Día 12 ⚔ Nalgas
Tras la llegada de Melkor, Sauron ya no podía diferenciar entre día o noche. Una densa bruma, oscura y maloliente se había alzado por sobre esas tierras. Los trabajos y órdenes habían ido en aumento, y tras algunas discusiones ambos se pusieron a trabajar en ello, pero para Bauglir no era suficiente.
Un día sentado en su alto trono, con la mirada perdida y haciendo ruidos molestos con la boca, se mofaba internamente de su hermano; era seguro que lo había hecho sufrir demasiado. Había pervertido demasiados seres, tanto Maiar como incluso Eldar, los Primeros Hijos de Ilúvatar.
En sus sombras, el cobarde de Melkor se sentía poderoso, casi como el Dios y dueño de la tierra media que pretendía ser. Pero día con día, algo dentro de él cambiaba, su cuerpo no era el mismo que en los primeros tiempos y un miedo incontrolable se apoderaba de él. Las joyas incrustadas en la corona, aquellas que tanto le costaron, refulgieron atormentándolo y a la vez orillandolo a la idea de la eternidad.
—Sí, eso es justo lo que debo hacer —dijo—. Uno a uno, quizá todos seamos mortales pero yo no.
Melkor se levantó provocando un fuerte ruido y gran viento. Sonrió y sus dientes mal formados brillaron en un amarillento enfermo. Bajó los tres escalones que daban a su silla y se puso manos a la obra justo en las afueras de su salón.
La idea le pareció clara y buena, no se quería perder en el tiempo. Algo parecía gritarle que nada era para siempre, incluso él.
Fueron días, si no es que una semana en la que Melkor desapareció del radar de Sauron y es que este último sí se tomaba en serio su papel de lugarteniente. Justo un sábado fue que Mairon había asistido a una audiencia con Melkor, cuando ni siquiera cruzó la puerta del lugar donde se supone que encontraría a su amo, se topó con una escultura altísima de Melkor.
—Melkor, ¿que carajo? —fue lo único que pudo emitir Mairon.
Elevó su mirada todo lo que pudo y ni así fue suficiente, torció un poco el cuello y allá, en la punta de la corona de piedra, Melkor le saludaba sonriente y orgulloso.
—¡Mira lo que he hecho! —le dijo Melkor como un niño lo hace con su madre mostrándole un dibujo malhecho.
—Una ridiculez.
Poco a poco, cuanto más iba examinando la estatua su ceño se fruncía. El rostro del Melkor de piedra era arrogante y cruel, nada semejante al real y sobre todo, tenía un atributo realmente exagerado.
Mairon levantó la mano, exigente y gritó.
—¡Le has puesto demasiadas nalgas! Tu ni siquiera tienes.
Ante el reclamo del Maia, Melkor sonrió aún más. Se abalanzó para adelante y la escultura también. Mairon sabía qué intentaba el otro pero actuó demasiado tarde cuando un Melkor de piedra se le venía encima. Y eso que era uno de prueba, aún faltaba el definitivo.
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