Manwë no podía aceptar lo que estaba escuchando. Los ojos se le humedecieron ante las palabras de Melkor e intentó abrazarlo por la espalda, como lo hacía hace mucho tiempo.

—Hermano, no digas eso... —dijo Manwë.

—¡Aléjate! —ordenó Melkor rechazando la caricia de su hermano. Sería mentira decir que no le dolió hacerle aquello a Manwë pero comenzaba a aceptar el destino—. Tú esclavitud no me interesa más. Largo de aquí, desde ahora no seremos nada.

—Hermanos, insisto, somos hermanos —luchó Manwë.

Melkor se levantó, se plantó frente a Manwë y lo tomó por los hombros. Ambos se vieron a los ojos y en Manwë sólo había lágrimas, mientras que en Melkor una euforia única. Un brillo carmín se le colocó en la mirada, y sonrió con la primera malicia del mundo.

—¿No lo entiendes? Yo no quiero seguir con esta mentira. Somos enemigos porque tu procurarás la vida y libertad, y yo la muerte, depravación y esclavitud.

Todos los recuerdos sobre los juegos, las bromas y cuentos entre ellos, le cruzaron a Manwë por la cabeza pero él también era orgulloso; como hermano amaba a Melkor, pero tampoco estaba dispuesto a que éste hiciera de las suyas con aquella obra que tanto se estima de Eru. Aún por sobre su amor, pondría a los hijos de Ilúvatar.

Manwë frunció el entrecejo, como sí aceptara un reto y se limpió las lágrimas. Un lazo, algo en ese momento se había roto entre ellos. Se liberó del agarre de Melkor.

—Bien, tu lo has elegido —se sorbió los mocos. Era tan tierno que le provocó cólera a Melkor—. Que así sea. No dejaré que toques y manches lo que más amo como ya lo has hecho desde hacía tiempo.

De esto poco se habló en los próximos tiempos y sólo tú, lector, has sido testigo de los relatos olvidados de Melkor y compañía. Es ahora tu trabajo mantenerlos vivos y recordarlos, porque donde siempre hubo mal, alguna vez el bien perdió la batalla.