Capítulo 10 | VP
Anna despertó por el golpe de aire frío que penetró a través de la ventana.
Aún sentía la pesadez del sueño sobre su cuerpo, pero la voracidad por tragarse una granja entera era mucho más persistente. Se movió sobre el sofá en el que se había quedado dormida, probablemente después del susto de... ¿Cuándo? Parecía que había amanecido ya, así que la noche anterior.
Al moverse, tuvo que ahogar un grito cuando la inusual sensación cálida acarició su rostro. Giró la cabeza lentamente y contuvo el aliento. Charles estaba profundamente dormido, con los largos y fuertes brazos rodeándole la cintura y la cabeza escondida en su cuello ¿Por qué estaba envuelta en él como su segunda piel? ¿Y cómo era posible que a pesar de la incomodidad se sintiera al mismo tiempo tan cómoda? Cuidada, protegida, una sensación que hacía mucho tiempo no tenía.
Cerró los ojos durante un segundo y ahogó dentro de ellos un par de lágrimas.
No era gran cosa. Seguramente se había abrazado a ella mientras dormía, un movimiento accidental ¿Qué pensaría él cuando se despertase? Posiblemente que había sido ella quien se asedió a él. En definitiva, era la opción más probable, porque no había forma de que él admitiera haberlo hecho, ni siquiera por accidente.
Abrió los ojos y se deslizó en el sofá hasta lograr sentarse, alejándosele lenta y silenciosamente. Con cuidado, retiró su pesado brazo y se lo acomodó en el costado. Charles hizo un pequeño movimiento, estiró de nuevo el brazo y la atrajo hacia sí, aún dormido. Anna contuvo el aliento cuando su cuerpo volvió a golpearse contra el suyo. Charles tenía los ojos cerrados y levemente fruncidos.
Anna reprimió un gritito cuando él los abrió.
Le molestaba admitir que era guapo. Dios, le molestaba muchísimo, tanto o más como admitir que se sentía atraída por él. Tenía un poderío masculino del que ejercía con tan solo mirarla, y Anna se sentía tan cautivada y perdida por su sofocante masculinidad, que deseó lanzársele encima y dejar de batallar contra su orgullo. En mucho tiempo no sintió ese cosquilleo en su vientre, mucho menos en su entrepierna; un deseo asfixiante, una excitación que picaba.
Quiso abofetearse por permitir que la inquietara con una simple mirada.
―Buenos días ―susurró él con la voz ronca.
A Anna se le erizó el vello de los brazos. Siempre había considerado seductora la voz ronca de un hombre recién levantado, pero la que Charles poseía construía una fantasía que debía salirse de lo permitido, haciendo de ésta la más exótica de todas ¿Así cómo mierda iba a contenerse?
―Buenos días ―le respondió.
Charles sintió un irregular y constante retumbe armónico contra su pecho. Apenas descubrió de donde provenía, una leve curvatura se formó en sus labios.
―¿Tu corazón siempre suena así en las mañanas? Porque puedo sentirlo a pesar de la ropa.
―Estúpido corazón ―balbuceó.
Él la miró fijamente, sin perder de vista ningún detalle, ni siquiera las diminutas pecas que poseía debajo del ojo izquierdo, demasiado pequeñas para ser percibidas a distancia. Desde luego, no existía mucho de eso entre ellos. Se preguntó cuántos más habrán notado aquellas diminutas pecas. O cuantos habrán tenido la suerte de percibir el contorno perfecto de sus labios, el brillo natural de su piel, la perfecta forma de su pequeña nariz.
Fijó después sus ojos en las ondas desordenadas de su cabello, y lo traicionó el pensamiento de que algún día él sería el responsable de aquel estado, bajo otras circunstancias. Dadas las raíces pudo deducir que antes de teñirse el cabello debió tenerlo de un castaño oscuro, como el chocolate. Se preguntó vagamente los motivos del cambio. Una vez, hace un par de años, escuchó por la calle a un hombre decir que las mujeres se cambiaban el color de cabello cuando querían dejar algo de su pasado atrás. Por supuesto, supuso que lo había oído en alguna otra parte y que solo lo repetía, pero consiguió sembrarle la duda ¿Lo hacían en realidad o no era más que un asunto de mera estética?
―¿Tienes algo en contra del cabello castaño? ―le preguntó.
Anna frunció un poco el ceño durante el tiempo que le tomó comprender la pregunta.
―Me gusta el cabello castaño ―respondió con suavidad.
―¿Por qué te lo has cambiado? ¿El rubio te gusta más?
―No, pero el cabello oscuro era la debilidad de mi expareja. Cambiarme el color del cabello me hizo sentir que no soy más una más. No sé si lo entiendas.
―Sí, creo que sí, pero, Anna, no tienes que cambiar por alguien que no lo merezca.
Ella agitó un poco la cabeza.
―Necesitaba un cambio, aunque fuera uno pequeño. Quería verme diferente después de salir de prisión.
Él no supo que decir. No era del tipo de entregarle el corazón a alguien, posiblemente para evitar algún tipo de daño en menor o mayor escala. No creando vínculos emocionales se protegía en contra del dolor y hasta la fecha le había funcionado. Sin embargo, cuestionó muy duramente a su inconsciente. Tal vez no le había destrozado el corazón, pero a riesgo de convertir al mismo en una piedra. Ver a alguien llorar, afligido por cualquier pena, o quizá una mueca de tristeza. Nada de aquello solía conmoverlo.
Pero allí estaba, mirándola fijamente mientras una punzada de rabia se instaba en su pecho. Alguien la tuvo, a alguien quiso, y la hicieron pedazos como si ella no importase.
―Pero la verdad estoy cansada de tener el cabello rubio ―comentó incómoda por el silencio.
―Entonces deja que vuelva a la normalidad.
―No, no quiero ¿Por qué hablamos de mi cabello?
―Bien, ¿sobre qué quisieras hablar?
―Mm...pues...
Su mente se fue en blanco cuando él se movió, sujetándola con un poco más de fuerza para impulsarse hacia arriba. En un abrir y cerrar de ojos él, estaba erguido con ella encima.
―¿Sí? ―la animó, pero ella tenía los pensamientos completamente esparcidos.
Mientras la miraba, Anna sintió algo moverse con violencia dentro de su pecho, algo que le provocaba escalofríos. Sintió como si hubiese cruzado una barrera invisible y estuviese viendo a un Charles diferente. Todo se debía a la sutilidad con la que él la observaba: con los ojos abiertos, esplendorosos y maravillosos ¿Pero qué era lo que veía? ¿Qué tenía ella que pudiese encontrar tan atractivo? ¿Y por qué, maldita sea, ella parecía encajar tan perfectamente en sus grandes brazos?
Anna se armó de un suspiro valiente y se puso en pie.
―Voy a darme una ducha y preparar algo de desayunar con lo que encuentre.
Él asintió, sin más, ausente de gestos o miradas insinuantes.
―Los baños están arriba. Puedes usar el que más te guste.
Anna presionó las manos contra su vientre al tiempo que asentía. Se fue de allí con una incómoda sensación de culpa que no logró comprender, ¿o era tal vez arrepentimiento? Ser consciente de que sexualmente se sentía atraída por él era una falta de respeto a sí misma. No era un hombre que le convenía. Vamos, económicamente era un sueño, si fuese del tipo de mujeres que se buscaba a un hombre para vivir como mantenida. Ella quería un compañero de vida, un amigo, un amante y confidente, no un revolcón de fin de semana. Sin importar cuanto tiraba de ella su magnetismo sexual en dirección a su imponente presencia, debía resistir.
Le tomó un par de puertas abiertas encontrar el primer baño, pero le hizo sonreír que las duchas estuvieran limpias y en funcionamiento. Imaginó que las encontraría mohosas y con mal olor, pero al parecer se preocupaban porque la propiedad se mantuviera en buen estado por cualquier visita inesperada. Lástima que no contaban con personal. Podrían pedirles prestado un teléfono y llamar a alguien. Un poco de distancia entre ellos hacía falta.
Le incomodó que tuviese que ponerse la misma ropa interior, quitándole un poco la sensación de que estaba limpia. En otras circunstancias, la habría echado a la ropa sucia y andaría feliz por la casa usando tan solo el vestido, pero al tener que compartir la propiedad con un atractivo y tentador demonio, no parecía una idea sensata dejar las puertas del infierno abiertas.
Dejó una toalla seca para él en el baño, junto a la húmeda de ella, y se encaminó a la cocina. Lo encontró en el sofá, golpeándose los muslos con las manos, siguiendo una melodía en su cabeza. Le pareció que había perdido un par de años y que volvía a una jovialidad a la par con su atractivo.
Se dio a sí misma un golpe en la cabeza.
―Enfócate, estúpida ―masculló para sí.
Charles giró la cabeza hacia ella.
―¿Qué tal la ducha?
―Magnífica. Dejé una toalla para ti por si quieres ducharte. Oh, la puerta está abierta. Así sabrás que baño usé.
Él asintió, poniéndose en pie. Anna contuvo la respiración cuando pasó junto a ella, y aun así su sola presencia la golpeó como un rayo.
―Hay comida en la cocina.
Anna dio un salto al sentirlo respirar en su cuello, pero evitó girarse a su encuentro.
―Eras tú la que ayer se estaba quejando de hambre. Pensé que te gustaría saberlo.
―¿A caso tú no comes?
―No me dejan.
―Sucio.
Se echó a reír.
―Te veo después.
―Como si tuviera otra opción.
Suspiró aliviada al escucharlo partir. Respirando profundo para reforzar su compostura, se dirigió a la cocina. Revisó los gabinetes y una sonrisa de contentura se le estampó en la boca al observar el montón de comida enlatada. Tomó algunas y se aseguró de que no se hubiesen pasado de la fecha de expiración. Después, con el estómago gruñendo impaciente, ideó una comida rápida para dos.
Anna no se consideraba una cocinera espléndida ―no si se comparaba con Peete―, pero tenía lo suyo, un toque especial que hacía buena a cualquier comida que preparase. Así que, cuando lo vio dar el primer mordisco y entrecerrar los ojos con complacencia, se dedicó a sí misma una sonrisa de satisfacción.
―Normalmente no como carne enlatada tan temprano, pero la situación lo amerita ―le dijo él.
―Eso es lo que te ganas por secuestrarme.
―Lo lamento.
Anna se echó a la boca un par de trozos de la zanahoria de la ensalada.
―A todas estas, ¿qué pretendías?
Lo vio encogerse de hombros.
―Hablar contigo.
―De verdad te hace falta aprender a cómo hacer amigos.
―Mm.
Con el tenedor, Charles pinchó las zanahorias y después la remolacha, haciendo un círculo con ellas en el plato ¿Cuánto más iba a tardar en darse cuenta de que no había forma en que fuesen amigos? Si se lo permitiera, arrasaría con todo en la mesa y daría rienda suelta a esa tensión sexual entre ellos ¿O es que ella no sentía nada? Le parecía que también se tensaba cuando se le acercaba, o que los choques eléctricos la empujaban hacia el placer al que se negaba. Difícil saberlo. Tenía mucho más control que él, y es que llevaba poco más de tres meses sin tener sexo, y ella era una tentación de dioses ¿Cómo ella con cinco años de abstinencia apenas parecía inmutarse?
Escuchó el ruido de los cubiertos de ella al dejarlos sobre el plato.
―Tú sigue comiendo, yo hablo ―dijo. Aquello lo hizo sonreír, y es que de por sí ella nunca se callaba. No necesitaba que él tuviese la boca llena de comida para acaparar la conversación―. Hay que buscar una forma de volver. Tu padre debe estar preocupado y si Zowie ve que no vuelvo pronto, llamará a mi familia y esto será un caos.
―Lo comprendo.
―Estamos lejos de la ciudad. Mientras cocinaba, hice un inventario. Puedo preparar algo de comer y llevárnoslo. Desde luego, sin un auto nos tendremos que ir a pie y será un largo camino. Yo me tendré que ir descalza porque traje tacones, muchas gracias.
―La próxima vez, esperaré a que estés en jeans y en zapatos deportivos.
―No es gracioso. Me trajiste en contra de mi voluntad. Que seas un príncipe, no te da derecho a hacer conmigo lo que se te venga en gana.
Charles dejó el tenedor sobre el plato.
―Lo lamento, soy un imbécil ¿Estás contenta?
―Discúlpate cuando lo sientas de verdad.
―Pues no lo siento. Es mi idea más estúpida, lo reconozco, pero es que me falta un tornillo cuando se trata de ti.
―No me hagas responsable de tus errores.
―Oh, no. No lo hago. Es culpa mía pensar que podría hablar contigo.
―Cuando alguien no quiere hablar, lo correcto es darle espacio para que cambie de idea, ¡no secuestrarla!
―¡Bien! ―se levantó de la silla―. Ya está, nos vamos. Llegando a Inglaterra, te dejo en casa y no se diga más. Estás despedida.
Anna también se levantó.
―Ahí vas otra vez a jugar con mi trabajo.
―No ―sentenció―. Te despido porque sino no voy a poder vivir tranquilo. Tú y yo no podemos ser amigos. Vamos, que ni buena relación como jefe y empleada podríamos llevar. No sé si no sientes nada o si eres buena disimulando, pero no puedo ser amigo de alguien con quien me muero por acostarme.
―Claro. Revuélcate conmigo como si fuera una prostituta y luego olvida que algo así pasó. Así es el cuento, ¿no? Tienes la mente pequeña, y sabrá Dios qué otras cosas. Tan mal me conoces que te pensaste que podría acceder a algo así.
―Como se que no lo harías es que voy a poner la distancia que tanto quieres, así que deja de pelearme y acepta los términos que por mi parte ya lo hice.
―¡Tú no sabes lo que quiero! Lo que pasa es que piensas con la cabeza de abajo.
―En efecto, sí, porque la que tengo puesta en el cuello lo insta a hacerlo. Ya te lo dije. No puedo verte como una amiga cuando todo lo que quiero...
―Ya sé lo que quieres, pero conmigo no lo tendrás.
―Entonces deja de pelearme, porque ya lo entendí.
Gritando como histérica, Anna levantó ambas manos por encima de la cabeza.
―¡Eres insoportable! ―rodeó la mesa y pasó junto a él―. Contigo o sin ti, me voy de aquí.
Con un gruñido de exasperación, Charles convirtió sus labios en una delgada línea. Sintió la bofetada de su presencia apartándose a prisa. Giró con brusquedad hacia ella y la tomó de la muñeca.
Anna le mantuvo la mirada, entreabriendo un poco los labios, invitándolo en el silencio, sin invitarlo realmente. Charles sintió su corazón repiquetear con fuerza, sacudido por un deseo vehemente que no había experimentado jamás. Movido por ese impulso, mayor a lo que había imaginado, se echó hacia adelante y la besó.
Charles explotó en pedazos. Cada pequeña parte de él fue lanzada por toda la habitación. Mientras la besaba, se preguntó cómo podría volver a armarse por sí mismo. No conseguía recordar haberse sentido así con otra mujer en su vida: como un crío que descubría por primera vez la pasión, un macho imberbe, un maldito infeliz hambriento de emociones.
Anna tembló cuando sus grandes manos le envolvieron la cintura. Sin los tacones, era tan solo un cuerpo pequeño suprimido por el de un gigante, uno de boca experta y, maldita sea, que tiraba de ese magnetismo que la estaba atormentando por dentro ¿Cómo iba a parar ahora? ¿Qué cosa era capaz de hacerla entrar en razón? La discusión de hacía un instante no había hecho más que avivar esa llamita dentro de ella hasta volverse la erupción de un volcán, y con aquella forma tan sensual en que la tocaba, que la besaba, que tomaba de ella, sentía que estaba enloqueciéndola. Y ella no quería que parara. Que Dios la amparara, pero esta vez no tenía fuerza para apartarse. Después de cinco años, su cuerpo volvió a la vida ¿Estaba dispuesta a arriesgar ese momento por la lucidez? No, no lo estaba. No quería. El fuego que ardía dentro de ella quería que él lo extinguiera y no que fuera suprimido.
Abrió la boca y expuso su hambre con un gemido. Dejó que sus dedos se enterraran en el pelo negro azabache y tiró de él para impedirle que se apartara. Quería prolongar la llama del beso hasta que apenas le quedase aire que respirar. Quería olvidarse de todo cuanto podía. Quería, oh Dios, quería tantas cosas.
El diluvio de sensaciones la invadió con la fuerza de una estampida. Sobre su piel, las caricias de Charles. Contra su boca, los cálidos y húmedos labios de él. En su pecho, una sensación que había creído perdida para siempre.
Las respiraciones nerviosas y agitadas inundaban la habitación. Estaba tomando más de él de lo que era correcto; y él, oh, Dios mío, él se sentía muy bien. Así que silenció la irritante voz de su conciencia y le permitió que la guiara hasta el sofá. La estremeció la sensación de sus grandes manos recorriéndole las piernas. Lo sintió inclinarse y después, sin darle tiempo, la levantó del suelo. Anna envolvió las piernas en torno a su cadera y se restregó contra él con la misma rabia que el movimiento de sus bocas.
Tropezó con sus propios pies, embriagando por el placer, cayendo sentado sobre el sofá. La sintió montándosele encima, acomodando las piernas en sus costados. Con el picor en sus manos, trazó un camino serpenteante por la piel de las piernas que tanto había añorado tocar, de una textura incluso más suave que la seda, y fría como el mármol, pero que adquiría un enloquecedor calor a través del contacto. Una maravilla.
Charles cambió la trayectoria de la boca hacia la mandíbula, recorriendo esa magnífica piel de diosa apenas con la punta de los labios y después, abriéndose paso a los pechos, con los dientes. Enredó los dedos en su suave cabello rubio y, cuando le presionó el vientre con las caderas, ella se le separó un poco para dejar escapar un gemido.
Anna esperó el primer indicio de vergüenza, de arrepentimiento, de culpa. Alguna señal de que debía parar, que no tenía permitido llegar tan lejos, que no lo merecía.
No sintió nada, solo el más vivo sentimiento de placer y regodeo.
Y fue todo lo que necesitó para continuar.
Se llevó las manos hasta su camisa para deshacerse de los botones, pero él la detuvo. Algo dentro de ella se hizo pedazos al descubrir sus ojos fijos en los suyos. Dejó escapar un largo suspiro al suponer su deseo.
Él quería parar.
Sin embargo, lo vio posicionar las manos en la curva de la cadera, deslizándolas hacia arriba y hacia abajo repetidas veces hasta que las dos se encontraron en el borde del vestido. En un parpadeo, él se lo había quitado.
Anna contuvo la respiración cuando se deshizo del sujetador también.
Temblando un poco, se llevó las manos a los pechos para cubrirse. El calentón de la vergüenza se trasladó por cada parte de su cuerpo. Por Dios. No había estado desnuda frente a un hombre desde hacía cinco años, y no podía evitar sentirse tan avergonzada y expuesta cuando él la veía de esa manera.
Como una belleza despampanante a la que no podía ponerle nombre.
A él le costaba recordar cuantos cuerpos desnudos había visto hasta la fecha, ni cuantas mujeres de pasmoso semblante admiró antes del placer momentáneo. Tampoco recordaba haberse topado con una belleza tan avasalladora como la suya, una que clavaba pinchazos de satisfacción en su barriga. No podía parar de observar la magnificencia de su desnudez, sus pechos redondos ni el declive de su vientre, el mar de pequeñas pecas sobre los hombros y el seno; una constelación oscura que instaba a contar sus estrellas a besos, una a una.
Charles abrió la boca y lo escuchó respirar con dificultad.
―Dios mío ―jadeó él.
Anna también jadeó, intimidada por la ferocidad de su mirada. Él la observó fijo mientras llevaba sus grandes manos hasta las suyas, permitiendo así que descubriera nuevamente su desnudez.
―Anna ―gimió―. Tú debes ser alguna clase de milagro. No puedes ser tan bella.
Ella soltó un gritito al sentir como su boca depositaba besos húmedos e inesperados sobre sus pechos. El placentero efecto se acumuló con un dolor dulce en su vientre. Dentro de ella, se disparaban pequeños dardos de añoranza que amenazaban con acabarla. En ese momento, no deseaba nada más en el mundo que sentirlo completamente; sentir su piel contra la suya, sentir su cuerpo en su cuerpo. Quería, anhelaba, ansiosamente que la devolviera a la vida.
La apuñaló el placer que su boca clavó en su pecho mientras mordía la piel sensible de su pezón. Anna movió las manos hasta su pecho y comenzó a tirotear de su ropa, al tiempo que le sentía las suyas deslizándose por la espalda desnuda. Se le despertó un escalofrío caliente que se dispersó a su entrepierna. La enrabietó la repentina complicación para desabrocharle la camisa. Debió percibir su estrago, porque se le apartó.
La excitante oscuridad que encontró en sus ojos encendió con vehemencia una llama enloquecedora que la quemó en todas partes. Mientras se deshacía de los botones con una agonizante lentitud, fijó su mirada en los ojos de ella, como esperando. Supuso que, de ponerle fin a aquella calentura, aquel era el momento. Charles le estaba ofreciendo la última oportunidad para detenerse.
Pero su cordura quedó perdida minutos atrás junto a su ropa, esparcida ahora por el suelo.
Faltándole dos botones, Anna descansó las manos sobre su pecho, deslizando los dedos por la superficie lisa y rasposa al mismo tiempo de una piel afeitada hacía pocos días. Lo vio separar los labios, como buscando un poco de aire, al tiempo que cerraba los ojos y echaba hacia atrás la cabeza. No comprendía por qué se veía tan afectado con un solo roce, pero a ella le maravilló. Se sentía poderosa, así que trazó líneas rectas hasta la uve de su cintura, rosando con la punta de sus dedos el cinturón. Lo abrió con la misma lentitud de la que él había hecho alarde instantes atrás, y vio en su rostro dibujado la impaciencia. Anna sonrió, gesto que acabó convertido en un jadeo cuando él la tomó de la cintura y la arrojó al sofá.
Le volvió a poseer la boca con desesperación y hambre mientras se deshacía de la camisa, a la que mandó lejos. Las manos de Anna se esforzaban por liberarlo del pantalón, pero el constante choque de sus caderas dificultó sus movimientos. La enloquecía aquella manera frenética de moverse contra su vientre, y por un instante la presión del movimiento fue tal que parecía sentirlo dentro de ella, invadiéndola. Toda ella ardía, un diluvio de sensaciones y deseos a punto de explotar. Pronunció su nombre, ahogada y aturdida por la respiración entrecortada. Le rosó el costado con las uñas, intentando aferrarse a él para seguirle el ritmo.
Se le separó apenas para trazar una ruta desde su boca hasta su cuello, bajando despacio y con roses húmedos hasta su pecho, haciendo hervir su piel con la respiración cálida de su boca. A Anna le costaba pensar con la invasión de sensaciones que le apretujaban el pecho. Había pasado tanto desde la última vez que estuvo con alguien, que sintió como si aquella fuese su primera vez, y es que ninguna boca tan experta la había saboreado antes como él. Iba lentamente devorándola, y al mismo tiempo aventurando sobre su piel, explorando el terreno. Su boca experta sabía dónde besar, y qué partes de su cuerpo temblarían con un mordisco, como la pericia iniciada otra vez sobre sus pechos. Enredó las manos en su pelo y siguió con él la trayectoria. Pronto, supo a donde se dirigía. Tembló ante la expectativa.
Así también lo hizo él.
Tembló ensimismado por la fragancia que emanaba su piel, un aroma del que se impregnó hasta enloquecer sus sentidos. Quería recorrerla entera con la boca, grabar cada detalle con ella y con sus manos, cada pequeña peca en su pecho y cada parte abultada de su cuerpo. Mientras más trazaba la línea hacia su entrepierna, le palpitaba más el corazón ―y otras cosas. Lo que separaba ahora su boca del punto al que no podía quitarle la mirada de encima era una tela insignificante negra. Tiró de ella desde la cintura y la fue deslizando lentamente por sus piernas. Tembló, pero negado a brindarle un momento de compostura, se perdió entre medio de las puertas al paraíso.
Que fue de ella después, solo él lo supo, porque Anna estaba tan perdida en el placer que cerró los ojos y dejó que le ofreciera lo que en cinco años tuvo prohibido. Era apenas consciente de que respiraba, y nada más, porque la quemazón la recorría como rayos desde la entrepierna, quebrándole la capacidad de pensar. No se reconocía a sí misma. Le falló el autodominio mientras se percibía enterrando los dedos en su pelo oscuro. En la habitación, solo su respiración trabajosa se escuchaba.
Detuvo la tortura cuando casi alcanzó la cima, y Anna estaba lista para protestar cuando lo vio alzarse como un gigante. Charles estaba desnudo, y era por mucho más atractivo de lo que imaginó que sería. Tenía el abdomen de alguien que solía hacer ejercicio, pero que lo había dejado hacía poco, con la uve del vientre marcada como una flecha que sentenció la dirección de su mirada. Le faltaba tanta pericia para calificar por medida aquella parte de su anatomía, pero no se atrevería a hacerse coro de las descripciones ponderadas ―a veces tan inverosímiles― que solía leer en los libros. Supuso que no debía pasar del promedio.
Lo vio llevarse un paquete plateado a la boca y desgarrarlo con los dientes con cuidado. La abrumó el comprender que llevaba siempre un preservativo en su cartera ―suponiendo que de allí lo tomara― ya sea para usarlo con ella o cualquier otra mujer. Debió comprender el pensamiento que rondaba en su cabeza, porque se detuvo y se limitó en silencio a mirarla.
―Tienes la última palabra ―le dijo.
―Si lo que quieres es detenerte...
―No ―sentenció.
Anna evadió cualquier pensamiento racional que se le vino a la mente. Se impulsó hacia adelante y le tomó la cabeza entre las manos para acercarla a ella y besarlo. Quería mandar a la mierda el pudor y su maldito sentido común y permitirse sentir algo. Dejó que su cuerpo se embriagara del placer inocuo y la turbulenta masculinidad que emanaba de su piel. Lo sintió como braza ardiente a medida que le asaltaba el recoveco de su garganta mientras sus piernas abrían las de ella. Le enterró las uñas en la espalda y su cuerpo se arqueó para recibirlo, gloriosa e indómita, con la razón ya olvidada.
Con el desenfreno del movimiento de las caderas, el corazón de Charles comenzó a bombardear tan a prisa que pensó que le explotaría. No había cabida en él mas que para el placer, enloquecedor y palpitante, como ningún otro que hubiese disfrutado. Le recorrió la piel con la boca, topándose con el par de montes en su pecho que se movían al ritmo de ambos. Gimió su nombre en medio de un jadeo, aclamándolo como si fuese el de una diosa. Le cosquilleó en la barriga una urgencia indescriptible y pronto le llegó hasta el pecho una sensación irracional que no comprendía.
Aquella mujer lo estaba volviendo loco.
Alzó la mirada para verla, y ella lo miraba también. Se ahogó en sus lagunas, y el hechizo que le impedía dejar de contemplarla se prolongó cuando sus manos le enmarcaron mejor la cara. La vio cerrar los ojos antes de besarlo, y el resto de sus pensamientos se extinguieron con la quemante exaltación que toda ella le provocaba.
Charles recordaba su habitación un poco más grande, aunque supuso que se debía al hecho de haber crecido. Muchas de las cosas que tenía allí le parecían desconocidas, olvidadas con el tiempo. Después de todo, no había visitado la propiedad en años. En la sala, pensó en cuanto desasosiego le despertaba subir a las habitaciones, pero no podía permitirse dejar a Anna en las limitaciones del sofá, mucho menos cuando había vuelto a dormirse minutos después de haber tenido sexo.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
¿Cuándo la palabra sexo se había vuelto una de poco valor y significado? Representaba placer, diversión, pero ahora la misma era una de sentimientos vacíos, como si la pequeña frase «sexo con Anna» no estuviese describiendo lo que sucedió. Pero, ¿no fue así? Incluso a él le sorprendió, pero sucedió, realmente lo hizo, y desde que Anna se quedó dormida en sus brazos, su mente no ha tenido descanso.
Deben haber pasado unas tres horas, más o menos, tres horas que llevaba en el suelo, observándola dormir sobre la cama, con el cuerpo cubierto por una delgada, casi transparente, sábana.
¿Qué tenía ella? Era guapa, muy guapa, y esa era siempre la razón principal para llevarse a una mujer a la cama. Pero Anna tenía algo que no podía identificar y eso estaba volviéndolo loco ¿Por qué, mientras más la miraba, le parecía más y más guapa? Maldita sea, ¿qué tenía? ¿Qué había en ella que lo mantenía ahí mirándola? Apartar la vista de ella le dolía.
Se llevó las manos a los ojos y los frotó con violencia ¿Acaso era parte de un hechizo? ¿Era ella una hechicera?
Contuvo el aliento y evitó moverse cuando la vio sacudirse un poco en la cama. Al hacerlo, su desnudez quedó relativamente expuesta, mostrándose ante él la perfecta montaña de sus pechos y cadera. Ahogó un grito de dolor. Dolía verla tan bella y no sabía por qué. Apenas se quedó dormida, todas esas interrogantes aparecieron en su cabeza. Desde el inicio, la relación entre ellos era muy tensa, imitando el turbulento sube y baja de una montaña rusa. Era la primera mujer a la que llevaba a su santuario y la primera, aparte de su madre, que dibujaba. Su compañía era un dulce vicio, y un amargo tormento. En sus momentos más oscuros de los últimos días, su presencia era un oasis. Pero que relación más rara tenían. Un momento quería estrangularla, y al siguiente necesitaba de la tranquilidad que podía darle.
Pero ¿era correcto catalogar ese trato como relación? Solo eran dos personas adultas que se cruzaron en el camino del otro. Ciertamente, podía afirmar que nada había vuelto a ser igual desde el día en que subió a su taxi. Para bien o para mal, algo había cambiado ¿Qué era? ¿Él? ¿Qué había cambiado en él? Hasta ahora, nada. Seguía siendo el mismo. Sin embargo, había algo nuevo.
Anna.
No era la primera vez que perdía la cabeza por una mujer. Le había sucedido en incontables ocasiones, pero saciada la necesidad su cabeza se enfriaba y volvía a tener el control. Y ciertamente había saciado su deseo por ella.
¿Lo había hecho?
Volvió a llevarse ambas manos a la cabeza y ahogó un gemido de frustración. Con los ojos cerrados, perderse otra vez fue muy fácil. Todo volvió a él: su piel suave, su aroma, la textura dócil de su cabello, el brillo soberbio de sus ojos verdes y la manera tan angelical de clamar su nombre mientras hacían... ¿qué hacían? Decir que tenían sexo parecía algo muy seco, pero hacer el amor era por demás algo imposible y equívoco. Porque no habían hecho el amor. No había amor entre ellos.
Pero había algo y era suficiente para volverlo loco. Debía encontrar una manera de callar esas voces en su mente, silenciar la diminuta voz en su interior que le pedía hacer cosas imposibles.
Anna volvió a moverse en la cama, pero esta vez se negó a mirarla. Debía cortar aquello que estaba atándolo, la cosa que lo impulsaba a mirarla y a mirarla como si fuese un ángel caído del cielo.
―¿Charles?
La sensación de calor agitó su pecho, como si un ejército marchara a un ritmo específico sobre él.
Contuvo el aliento cuando su mano se posó sobre su brazo.
―¿Te sientes mal? ―susurró ella.
Charles agitó la cabeza.
―¿Entonces que tienes?
Temeroso, levantó la cabeza lentamente. Miró sus grandes ojos verdes, la divina curva de su boca, el inocente carmesí en sus mejillas.
―Te quedaste dormida ―dijo.
Anna entrecerró un poco los ojos, confundida. Remojó los labios secos y permaneció observándolo en silencio ¿Por qué se veía diferente? Supuso que al despertarse estaría el mismo Charles de siempre, esta vez sonriendo como un zorro victorioso después de haber obtenido lo que quiso desde el primer momento. Por el contrario, se veía cansado, incluso atormentado.
―Te dejé dormir ―le dijo él.
Anna sonrió.
―Gracias.
Charles agitó la cabeza.
―No puedes volver a dormirte ―sus ojos se veían perdidos―. Tienes que permanecer despierta.
Ella lo miró fijamente, intentando descifrar lo que había en sus ojos.
―¿Has tenido una pesadilla?
Él evitó responderle ¿Qué iba a decirle? Ni siquiera sabía que estaba pasándole. Solo podía mirarle aquellos bellos ojos verdes. Sí, era guapa, muy guapa. Maldita sea, era bellísima. Preciosa. Había sido una enorme suerte para él tenerla en su cama, pero ese golpe de suerte no era suficiente ¿Por qué no lo era? Con el regreso a la ciudad, a la normalidad, ¿qué iba a pasar? Volverían a verse como dos polos opuestos.
¿O no?
¿Qué iba a pasar cuando volvieran? Porque él tenía en su mente cada segundo que estuvo con ella, en ella, pegado a ella. Aún podía percibir el olor de su piel en la suya propia. No creía posible encontrar una manera de arrancarse eso.
―Charles ―se le acercó con suavidad, arrastrándose lentamente en la cama―. Si no me dices que tienes, no podré ayudarte.
―No tienes que ayudarme ―dejó de hablar cuando sintió el golpe de calor que emanaba de su piel. Tan cerca, muy cerca...
―Lo hago porque quiero ¿No puedes dormir?
Permaneció en silencio, pensando una respuesta coherente.
―No he dormido. No puedo ―le dijo. Anna despegó los labios un poco. Parecía preocupada, preocupada por él, y eso le encantaba.
―¿Por qué no puedes?
―Porque no puedo dejar de mirarte ―admitió con la voz pequeña.
Haberlo dicho retiró un gran peso de su pecho. No era hombre de susurrarle cosas como esa a una mujer, principalmente para cortar por lo sano, pero Anna le hacía sentir una libertar que nunca antes había experimentado con nadie.
Podía decirle lo que sea. Ella lo escucharía.
―Mm ―murmuró ella. No sabía que responderle―. Seguramente babeo mientras duermo, ¿no?
Ella no encontró ningún rastro de humor en el rostro de Charles, sino el gesto de un atormentado pobre diablo.
―He visto muchas cosas, Anna ―susurró con la voz ronca―. Estoy a punto de perder la cabeza.
Anna se remojó los labios.
―¿De qué estás hablando?
―De ti.
Ella contuvo el aliento.
―Me estás haciendo perder la cabeza y ni siquiera supe cuando sucedió.
―Charles ―se aparó un poco―. Ten cuidado con lo que dices. Lo que pasó...
―No ―le espetó―. No trates de explicarlo. No le des ningún nombre a lo que pasó.
Ella comenzó a agitar la cabeza.
―Fue solo sexo.
―Anna.
―Lo sabes.
―Anna...
―Cuando volvamos, olvidarás lo que pasó. Soy una mujer adulta, sé lo que estaba haciendo y las consecuencias que esto traería.
Charles la miró con dureza.
―¿Qué quieres decir?
Anna dejó caer un poco la cabeza.
―Lo olvidarás, buscarás otra mujer y me tacharás de la lista. Siempre hay una.
Charles respiró hondo.
―Anna ―comenzó a decir.
Ella cerró los ojos e intentó ignorar la punzada de dolor en su pecho.
―Está bien. No importa.
―¿No importa?
―No. Nunca importa.
―¿Nunca importa? ―gruñó.
Cuando finalmente se atrevió a mirarlo a los ojos, una gruesa capa de lágrimas cubría sus bellos ojos verdes.
―Te dije lo que pienso ―la regañó―. Te dije que no le pusieras un nombre, pero no me haces caso.
―Le pongo el nombre que le corresponde. Por alguna razón no lo ves, pero...
―Lo veo, con un demonio, y es lo que no entiendes. Eso no fue sexo, lo sabes. Tú lo sabes. Lo sientes.
―Lo que yo sienta no importa.
―¡Maldita sea, Anna! ―masculló―. Estuviste con un solo hombre ¡Uno! ¿Qué diablos te hizo?
Anna agitó la cabeza en un absurdo e infantil intento de apartar sus palabras, con sus emociones a flor de piel y pidiendo a gritos ser liberados. La vio. Vio en sus ojos y en sus gestos la coraza de la que siempre hablaba. Dios, le daba una rabia verla así, temerosa y enfurecida con el mundo y con ella misma. Protegiéndose de lo que sea para evitar el sufrimiento.
―Me dejó rota ―admitió con la voz rasgada―. Destruida en pedazos tan pequeños que no pueden ser recogidos. Tú no lo entenderías. Lo amé muchísimo, pero a él no le importé. No sé confiar en nadie porque dejó lacerada mi confianza.
El reguero de lágrimas comenzó a abandonar sus ojos, pero él, con cuidado, las fue secando una por una con los dedos. La suave caricia contra su piel la hizo temblar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se sintió mimada, incluso protegida, por un hombre. Pero Charles desaparecería una vez que volvieran a la ciudad. Aunque dolía, no podía permitirle que cuidara de ella, porque la separación sería devastadora.
―Tú eres tan fuerte ―le dijo―. Él no está viendo lo que perdió. Eres una bendición.
Anna volvió a sollozar. Charles se levantó del suelo, se acomodó en la cama y la arrulló en sus brazos.
―Sh, Anna ―susurró―. Todo va a estar bien.
Anna cerró los ojos al poner la cabeza contra su pecho.
Charles respiró hondo y se concentró en la lenta respiración de ella. Maldita sea, estaba perdido, como un pequeño bote en el ancho mar. Debió haberlo sabido en el primer instante que sintió algún deseo por ella. En un parpadeo, ese deseo se había vuelto algo más peligroso: un anhelo, una necesidad. Y veía escasas las posibilidades de salir de eso antes de que fuera demasiado tarde.
Decidió cerrar los ojos y dejar de pensar.
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