
Capítulo 6: Sombras del pasado
Habían pasado más de treinta días desde que Kurn se fue, y no había tenido noticias suyas. Deán, su jefe de seguridad, me informó que estaba lidiando con problemas para llegar a un acuerdo con los líderes locales tras los atentados a sus oleoductos. En la oficina, el ambiente no había cambiado: las miradas de desconfianza y hostilidad seguían persiguiéndome. Por suerte, el trabajo acumulado me mantenía ocupada, lejos de los murmullos y las especulaciones.
Ese jueves por la mañana, tomé una decisión: asistir al entrenamiento de Enrico y hablar con su entrenador. Mi hijo estaba frustrado; odiaba quedarse en la banca, recoger "tontas bolas" y no jugar. Su humor había cambiado, pasaba de la felicidad a la furia, él que siempre estaba dispuesto y feliz, se retraia o explotaba sin razón aparente. Me hice una coleta, me puse una camiseta, vaqueros y tenis, y fui con él a la práctica, decidida a aclarar las cosas.
Encontrar al entrenador no fue difícil. Era un hombre alto, con calvicie prematura y mechones de cabello entre rubio y rojizo, que recibía a los chicos con una sonrisa. Me presenté y pedí hablar con él antes de sentarme con los otros padres.
—De Londres, ¿verdad? —preguntó, mirándome de arriba abajo con una curiosidad que me incomodó.
—Sí —respondí, señalando a Enrico, que se unía al grupo—. Quiero hablar sobre mi hijo.
Asintió, pero su mirada se desvió hacia los niños. Noté que había chicos más pequeños que Enrico, incluso uno con lentes como los suyos. La excusa de que mi hijo era "demasiado pequeño" para jugar no tenía sentido. Lo único que lo diferenciaba era su cabello rubio, que brillaba bajo el sol.
—No me lo tome a mal —dijo el entrenador, con un tono conciliador—. Es un buen niño, pero es nuevo y le cuesta adaptarse.
—Le dijo que no era bueno —repliqué, conteniendo mi irritación—. Que lo suyo eran los libros. Si no destaca en béisbol, buscaré otro deporte donde pueda participar sin problemas. Eso está afectado su comportamiento.
—Malinterpretó mis palabras —se excusó, nervioso—. Le dije que debía estudiar las reglas del juego. Las desconoce por completo.
Negué con la cabeza. Enrico era listo, más maduro de lo que correspondía a su edad. No era de los que inventaban historias.
—Si ese era el caso, la niñera pasa por él todos los sábados. Pudo enviarle una nota o hablar con Olivia directamente.
—Tiene razón —admitió, rascándose la nuca—. No se preocupe, yo mismo me encargaré de que mejore. Le daré clases extras. En unos días estará listo. Que quiera hacer deporte es una buena señal.
Agradecí, aunque con reservas, y tomé asiento. Esa mañana, Enrico no hizo ninguna de las tareas que decía odiar. Corrió, lanzó y atrapó bolas con entusiasmo. No supe si mi presencia había cambiado las cosas o si, como sospechaba, solo quería que lo viera jugar. Había pedido una hora libre, y cuando la práctica terminó, Enrico corrió hacia mí con las mejillas rojas y una sonrisa radiante.
—¿Me viste, mami? —gritó, jadeando—. ¿Qué tal lo hice?
—Muy bien, pequeño —dije, arrodillándome—. El entrenador prometió que pronto jugarás.
—¡Gracias, mami! —Se lanzó a mis brazos, feliz—. Eres de buena suerte. Deberías venir siempre.
Reí, besándole la frente. Tal vez solo necesitaba mi apoyo para sentirse seguro. Lo dejé con Olivia, recordándole que se portara bien si quería tarta, y miré la hora. Tenía el tiempo justo para cambiarme e ir a la oficina.
En el taxi, saqué mi laptop y respondí correos bajo la mirada curiosa del conductor.
—Llegamos —dijo, cuando ya había pasado cinco minutos—. Estaba tan concentrada que no quise interrumpirla.
Me sonrojé por mi despiste, pagué y bajé a toda prisa. Mi atuendo. —tenis, camiseta y vaqueros— era un desastre para los estándares de Kurn. Si me viera, probablemente me despediría por "falta de glamour".
—Buenos días, Sandra —saludé a la recepcionista, el único rostro amable en la empresa.
—Me gusta el nuevo look —bromeó, alzando una mano—. Quiero ver qué dice el jefe si te ve así.
—Reunión con el entrenador —expliqué, corriendo hacia el ascensor—. Logré que le diera clases extras.
—¡No me extraña! —respondió, riendo.
Media hora después, ya con mi uniforme, estaba lista para trabajar. Había recibido un correo de Kurn solicitando enviar un informe a la sede principal, firmado por él. También pedía que lo llamara al llegar, lo que no me sorprendió: siempre parecía saberlo todo, incluso de mi permiso. Redacté el informe, organicé los anexos y, necesitando solo su firma, marqué su número. No contestó. Resoplé, intenté dos veces más y me rendí, siguiendo con mi itinerario. El vibrar del móvil me alertó de una llamada entrante.
—Buenos días —dijo Kurn, con su voz profunda—. Lamento no contestar, estaba en una junta.
Imaginé a una rubia de piernas largas y ojos verdes —Georgiana— a su lado, y contuve un comentario sarcástico.
—Soy toda oídos, señor —respondí, neutra.
—¿Estás en la oficina?
—Sí, señor. Abrí el cuadro, estoy frente a la caja fuerte. El informe está listo, con los anexos. Solo falta imprimirlo y enviarlo.
—Tu eficiencia me impresiona, Dilcia —dijo, y percibí una sonrisa en su voz—. Te daré la combinación, pero, ya que no he practicado mi pronunciación, ¿qué tal si lo hago en alemán y me calificas?
—Adelante —respondí, intrigada.
Guardó silencio unos segundos, y cuando habló, su alemán era impecable. Pero no recitaba números. Sus palabras me dejaron helada: Te he extrañado y yo también he soñado contigo muchas veces.
Me sonrojé de la cabeza a los pies, mi corazón latiendo a mil.
—Su alemán es perfecto, señor, pero no quiero pizza —mentí, desesperada por salir del apuro.
Kurn rió al otro lado.
—Creo que debo seguir practicando.
Pasó a dictarme la combinación, un código largo que tecleé al instante. Era una buena estrategia: si lo escribía, podría quedármelo.
—¿La abrió? —preguntó, con un dejo de desconfianza.
—SÍ, señor. Tengo el sobre en la mano. Sacaré dos hojas y dejaré el resto. Luego cerraré —respondí, y se me ocurrió una idea—. Debo colgar, o el informe no llegará a tiempo.
—Bien, mi sexy maestra. Espero ansioso esas clases —dijo, y colgué antes de que mi voz me traicionara.
Grabé un video del proceso: saqué el sobre, extraje las hojas, cerré la caja y puse el cuadro en su lugar. Lo envié a Kurn, que respondió segundos después: No era necesario. Confío en usted.
—Fue por mi tranquilidad, señor. Que tenga un lindo día —repliqué, sonriendo.
*****
Al mediodía, bajé al restaurante de la empresa, un lugar acogedor reservado para el personal no directivo. Sandra, la recepcionista, rara vez estaba, así que comía sola. Las miradas indiscretas ya no me incomodaban tanto, pero el rumor de que Kurn despidió a Douglas por el incidente con Angy en el ascensor me había convertido en el chivo expiatorio. Sabía la verdad: Douglas robaba, y Kurn solo lo reubicó en las joyerías, un puesto que le correspondía por herencia.
—¿Puedo sentarme? —Una voz varonil interrumpió mis pensamientos.
Alcé la vista y vi a un hombre alto, de rostro afable.
—Soy Connor Cook, del área jurídica. Llevo unos meses aquí.
Sonreí y le indiqué la silla. Connor había reemplazado a Luciano, y aunque decían que era bueno, no igualaba la audacia del "gemelo".
—Dilcia Spencer —dije, estrechando su mano.
—No eres muy popular —observó, sentándose—. Te he visto comer sola estos días.
—Llegué justo cuando mi jefe despidió a dos personas —expliqué—. Eso no ayudó.
Asintió, con una sonrisa que desarmaba. Era atractivo, y las miradas de varias mujeres en el comedor lo confirmaban. En otra época, habría coqueteado solo por diversión, pero ahora solo quería protegerme.
—¿Te gusta América? —preguntó.
—No he visto mucho, pero lo poco que exploré con mi hijo me gusta —respondí, mencionando a Enrico para marcar distancia.
—Divorciada, por lo que veo. Sin anillo —comentó, señalando mi mano.
Sonreí, llevándome un bocado de pollo.
—No me gusta hablar del pasado. Espero lo entiendas.
—A nadie le gusta, si es doloroso —dijo, disculpándose—. Solo quería conocernos.
Su plato, lleno de verduras, sugería que era de los fitness, aunque también podía ser una táctica para impresionar. Yo aún luchaba por recuperar peso, trotando por las noches en el parque del complejo.
—Evitaré rodeos, entonces —dije—. Me llamo Dilcia, tengo 26 años, un hijo de cinco al que amo, soy viuda y mi jefe es exigente, pero nos llevamos bien.
Él rió, dejando su plato a un lado.
—¿Cómo sabías que preguntaría por Tomasevic?
—No es muy popular —respondí, encogiéndome de hombros—. Y son las preguntas que yo te haría.
—Bien jugado —dijo—. Soy Connor Cook, tengo una hija de seis, estoy divorciado hace dos años, abogado, y en una relación abierta desde hace seis meses. —Alcé una ceja, y él aclaró—: Lo digo para que sepas que solo busco amistad.
—Me gusta tu sinceridad —respondí, riendo, aliviada.
Kurn
Un mes después, regresé de un viaje agotador. No había identificado al responsable de los sabotajes, pero logré frenar las protestas, aunque a un costo elevado: tres localidades tendrían centros deportivos financiados por mí.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Deán, mientras conducía.
—Perdí una fortuna —mascullé—. Y no hay rastros de quién está detrás.
—No hay pruebas contra su hermano, querrá decir —corrigió Deán.
—¿Quieres encargarte?
—Por favor. ¿Alguna novedad?
—No mucha. La chica tiene rutinas fijas: ejercicio a las cinco, trabajo a las ocho, almuerza a la una, solo habla con Sandra y Cook —resumió.
—¿Y Enrico? —pregunté, recordando las clases de béisbol que le prometí.
Deán frunció el ceño.
—Olivia dice que la madre autorizó clases extras con el entrenador. Lo lleva los sábados.
—¿Clases extras? —espeté, molesto—. Ella no debió intervenir sin consultarme.
—Es su madre, señor —replicó Deán—. ¿Alguna noticia del tío?
—Se niega a pagar. Dice que no tiene el dinero. —Hice una pausa—. ¿Crees que le haría daño a la chica?
Guardó silencio, y bajé del auto.
—No quiero a Enrico cerca de esa mafia. Si no paga, el niño y su madre se quedan —dije, mirando a Deán—. Él cree que sabía quiénes eran desde el principio, pero no tenía ni idea. En ese puente, vi a mi madre.
—Lo sé, pero no mezclemos las cosas. Sabe cómo son estas cosas —respondió Deán—. No es ortodoxo, pero podría negociar: el dinero por el niño y la señora. Es buena empleada, discreta, inteligente, cuida sus posesiones.
—Pareces vendedor de enciclopedias —bromeé, entrando a la casa—. Dile a Olivia que prepare a Enrico y no le diga a su madre que está conmigo.
—¿Qué hará? —preguntó, con cautela.
—Ver qué clases le da ese entrenador. Prepara a los chicos.
****
—¿Lo hice bien? —preguntó Enrico, tras lanzar la bola.
—Perfecto —respondí, sonriendo—. No entiendo por qué dicen que no eres bueno.
Su rostro, confuso e inocente, me dijo que no tenía respuesta. Lo tomé de la mano y lo llevé a una banca. Se sentó a mi lado, pero al apoyar su mano, rozó mi ingle. Fue un accidente, un mal cálculo, pero mi mente se disparó. Se puso de pie en la banca, acercándose a mi rostro.
—No quiero más prácticas —dijo, serio.
—¿Las mías? —pregunté, y negó.
—Con Roberts. No las quiero. Las tuyas sí.
—¿Te ha hecho daño? —Mi voz era tensa. Negó, y suspiré—. ¿Te hizo sentir incómodo?
—Veo pelis y nunca entrena. Solo cuando mamá está.
La furia me invadió. ¿Qué clase de madre lo dejaba solo con un extraño?
—¿Cuándo te deja con él? ¿Qué películas?
Se sentó, moviendo las piernas nerviosamente. Deán se acercó, acuclillándose frente a él.
—Te dijo que era un secreto, que los hombres veían esas pelis, que sería un padre para ti —dijo, con una calma que yo no tenía.
Enrico asintió.
—Son hombres desnudos. Se besan. Me dijo que tenía que aprender para hacerlo yo. — Me levanté, pasándome las manos por el rostro.
—¿Con quién? ¿Te tocó? —preguntó Deán, mientras yo imaginaba cómo destrozar a ese miserable.
—Vimos dos pelis, en diez clases —respondió Enrico al borde del llanto—. Un día me quedé en su oficina. Dijo que me daría un obsequio por portarme bien, porque mis lanzamientos eran mejores.
—¿Un tiro o en pedazos? —murmuré, pero Deán me hizo callar.
—No me gustó la peli. Dije que se lo contaría a mamá, y él dijo que no me dejaría jugar. Le dije que no me importaba.
—Bien, campeón —dijo Deán—. Nadie puede obligarte a hacer algo que no quieres. ¿Volviste a ir?
—Grité, como mamá me dijo. Pero Roberts dijo que le haría daño a ella si hablaba.
Enrico había pedido cambiar a clases de gimnasia con la profesora Margaret, pero Roberts se negaba a sacarlo de su planilla.
—Encárgate —ordené a Deán—. No quiero rastros de él.
—Delo por hecho, pero hable con la madre. Si ella denuncia, usted quedará implicado.
Asentí. Solo una persona podía ayudarnos sin hacer preguntas. Nos dividimos: Deán fue por Roberts con cinco hombres, y yo llevé a Enrico a buscar a Dilcia, con tres guardias. En el auto, el niño estaba inquieto. Cuando Dilcia subió, se abrazó a ella. Mi furia era tal que no hablé, mirando fijo la calle.
—¿A dónde vamos? —preguntó ella, rompiendo el silencio.
—A que Enrico conozca a una amiga —respondí, seco—. Luego te explico.
Le había contado a Liney, una psicóloga de confianza, parte de lo sucedido. Por suerte, estaba en el hospital. Entramos en silencio. Dilcia, nerviosa, quiso acompañar a Enrico, pero Liney se lo impidió.
—Es mejor que espere aquí —dijo, y cerró la puerta.
—¿Por qué mi hijo necesita un psicólogo? —espetó Dilcia, girándose hacia mí.
—¿Por qué? —repliqué, alzando la voz—. Te dije que no hablaras con el entrenador, que me esperaras. ¡Y dejaste a un desconocido con tu hijo en horas no escolares!
—¿Qué le pasó? —Se acercó, tomando mis manos—. No lo perdí de vista. Estuve en todas las clases. Ni a Olivia dejé ir sola.
—Rozó mi pelvis y me hizo toques raros —expliqué, y ella se llevó un puño a la boca, llorando—. Deán habló con él. Dice que solo le mostró videos, pero quiero confirmarlo.
—Lo mataré... si tocó a mi bebé, lo mataré...
—Deán se está encargando —dije, frío—. Créeme, no volverá a dañar a nadie.
—Enrico es mi responsabilidad —sollozó—. Solo quería apoyarlo. Está muy unido a ti, buscando una figura paterna. No es sano que se acostumbre a alguien que se alejará.
—Puede entrar —interrumpió Liney.
Dilcia entró, nerviosa, mientras yo me senté con Enrico.
—¿Todo bien? —pregunté, y asintió.
Tocó mi brazo.
—¿Sabes jugar fútbol?
—Algo —respondí, sonriendo—. ¿Quieres que juguemos?
—¿Puede ir mamá?
—Claro, sin ella no empezamos.
Minutos después, Dilcia salió más calmada, abrazando a Liney.
—Solo fueron películas, —explicó, con un sollozo—. Lo estaba preparando, pero no lo tocó. Puede haber otras víctimas. Enrico no dijo nada...
—No lo logró, eso cuenta —dije, poniendo una mano en su hombro—. ¿Vio mucho?
—Cerró los ojos y lloró. No quiso seguir hablando. Me recomendó llevarlo a terapia.
Tomé mi móvil. Deán había enviado una foto: Roberts, irreconocible tras la paliza. Preguntaba si era cierto que no tocó al niño. Respondí que al parecer no, pero que la intención estaba, y guardé el teléfono.
—¿Quieren cenar? —pregunté.
Dilcia negó.
—¿Te molesta la comida casera?
—Ninguno —respondí, viendo cómo abrazaba a Enrico.
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