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Prólogo

Prólogo

Nueva York, 1992.
Sábado por la noche.

Agatha supo que iba a morir desde el primer instante en que vislumbró la figura aproximarse silenciosamente hacia ella.

No había sido la forma y el sigilo que había adoptado el recién llegado, sino su mirada. Esa mirada gélida que denotaba placer y algo más que unos instantes después comprendió para su poca fortuna: locura.

Aunque los movimientos fueron lineales y uniformes, atisbó para su sorpresa que el desconocido estaba jugando y por tanto, debía tener mucha precaución.

Por esa y otras razones incognoscibles… supo que iba a morir.

Era muy lista y estaba acostumbrada a ese tipo de situaciones; hombres poderosos y engreídos, por ejemplo, tenían el extraño deseo de dominarlas a su antojo y hacer con ellas lo que quisieran sin la voluntad de oponerse. Sin embargo, Agatha era más del rol dominante, pero entendía para su beneficio propio que a veces tenía que doblegarse a la ocasión con tal de ganar un poco más de dinero. Eso sí, en aspectos monetarios siempre la propina era mayor.

No obstante, en este caso la propina era distinta. El hombre le dio muy mala espina desde el momento que cruzó el oscuro umbral de la habitación. Sin dejar lugar a la duda, tomó el mando de la situación. Si que era lista pero al mismo tiempo, ingenua.

—Bienvenido al jardín del deseo… —recitó cómo siempre hacía cuando llegaba un nuevo cliente a sus aposentos.

El hombre la miraba inquisitivo con ojos gélidos.

“—Donde te espera el paraíso del placer.

Al terminar la grotesca frase, Agatha se sentó en el borde de la adosada cama y abrió sus piernas con gesto incitador. El preámbulo no le era muy diferente esta vez pero algo en su interior le hizo flaquear.

Y ella jamás lo hacía...

Entonces, se sintió estúpida e inverosímil. Aquel inmutado desconocido le ponía los pelos de punta y su silencio le estremecía todo su cuerpo...., por algo mucho peor que el deseo.

El miedo.

Sin preveer las consecuencias, rompió el silencio por segunda vez.

—¿Qué desea hacer?

No hubo respuesta. El hombre seguía mirándola.

La impaciencia formaba una pequeña capa de sudor en el cuello de ella y la irremediable situación ya la tenía al borde del abismo. Así que volvió a proponerse un nuevo método de persuasión.

Justo en el instante que intentó hablarle, la figura dio unos pasos hacia ella.

La boca de Agatha quedó abierta sin articular palabra alguna. A pocos palmos, el hombre se plantó y levantó su mano derecha hasta acariciarle el rostro. El temblor recorrió lentamente su cuerpo tras sentir la suave piel de sus dedos.

Agatha emitió un suave gemido y el introdujo dos dedos en su húmeda boca.

Ella los relamió y cerró los ojos.

Él se acercó aún más... Estaba muy excitado.

Los dedos en su boca aumentaban el vaivén y los pezones se le endurecían con los segundos transcurridos. La temperatura de la habitación empezó a consumirlo todo y la oscuridad se cernió placenteramente sobre ellos.

El desconocido retiró sus dedos y para sorpresa de Agatha le habló al oído.

—Agachate.

Ella obedeció sin abrir los ojos.

Un pequeño hilo de saliva caía por su comisura. El hombre se la enjugó y con sigilo le separó los labios.

Agatha sintió algo más duro y firme sobre ellos.

Duro y frío.

La excitación era tal que no se percató con exactitud la forma falica que lamía.

—Hazlo completo. —ordenó el hombre.

Y lo hizo.

Movió la cabeza hacia adelante y sus labios en conjunto con su lengua se deslizaron por la endurecida superficie hasta que sus dientes chocaron caóticamente contra el miembro con fuerza.

Solo en ese momento y por el dolor causado Agatha abrió los ojos abruptamente. Solo en ese momento fue consciente de que su primera impresión al ver al desconocido entrar no era más que la verdad de una corazonada.

Intentó retirarse rápidamente pero el hombre había sido más ágil que ella.

Accionó el seguro y segundos antes de que disparara Agatha vislumbró la sonrisa dibujada en su maléfico rostro.

Cuando la bala perforó el cráneo de ella, la sangre emanó y salpicó parte de la cama dejando el cuerpo inmóvil de Agatha sobre la mullida alfombra de la habitación.





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