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Día 5 ❣ Crucifijo

Advertencia: Antes de leer este día, te pido encarecidamente que si eres una persona sensible en cuanto a religión, por favor salgas o te saltes esta parte. Aquí vamos a tocar un tema sensible y no me es posible abarcar mucho debido al límite de palabras.

En los tiempos donde todo mundo, o su mayoría, era regido y guiado por el cristianismo, hubieron prácticas sancionadas de distintas formas. Los hombres y mujeres carecían de conocimientos, se dejaban manipular, y si eran atrapados ejerciendo otra creencia, la homosexualidad o practicando la poligamia, unos pocos ejemplos entre muchos, las penas que se les imponían era desde la tortura o muerte.

Desde pequeño Fingon tuvo la inteligencia de no hablar de más con su padre, Fingolfin, quien era un noble y respetable granjero. Algunas acciones, buenas y malas, ayudaron a Fingon a llegar a tomar el celibato como monja, consagrándose a los veinte años al cristianismo. Tuvo que dejar la casa de sus padres, donde tuvo una excelente despedida y Anairë le expresó su eterno orgullo, aún sin saber que tomaría el camino de una monja.

Partió Fingon de casa, dejando atrás tres pequeños hermanos, quienes apreciaba de corazón y noche con noche los encomendada a Dios nuestro Señor. Su asentamiento en el recinto sagrado fue como muchos otros; normal, cómodo y lleno de obligaciones que requerían puntualidad.

Para ocultar su hombría no le era difícil puesto que su cuerpo era muy delgado y con pocos rasgos femeninos. Con los años había logrado dejar crecer su cabello, lo que ahora le ayudaba demasiado y sus facciones eran más semejantes a las de su madre que a las de su padre.

Fue en poco tiempo que la hermana "Aldara" (nombre que Fingon escogió para completar su identidad) se hizo conocida por todo el convento y fuera de él. Las historias decían que era la más tierna, pura y amable. También se le conoció como la mujer más entregada al amor de Dios y estricta como exigente cuando se requería.

Y como toda buena celebridad de ese tiempo, los rumores traspasaron puertas llegando no sólo a las del cielo, sino a las del mundo bajo tierra, ese que siempre arde e infunde gritos de pena y dolor. Un duque de los infiernos sintió interés por la hermana y dejando a sus ejércitos, salió de su trono y traspasó la tierra tomando la forma de un hombre alto, fornido y de cabellos rojos, simulando el mismo ardor de su mundo.

Sus primeros acercamientos con Fingon no dieron demasiados frutos. Era un hueso difícil de roer, pero era un hombre, un mortal, y por tanto, tenía instintos simples. Fue, una vez más, un punto a favor en nombre de Lucifer cuando Maedhros, el duque de los infiernos, logró poner en cuatro a la hermana pero esto dejó de ser un disgusto para ella. Realmente disfrutaba sus caricias y palabras sucias eludiendo su virilidad.

Nuevamente esa noche el demonio volvió bajo su disfraz, encontrándose a Fingon rezando arrodillado en la orilla de su cama. Maedhros entró a la habitación para asegurarse de cerrar muy bien la puerta y observar con burla la figura del joven.

—He aquí la esclava del señor —dijo Fingon con los ojos cerrados y rosario en mano—. Hágase en mí según tu palabra.

—¿El Ángelus? Es la cosa más simple como la ramera en las calles —burló Maedhros, no sólo interrumpiendo la hora Santa, sino tomando con brusquedad el cuerpo de Fingon para arrojarlo encima de la cama.

—Si esto es obra del señor...

Maedhros se jactó no sólo de las palabras de Fingon, sino por la indiferencia de ese señor que llamaban Dios. Teniendo sujeto a Fingon, subió en él para despojarlo de sus ropas y de paso ponerlo en cuatro, otra vez. El cuerpo de Fingon resplandeció ante la tenue luz de vela y se expuso con burla su desnudez.

—Está claro que esto no es obra de tu señor —burló el demonio dándose gusto en tocar donde sea que se le ocurriese—. Y esto... —afirmó su agarre en la entre pierna de Fingon, evocando al momento un suave jadeo—. Será obra mía, la cual puedes ir a presumir allá arriba. Eso en caso de que las puertas del paraíso sigan abiertas para ti, porque jamás pusiste resistencia.

Entonces comenzaron con el acto donde lo único que prevaleció fue el pecado y sabor palpable del deseo. En un momento Fingon levantó la mirada y borroso encontró el crucifijo que colgaba en la pared encima de su cama. Ya no le era una sorpresa el fornicar frente a la imagen de Dios, sino una necesidad que tarde o temprano le llevaría a la pena de muerte, tortura y humillación pública.

Pero Fingon no habló más, sabía lo qué decidió desde un inicio y con el tiempo, aprendió a encontrar el placer y deseo de los tanto era Maedhros un erudito. Había pecado, pero estaba satisfecho al saber que después de su muerte compartiría lugar en el infierno con aquel demonio que había robado y doblegado su corazón.


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