazos. No valía la pena luchar contra eso, no mientras lo tuviera así, tan cerca de su propio cuerpo. Sea cual sea la decisión que tomaran, sabía que la misma sería decidida entre las suaves y finas sábanas de una cama.
―Pero, ¿cómo es posible? ―bramó su padre por tercera vez.
Una parte de él deseaba haber evitado esa llamada, pero Anna tenía un punto: no podían desaparecerse en medio de la nada y pretender que nadie se preocuparía. Así que después de comer algo, volvió a la casa de campo, conectó la línea telefónica y llamó a su padre.
―El hombre apareció de la nada ―explicó él―. Aprovechó mi distracción para robar el auto.
―¿Qué clase de distracción?
¡Anna! Su nombre es Anna. Seguro ya la conoces.
―Estaba teniendo una pequeña discusión con la señorita Mawson.
―Por el amor a Dios ―la voz de su padre rugió a través del teléfono―. ¿Cuándo vas a dejar a esa mujer en paz?
Nunca ¿Después de lo ocurrido entre ellos? Habría que estar demente.
―¿Cómo dieron con el auto? ―preguntó para distraerlo.
―Sabes que, por motivos de seguridad, nuestros vehículos tienen un rastreador. La señal indicaba que tu auto estaba moviéndose a las afueras de Westminster. Pensé que estabas apartándote por nuestra última conversación, pero el vehículo se detuvo en una zona a la que no acostumbras a ir, así que mandé a por ti. Vaya sorpresa. El auto de mi hijo lo tenía un delincuente.
―Todo pasó de repente. En un parpadeo, el auto simplemente desapareció de mi vista.
―Pero llegaste a la casa de campo ¿Por qué no llamaste antes?
Esa era una muy buena pregunta ¿Por qué no solo llamaba y volvían a Westminster como si nada hubiese pasado? Qué misterio más cautivador. Quizá porque necesitaba apartarse de todas esas revelaciones. Porque necesitaba de un tiempo sin alcohol y mujeres alrededor, fingiendo las risas y las expresiones falsas.
O quizá era solo aquella coqueta, loca y absolutamente encantadora rubia con la que había dormido los pasados días, y dormir era algo que no hacía con una mujer. Lo que tenía con el sexo opuesto era un contrato carnal. Anna, sin cabida a dudas, era las letras pequeñas del contrato.
Y él nunca leía esas letras pequeñas.
―La línea no estaba funcionando ―mintió.
―Charles, si me vas a mentir, piensa en una mentira mucho mejor que esa.
¿Cómo podía saber que le mentía?
―¿A qué te refieres, padre?
―La habitación de pánico tiene instalada una línea de seguridad. La de la casa la comprendo. La propiedad lleva mucho sin usarse, pero la de la habitación de pánico fue preparada para que siempre funcione.
Ah. Él lo había olvidado.
―Olvidé que la teníamos.
―Charles, soy tu padre. Te conozco mejor de lo que tú mismo podrías conocerte. No te interesaba llamar.
―Eso no es del todo cierto. Iba a hacerlo cuando...
―¿Cuándo terminaras de acostarte con la señorita Mawson?
Maldita sea ¿Cómo lo sabía?
―No voy a negar que es una mujer inteligente y que tiene un carácter muy interesante, pero es nuestra empleada. Es tu empleada. Sabes sobre mi política respecto a coquetear con el personal.
―¿No fue así como conociste a Tessie? Era miembro del gabinete.
―Pero, distinto a ti, las mujeres no son un juego para mí. Sé lo que harás con ella al regresar.
¿Cómo podía saberlo? Ni siquiera él mismo lo hacía.
―Creo que ella es, de alguna manera, buena influencia para ti ―le dijo su padre.
―¿Por qué lo crees?
―Por una extraña razón, tú la escuchas. Sus palabras se quedan en tu mente. Ni siquiera haces eso conmigo. Lo que te digo simplemente lo deshechas.
Charles se sintió un poco culpable ¿Lo hacía? ¿Ignoraba las propias palabras de su padre? Soltó una maldición en su mente. Sí, era cierto, y lo hacía con frecuencia. El motivo era muy sencillo: siempre le pareció aquella desenfrenada preocupación por él como una manera de controlarle la vida. Pero no era más que un padre angustiado por su irresponsable hijo.
―No es algo que haga a propósito ―le dijo.
―Estoy consciente de ello. Sin embargo, me encantaría conservar a la señorita Mawson entre nosotros por un tiempo.
Créeme, padre. Nadie lo desea más que yo.
―Espero que entre ambos no surjan nuevas... ¿cómo podría llamarlo?
―¿Indiferencias? ―preguntó. Su voz sonaba a burla.
Su padre soltó una carcajada al otro lado de la línea.
―Podríamos llamarlo de esa forma por ahora ―Edward aguardó en silencio durante unos pocos segundos―. Quisiera disculparme, hijo. La manera en la que te expuse la situación en la que me encuentro no fue la indicada.
Charles cerró los ojos, intentando escapar de esa dolorosa situación.
―No existe un modo agradable con el que puedas anunciar un tumor. Lo único que hiciste fue pedir ayuda. Pero, padre, no estoy seguro de que esta sea la mejor opción. Si es algo temporal, Cameron podría...
―Charles, hijo ―lo regañó, pero su voz sonaba demasiado cálida para parecerlo―. Sabes cuánto aprecio la unión familiar, pero no confío mucho en Cameron ¿Si quiera lo haces tú?
―No ―admitió. No era un misterio para nadie que él y Cameron tenían una relación bastante fría. Su primo era competitivo, calculador, egoísta. Su única preocupación se desviaba hacia sí mismo. Tal vez le enfadaba tanto su compañía porque podía verse reflejado en él.
―No quisiera confiarle la seguridad de nuestro país a alguien sin tacto humano.
―Padre, no es que yo tenga más tacto que él.
―Oh, pero lo tienes. Es una pena que solo uses ese tacto humano para conquistar mujeres.
Charles confirmó sus palabras con una carcajada. Dio un par de pasos hacia atrás y se acomodó en el asiento.
―He hablado un poco con Anna sobre esto ―dijo―. Tengo que ser honesto, padre. Me abrió los ojos. Todo lo que me ha gritado a la cara lo tengo bien merecido. Cuando mi madre murió, pensar que te perdería fue muy duro ―notó que su propia voz temblaba―. Me dio tanto miedo sentir tu pérdida que al pasar el tiempo me convertí en alguien distante. Toda persona a quien quiero acaba enferma y yo me sentía, me siento, culpable. Supuse que...supuse...
Él no pudo continuar. La voz comenzó a entrecortársele a escasos segundos de estallar en lágrimas.
―De verdad lo siento, padre ―le dijo, cubriéndose los ojos llorosos con la mano izquierda―. Lamento haber sido tan egoísta y apartarme de ti. Por favor, dime que no vas a dejarme.
El silencio inundó el otro lado de la línea. Edward cerró los ojos con fuerza mientras esperaba a que su corazón dejara de latir tan rápido. Como le dolía darle esta pena a su hijo. El testarudo, irresponsable y arisco Charles. Su pequeño.
―Charles ―susurró su nombre con cariño―. Algún día tendré que hacerlo. Es el ciclo de la vida, lo sabes. Pero te prometo, hijo, que no voy a dejarte, aún no.
―¿Lo prometes? ―preguntó esperanzado.
―Lo prometo.
Lo promete, se dijo a sí mismo, y él nunca, nunca rompía una promesa.
―Lo correcto sería tener una conversación en privado para discutir el otro asunto.
Charles lo interrumpió.
―No hace falta, padre. También lo hablé con Anna. Sigo pensando que es una locura, pero quiero ayudar a que tu recuperación sea lo más tranquila posible.
Edward no pudo ocultar su sorpresa.
―¿Estás hablando en serio? ―preguntó.
Su hijo pareció dudarlo.
―Voy a intentarlo ―admitió―. Haré lo mejor que pueda. Solo tengo una condición.
―Tus condiciones me resultan inquietantes, pero te escucho.
Anna subió la cremallera de la sudadera cuando una fuerte corriente de aire frío la golpeó en el pecho. Se frotó los brazos mientras miraba por la ventana los amplios campos alrededor de la casa. El césped cortado y los árboles y arbustos rebosantes le hicieron comprender lo bien cuidada que estaba la propiedad. Inspiró el tranquilizador aroma del campo y sonrió.
El frío se coló por las ventanas con mayor fuerza. Despegó los labios y soltó un gemido ¿Por qué tenía que hacer tanto frío? Si estuviese en su casa, resolver el problema era pan comido. Pero allí, en medio de la nada, sola, con él...lo único capaz de calentarla eran sus brazos.
Y no podía permitirse ser tan dependiente de otra piel. No otra vez.
Cerró los ojos y allí, entre las sombras, estaba ese bello, muy bello recuerdo.
Charles tomándola entre brazos, tocándole la piel con los labios, subiendo con ella hasta la habitación, depositándola con dulzura sobre la cama. Maldita sea, podría morir ahí mismo. Podría olvidarse del resto del mundo y vivir allí para siempre.
¿Por qué no podría desear algo así? ¿No lo merecía? En los últimos cinco años ha llevado una vida cuesta arriba con momentos grises y algunos alegres, pero casada ¿No podía permitirse fantasear con un mundo perfecto durante el tiempo que estuviese en este lugar? Él aquí era lo más cercano que hubiese tenido a la felicidad en mucho tiempo. No le haría daño olvidarse de todo.
Echó un vistazo hacia atrás por encima de su hombro. Charles continuaba hablando por teléfono con su padre. Se le veía un poco más tranquilo. Cerca de dos horas atrás, habían retomado el tema sobre la petición de su padre. Debía estar loca, porque hacía tan poco tiempo ella pensaba en él como el peor candidato al trono. Ahora, lo instaba a ejercer una regencia. Se estaba tragando mares enteros del agua que juró jamás beber.
―Anna.
Oh. Su gruesa, ronca y sexy voz le sacudió el cuerpo entero. Maldita sea, maldita sea. Ni siquiera la había tocado ¿Por qué se sentía tan caliente? Como si él la hubiese metido en una caldera.
―Hablé con mi padre ―dijo―. Ha enviado a alguien por nosotros.
Anna contuvo la respiración. Así que era cuestión de tiempo para volver, vivir de nuevo en la rutina, como si nada hubiese pasado.
¿Pero cómo iba a olvidarlo? Estos días habían sabido a paraíso.
―Ah ―es todo lo que pudo decir.
Charles suspiró detrás de ella, a centímetros de su piel. Tan cerca...
―Anna. Ya hablamos de esto.
Ella centró los ojos en el exterior.
Él se le acercó, poniendo sus grandes manos sobre aquellos pequeños hombros de ella. Toda ella lo era. Apenas le llegaba hasta la barbilla.
―¿Por qué insistes en lo mismo?
Anna agitó la cabeza.
―Sabes que tengo razón. Lo único serio aquí es lo de tu padre ¿Nosotros? Nosotros no somos nada. Solo dos adultos pasando un rato agradable.
Ella tenía razón. No eran nada. Adultos ¿Pero pasando un rato agradable? ¿A eso se había reducido esos dos días? ¿A un rato agradable?
―Eres un mujeriego ―le dijo ella―. Estás confundido, es todo. Lo de tu padre fue demasiado. Estoy aquí porque era la única cerca cuando explotaste y soy la única que saldrá lastimada.
Él se acercó un paso más. No sigas, por favor, imploró ella en su mente. Podía hablarle de espaldas, sin verlo a los ojos, pero no si se mantenía así, tan cerca...
―Por favor ―le suplicó.
―Anna ―gruñó―. ¿No has pensado que si estabas allí cuando exploté es porque así debió ser?
―No es...
―Déjame hablar ―la calló de golpe―. Siempre dices exactamente lo mismo, como si me conocieras y supieras que voy a decir o hacer ¿Qué es lo que esperas? Sí, he salido con muchas mujeres. Pero, maldita sea, eso no me hace un hombre sin corazón. Y yo...yo...
Impaciente, la tomó por los codos y la obligó a girarse para mirarlo.
―¿Qué es lo que esperas? ―le preguntó.
―No sé ―admite―. Ni siquiera sé que está pasando.
―Yo tampoco ¿Y qué hace una persona cuando no sabe algo? ―atrapó su cabeza entre sus manos, obligándola a mantener sus ojos verdes fijos en los suyos―. Lo descubre.
―¿Qué... ―se aclaró la garganta― significa...?
Charles permaneció en silencio ¿Qué significaba? Anna no era la primera mujer guapa que conocía ni la que se llevaba a la cama. Pero, que Dios lo amparara, ella era como una droga, y solo quería saber cuan dañina era para él.
―Que Dios me ampare ―dijo, cerrando los ojos durante unos segundos―. Anna, no sé cómo responder a eso.
―¿Entonces por qué lo dijiste? No tiene sentido.
―¿Algo aquí lo tiene? Dijiste que me odiabas.
Anna apartó la mirada ¿Lo hizo? Probablemente. Pero solía odiarlo. Ahora estaba tan confundida...
―Recuerdo haberme comportado como un desalmado ―le dijo―, así que me tengo merecido cada uno de tus insultos.
Ella soltó una risita.
―¿Qué te parece si tomamos la escasa hora y media que nos queda para pesar en lo que haremos? ―antes de que ella hablara, agregó―: Sin usar las mismas palabras de siempre, por favor. Sé que soy un adulto y que crees saber cómo voy a reaccionar.
Anna pareció dudar.
―Está bien.
La casa de Peete le dio la bienvenida, sumergida por las sombras del atardecer. Desde la ventana, observó la silueta de Zowie. La pobre debía estar preocupadísima.
―Anna.
Ella se giró para verlo. Apenas podía sostenerle la mirada. La calle estaba demasiado oscura, iluminada con una tenue luz al final de la misma.
―Sobre lo que hablamos... ―comenzó, pero la voz se le quebró.
Había pasado una hora entera hablando con ella, contándose cosas el uno del otro. Solo hablando, evitando cualquier contacto sexual, no así el físico, una sensación que disfrutó. Anna era inteligente, ocurrente, siempre sabía que decir. Hablar con ella era interesante. Ella era interesante.
―La he pasado muy bien ―le dijo―. No me refiero al sexo, aunque ha sido magnífico. Estos días...
Anna aguardó pacientemente mientras él pensaba que decir.
―Podría volver a vivirlo sin problemas.
Ella le sonrió.
―¿Eso incluye un secuestro?
Imitó su gesto.
―Lo que pidas lo tendrás.
Te quiero a ti, pensó.
Se reprendió en silencio por el comentario.
Charles estiró el brazo sin vacilación y le tomó la mano.
―¿Te veré mañana? ―le preguntó dulcemente.
Anna deseó poder tener la suficiente luz para verlo directamente a los ojos.
―No lo sé.
Él hizo una mueca.
―Prometo no ser tan difícil.
―Me lo voy a pensar.
Ninguno de los dos se movió durante un largo instante.
―Quiero verte mañana ―confesó Charles en un susurro.
A Anna le saltó el corazón. Quería verla, quería...
―Me despediste ―le recordó.
―No firmé tu despido.
Ella soltó un suspiro.
―No lo sé.
Charles le apretó la mano.
―Te esperaré en la puerta de entrada si es necesario, Anna. Así de loco me tienes.
Por primera vez agradeció la oscuridad, así no podría ver el rubor en sus mejillas.
―Descansa, Charles ―le dijo, soltándole la mano―. Tal vez te vea en la mañana.
Charles permaneció en silencio mientras la veía abandonar el auto.
Tal vez. No era un sí, menos un no. Era un tal vez, y era por mucho peor que un no.
Esperar hasta mañana por una respuesta le parecía eterno.
Frustrado, aguardó a que ella terminara de despedirse con la mano antes de introducirse al interior de la propiedad. Presionó el volante con ambas manos, aguardó unos segundos para calmarse y partió de después.
Maldita sea, gruñó viendo por el espejo retrovisor como la propiedad se alejaba de su vista ¿Por qué sentía como si hubiese dejado algo de suma importancia allí, lejos de él, donde no podía tocarlo? Sin contar ese peso de frustración por no tener una respuesta concreta. Anna sí que sabía como volverlo loco.
Agitó la cabeza mientras giraba hacia la derecha.
Tenía que descubrir por qué esa mujer era como una droga, y debía hacerlo pronto o perdería la cabeza.
Para el momento en que atravesó la puerta de entrada, Zowie tenía las manos en la cintura, con una expresión de preocupación y enfado que supo al instante que le echaría pelea.
―¿Dónde mierda estabas? ¿Cómo se te ocurre perderte todo el fin de semana sin avisarme? ¡Me has tenido tan preocupada que hasta me dio diarrea!
Anna se peinó el cabello hacia un lado.
―Demasiada información.
―¡Es en serio! Tuve que ir al palacio a preguntar por ti y es cuando supe que el príncipe también andaba perdido ¡Estuve a punto de llamar a tu familia para contarles que te tragó la puta tierra!
―Por favor, dime que no los llamaste.
―¡Te dije que estuve a punto, estúpida! ¡Préstame atención!
―Tranquilízate. Estoy bien.
Arrastró su pesada existencia hasta la habitación y por el reguero de pasos, supuso que venía detrás de ella.
―¿Dónde estabas?
Anna se deshizo de los tacones antes de desplomarse en la cama. Notó su insistente mirada, así que volvió a ponerse en pie y mientras buscaba ropa limpia para ducharse, le contó. Le incomodó no encontrar un gesto de sorpresa en su rostro, como si de alguna manera se lo hubiese esperado.
―Es muy raro que estamos hablando de esto ―Zowie se sentó en la cama y subió las piernas―. Te has negado a estar con alguien después de ya sabes quién y es aún más raro con quien decidiste romper tu voto de castidad.
―No sé que mierda pasó conmigo ―se recostó contra la pared―. Tanto que juzgué a las mujeres que caían en sus encantos y ahí voy yo a perderme con él un fin de semana.
―Bueno, también tienes derecho a, no sé, ¿divertirte?
―Pero yo no quiero divertirme. Siempre me dije que si volvía a enamorarme, tenía que ser de un buen hombre. Charles es un mujeriego. Se olvidará de lo que pasó en pocos días, cuando se tope con otra mujer que le parezca bonita. No me merezco algo así. No puedo aceptar a un hombre como él.
―¿Qué harás entonces? ¿Conservarás tu trabajo como su asistente?
Charles miró de nuevo su reloj de muñeca. Ocho y quince de la mañana. Se preguntó si Anna era del tipo de empleada que se retrasaba. A menos que decidiera no venir a trabajar ¿No lo haría? Agitó la cabeza en silencio, deshaciéndose de la idea. Iba a llegar. No podía desaparecerse después de esos días como si nada.
¿O podía? ¿Por eso dijo tal vez? ¿Por qué no pensaba volver?
Nervioso, volvió a subirse la manga de su camisa para mirar la hora.
―Si no dejas de mirar la hora, me veré obligado a arrancarte el reloj de la muñeca ―espetó su padre. Revisaba ese dichoso reloj cada treinta segundos.
―Lo lamento ―se disculpó.
Enfocó la vista en la pequeña réplica del Big Ben que descansaba sobre el escritorio. Ocho y dieciséis, y la pequeña Mawson no había aparecido aún.
Edward notó los ojos de su hijo fijos en el reloj. Puso los ojos en blanco y lo apartó.
―¿Tienes algún compromiso? ―le preguntó.
Charles no respondió a esa pregunta. Su padre sabía por qué miraba el reloj con tanta urgencia.
―Es probable que la señorita Mawson no se presente a trabajar.
Él desechó sus palabras al instante.
―Seguramente se le hizo tarde.
―O simplemente no aceptará el empleo ―prosiguió su padre―. Deberías pensar en eso.
Charles suspiró.
―¿Crees que se deba...? ―su voz se apagó.
―Sí. Es una de las razones por las que el empleador y la empleada no deberían tener una relación íntima. Para evitar situaciones como esta.
―Pero ella...ella quería que aceptara esto.
―¿Alguna vez mencionó que aceptaría ella una posición así dada la actual situación de ambos?
Mentalmente, Charles dejó escapar una maldición.
―No.
―Creo que es mejor que consideres que Anna Mawson no aceptará el trabajo por motivos personales. Me parece que le sería un poco incómodo.
―Básicamente, estás diciendo que lo arruiné.
―No sé si lo arruinaste. No sé lo que hiciste ¿Lo sabes tú?
Él asintió con la cabeza.
―Además del sexo ―especificó el rey.
Volvió a asentir.
―Quieres que admita que cometí un error ―dijo, sosteniéndole la mirada―. Pero no lo haré. No me parece que haya sido un error.
―Si no lo fue, ¿entonces qué?
―No lo sé ―respondió. Era cierto. No lo sabía―. Es algo en lo que he estado pensando.
―¿Aún no llegas a una conclusión?
―No.
Su padre sonrió.
―Creo que la respuesta a esas dudas es muy obvia. Tal vez es más visible para mí porque soy más viejo.
―Entonces ilumíname.
―Charles ―la sonrisa cariñosa se volvió más amplia―. La misión de los padres es hacerles la vida más fácil a nuestros hijos hasta cierto límite. Sin embargo, hay cosas que debemos dejar que ellos mismos las descubran. Las cosas del corazón representan el misterio más grande y el reto más difícil ¿Sabes por qué? ―señaló su cabeza―. La mente siempre quiere tener la razón y el control de todo. La guerra entre la razón y el corazón es la guerra más antigua de todos los tiempos. Es por eso que te cuesta tomar una decisión. Nunca te has sentido tan cercano a la confusión.
¿Confusión? La palabra parecía demasiado pequeña para explicar cómo se sentía.
―Sería una lástima que la señorita Mawson no se presente a trabajar ―dijo el rey―. Creo que era una excelente aliada.
Charles cerró ambas manos en puños.
―Se presentará a trabajar ―espetó, poniéndose de pie y marchándose del estudio.
Tres golpes más tarde, la puerta se abrió y detrás encontró el par de lagunas verdes enmarcados por un bello rostro.
Por la forma en que sus ojos se abrieron, supuso que no esperaba la visita. Estaba usando un conjunto de ropa deportiva y el cabello rubio estaba atado en un apretado moño.
―Hola ―le dijo él.
La vio tragar en seco y después fingió una sonrisa.
―Hola ¿Cómo estás?
―¿Por qué no fuiste a trabajar? ―la pregunta tan directa le provocó un escalofrío.
―Lo estuve pensando, y lo correcto es renunciar.
―¿Por qué?
―Tú sabes por qué.
―¿Porqué nos acostamos?
La vio apartar la mirada, como avergonzada, y fue cuando lo comprendió.
―Te arrepientes de lo que pasó.
Le supo a pregunta, pero al mismo tiempo a una determinación.
―No, pero eso no significa que estuvo bien.
―Mírame cuando lo dices ―le pidió.
Anna suspiró, y después levantó la mirada.
―No me arrepiento, pero tampoco quiero que se repita. Déjame proteger la poca dignidad que me queda.
―¿A caso hice que la perdieras?
―Para ti son normales los encuentros casuales, para mí no. No estoy cómoda con la situación en la que estamos y no lo estaré viéndote todos los días ―se internó en la propiedad y segundos más tarde volvió con un sobre blanco. Se lo extendió―. Es mi renuncia. Iba a llevarla personalmente más tarde, pero ya que estás aquí...
Charles clavó la mirada en el infernal papel. Después, la miró.
―¿Estás segura de que esto es lo que quieres?
Le vio la duda en sus lagunas, pero al instante asintió.
―Sí. Es lo que quiero.
Sin más, alargó la mano y le aceptó el sobre al tiempo que le asentía.
―Si es así, respeto tu decisión.
―Respecto al departamento...
―Puedes quedártelo, por supuesto. Una cosa no cambia la otra. Ya es tuyo.
―Gracias.
Él le sostuvo la mirada, y algo dentro de ella se alborotó, como si un grupo de ninjas hubiesen comenzado una pelea. Tenía una mirada oscura, el semblante inexpresivo y los labios convertidos en una línea.
―Adiós, Anna.
Ignoró la punzada en su pecho y forzó una sonrisa de despedida.
―Adiós, Charles.
Hubo cerca de un minuto de silencio donde sus miradas se encadenaron, y cuando él decidió marcharse, Anna observó con el corazón en un puño como se alejaba de la propiedad. Le echó una mirada rápida a través del cristal y sin más encendió el auto y se fue.
Expulsó en un suspiro doloroso la sensación de abandono que le siguió a su despedida. Se remojó los labios con la lengua y cerró con movimientos lentos la puerta. Exhausta, descansó la cabeza contra ella.
―¿Cómo te fue? ―escuchó a Zowie preguntarle.
Se apartó de su soporte con un suspiro.
―No insistió ―respondió―. Parece que al final yo tenía razón. No fue algo tan importante.
Se soltó el moño y sacudió el pelo.
―Voy a ducharme ―anunció mientras caminaba junto a ella―. Quiero llamar a Clayton para ver si puedo tener de vuelta mi trabajo. Esta fantasía se acabó.
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