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Capítulo 1 | VP

―En lugar de acostarte con todas las mujeres que se te cruzan en el camino, debiste pensar en que este momento tarde o temprano llegaría.

Charles observó fijamente a su padre. Tenía el ceño fruncido y la mirada de alguien cansado de repetir las mismas palabras. Le parecía tener un par de años más que la noche anterior, afectado por la discusión que no paraba de iniciarle cada vez que podía. Pero él también estaba cansado. Cansado de que su padre insistiera siempre en decirle lo que debía hacer ¿Qué ganaba con eso? Discusiones, porque testarudos como eran, ninguno de los dos daba su brazo a torcer, un rasgo que compartían.

―Hasta hace una semana eso no te importaba ―le dijo Charles, pasándose los dedos por el cabello negro azabache.

Edward hizo girar en sus dedos la pipa de madera.

―Hace una semana no despertaste desnudo en un hotel.

―Un hotel que le pertenece a un amigo de la familia.

―Piensa un poco, muchacho estúpido ―gritó su padre―. Despertaste desnudo en la fuente del jardín de un hotel de una persona que ha sido amiga de la familia por años. Saliste en todos los periódicos diarios y las fotos se filtraron por internet.

Charles expuso su dentadura.

―He hecho un buen servicio entonces. Ya sabes, para esas mujeres solteras, y así de una vez le damos algo de promoción al hotel.

Los ojos de Edward se oscurecieron.

―¡Charles, con un demonio! Esto no es una broma. No sólo te afecta a ti, cabeza hueca.

―Bueno, ¿qué es lo que te molesta? ―se levantó bruscamente del asiento―. Me he comportado de la misma manera durante años.

―Ya has crecido. Tienes casi veinticinco años y yo ya estoy cansado de regañarte como si fueras un niño.

Edward se llevó las manos a la espalda y se acercó al gran ventanal de su despacho mientras hacía girar la pipa, vacía, con los dedos. Había pasado los últimos dos años luchando incansablemente contra una severa pulmonía, por lo que abandono el mal hábito de fumar. Inició sin previo aviso, o los síntomas eran claros, pero el ajoro de vida que llevaba no le permitió fijarse a tiempo. Se encontraba una mañana de mayo desayudando con su familia cuando el primer vértigo lo atacó. Sin embargo, pese a la enfermedad, continuó con sus obligaciones como el monarca de Reino Unido. No era una labor tan difícil después de todo. Su sistema político parlamentario actual era mucho más flexible que antes, pero sus decisiones no eran realmente atesoradas. Era, más bien, una cara para representar a su país. Eso era todo. A pesar de ello, ser rey no era un simple juego de niños.

Esperaba que su hijo pudiera entenderlo algún día. Una parte de ese problema fue culpa suya. Tras el fallecimiento de Olive, cuando Charles apenas tenía cuatro años, una sombra oscura de tristeza se situó sobre su pequeña y ahora rota familia. Él iba a echar de menos a su esposa; Charles, a su madre. No tenía como llenar ese vacío, por lo que creía que, si le daba todo lo que él pidiera, podría apagar un poco el dolor.

No tenía ni la más mínima sospecha de que en realidad estaba haciéndole un daño mayor. Lo cegó su propia arrogancia, y la pena irreparable de una pérdida que quebró su vida en pedazos. Ahora lo veía, veinte años más tarde, y su mayor temor era que, tal vez, fuera demasiado tarde.

―Yo también sufrí la perdida de tu madre ―le dijo, la voz rasposa por el cansancio.

Edward se volteó hacia su hijo. Deseaba tener una magnífica taza de té negro. Su hijo era más ameno y comunicativo con algo de té dentro de su taza favorita, la que su madre y él habían hecho cuando tenía tres años.

―Bueno ―dijo él, rascándose la nuca―. Te volviste a casar, padre.

―Lo hice, pero casi tenías diez. Antes de hacerlo, hablé contigo.

Caminó lentamente hasta su asiento, con las manos aún cogidas tras la espalda.

―Padre, no... ―Charles se aclaró la garganta―. Ya hemos hablado de esto. Tessie ha sido una excelente madre y una perfecta compañera para ti. Te lo he dicho demasiadas veces. Lo único que detesto de esa unión es a las gemelas, y no porque provengan de un padre distinto. No logro congeniar con ellas de ninguna manera. Son un verdadero dolor de cabeza que he soportado porque aprecio a Tessie. Sin embargo, quiero saber por qué me lo vuelves a mencionar.

―Porque ya es hora de que te hagas responsable ―le espetó―. Yo perdí a tu madre, pero no descuidé mis obligaciones. Te lo di todo para sanar una herida que ahora es...es...

Charles le dedicó una sonrisa, levantando a su vez las manos por encima de su cabeza.

―El dinero, las mujeres y mucho sexo lo curan todo.

―No. El amor lo cura todo. El dinero y esos placeres paganos solo abren más la herida. Yo te di todo eso, es cierto, y aprendí la lección muy tarde, porque no solucionó el problema ni curó la herida. La empeoró.

Charles soltó un bufido.

―Eso está bien para un libro, pero no para la vida real ¿A quién le importa el amor en realidad? No siempre es la fuerza más poderosa del universo. Uno debe cuestionarse el mundo en el que vive, con asesinatos diarios y agresiones violentas. Dime, ¿consideras eso amor?

―Charles, tu misión como rey...

―Es sentarme y firmar papeles ―se levantó de golpe―. Ya no es como antes. Los reyes no son más que la cara del país. No tenemos tanto poder. Por más que lo intentemos, el mundo no puede ser cambiado.

―No estoy pidiéndote que cambies el mundo, sólo que asumas esta responsabilidad que como mi único hijo y heredero directo al trono tienes.

―Eso implica demasiada responsabilidad, lo que limita mucho esas excelentes libertades que poseo ―cruzó los brazos contra su pecho―. Temo que lo dejaré pasar.

Edward, furioso, golpeó la mesa con los puños.

―¿Crees que voy a seguir manteniéndote después de esto? No, Charles. Si quieres dinero tendrás que trabajar por él y la única plaza libre es la del príncipe de Gales.

―¿Qué vas a hacer entonces? ¿Me quitarás el dinero?

Él permaneció en silencio, mirándolo. Edward tenía el semblante sombrío y malhumorado, y eso, generalmente, no solía pasar. Era un hombre amable y comprensivo, simpático y alegre ¿Por qué debía dejarlo de lado para sacar a un hombre moralista que solía exigirle más allá de lo aceptable? ¿Ser rey y dejar esa magnífica vida? No ¿Perder el dinero si no aceptaba? Inadmisible. Ese tipo de chantaje no parecía el más justo de los tratos. No estaba dispuesto a renunciar al estilo de vida que tanto le entretenía.

―Eres el príncipe de Gales. Quiero que lo recuerdes. El dinero que tienes lo obtuviste por tus pocos años de servicio, así que pronto se te acabará ―Edward suspiró―. No le dejes el camino abierto a tu primo por el capricho de mantenerte al margen. Cameron no está capacitado de ninguna forma para ejercer.

―¿Y qué te hace pensar que yo sí?

―Porque conozco tus capacidades, hijo. Eres inteligente y leal. Tu madre siempre vio las características de un líder en ti. Siempre creyó que harías un gran trabajo ―sus ojos azules refulgieron―. ¿Quieres que lo único que nos queda de tu madre, su fe en ti, desaparezca? Porque cediéndole tu derecho al trono a Cameron, estás enterrando esa fe.

Charles maldijo internamente. Ese era el peor de los chantajes, aún peor que la posibilidad de perder su dinero. Era un golpe sucio y tanto él como su padre lo sabían, por eso había optado por utilizar esa movida en el tablero.

Pensar en su madre le resultaba muy doloroso. Había comenzado a olvidar su voz, las canciones que le cantaba antes de dormir ―con una voz aguda y desafinada, según su padre, pero dulce al mismo tiempo― y como le preparaba su desayuno favorito. No había olvidado su rostro por aquella preciosa fotografía de ella sonriendo sobre la mesa de noche en su habitación. Tenía solo cuatro años cuando falleció, pero sabía que lo había amado demasiado. Y él la había amado, y la echaba de menos, mucho.

Fallarle a su memoria y a su fe en él le estaba doliendo, pero las responsabilidades de un rey eran demasiado pesadas para él, sobre todo obviando el hecho de que, a menos que lo recuerde, no había tenido responsabilidad alguna en veinte años. Aunque contaba con el título de Príncipe de Gales, eran pocas las movidas generosas y responsables que había hecho con semejante privilegio. De lo único que ha sido responsable es de llamar al chofer a tiempo para evitar un accidente.

―Charles ―lo llamó su padre suavemente―. No desperdicies tu potencial en lo que estás haciendo ahora. Estar con distintas mujeres y malgastar dinero en caprichos mundanos no va a reemplazar a tu madre. Ni siquiera va a llenarte algún vacío. Al final del día, vas a sentirte aún más solo.

Charles no pudo responderle. No tenía como. Su padre no comprendía lo bien que le hacía olvidar que al llegar a casa su madre no estaría con alguno de esos caprichos mundanos como él les llamaba. En su lugar estaría Tessie, su adorada y encantadora madrastra que, pese a ser una buena mujer y una fantástica madre, no era la suya. Sus cálidos brazos jamás podrían reemplazar los de su madre. No podría comprender lo bien que le hacía tomar y divertirse, no atarse a nadie ¿Para qué hacer algo así? ¿Para perderla cuando menos lo esperase? ¿Qué su partida lo rompiera en mil pedazos? No. Distintas compañeras de cama aseguraban un corazón intacto y una vida placentera.

Pero su padre no lo comprendería. Creía con los ojos cerrados que el amor podía curar lo que sea ¿Qué ha hecho el amor por él? Le arrebató a su madre, casi consigue matar a su padre. Perder a alguien que amas es como morir con ellos. Amar a alguien es saber que tarde o temprano lo perderás y el dolor en algún punto se volverá insoportable. No, el amor no le ha dado nada, sino que le ha quitado. Todo lo que de verdad amaba era su padre y él, a capa y espada, estaba intentando obligarlo a hacer cosas que, obviamente, no sería capaz de realizar. No era persona de entablar lazos permanentes con alguien. Eso era para idiotas.

Suspiró pesadamente. Edward, por otro lado, continuó girando su pipa.

―Hijo, no quiero que solo tomes esta responsabilidad. La gente se siente segura si la alta familia, la familia real, está formada con una base sólida.

Charles frunció el ceño, confundido.

―¿A qué te refieres?

―Tienes que casarte, Charles ―musitó Edward con lentitud, palabra por palabra, pero al mismo tiempo las sintió llegar de golpe como una bala.

Él ni siquiera parpadeó. No hizo ni el más mínimo movimiento, mucho menos emitió palabra alguna después de haberlo escuchado. Segundos más tarde, cuando recobró un poco la compostura, soltó una fuerte carcajada.

―¿Casarme? ―se agitó el pelo negro azabache―. Esto ya es el colmo ¿Pretendes que acepte tu oposición de someterme a las estipulaciones de mi título y que, además, me case?

Agitó la cabeza de forma frenética, soltando maldiciones al azar, perdiendo el control de sí mismo.

―No ahora, no, pero pronto. Si la gente ve que el futuro rey tiene control de su propia familia y que es estable, pensarán que puede hacer lo mismo con un país.

Charles observó a su padre a los ojos.

―¡No! ―gruñó―. ¡No pienso ser rey y no pienso casarme! Busca a otro lo suficientemente estólido que quiera hacerlo.

―¡Charles William Arthur! ―gritó su padre con impaciencia―. Tú eres mi heredero natural. Ya estoy cansado de mantenerte. Si no accedes a ejercer de manera productiva tu título y casarte en algún momento, entonces tendré que limitar tus cuentas.

Charles apretó la mandíbula.

―Haz lo que se te antoje, padre.

Se dio la vuelta y abandonó el despacho de su padre, preso de una furia inmensa ¿Casarse? Vaya idea absurda. El matrimonio era una atadura que él jamás aceptaría. Ni hablar. Si su padre encontró felicidad con esa gruesa soga al cuello era su problema. Él jamás sería atrapado por esas aguas oscuras del matrimonio. No, señor.

Al abandonar la propiedad, el elegantísimo Palacio de Buckingham, recordó con torpeza que era lunes, el único día en la semana que se permitían visitas guiadas. El lugar estaría repleto de curiosos turistas. Salir como si nada iba a llamar la atención, y no contaba con el humor para lidiar con la gente. Además, conducir no se le apetecía. Nunca había sido bueno manejando mientras experimentaba la más pura de las iras.

Caminó hacia el Salón Blanco donde, en su mayoría, hacían fiestas de té y se aseguró de cerrar muy bien la puerta. Metió las manos en el bolsillo, llevándose las llaves consigo. Entonces escuchó el rasgón. Cuando sacó las llaves, notó que el interior de su bolsillo se había desgarrado por culpa del llavero.

―Maldita sea ―gruñó.

Decidió ignorarlo y agarró el teléfono, tecleando a prisa el número.

―Servicios de Taxi Cabwise, buenos días ―respondió una mujer.

―Necesito un taxi en el Palacio de Buckingham. Que pase a recogerme por la parte trasera, por la entrada de los empleados.

Escuchó el tecleo al otro lado de la línea.

―Desde luego, señor. El taxi llegará entre diez y quince minutos ¿Quiere que activemos el rastreo? Nuestros servicios incluyen una aplicación que permite ver en un mapa el taxi que pasará a recogerlo. Al llegar, se le enviará una alerta para notificarle. Es un costo adicional de dos libras.

Charles se pinchó la nariz con el pulgar y el índice.

―Está bien, sólo envíen ese taxi.

El tecleo al otro lado de la línea comenzó a tornarse desesperante.

―Su taxista es Anna Mawson. En la aplicación Cabwise TaxiTracker, luego de haber colocado el nombre del taxista, deberá ingresar la numeración 33862, que es el número designado al taxi en cuestión ¿Necesita que lo repita o...?

―No, lo tengo, gracias.

Colgó, y marchó cuidadosa y silenciosamente hacia la parte trasera del palacio.

―¡Increíble! ―chilló frustrada.

Se obligó a recordar que debía mantener las manos en el volante, pero su ira resultaba ser demasiada para poder manejarla tan bien como manejaba el taxi. Conducía mucho mejor cuando estaba enojada, de eso no había duda. Tal vez era algo irracional, pero así era.

Clayton Cabwise, su jefe, había reunido a todos los taxistas para notificarles sobre la nueva implantación de la aplicación que permite a los clientes rastrear los taxis. Tenía a las operadoras ofreciendo el servicio en cada llamada, ¡y montó un aviso en internet! Ella no tardó en protestar. Estaba tan furiosa que...

El teléfono comenzó a sonarle. Presionó el Bluetooth para contestar.

―¿Quién es y qué quiere? ―gruñó.

―Oh, vale. No me gruñes, tigresa. Soy Zowie ¿Tu mejor amiga? ¿Ya me olvidaste? Vale, pero qué mejor amiga tengo. Anda, guapa. Di que ya me has superado.

Anna soltó una carcajada. Zowie, la única persona en este mundo que era capaz de hacerle olvidar cualquier problema, cualquier enojo. Hacerle olvidar lo que sea.

―Zowie, vivimos en la misma casa. No hay forma de olvidarlo.

―Sólo bromeaba, dulzura. Oye, Peete quiere que vayamos a cenar. Di que sí.

―Peete solo quiere cenar contigo.

―Me pidió que te invite. Anda, di que sí, no seas aguafiestas.

―Estoy en el trabajo ¿Por qué estás hablando como si fueras española? Eres más inglesa que el Big Ben.

―No lo estarás en la noche. Y lo hago porque estoy aburrida. Mi compañera de trabajo es española y me trae loca su forma de hablar. Me está enseñando expresiones comunes. Creo que le fastidia cuando la exagero y uso palabras que, según ella, los españoles en realidad no usan.

Anna suspiró.

―Zow, lo siento, hoy no estoy de ánimos. Acabo de salir de una reunión con el jefe.

―Uy, que miedo ¿Ahora qué quiere?

―Nos informó sobre una nueva ocurrencia. Ahora los clientes pueden rastrear nuestros taxis ¿Te imaginas?

―Pero, ¿qué demonios...? ¿Eso no es peligroso?

―Es justo lo que pienso. Supone por un instante que se suba un lunático obsesivo y decida rastrearme. Me va a encontrar. Clayton debe dejar de pensar. Cuando lo hace crea problemas. Es un hijo de...

―Eh, ¡cuidado! Anna, nada de groserías.

―Iba a decir que es un hijo de mala madre.

―Las dos sabemos que no es así, pero voy a fingir que te creo.

Anna soltó una carcajada.

―¿Hacia dónde vas? Porque supongo que ya estás en la marcha.

―Voy hacia Buckingham.

―¿El Palacio? Oh, oh. Eso me recuerda... ¿Compraste el periódico de hoy?

Anna lanzó una mirada rápida al periódico sobre el asiento del pasajero. Una foto del príncipe Charles, dormido sin nada de ropa en una fuente elegantísima, se exhibía en la portada.

―Sí. Compré el periódico con el amor de tu vida en la portada.

―¡Eres la mejor, Anna, gracias!

―De verdad ¿Qué le ves? Creo que es el peor futuro al trono que ha tenido Inglaterra. Se acuesta con un trillón de mujeres al año.

―Bueno, tal vez, pero es muy guapo. Es el segundo en mi lista.

―¿La lista de los hombres con quien podrías serle infiel a Peete? Chica, no podrías ni aunque te pagaran.

―Tienes razón. Peete es un sueño. Aún no puedo creer que llevemos dos años juntos.

―Peete no es un hijo de puta como Adam.

―¡Anna! ¡Dijiste malas palabras! Te va a tocar pagarme un helado ¡Ya hablamos de eso!

Anna soltó otra carcajada. Zowie era una chica muy decente, tranquila y totalmente adorable. Adam Allen había sido una piedra en su camino. Fueron novios en la escuela. Aunque ella estaba enamorada de él, Adam era más del tipo de muchas mujeres. Zowie no pudo soportar algo así, de modo que terminó con él. Pasó casi una semana metida entre las sábanas, faltando a clases sólo para no verlo. Fingió tener una gripe terrible para convencer a su madre. Mostró una mejoría milagrosa cuando le ordenó que fueran a un médico.

Al doblar la esquina, encontró el Palacio de Buckingham frente a ella. Se dirigió hacia la parte trasera, donde un gran portón eléctrico permitía el acceso a un callejón estrecho. Por suerte, el taxi cabía sin problemas.

―Zo, tengo que dejarte. Voy a transportar a alguien. Te veo en la casa.

―Sí, claro ¡No olvides el periódico!

Ella suspiró antes de colgar. Sus ojos la traicionaron y lanzó una rápida mirada al periódico. Sí, tal vez el príncipe Charles era guapo, pero era un idiota. Casi podía jurar que tenía el símbolo de dinero en los ojos. Eso era, francamente, un desperdicio de persona. Alguien así, con su poder y recursos, debería interesarse por lo que está sucediendo. Gente muriendo de hambre, perdiendo sus casas, niños enfermos con cáncer. A la alta jerarquía no le importaban las cosas que deberían tener verdadera relevancia, y con el ejemplo podrían movilizar a las masas. Una persona a la vez. Era todo lo que bastaba.

Lamentaría el día en que el rey Edward falleciera y su pretencioso hijo asumiera el poder. Él sí que se preocupaba por la gente.

La puerta trasera del taxi se abrió tan rápido que no tuvo tiempo a pensar en nada más.

―¿Es Anna Mawson? ―lo oyó decir.

―Sí, ¿cómo lo...?

Chasqueó la lengua al recordarlo. El rastreador del taxi. Fantástico.

―Olvídelo ―dice―. ¿A dónde lo llevo?

―Aún no lo sé.

―Sin ofender, pero ¿qué sentido tiene pedir un taxi si no sabe a dónde quiere ir?

A pesar de que no podía verlo, pudo sentir como aquel hombre se alzaba en el asiento. Mierda, era alto, altísimo. Podía notarlo por el rabillo del ojo. Ella debería llegarle debajo de los hombros. Qué horror.

―Aunque, para serle sincera, podría manejar todo el día ―se apresuró a decir―. El problema no es mío, sino suyo, porque pagaría muchísimo dinero y...

―El dinero no es problema ―respondió tajante.

Anna sintió un escalofrío que le recorrió toda la columna. La voz de ese hombre era ronca y poderosa, temeraria quizá, pero sumamente intimidante.

―Okeyyyyy ―hizo girar la llave y el motor emitió un gruñido suavecito, como si cobrara vida―. ¿Entonces sólo le doy una vuelta por ahí mientras piensa a dónde quiere ir?

Lo único que escuchó fue un gruñido.

Mierda, ¿cómo pudo ser tan idiota? Había metido el teléfono en el bolsillo roto. Ahora el aparatejo del demonio se le había ido por dentro del pantalón y lo sentía frío contra el muslo. Charles dejó escapar un gruñido. Se desabrochó el cinturón, bajó un poco la bragueta e introdujo la mano.

Anna se aclaró la garganta.

―¿Quiere hacer una parada rápida en algún lugar? ―preguntó.

Nada. Genial. Chasqueó la lengua, impaciente.

―¿Quiere leer el periódico?

No obtuvo respuesta. Le dio una mirada rápida por el retrovisor. Estaba inclinado haciendo... ¿qué estaba haciendo? Tenía las manos metidas en el pantalón. Oh, por Dios. Lo que le faltaba.

―¿Le puedo repasar unas reglas básicas? No es nada serio ―Anna enarcó la ceja―. Solo procure no masturbarse en mi taxi. Tampoco haga llamadas calientes o algo por el estilo. Lo digo porque tiene una posición muy comprometedora y no sé qué hace con las manos.

Charles soltó un gruñido.

―¿Se ha vuelto loca? No estoy masturbándome. Se me ha roto el bolsillo de mi pantalón y el teléfono se me corrió por el muslo.

―Bueno, en tal caso, pasemos a la regla número dos: nada de quitarse los pantalones. Regla número tres: no vaya a tocar ninguna parte de mi taxi después de haber tenido las manos en el inframundo.

―¿No puede limitarse a conducir?

―Regla número cuatro: a menos que quiera darme una ruta, no me diga que debo hacer ¿Le parece?

Él prefirió guardar silencio. Lo que estaba por escapársele de la boca no eran exactamente el tipo de palabras que alguien de su posición debería emitir, mucho menos a una mujer.

―¿Sigue sin saber a dónde quiere ir? ―preguntó ella.

―Si hubiese pasado un mal día, ¿a dónde iría?

―Le pregunta a alguien que por lo general tiene un mal día, y cuando eso sucede no puedo ir a ningún lado porque tengo que trabajar.

―Pero si pudiera, ¿a dónde iría?

Anna permaneció en silencio unos segundos. Era una pregunta difícil. Por lo general iría al gym a boxear, o despertaría temprano para correr, o continuaría mimando a su viejo Dogde Dart del 1972, un clásico. Su clásico, heredado de su abuelo, pero solo si contaba con tiempo libre, de lo que parecía carecer en los últimos meses.

Charles consiguió por fin alcanzar el teléfono. Lo dejó sobre el asiento, se subió la bragueta y se ajustó el cinturón. El auto comenzó a moverse lentamente hacia atrás, saliendo del reducido espacio.

―Yo no sé ―le dijo ella―. ¿Ir al parque? Tal vez ir a ver una película.

Cuando Charles acomodó la espalda en el asiento, la mujer ya se encontraba mirando hacia adelante, conduciendo por el lado opuesto a la entrada del palacio.

―¿No me recomienda algo menos concurrido? ―dijo él.

―Pues, verá, no lo sé. Solo existe un lugar donde no haya tanta gente.

―¿Cuál es?

―Su casa.

Charles soltó un bufido.

―No tiene idea de cómo es mi casa ¿Algún lugar menos deprimente?

Anna soltó una carcajada, una que era tan cálida y dulce, que danzó sobre la piel de Charles. Se tomó unos segundos para observarla. Era una mujer pequeña, pero con una estructura ósea exquisita. Poseía una tez de porcelana, lisa y blanca, y un cabello sedoso que le llegaba un poco más abajo de los hombros. Era rubia, pero teñida. Seguramente había sido castaña. Con el pelo oscuro debería verse igual a un ángel. Definitivamente el tipo de mujer a la que se le acercaría en un bar.

―Cuando yo era un poco más joven y estaba en la escuela ―comenzó a decir ella―, quería estar sola todo el tiempo y nunca encontraba un lugar donde estarlo. Después me di cuenta de que en realidad no era lo que yo quería, sino más bien encontrar un lugar donde nadie me conociera. Además, ¿dónde diablos voy a conseguir un lugar que esté libre de gente? A veces las personas son como una plaga.

Charles sonrió, pero no se sintió mejor. No pudo evitar pensar en la discusión que había tenido con su padre ni en sus imposiciones.

Anna extendió el brazo hacia atrás, sosteniendo el periódico mientras lo agita.

―Puede leerlo ―dijo―. Tal vez vea un lugar interesante al que ir, pero tiene que devolvérmelo en cuanto termine. Tiene a Don Divadón en la portada.

Charles frunció el ceño, confundido, pero al final decidió aceptarlo. Al desplegarlo sobre sus rodillas, se descubrió a sí mismo en la portada.

¿Y cómo es que ella lo había llamado? ¿Divaqué?

Una bola de fuego se le formó en el pecho.

―El apodo ―musitó intentando controlar su tono de antipatía―, ¿es uno de admiración o...?

Anna soltó una carcajada.

―¿Un apodo de admiración al Príncipe Charles? Dígame algo, ¿es policía? ¿Conoce a ese hombre o algo así?

Él apretó la mandíbula.

―No, ¿por qué?

―¿Entonces puedo expresarme sin ser arrestada? No me gustaría volver a estar tras las rejas.

Charles parpadeó.

―¿Ha estado...?

―No, no. Es una expresión. ―rio nerviosamente―. ¿Es o no policía? Sea sincero.

―No, ya le dije que no.

―Mire, es que, por lo general, quienes entran a este taxi son admiradores de ese príncipe. He montado en esta carroza a la mismísima presidenta de su club de admiradoras. Se hacen llamar Charlens Enchantments ¿Se lo puede creer? Vi algo así en una película, creo que lo sacaron de ahí. Prefiero quemarme las neuronas viendo un maratón de películas de Barbie.

Eso no puedo discutírselo, pensó Charles. Ni siquiera él podría tolerar un nombre tan ridículo asociado al suyo. No importaba que la presidenta fuera una pelirroja de bomba.

―Mi mejor amiga lo idolatra ―continuó hablando―. Lo tiene en una lista de las personas con las cuales podría serle infiel a su novio, pero yo sé que ella no dejaría a Peete. Yo la verdad no lo soporto. Considero que el Príncipe Charles es el peor heredero al trono de todos los tiempos.

A Charles se le hinchó el pecho con aire caliente. Respira, hombre, repitió en su mente un par de veces.

―¿Por qué? ―preguntó, manteniendo a raya su tajante tono de voz.

―Es un hombre que no tiene convicciones, ni metas ni moral. Nunca se le ha visto haciendo algo de caridad. Digo, no es que tiene que estar metido en todo, pero donarle algo a los niños pobres no va a dejarlo en calzones ¿Me entiende?

Él prefirió no responder. La observó girar el volante a la derecha.

―Yo provengo de una familia humilde y ni se imagina todo lo que he tenido que hacer para conseguir dinero. Afortunadamente, ahora nos va muy bien. Con trabajo duro, la mayoría ha conseguido puestos importantes, pero antes... ―agitó la cabeza―. Salimos adelante por las ayudas aprobadas por el rey Edward. Ese sí es un gran hombre. Siempre está pensando en su gente. Si al príncipe Charles le ceden el trono, nos llevará a la pobreza inmediata.

Charles inspiró profundamente.

―¿Según usted, por qué?

―¿Qué no es obvio? Utilizaría todo el dinero para meter mujeres al Palacio de Buckingham y el lugar es bastaaaaante grande. Allá esos hombres que piensen en sexo todo el día. Si el príncipe Charles alcanza el trono, el trabajo mejor pagado será el de prostituta. Ningún Titanic se estrellará contra mi iceberg.

―Pare el taxi ―gruñó de golpe.

―Sí, bueno, no puedo. Estoy en medio de...

Charles se inclinó un poco y le colocó la mano sobre el hombro. Anna giró la cabeza y, ahí, lo vio por primera vez.

―¡Príncipe Charles! ―musitó alarmada.

Escuchó el escándalo del claxon. Al voltearse, pisó con fuerza el freno para detenerse. Unos segundos más tarde y hubiese terminado debajo de aquel auto rojo carísimo.

―¿Hace esto con todo el mundo? ―gruñó él―. ¿Le habla mal de mí a cuanto entre a esta basura hecha de latas?

―¿Basura hecha de latas? ¡Atrevido!

Los ojos de Charles flamearon como el mismísimo fuego. Abrió la puerta bruscamente y abandonó el taxi.

―Mierda ―masculló Anna, imitando la acción.

Los conductores furiosos comenzaron a protestar. Todo lo que vio fue al Príncipe revisando algo en su teléfono. Seguramente llamará a alguien para que venga a buscarlo, y quizá a la policía. Oh, no. No podría soportar volver a prisión.

―Yo lo puedo explicar ―dijo mientras se le acercaba―. Sí, lo odio, pero bueno, ¿eso qué? Existe la libertad de expresión.

Charles inspiró bruscamente.

―¿Entonces no debo ofenderme? ¡Ha dicho que no soy buen rey!

―No, no. No dije eso. Dije que sería un horrible rey, y estoy parafraseando mis propias palabras.

―¡Tanto peor!

―¿Quiere que me disculpe? Porque eso no lo haré. Mis padres siempre me educaron para decir la verdad.

―¿Y su educación incluía un manual de cómo hacer que te ingresen a un penal?

La mandíbula de Anna casi cayó al suelo.

―¿Disculpe?

―Usted misma dijo que estuvo en prisión.

Ella cerró los puños con fuerza mientras respiraba lentamente para calmarse.

―Usted no sabe los motivos por los cuales estuve en prisión ―gruñó―. Así que no puede juzgarme.

―¿Y puede hacerlo usted?

―Sí ―sentenció―. No ―dijo después, viendo su cara de enfado―. Lo he investigado. Nunca ha hecho nada bueno. Todo es para su propio beneficio, y un rey no debería ser así. Si yo tuviera el poder que tiene usted, no lo malgastaría haciéndole un mal uso. Está todo el tiempo encerrado entre casas de lujo que no ve la pobreza, aunque la tenga frente a los ojos. Por eso creo que será un horrible rey. Usted no tiene corazón ni empatía por nadie.

Charles apretó con fuerza la mandíbula, mirándola fijamente. Sus ojos eran verdes, dos verdes impactantes, astutos y peligrosos que podían distraer a cualquier. Su rabia le impedía caer en su hechizo ¿Qué ganaba él dejando que esa mujer le gritara en público? Nada ¿Y por qué no la había detenido? Fácil. Ella le había picado en donde le dolía: su orgullo.

El escándalo de los cláxones comenzó a ir en aumento.

―¡Salte de la calle, perra! ―gritó un conductor.

―¡Tienes otras siete rutas que puedes tomar, imbécil! ―vociferó en respuesta.

―Deje de gritar como camionera que está atrayendo la atención ―masculló Charles.

―Lo siento, supongo que debo quedarme callada cuando los hombres en la calle comienzan a insultarme.

―Oh, pero como soy hombre y usted mujer tiene derecho a insultarme sin que yo pueda defenderme.

Anna se mordió los labios para detener la discusión.

―Está bien. Me quedaré callada.

―Ya es tarde. Habla tan fuerte que puedo oírla hasta en el silencio.

―Dije que me quedaría callada ¿Usted por qué sigue discutiendo conmigo? Suba al taxi y ya.

Charles la fulminó con la mirada.

―¿Pero usted con quién cree que está hablando?

Al instante supo que se le había vuelto a ir la lengua.

―Va a arrepentirse de esto ―sentenció él, y comenzó a caminar lejos del taxi. Marcó a prisa el número de Perkins, uno de los choferes de la familia. En unos minutos más no tendría que soportar a esa loca mujer.

―¡Y sostengo todo lo que dije! ―gritó ella, viéndolo marchar―. Es una pieza barata bañada en vanidad, presuntuosidad y egocentrismo.

Charles extendió la mano hacia arriba, agitándola, en una seña que solo podía representar una petición para que hiciera silencio.

―¡Y no es ni un poco caballeroso! ―rugió―. ¡La caballerosidad ya es un arte muerto que nadie quiere apreciar! ¡Póngame un impuesto, labrador! ¡Cretino egoísta! Todos nos iremos al infierno si llega a ponerse la corona del rey.

Él se giró hacia ella, desafiante.

―Entonces estarás rogándome para meterte una noche en mi cama, porque las mujeres que lo hacen siempre se llevan una buena tajada de mi billetera.

―Follarás a tu boca, ¡brabucón!

―¡Está loca!

Anna se dio la vuelta y caminó hacia el taxi, frustrada interiormente. Boca floja, se recriminó. Me pongo a hablar estupideces cuando me enfado y ahora me irá peor. Van a meterme a la cárcel.
Entró al auto y partió de inmediato, deseando no haber ido a trabajar en primer lugar.

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