PREFACIO.
La ruidosa música de Slipknot resonaba en la maldita radio mientras conducía por aquel camino lleno de fango y polvo que iba a dejar mi impoluto mercedes más mal parado que de costumbre.
Podía escuchar a Carlos a mi lado cantando a pleno pulmón el estribillo mientras yo seguía conduciendo hacia la casa de campo de su primo. Odiaba a los capullos de sus amigos, no me caían bien y sabía que eran peligrosos. Había miles de rumores sobre ellos, que si eran unos drogatas de mierda, que si estaban metidos en asuntos sucios, que si tenían métodos poco ortodoxos para ligar con mujeres. Nada de eso me interesaba porque sabía que con Carlos no tenía nada que temer.
Llevábamos saliendo seis meses, era el chico con el que más había durado, un drogadicto reformado que llevaba más de dos años limpio. Sabía que estar conmigo le estaba sacando del caos por el que pasó cuando cayó en la droga. Las cosas le iban mucho mejor. Tenía un trabajo de mecánico en el pueblo de al lado al mío y ya vivíamos juntos. Era lo mejor para él, ya que en su casa tenía que lidiar con un padre borracho, una madre prostituta y un tío cocainómano. Yo no era un buen ejemplo a seguir, no os mentiré diciendo que era una chica de bien. Era la oveja negra de mi familia. Hacía ya mucho tiempo que había perdido el rumbo, más concretamente desde que mi padre falleció en un accidente de auto.
Mi padre fue un querido profesor de universidad al que todo el mundo admiraba, un hombre que no dudó en dar a sus hijos todos los caprichos que estos pedían. Era un gran amigo, alguien a quién admirar, porque pese a ser profesor de Biología, era un hombre con el que se podía conversar de cualquier tema, por muy técnico que fuese. Era tan polifacético que solía decir que la vida era muy corta para todas las posibilidades que había.
Ni siquiera imaginaba hasta qué punto sería corta. Pues murió en un accidente de coche cuando volvía de la pastelería después de comprar mi tarta de cumpleaños, y sólo porque hice un berrinche porque ese año no tendría una. Fue un conductor borracho el que provocó el accidente, pero la culpa siempre me perseguiría, porque fui yo la que me empeñé en que papá saliese esa noche a comprar una estúpida tarta, pese a lo tarde que era, después de que se llevase todo el día trabajando.
¿Qué clase de hija caprichosa e irresponsable era?
Tan sólo una niña idiota de veintidós años a la que sus padres habían consentido demasiado, con miles de amigos con los que hacer travesuras, irresponsable e inmadura. Así era yo, en la época en la que él murió.
La muerte de papá fue un duro golpe para nosotros. No estábamos preparados. No pudimos si quiera despedirnos.
La vida siguió su curso. Mamá siguió siendo profesora de inglés en la academia y Mariano juró que sería como nuestro padre. Estudió lo mismo que él en la universidad y no se detuvo hasta convertirse en un respetado profesor. Yo era la única atípica.
Dejé mis estudios en la universidad y me puse a trabajar como camarera, hice algunos cursos que no me sirvieron para nada, hasta que entré en el estudio de una amiga como tatuadora y conocí a gente de lo más estrafalaria.
Seguía frecuentando malas compañías y tenía cierta predilección por fijarse en los chicos malos. Siempre he tenido un don para reformarlos. Se me daba muy bien convencer a otros de hacer lo correcto y ahí me di cuenta de mi potencial. Pero no hice nada por explotarlo, tenía demasiadas cosas en la cabeza, y aún me culpaba de lo que le sucedió a mi padre.
Nunca me gustó demasiado el rollo que se llevaba en el estudio, ni siquiera fumar maría o consumir otras sustancias como el resto del equipo, pero sí que salía con ellos a bailar a algún garito cuando teníamos ocasión y me tomaba alguna que otra copa. Y fue ahí cuando conocí a Carlos. Tenía un rollito de chico malote con su chupa de cuero y sus greñas rizadas a lo Jhon Travolta que me gustaron mucho.
–Lo pasaremos bien – su voz consiguió devolverme a la realidad. Me giré a mirarle después de haber echado el freno de mano. Estaba guapo con aquella ropa tan estrafalaria. – Mi primo me ha prometido que no habrá nada de armas esta noche. – Juntos nos bajamos del auto. Yo no estaba muy convencida con esa promesa. Sabía cómo era la conocida llamada Banda del Pimiento cuando bebían más de la cuenta y consumían estupefacientes. – Ven aquí, pequeña. – Me dio un beso en los labios y luego me dedicó una sonrisa.
Me rodeo con su brazo y emprendimos la marcha por el camino de piedras hacia la casa. Pero ... en seguida me di cuenta de que algo iba mal.
Había un silencio sepulcral en la villa, ni siquiera se escuchaban los gritos de esos idiotas o la música que solían poner a todo volumen. Tampoco había ni rastro del perro de Raúl.
–Quédate detrás de mí – rogó Carlos, preocupado. Rebuscó algo en sus pantalones y sacó su teléfono móvil. Llamó a su primo, y el móvil de este resonó en el interior de la casa. – Parece que están dentro y se han dejado la verja abierta.
Intenté ver algo entre toda aquella oscuridad, necesitaba encontrar al perro y saber qué estaba pasando.
Carlos me agarró la mano y continuamos avanzando, pero había algo en el ambiente que no me gustaba nada, algo que no estaba bien en aquel lugar.
–Deja ahí a ese idiota – escuchamos cuando estábamos a punto de llegar – y coge la pasta. Yo me encargo del polvo blanco.
–Tíos, ¿qué hacéis? – se quejó Carlos abriendo la puerta, haciendo que me quedase con la boca abierta, horrorizada al encontrar a todos sus amigos en el suelo, manchándolo con sangre, muertos, después de que alguien hubiese vaciado el cargador de un arma sobre ellos. – ¡Mierda! ¡Lucy, corre! – Ni siquiera me moví, pues en ese momento uno de esos tipos, el que tenía una cicatriz en la mejilla izquierda, que me marcaría para toda la vida, levantó su arma y pegó un tiro hacia Carlos. Le alcanzó de lleno en la frente, salpicándome la cara con su sangre y cayó al suelo, soltándose de mi mano, mientras yo veía la escena a cámara lenta. Era incapaz de reaccionar.
Ese maldito asesino levantó el arma para apuntar hacia mí y yo supe que era el final.
Iba a morir. ¡Dios! ¡Iba a morir!
Miré al hombre que iba a matarme, y me fijé en su cicatriz. Eso sería lo último que vería antes de morir.
¿Por qué no corrí cuando Carlos me lo dijo?
Apretó el gatillo y su pistola hizo un ruido raro, como si se hubiese quedado sin balas.
–¡Mierda! Me he quedado sin balas, tío. – Se rebuscó en los bolsillos buscando otro cargador, pero parecía que los había gastado todos.
–Ven aquí y usa la mía – Dijo el otro que tenía una carabela tatuada en el cuello.
Eché a correr sin mirar atrás, presa del pánico, sin poder dejar de temblar, sabiendo que tenía una sola oportunidad y si cometía un solo error perdería la vida.
–Dame la pistola. Corre, que se escapa.
Corrí y empujé la verja. Rebusqué las llaves del coche en mi sudadera y de los malditos nervios se me escurrieron entre los dedos.
–¡Maldita sea!
Rebusqué en el suelo mientras los escuchaba buscándome entre la oscuridad, alumbrándose con la linterna del móvil.
–Mierda, mierda, mierda – susurré tanteando con las manos el suelo. Di con ellas y fue como un rayo de esperanza. Abrí como pude y me subí dentro, encendí el motor y me largué de allí lo más rápido que pude, poniendo las luces justo después, mientras ese capullo disparaba a la oscuridad sin poder darme, pues ya estaba demasiado lejos.
Mis lágrimas no cesaron y tampoco el temblor de mi cuerpo. Estaba histérica. No podía dejar de pensar en todos esos cadáveres, los amigos de Carlos y en el mismísimo Carlos al que mataron frente a mis narices.
Ninguna persona en este mundo está preparada para estar tan cerca de la muerte como yo lo estuve en ese momento.
Conduje a toda velocidad, tan rápido que si hubiese habido controles de velocidad habrían saltado. El motor del coche estaba a punto de petar, pero yo no podía detenerme, no podía porque esos hijos de puta me habían seguido y habían tratado de matarme.
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