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Capítulo 1. Pedir ayuda.


El frío invernal de aquella parte del mundo siempre ha conseguido impactarme, los hermosos paisajes nevados que rodeaban ese hermoso lugar y lo reservada que suele ser la gente en esa parte del país.

Envuelta en mi anorak azul, a través de la ventana abierta del salón del que llevaba todo un año siendo mi nuevo hogar, miraba hacia la calle. No era más que otra agradable tarde de invierno donde hacía ya largo rato que había oscurecido.

Di otra calada al cigarro, intentando entrar en calor.

¡Maldito vicio!

Se suponía que lo había dejado, pero en aquellos días tenía los nervios a flor de piel, por no hablar de que me sentía como un maldito perro enjaulado. Ese pueblo era demasiado silencioso para mí y no había nada interesante que hacer allí.

Volví a mirar fuera, al maldito camión que recogía la basura. El basurero me saludó con un gesto de cabeza y yo volví a preguntarme por enésima vez en esa semana si ese hombre sería un sicario que venía a matarme. Me había vuelto toda una paranoica con el paso de los meses. Y no era para menos... había presenciado la muerte de mi novio y me había salvado de ese destino de puro milagro.

Mi mente divagó y recordé lo que sucedió esa fatídica noche en Burgos, cuando recorría las abarrotadas calles de la ciudad presa de un ataque de pánico, de camino a la urbanización en la que vivía mi hermano pequeño...

«Metí el coche dentro del jardín de la bonita barriada en la que vivía Mariano, importándome bien poco haberme subido al bordillo y estropear las rosas de los arriates.

Bajé del auto como buenamente pude, con el pánico en el cuerpo, jadeando como si llevase más de un kilómetro corriendo. Avancé por la oscuridad, sin fijarme en sus vecinos que me observaban como si fuese una demente.

Me detuve junto al portón de entrada de aquellas casadas adosadas y pareadas, para luego llamar al porterillo y esperar que alguien contestase.

–¿Diga? ¿quién es? ¿es la pizza?

–Soy Lucía, ¿está Mariano?

–Sí, sube, está en el taller.

La puerta se abrió y vacilé. No quería preocupar a mi hermano con mis propios dramas, él ya tenía suficiente con todo lo que se le había venido encima de repente, después de la llegada de las mellizas. Pero ... lo cierto era que no tenía a quién más acudir. Mamá no era una opción, se habría puesto histérica y no me habría calmado en absoluto. Y mis amigos... no confiaba en nadie para aquello.

Atravesé la puerta, decidiéndome al fin y mientras caminaba hacia la puerta principal y me fijaba en las gardenias que mi cuñada tenía plantadas en el jardín, junto a la casa del perro que había muerto el año pasado, no podía evitar pensar en lo tosca que era la relación entre nosotros desde que empecé a salir con Carlos. No era para menos, pues mi novio era el recurrente distribuidor de María al que mi hermano solía llamar cuando necesitaba un cigarro de la risa. Pero ... eso era antes, mucho antes de que nosotros empezásemos a salir.

Mientras, en el interior de la casa de mi hermano, este estaba de lo más concentrado haciendo mediciones de la levadura que iba a usar para su nueva tanda de cerveza artesanal. Un sinfín de aparatejos de lo más sofisticados lo rodeaban, todos de lo más necesarios para la elaboración de aquella bebida a la que él era adicto.

–Riano – le llamó su mujer entrando en su santuario. Él ni siquiera la miró, estaba demasiado concentrado y no podía equivocarse en sus cálculos o tendría que empezar de nuevo. – Sal, te buscan.

Se tomó su tiempo para terminar de medir y luego hizo anotaciones en la pizarra de la pared.

–¿Quién es? ¿Rafa?

–Es tu hermana – contestó mi cuñada, haciendo que se olvidase de todo y mirase hacia ella, con ojos como platos.

–¿Cómo? ¿mi hermana? – la mujer asintió.

Dejó a Daniela con la palabra en la boca, atravesó el pasillo y bajó las escaleras hasta llegar a la puerta. Antes si quiera de que llamase al timbre él ya la había abierto y me miraba con cara de pocos amigos, pero bastó sólo eso: una mirada, para saber que las cosas no iban bien.

Se fijó en cada detalle nuevo, en el color de mi cabello que después de meses decolorado había vuelto a mi tono natural (el moreno), los ojos llorosos y la expresión de pánico de mi rostro, pero ... sobre todo se fijó en la sangre que tenía salpicada encima.

–¿Qué-qué-qué...? – Parecía que le estaba costando arrancar.

–¿Puedo pasar?

–Claro, pasa.

Me invitó a hacerlo y me fijé en lo bonita que la tenía decorada. Había cambiado mucho desde que las niñas nacieron. Ya no era ese piso ibicenco de estilo bohemio que olía a porro todo el tiempo, en aquel momento olía a vainilla y todo tipo de accesorios de bebé estaban por todas partes, por no hablar de las fotografías de las dos pequeñas. Que, según mis cuentas, ya debían tener cerca de un año.

–Hola, Lucía – saludó Daniela, pero perdió las ganas de ser amable tan pronto como vio la sangre reseca de mi cara y la forma en la que seguía temblando, a punto de darme un ataque. De un leve movimiento de cabeza la saludé, antes de fijarme en mi hermano.

–¿Podemos hablar a solas?

–Vigila a las niñas – pidió a su novia, antes de guiarme hacia su taller. De un solo vistazo me bastó para saber que tenía aparatos nuevos. No sabía cómo conseguía darle tiempo a todo, más con dos niñas pequeñas en casa. – ¿Tú dirás?

–¿Tienes un cigarro? – negó con la cabeza.

–No fumo tabaco, ya lo sabes – asentí, mirando hacia las anotaciones que tenía en la pizarra de la pared. Un montón de fórmulas químicas de las que no tenía ni idea. – Lucía, ¿qué pasa? ¿qué es eso que tienes es la cara?

–¿El qué? – sacó su móvil, lo desbloqueó y abrió la aplicación de la cámara. Me hizo una foto con flash que me dejó algo desorientada y me la enseñó.

–¡Oh, Dios! – me quejé, deslizando los temblorosos dedos por esas gotas de sangre reseca, mientras las lágrimas empezaban a salir nuevamente. – ¡Dios! ¡Dios!

–¿Qué es lo que ha pasado, Luci?

–Tienes que ayudarme, Mariano – rogué, agarrándole del brazo como súplica, preocupándole, porque yo era demasiado orgullosa como para pedir ayuda de aquella forma. – Tienes que ... – pensé en esos hombres, en sus pistolas y tuve realmente miedo. – Tienes que esconderme. Ellos van a venir por mí, me encontrarán y ...

–¿Qué es lo que has hecho ahora? – Preguntó, más que dispuesto a actuar como un hermano mayor, pero se lo pensó mejor al volver a mirar hacia la sangre. Entonces pensó en Carlos y tuvo miedo de que me hubiese vuelto a golpear. – ¿Se ha atrevido ese capullo a volver a ponerte una mano encima?

–Ya te dije la otra vez que no tienes nada de lo que preocuparte. No fue nada, sólo un juego sexual que se nos fue de las manos.

–No me gusta ese tipo para ti, ya lo sabes. Es un puto capullo que sigue trapicheando por ahí, aunque te haya dicho que no. Escucha... hablé con Rafa y me dijo... – no tenía ganas de seguir hablando sobre aquel asunto. Yo me fiaba de la palabra de Carlos y si mi novio me decía que ya no pasaba droga, yo me lo creía.

–No estoy aquí por eso. ¿Podemos, por favor, dejar de hablar de toda esa mierda de una vez? Está muerto, ¿vale? ¡Carlos está muerto!

Mi hermano se fijó en mis temblorosas manos, en las lágrimas a punto de caer de mis ojos y en lo alterada que estaba, además de que tenía la cara salpicada con algo que parecía sangre.

–¿Le has...? ¿tú le has...?

–¿¡Qué!? ¡Por Dios! ¡No! ¿De verdad me crees capaz de cometer un asesinato, Mariano?

–Yo que sé. Te apareces en mi casa después de casi un año sin venir y apareces cubierta de sangre... ¿qué quieres que piense?

–Los han matado, Mariano. Toda la banda del pimiento ha muerto, y también Carlos.

–¿Qué? ¿cómo? ¿¡QUÉ!?

–Y lo he visto y ahora van a venir a matarme, ¿lo entiendes?

Me miró a los ojos y vio todo el miedo que sentía en ese momento. Sabía que sólo podía hacer una cosa para calmarme y para ello debía olvidar todo lo que había sucedido entre nosotros en el pasado. Dejó de lado el orgullo y actuó en consecuencia.

–Ven aquí – me abrazó con fuerza, como hacía mucho que no lo hacía y eso fue suficiente para que me rompiese. Lloré desconsolada mientras él daba pequeñas palmaditas en mi espalda. – ¿Te han seguido? – preguntó, preocupado.

–No lo sé.

–¿Cómo que no lo sabes? – me dejó sola en su taller y corrió a la habitación para mirar por la ventana. Se asomó y estuvo largo rato mirando fuera. – Parece que no te han seguido. Ve a ducharte, Daniela te dejará algo suyo de mientras que pensamos qué hacer.

–Pero, Mariano... yo ...

–Ve y dúchate. Asustarás a las niñas si te ven así.

Asentí sin querer llevarle la contraria y caminé hacia el cuarto de baño. Él tardó un bajar al menos unos minutos más, se refregó la cara con las manos y pensó en cómo podría ayudarme sin ponerme en peligro.

Antes de haber tomado una decisión escuchó a su mujer que llevaba a las pequeñas a la habitación para acostarlas.

–¿Me ayudas? – él agarró a una de sus hijas, a esa que era más grandota y en seguida esta se puso a jugar con la abundante barba de su papá, metiendo sus diminutos deditos entre el bello. – ¿Qué ha pasado?

Él negó con la cabeza, en señal de que no quería hablar del tema. Besó a su pequeña en la frente y la dejó en su cuna. Esta en seguida se quejó, pero se calmó después de que él meciese la cuna y encendiese el carrusel que había sobre ella para que empezase a sonar una bonita melodía.

Por un momento se olvidó de todos sus problemas, después de mirar hacia el rostro dormido de su hija. Ella y su hermana eran la cosa más bonita que había visto nunca.

–¿Tu hermana se quedará a dormir? – quiso saber Daniela cuando salieron de la habitación de las mellizas.

–No lo sé, Dani. Primero tengo que llamar a Rafa.

–Pero ... ¿qué pasa?

Él ni siquiera contestó. Sacó el teléfono móvil del bolsillo trasero del pantalón y buscó en la agenda el contacto de uno de sus mejores amigos de la infancia.

–Tío, ¿qué coño te pasa? ¿no puedes ver que estoy ocupado? – Se quejó Rafa al otro lado, después de haberle colgado el teléfono cada vez que intentó contactarle.

–¿Aún estás en el trabajo?

–No puedo hablar de mis misiones con civiles, ya lo sabes. Pero sí, estoy por ahí. ¿Qué es lo que necesitas del bueno de Rafa?

–Tío, necesito tu ayuda. Algo le ha pasado a mi hermana.

–¿A tu hermana? ¿volvéis a hablaros o qué? – él sabía que aquello era terriblemente malo, pues no había podido aún confesarle que él y yo nos acostamos juntos alguna vez.

Lo cierto era que siempre recurría a él cuando tenía un problema con algún capullo acosador. Y eso lo detonó todo, más cuando él siempre estuvo pillado por mí desde el instituto.

–Se ha presentado en mi casa con toda la cara salpicada de sangre.

–¿De sangre? Pero... ¿está bien?

–La sangre no era suya, Rafa.

–Espera, espera... ¿qué?

–Dice que han matado a la banda del Pimiento y al Carlos.

–¿Están todos muertos? Nosotros vamos de camino a la finca, tío. Un soplo nos ha dicho que le habían robado el territorio al Valdés.

–¡No me jodas! Pues ya está. Los hombres de Valdés han ido para acabar con la competencia. Y a la tonta esta le ha cogido en medio.

–¿Los ha visto?

–Creo que sí. No deja de decirme que tengo que protegerla porque esos tíos van a venir por ella.

–Para el coche aquí, Toñín.

–¿Aquí en medio? – Preguntó su compañero atónito.

–¡Que sí, que pares! – Se quejó hacia el muchacho antes de volver a dirigirse a mi hermano. – Espera un momento, tío. – Dejó a mi hermano en espera y se fijó en su compañero. – Tenemos una posible testigo. Necesito interrogarla antes de que se nos escape.

–Tú y tus testigos... – contestó el otro, resignado. Sabía que en el fondo su amigo era un fantasma, siempre alardeando de todas las fuentes que tenía por ahí que conseguían que resolviese todos sus casos con éxito.

Detuvo el coche en el arcén y dejó que se bajase.

–Luego te llamo y te cuento. – Prometió antes de que el auto se marchase y volver a dirigirse a mi hermano. – Venga, ya estoy contigo, Riano. Me cojo un taxi y tiro para tu casa. No la dejes ir, eh.

–Venga, te espero.»



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