VIII
¿Por qué?
¿Por qué no estaba ahí, dentro del ropero?
¿Cómo es que había desaparecido?
¿Alguien se lo había llevado?
Miles de preguntas mareaban mi mente, dividían mi atención y aumentaban mi ansiedad pues no tenía respuesta para ninguna de ellas. Llevé mis manos a mi cabeza y estiré la piel de mi rostro y mi cabello por la desesperación.
¡¿Dónde demonios estaba el cuerpo de Aioros?!
Volteé el rostro hacia la puerta cuando escuché un ruido fuera de la habitación, habían sido el ruido de unos pies descalzos corriendo sobre el mármol, así que salí de mi estupor y rápidamente abrí la puerta para ver quien estaba ahí en mi templo, sin embargo, cuando estuve en el largo pasillo no había nadie, solo un absoluto silencio y esa maldita peste que se había impregnado por todas partes. Mis ojos temblaron ante la duda, ¿acaso había sido una nueva alucinación mía? Miré por la puerta al interior del ropero, seguía vacío, definitivamente el cuerpo había desaparecido.
Corrí por el pasillo con el objetivo de encontrar al dueño de esos pasos, que podía jurar por mi vida que habían sido reales, hasta detenerme en la sala de mi templo y miré en todos lados, en todas las esquinas, me asomé debajo o dentro de todos los muebles en los que alguien podría esconderse, sin embargo, no había nada. ¿Acaso ya era muy tarde? ¿Acaso ya se había ido? ¿Había escapado? Corrí hacia la puerta principal de mi templo, no iba a permitir que nadie escapara de mí, lo cazaría como a un jabalí de ser necesario, pero, justo antes de salir escuché como algo pesado se caía en una de las habitaciones de mi templo.
Volteé enardecido al comprenderlo, mis ojos se estaban poniendo rojos del coraje. ¡¿Acaso estaba jugando conmigo?!
Me dejé guiar por mis oídos y fui directo al cuarto de donde provino el ruido, la habitación que utilizaba como bodega. Caminé entre todas mis pertenencias arrumbadas para encontrar una respuesta y rápidamente me dí cuenta que fue lo que se había caído, las piezas de la armadura de Sagitario estaban todas regadas por el piso, pero lo más raro era que las piezas habían sido completamente cubiertas de aquel color morado que antes había aparecido en ellas. Mi rostro se contrajo de dolor al pensar en él, en Aioros, en sus ojos carismáticos, su noble sonrisa, en lo angelical que se veía con su armadura que acentuaba de una forma indescriptible su belleza, en toda esa bondad que irradiaba, tan potente que hasta me había parecido irreal.
Un jadeo tembloroso brotó de mi cuerpo al pensar en eso último, en lo que era real y en lo que no lo era. Llevé una mano a mi cabeza, sabía que tenía un severo problema, no necesitaba a un psiquiatra para ese diagnóstico, pero... realmente ¿Cuándo dejé de distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre los hechos y mis intuiciones? ¿Cuándo fue que comencé a tomar decisiones equivocadas?
Mis ojos se humedecieron y un nudo se ató en mi garganta con la verdad que no podía decir, pero era un hecho, yo tenía un severo problema desde antes de la fatídica noche en la que se me ordenó asesinarle y aún así Aioros había estado conmigo, me había amado con todo y mis enormes defectos, quizás por eso ahora que él ya no estaba todo había explotado en mi cabeza, lo que me quedaba de cordura se había ido junto con su alma.
Al ser consciente de mi terrible realidad caí de rodillas de manera abrupta, jadeé con fuerza por el horrible dolor en mi pecho que me hizo encorvarme por completo y estiré mi mano temblorosa hacia el casco de la que alguna vez había sido su armadura hasta que tomé una de las piezas oscuras, su tiara, y la acuné contra mi pecho mientras otro nuevo mar de lágrimas recorría mis ya irritadas mejillas.
—Aioros...
Llamé su nombre entre sollozos mientras me quebraba ante el dolor que ya no podía seguir guardando, todas esas lágrimas que había contenido solo por tomar la decisión precipitada de llevar su cuerpo conmigo.
—Lo siento...
Esta vez si sabía porqué me disculpaba, era por todo, por haber sido un novio desconfiado, por haber dejado que la furia que me ocasionó su traición hiciera que blandiera mi espada en su contra, por no haberlo dejado descansar en paz desde entonces.
Ya no me importaba el cuerpo, ya no me importaba ser descubierto, al contrario, lo necesitaba, de veras lo necesitaba, necesitaba ser juzgado por todos mis errores y todos mis pecados, y debía pagarlos con creces, y quizás después de ello solo así podría sanar mi alma y mi mente.
Me dediqué a llorar sin pena, con el rostro inclinado hacia su tiara, en ese momento ya no percibía la fetidez de la muerte, lo único en lo que podía enfocarme era en el olor a jazmín de su cabello rizado que se había quedado impregnado en esa pieza de su armadura mientras mis dedos se aferraban fuertemente a ella. Lo había amado tanto, habíamos crecido juntos, habíamos compartido tanto que no supe como seguir mi vida sin él, y ahora que se había ido no podía evitar querer aferrarme a todo lo que me recordara a él, mi corazón se estrujó causándome un profundo dolor, ese había sido mi problema, el querer aferrarme, el querer mantenerlo por siempre a mi lado cuando su alma ya no estaba más en este mundo.
Fue entonces que mi llanto fue interrumpido por un ligero temblor, uno que no había sido un espasmo de mi cuerpo, había sido la tiara, la cual, al igual que el resto de las piezas comenzaron a temblar sobre el suelo.
Yo las miré completamente confundido, incluso las flechas temblaban en su estuche, estiré mi mano libre para tomar una de ellas, pero, justo antes de tomarla pude sentir como algo me atravesaba la nuca y me causaba una fuerte corriente de escalofríos que me recorrió todo el cuerpo y me puso la piel de gallina, era una mirada penetrante y pesada.
Sonreí resignado al comprender que había llegado el momento, alguien había entrado a mi templo y por culpa del olor había ingresado hasta ese punto para obtener una explicación. Estaba listo para confesarme y pagar, perder mi cargo si era necesario, solo quería la ayuda que tanto necesitaba y sanar para así por fin salir adelante. Me puse de pie para enfrentarlo, ya no tenía miedo de lo que vendría.
Tristemente, ese valor me duro poco porque cuando volteé para ver quien esperaba por mí en el marco de la puerta me quedé helado, lo único que mi cuerpo pudo hacer fue agrandar los ojos y separar los labios por la sorpresa que me tenía temblando de pies a cabeza.
—¿Aioros?
No sé por qué lo había llamado en tono de pregunta, definitivamente era él, era su cuerpo desnudo, pero esto no estaba podrido, sus músculos estaban fornidos, su piel era tersa y de un saludable color dorado y sus ojos no eran grises y sombríos, eran de ese bonito verde azulado que se había vuelto mi color favorito desde la primera vez que lo vi.
Era el hombre a quien yo había amado, tanto hasta la locura, y se veía vivo, ahí estaba. Quería sonreírle, ir a él y abrazarlo, sin embargo, había algo que me hizo volver derramar lágrimas, algo que me impedía moverme, algo que me tenía petrificado en el suelo y llorando porque eso era lo único que podía hacer en esa habitación y eso era la sonrisa rígida que había en su rostro, traviesa, tan amplía, de oreja a oreja, que era retorcida y aterradora.
Las últimas palabras que Deathmask me había dicho hicieron eco en mi cabeza. ¿La advertencia se iba a cumplir?
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