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9: Dean Le Brun

Sentada en el sofá de la sala comencé a pensar en lo sucedido las últimas horas, no me creía que había escapado a un parque de diversiones con un chico que apenas conocía. Fue tonto e inconsciente, sin embargo, la pasé de maravilla. Jamás creí que en el fondo era una persona divertida, con esa facha de "Soy malo, atrévete a mirarme y amanecerás muerto".

Resoplé dejando caer mi espalda contra el suave respaldo del sofá, al llegar a casa lo primero que hice fue cambiarme de ropa y arreglarme para salir. Cada vez que hacía algo como esto, al salir de casa me preguntaba si al amanecer seguiría viva, puedo ser muy buena en lo que hago, pero sé que no soy inmortal. A veces incluso suelo preguntarme cómo moriré. Puede ser por una bala, envenenamiento, en medio de una explosión, no lo sé. Irónico sería que lo que me termine matando sea un resfriado.

Al menos, así lo pienso.

Del otro lado del sofá está el peluche que ganamos en el puesto, comienzó a tener dudas. Mí cabeza me dice que fue mala idea salir con él, no soy del todo normal, pertenezco a la mafia desde que nací. Nadie en su sano juicio haría algo para relacionarse con una persona con una vida como la mía, nadie.

Cerré los ojos y me acomodé un poco más sobre el sofá, me di cuenta que estoy que me duermo en cualquier lugar. Me encuentro en un debate mental, por un lado, quiero hacer más tonterías como la de hoy, por el otro, mi conciencia me dice que no lo vuelva a hacer y que pase desapercibida. Molesta mucho no saber que decidir, la pasé tan bién que no quiero que sea la última vez, me gustaría volver a salir sin haberlo planeado, salir y divertirme, vivir como una adolescente.

Recibí una llamada de mi padre, los hombres ya estan abajo y yo tengo que ir con ellos. Me agobia de solo pensar que lo que podría suceder esta noche, y, sin embargo, las escenas de lo que sucedió con Aarón en la feria no sale de mi cabeza. Agarré todo lo que necesitaría y bajé, avisándole previamente a Freya sobre mi salida.

Se que se pondrá histérica cuando le cuente lo que sucedió esta tarde. Las puertas del elevador se cerraron y puse frente a mis ojos la fotografía de Ruslan Markovic, su imagen se me hizo conocida, gordo, rubio, ojos azules y barba descuidada. Apreté la fotografía y la metí a mi bolso.

En la entrada del edificio me encontré un auto negro, con un hombre de cabello castaño, barba cuidada, alto, tez morena clara, de complexión musculosa y aparentando algunos treinta años, aproximadamente; apoyado en la puerta del copiloto.

Sus cejas se alzaron al verme y en sus labios se formó una sonrisa ladina, caminé a él hasta tenerlo de frente, su brazo se extendió a mí.

—Buenas noches señorita Arabella. Mi nombre es Dean Le Brun y soy el hombre que la acompañará y cuidará de su espalda esta noche —explicó estrechando mi mano.

—Buenas noches.

Me abrió la puerta y esperó que me montara en el coche, al hacerlo cerró la puerta y se montó en el asiento del piloto para después arrancar rumbo al puerto.

—¿Dónde están el resto de los hombres?

—Los dividí en tres camionetas. Ocho hombres nos vienen cuidando la espalda en las dos camionetas Cadillac y los otros seis se encuentran a unos cincuenta metros de distancia frente a nosotros en una camioneta Suburban.

—Bien —aprobé su organización.

Todo estará bien.

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Llegamos al puerto, todo estaba oscuro y solo, salvo a las altas farolas que alumbraban un poco está negra y fría noche. Al bajar del coche observé al resto de los hombres bajar rápidamente de las camionetas. Si no me equivoco nueve hombres se posicionaron a mí alrededor, mientras que el resto se escondía en los alrededores, entre ellos, Le Brun. Creí que estaría a mi lado, pero al parecer no. Lo perdí de vista en el momento que comenzó a escalar hasta el tejado.

Esperamos por algunos siete minutos, mi estomago cosquilleaba de impaciencia, con mi mano toqué el mango del arma que cargaba en la cintura, pase los dedos de un lado a otro, acariciándola, tranquilizándome y diciendo que esto no es nuevo. Soy fuerte, nada me matara esta noche.
De pronto llegaron alrededor de cinco camionetas, cuatro hombres bajaron de cada una de ellas, contemplé como bajaba un hombre de tez blanca y cabello negro de la segunda camioneta, la mayoría de los hombres se situaban a la redonda de él.

¿Dónde está Ruslan? ¡Él no es Ruslan!

Mi cabeza dolió de solo pensar en lo que ocurriría, algo saldrá mal, ya lo presiento. Caminó hasta quedar frente a mí, me extendió su brazo cordialmente, a lo que respondí tendiéndole el mío de regresó.

—Buenas noches, señorita —su voz salió seductora.

Detrás de esa fachada mi pecho sintió una mala intención.

—Buenas noches —le sonreí con notoria falsedad.

—Como verá, el señor Ruslan Markovic no pudo asistir. Ha tenido un percance.

—No me interesa lo que diga. Solo he venido por el maldito dinero —mascullé duramente.

—Claro —hizo una seña con la mano hacia sus hombres.

Observé como sus hombres acataban su orden y sacaban el dinero de la camioneta, bajaron cuatro maletines, al abrirlos noté muchos fajos de dinero. Pasé la mirada al hombre que tenía en frente, su rostro seguía con una sonrisa cínica. Moria por golpearlo.

—Cuéntalo —con una seña le ordené al hombre que se encontraba a mi derecha.

Analicé como contaba cada fajo asegurando que estuviera completo. Mi estómago cosquilleaba, al igual que las palmas de mis manos. Aun así, me mantuve al margen. Al terminar solo volteó a verme para después asentir con la cabeza.

—Súbelo —indiqué.

El hombre que estaba frente a mi carraspeó retrocediendo.

—Lamentó mucho esto, pero... —hizo una pausa y sonrió con malicia—, creo que eso no sucederá.

Al momento de terminar de decir esas palabras comprendí inmediatamente que era una maldita trampa. Saqué mi arma rápidamente al igual que el resto de los hombres que se encontraban a mí alrededor, mientras que los del bando contrario simultáneamente alzaban las suyas.

—Los superamos en número, no hay forma que logren salir vivos de esta —se burló.

Me encontraba rabiosa, odiaba que las personas creyeran que podían verme la cara. Estaba segura de que ese hombre no saldría con vida hoy. De la nada, el sonido de las balas disparándose se hizo escuchar, observé cómo algunos de los hombres de alrededor del hombre rubio caían y otros iniciaban a disparar hacia nosotros.

Corrí abriendo una puerta del auto, el cual era blindado, tratando de cubrirme de la lluvia de balas. Llegue muy apenas sintiendo cómo la mayoría de los hombres querían matarme. Con mi arma aún en manos me uní a la masacre tirando a los hombres del bando contrario, logré darles a algunos, mientras que otros disparos fallé.

Solté un gruñido desde lo profundo de mi garganta. Volví a asomar mis ojos por la puerta, noté como en ese instante un hombre detrás de un barril se asomaba. Rápidamente alcé mi arma y disparé. Mi rostro formo sonrisa al ver como la bala atravesaba su cráneo y el hombre caía hacia atrás.

Tras algunos cinco minutos los disparos fueron cesando. Al salir me encontré con todos mis hombres, o al menos no podía ver si faltaba alguno. De los enemigos no encontré a nadie de pie.

—¡Está huyendo! —uno de mis hombres gritó señalando algo.

Giré mi rostro con rapidez encontrándome al hombre rubio correr a una de las puertas de salida. Rápidamente alcé mi brazo y sin titubear disparé a su dirección, lo siguiente que escuché fue un gran gemido de dolor y algo caer estruendosamente al piso.

¡Bingo!

Me acerqué al hombre, se encontraba tirado de boca, la sangre salía de su hombro izquierdo; lo tomé bruscamente del antebrazo y lo puse de pie, lo revisé completo, buscando alguna arma o algo que atentará contra mí, saqué un pequeño cuchillo y un arma que puse en manos de uno de los hombres que había llegado a mi lado.

Comencé a caminar tomando del antebrazo izquierdo al hombre, escuchando sus quejidos cada que estiraba su brazo donde la bala lo había agujerado. Estando en el centro del almacén, un pequeño espacio libre de cadáveres, lo aventé al suelo mugriento.

—Tu nombre —exigí.

—No diré nada.

—¿Por qué?

—Porque si habló me matarán.

—¿Y crees que yo no te mataré si no hablas? —dirigí mi mano a su cuello y apreté provocando que se le dificultara respirar.

—Tú... no... sabes lo que... me harán si... si habló —su rostro se tornó muy rojo a causa de la falta de aire a sus pulmones.

—Suficiente, basta —interfirió Le Brun.

No deje de apretar, Le Brun no era mi jefe como para hacer lo que me ordenara. Esperé unos segundos más, sus ojos estaban cristalizados. Cuando estaba segura de que moriría lo arrojé hacia atrás mientras lo soltaba de golpe, provocando que se golpeara contra el piso. Ignoré su queja y me alejé unos pasos del cuerpo.

Ningún hombre decía algo, solo se escuchaba como el hombre que estaba sobre el piso luchaba por tomar aire. Se acercó Le Brun a lado del hombre y lo examinó para averiguar qué no cargará armas. Quise decir que ya lo había revisado, pero preferí no decir nada.

—¿Están bien todos los hombres? —me ubiqué a su lado.

—No, murieron dos y cinco se encuentran heridos no tan gravemente, di la orden a dos hombres que le llevaran los heridos al médico de la mafia.

—Carajo —apreté con furia mi mandíbula—. Está bien.

Le Brun levantó al hombre y lo tomó de sus brazos inmovilizándolo. Me coloqué frente a éste para sembrarle un fuerte y duro golpe en la nariz y un buen gancho izquierdo.

—Señor Le Brun, ¿Tenemos bodegas aquí?

Ignoré el dolor de mis nudillos, más bien fue solo un cosquilleo. Mi quijada estaba apretada, todo se había ido por el caño.

—Sí, señorita.

—Llévalo, quiero platicar con él tranquilamente —sonreí con malicia—. ¿Los hombres que murieron tenían esposa e hijos?

—Sí.

—Quiero que se hagan cargo de sus entierros y más aparte denles el dinero suficiente para que no les falte nada a sus hijos.

—Como ordene, señorita —mencionó antes de ordenar a sus hombres que se llevaran al imbécil.

Me acerqué a uno de los hombres que estaba vigilando.

—Carga el dinero al Porsche —solo asintió con la cabeza y se fue.

—Señorita Arabella —escuché a Le Brun llamarme.

—¿Sí? —giré mi cabeza a su dirección.

—Tenemos que irnos.

—Muy bien.

Me aseguré de que amordazarán bien al hombre, antes de montarme al auto esperando que Le Brun les diera las indicaciones a sus hombres sobre lo que harán con él. Estudié a mi alrededor, los hombres corrían de un lado a otros siguiendo las órdenes, mientras que Le Brun de encargaba de acelerar el proceso y de liderar. 

Suspire sin saber qué hacer, he sobrevivido a otro altercado, me preguntó a cuentos más sobreviviré. Pertenecer a esta vida es como caminar innumerables veces sobre una cuerda floja, sin saber en qué momento caería y moriría.

Le Brun se subió al auto y aceleró saliendo del lugar. Diez minutos después nos encontrábamos en camino a las bodegas que se encontraban a las orillas de Los Ángeles. Le Brun manejaba y yo me conservaba observando la carretera solitaria, salvo a las camionetas donde se encontraban nuestros hombres.

Mancharme las manos nunca fue difícil, tampoco tuve opción de no hacerlo. Solo quedaba disfrutarlo.

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