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Cornelia, los ojos de las sombras.


Cornelia escuchó la sirena tres segundos antes de que el vehículo se estacionara enfrente del bar Paradise. Levantó la mirada hacia la entrada principal cuya puerta estaba abierta como ocurría todas las noches, pero muy poco inusual a esa hora de la mañana, y constató que el vehículo cuyo sonido se había apagado en aquel instante, se detenía justo delante de sus narices.

Fingió que usaba el pequeño trozo de tela que le servía para limpiar superficies difíciles pero lo cierto es que el lugar no podía estar más limpio, a decir verdad. Con una gran experiencia innata agudizó el oído y escuchó la conversación que se entablaba a pocos metros de ella.

—Buenos días, caballeros, soy el inspector Fells, Jefe de la Unidad de Homicidios de Nueva York y vengo con una orden judicial local para investigar la muerte de la ciudadana Agatha Weigh Brown.

Cornelia abrió los ojos como platos cuando el agente dejó de hablar y supo que la cosa no pintaba bien. Scott, el gorila de la puerta que resguardaba cualquier acto o alboroto inusual en el Paradise no dijo absolutamente nada. Por el contrario, su hermano Erick asintió y tomó el papel en sus manos aunque no tenía ni puta idea de lo que allí se explicaba.

—Me podrían llevar hacia donde se encuentra la señora Tristania Evans, para dar inicio al protocolo.

El inspector Fells caminó con decisión y bajó los peldaños de la entrada acompañados de varios funcionarios policiales; Scott los miró con el ceño fruncido pero Erick se mostró más colaborador que de costumbre para sorpresa de Cornelia que limpiaba frenéticamente el espejo (ya de por sí limpio) de la recepción.

En los dieciséis años que llevaba trabajando en el Bar Paradise, era apenas la cuarta vez que se enfrascaba con evidente interés en limpiar ese ventanal. Nunca había sido de su agrado aquel trabajo ni en miles de otras vidas pasadas pero, cuando la desgracia acabó con su familia en aquel fatídico accidente de tránsito que ella misma se negaba a recordar, le tocó buscar un mejor empleo y entonces apareció Madame Tristania en su vida y la cosa cambió radicalmente.

Había varios aspectos que Cornelia odiaba del Paradise. En primer lugar, la estructura clásica que el bar tenía lo cual nada más entrar daba la impresión que te hallabas ante un teatro del centro y suburbio de Nueva York. La entrada principal estaba constituida por una abertura de dos metros de alto que una vez que descendías por los peldaños de la antigua escalinata te hallabas de frente con la angosta recepción.

¡La recepción!

Un bar con recepción, por el amor de Dios, pensó Cornelia la primera vez que se halló allí en busca de empleo.

Al principio, Cornelia no podía dar crédito a la incongruencia de esas instalaciones. Había entrado a bares, muchos, pero jamás a uno como ese. Sin embargo, ya se había adaptado a soportar tantas cosas que sucedían allí que la costumbre asomó su vida y por muy increíble que pareciera se adaptó al Paradise como casi todos sus habitantes.

Tristania, se la ponía fácil aunque mostraba muy poco interés en ella a decir verdad, era muy buena jefe y las propinas en ciertas noches importantes... realmente valían la pena. En este punto, se encontraba un segundo aspecto, que odiaba del bar y era la pésima actitud de los visitantes. A veces, y en esas ocasiones, Cornelia se sentía a gusto con curiosos que entraban para ver un nuevo show o simplemente para pasar un buen rato; no importaba cuánto tiempo se alargara dicha estancia pues siempre era una visita efímera y limitada. No obstante, el problema se hallaba cuando de improviso avisaban al teléfono de su casa en un día libre, por ejemplo, para que viniera de inmediato a las instalaciones del bar para dejar todo pulcro e impoluto porque esa noche en particular venía alguien importante de la ciudad.

¡Patrañas!

Cornelia quedó perpleja cuando una vez observó entrar al Presidente Estatal con una comanda de chicas muy jóvenes y personal del estado federal de Nueva York. ¡Por Dios! Si solo eran niñas. Pero el Paradise a veces acogía ese tipo de personas. Y no importaba el estatus del cliente o la adquisición que este hiciera dentro de las instalaciones, siempre el anonimato era primordial y aunque Cornelia a veces sentía la necesidad de contárselo a alguien no había a quién; ya no tenía familia y solo tenía al Paradise como un segundo hogar si es que podría llamarse hogar a la pequeña habitación que ocupaba al este del Bronx.

Aun cavilando en sus pensamientos y un poco arisca por estar ese sábado tan temprano en el Paradise, no se dio cuenta del hilo de la conversación que se cernía a su alrededor. Inspiró profundamente por su descuido y cogió el envase con lejía mientras trataba de escuchar nuevamente. El Jefe policial se había adentrado por el corredor que daba a las habitaciones y a la oficina principal de Tristania, al fondo del mismo.

Otros dos policías se hallaban observando con evidente curiosidad el pasillo de la derecha que daba directamente al escenario. Dentro se podía oír un murmullo tenue de voces.

La verdad era que el Paradise era una cosa de locos pero en jamás había ocurrido un hecho así, pensó Cornelia para sus adentros.

—Disculpe, ¿Cuál es su nombre? –preguntó el policía de aspecto joven y se aproximó para que ella le viera el rostro.

Era delgado, moreno y atlético. Cornelia podría asegurar que no superaba los cuarenta años de edad así que asumió que no podría darle mayor importancia a ese sujeto. Si querían saber algo o interrogarla en privado que lo hiciera el mismísimo jefe, al menos.

Frunció el ceño mientras detenía la limpieza de las baldosas.

—Buenos días, me llamo Cornelia Gómez, mucho gusto. Soy la encargada de la limpieza del bar.

Y luego, sin dar más detalles, siguió en su faena.

El policía la miró sin completo disimulo y vislumbró su aspecto: era pequeña de estatura, cuello corto y con un grado de obesidad un poco mayor para su edad. Su ropa era sosa y llevaba un alto moño de un cabello cuyo color ya se había perdido muchos años atrás.

Cansado, y aburrido exhaló el aire y se dirigió a su compañero que recibía órdenes en aquel instante para dar inicio al interrogatorio.

— ¿Qué dicen? –quiso saber.

Su colega cortó la señal y asintió.

—Es hora de comenzar. Espera a Aguilar con los refuerzos mientras yo me encargo del personal de vigilancia. ¡Hey, tú! –gritó y señaló con la mano a Erick, quien lo miró con furia desde el portal. –Andando, ven por aquí.

Y con un Erick furioso, se adentraron por el corredor que daba al escenario para empezar el procedimiento. Cornelia se asombró por la actitud del policía y no pudo disimular su impresión puesto que el otro agente la miraba con sorna.

—Un poco rudo, su amigo, eh.

El policía ni la miraba para el momento que contestó:

—Señora, le recuerdo que estamos en una escena del crimen, no pretenderá que le demos flores o algún obsequio como regalo.

Cornelia colocó los brazos en jarras.

—Sí, pero no es la manera de tratarnos. Jamás le haríamos daño a la pobre Agatha, jamás, era muy querida por todos nosotros.

El hombre carraspeó y enseguida la miró, expectante.

—Eso lo averiguaremos. Eso lo averiguaremos.

Y tras decir esas palabras, saludó con entusiasmo a un grupo de personas vestidos con traje blanco y guantes estériles. Cornelia leyó las letras de su traje: POLICIA FORENSE.

<<Vaya, la cosa va en serio>>, pensó con la piel de gallina.

—Venga conmigo señora, empezaré por usted. –indicó el policía tras dar las indicaciones a los forenses que se dispersaron por el lugar como hambrientos esbirros.

Cornelia se quitó los guantes de limpieza, observó tenuemente su rostro en el ventanal limpio y se dio cuenta que estaba más pálida que de costumbre. El joven policial se giró sobre sus talones y se introdujo por la puerta que daba al corredor. Con paso lento, Cornelia lo siguió.

Esperaba terminar rápido de aquel interrogatorio para irse a su casa de una vez por todas pero en el fondo... muy en el fondo: lamentaba no tener información veraz de lo que ocurría en el Paradise.

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