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3. EL BOSQUE

Esa noche soñé que volvía a estar en casa, solo que esta vez volvía a tener ocho años en lugar de trece y el lugar no parecía ser el mismo que como era antes de partir. Era la casa que me vio crecer, y que apenas vio cómo mi hermana ponía en práctica su habilidad motriz. Es increíble el aprecio que tenía por ese minúsculo espacio en un barrio común de Maipú, con todas las cosas que pasaban allí, que hasta el día de hoy siguen pasando.

En el sueño había pocos muebles y las paredes parecían adquirir un tono grisáceo y enfermizo, como si la humedad las hubiese carcomido lenta y satisfactoriamente; a decir verdad, una serie de manchas opacas verticales crecían formando figuras espeluznantes. De pronto comenzaron a surgir árboles a mí alrededor y un aroma puro entraba en mis fosas nasales. Caí de espaldas hacia el suelo de forma inconsciente, mi pelaje se erizó al contacto de lo que parecía ser un pasto espeso en vez de la rasposa alfombra del living. En donde debía estar el cielo raso lo reemplazaban nubes claras y espesas que pasaban a gran velocidad, y donde se filtraban pequeños rayos del sol. Con mis patas delanteras agarré con vehemencia la hierba, que en un instante empezó a calentar todo mi cuerpo en segundos. ¿Cómo era posible que sucediera tan rápido? Nada más era una pregunta que podía hacerse en un sueño sin estar consciente de que lo es. Cerré los ojos y respiré profundo para luego experimentar un vértigo y la sensación de estar cayendo. Mantuve mis ojos cerrados hasta que me empezaron a doler. Alcé los brazos y las patas abiertas, con las garras afuera, esperando agarrarme de algo.

Seguía cayendo cuando un olor fuerte y amargó invadió mis pensamientos. Era una especie de almizcle que siempre estaba relacionado con los animales mayores. No solo era un olor, también un sabor; el favorito de mi padre. Fue cuando decidí abrir los ojos y un vuelco en todo mi cuerpo me trajo de vuelta en mi cama.

Desperté con la luz de la mañana entrando por la ventana. Olvidé cerrar las cortinas, en la otra casa siempre las cerraba para que la oscuridad me cubriera sin que ningún filtro de luz artificial tocara los alrededores del cuarto, mi cuarto. Pero esa fue la primera vez que acababa de dormir en una noche absoluta, sin las molestas luces de los postes. Aún así me sentía como un extraño en un lugar que solo conocía por fotos y conversaciones dominicales.

Me levanté y fui al baño para quitarme las ojeras con agua tibia. Una de las cosas que más me llamó la atención al vivir aquí fue el gusto fuerte del agua; era pura y con un gusto agradable, uno que me hizo pensar en el agua que venden en bidones. Sin querer, le había dado un punto a este lugar por tener agua fresca y deliciosa.

Mis patas tocaron el piso de madera y parecía crujir con cada leve movimiento, a veces con ninguno. Temía despertar a mamá o a Julia, y en especial a la tía Sandra. ¡Tan solo era madera! Temía que se fuera a romper, que se abriera un agujero y que terminaría cayendo en ella hasta la planta baja; hasta me hice una imagen mental estando sobre tablas rotas, y no solo la madera era la que resultaba rota. Descarté esa imaginativa suposición y seguí caminando con cautela.

Eché un vistazo a la otra habitación y mi inocente hermana seguía soñando boca arriba. Le había pillado una sobredosis del mismísimo Orfeo.

Recordé las primeras semanas tras su nacimiento. Era diminuta y sus las patitas estaban empuñadas en el aire, recibiendo todo el calor de mi madre en su regazo. Tenía los párpados pesados, pero parecía tener ansias de ver el mundo que la rodeaba, es lo que yo creía. Debía tener diez años cuando la conocí, y me permitieron tenerla en mis brazos. Sentir su peso hizo que me latiera el corazón. Las crías eran de verdad seres muy delicados, como esas muñecas de porcelana que siempre están en sus repisas sin señal de contacto físico.

Jules nació en verano. Dicen que si un mamífero nace en esa época o cercana a esta, su pelaje es más brillante y colorido. Yo nací en invierno, y aunque mi pelaje era de colores profundos estaba envuelto en la opacidad y rigidez.

Retrocedí cuidadosamente de espaldas tratando de no pisar mi cola adormilada, hacia el cuarto de mamá. La cama estaba abierta por completo, dejando al descubierto una sabana en pliegues irregulares. Supuse que debía estar abajo.

Con cautela pisaba los peldaños más resistentes mientras bajaba, pero eso no sirvió de mucho. Cada vez que presionaba un escalón amortiguando mi peso con la barandilla, el rechinar de la madera parecía no darme tregua. Fijé la vista en el reloj de la cocina que indicaba las 10.20 de la mañana. Ni mi madre ni tía Sandra andaban por allí. Abrí la nevera y saqué un pote con miel; arriba del viejo armatoste estaba el canasto de pan. Me acerqué a la encimera y empecé a calentarla. Hubiera preferido la estufa que estaba apagada, pero no sabía dónde estaba la leña.

Siempre he sido muy aficionado a los electrodomésticos, siempre tomando el camino fácil. La ciudad era mi selva, podía andar solo con mis amigos a cualquier parte de la capital. Bueno, casi. Solo podía permitirme ir a la galería comercial, a descansar en la plaza, a estudiar en casa de un amigo, etcétera. Como vivíamos en Maipú, el metro me facilitaba mucho para en ir a otras comunas como San Joaquín, La Florida, y hasta el mismo centro de Santiago. Odiaba las micros; se tambalean demasiado.

Estaba en un lugar sumamente ajeno a mi estilo de vida. Apenas conocía el sur, pero no con profundidad. Todo lo que sabía lo recordaba por los libros.

Los bordes del pan adquirieron un color negruzco mientras el vaho se elevaba ondeante hacia la ventana con vista a la naturaleza. No me percaté de la nota amarilla que estaba en la puerta superior de la nevera, que estaba puesto con un imán en forma de lirio. «Fui con tu tía al supermercado. Si tú hermana despierta, dale la formula. Besos.» La nota estaba escrita con rotulador rojo, firmado con un «Mamá» con una caligrafía inclinada y bonita, seguido de una carita sonriente. Me di cuenta de que se fue en la camioneta azul porque la nuestra estaba aparcada al lado de la bodega que colindaba con el vivero. Bien pensado, tía Sandra.

Me serví el pan con miel y el calor invadió mi boca con su dulzor derritiéndose en mi lengua. Terminé mi pequeño desayuno en grandes bocados.

Volví a subir a mi cuarto, no sin antes echar un vistazo a Jules; estaba igual que hace un cuarto de hora. Mi teléfono estaba encima de la repisa, la encendí, no había ni un solo mensaje o llamada; había muy poca cobertura y la señal de internet era escasa. La lancé a la cama con un suspiro de frustración.

Empecé a dar vueltas por la habitación, mis patas se enfriaban con cada pisada que daba. Mis orejas permanecieron inertes con la esperanza de escuchar algún bullicio o estruendo; ya extrañaba el canto de la civilización. Toda esta tranquilidad me estaba produciendo claustrofobia. Las lágrimas se asomaban en mis ojos, y una presión en mi garganta me dejaba sin aire.

Acabé desplomado en la cama respirando por la boca y produciendo figuras nebulosas. Me gustaba hacer eso, y hasta el día de hoy lo sigo haciendo. Comencé a tener frío y solo las lágrimas que empezaron a brotar con desgana parecían brindarme el calor que necesitaba. Mi interior insistía en querer volver, volver a la normalidad.

En verdad lo quería.

...

Volví a despertar al escuchar a mi madre decir mi nombre. Me apoyé sobre mi brazo izquierdo y con la otra enjugaba mis ojos. Esperaba no tener los ojos irritados para que no se diera cuenta que estaba llorando.

—¿Rubén? —llamó mi madre desde el piso de abajo, tratando de que no fuera ni tan fuerte como para despertar a mi hermana, ni tan bajo como para que no la oyera.

Me levanté e inicié un trote en dirección a la escalera. Mamá estaba poniendo las bolsas sobre la estufa de leña, todas ellas repletas de cereales, verduras y artículos de limpieza en una aparte.

—Ponte unos zapatos y abrígate —dijo mi madre señalando con una garra mis patas desnudas—, y ayúdame con las otras cosas.

Partí inmediatamente hacia la puerta de entrada donde estaban mis zapatos sobre una silla de mimbre. Estas se acomodaban perfectamente a la forma de mis patas, dejando al descubierto mis garras; solo las usaba cuando hacía mucho frío.

Había un espejo al lado del perchero y vi mi reflejo. Cerré los ojos aliviado de que ella no se daría cuenta de mis ojos irritados, probablemente haya pensado que solo era producto del descanso.

Tía Sandra estaba sacando de la parte trasera de la camioneta un saco de papas y yo me apresuré en ayudarla, sacando los otros sacos que se asomaban por la puerta; pesaban mucho. Un viento gélido hacía temblar las hojas produciendo un sonido armonioso y único, se filtraba en mi nuca y a través de mi parka, haciendo que me estremeciera.

Minutos después de guardar todo en la despensa y en la nevera, tía Sandra hizo un consomé de verduras y arroz con papas hervidas. Mamá sentó a Jules en la sillita elevada, y le sirvió un colado. Subí a mi cuarto y me eché en la cama otra vez.

...

En los días que pasaron estuve la mayor parte del tiempo en mi habitación, sin hacer más que jugar con mi teléfono y dormir con frecuencia. Aunque dormía más horas de lo normal me sentía exhausto.

Ya habían pasado seis días desde nuestra llegada a Wolfburgo. El cielo permaneció igual de pálido —con las nubes estáticas y a la esperanza de que lloviera— pero con un viento cada vez más intenso.

Mi madre dio su mejor esfuerzo una vez que empezó a trabajar con mi tía en el vivero, dedicada especialmente en las hortalizas, ensuciándose las patas y generando calor para sí misma; todo lo podía ver desde la ventana de arriba.

Julia era un caso opuesto a mis desilusiones, se divertía aferrándose a su carriola y corría por los rincones de la casa y el patio (siempre con la constante vigilia de mi madre y de tía Sandra); yo, por mi parte, acostumbraba a guardar mis emociones y dejando que mi vida siguiera, con la inútil reflexión de que si de verdad tenía una.

En el momento en que no hacía más que quedarme tirado en la cama, la tía Sandra entró a mi cuarto con su ropa de trabajo y con una mirada de extrañeza.

—¿Es que acaso piensas en quedarte aquí todo el invierno? —preguntó poniendo sus patas empuñadas en sus caderas, esperando una respuesta.

—¿Esperas a que haga algo? —Mi mejor defensa para eludir preguntas era haciendo otra.

A mi tía no le gustó el tono con el que me expresé.

—Lo mejor sería que fueras a pasear —agregó ella—. ¿Qué no lo hacías cuando vivías en Santiago?

Siendo sincero, mi capacidad para pasear era impropia, y tía Sandra había logrado dar el blanco de mis recuerdos. Solía ir a jugar con mis amigos en la calle desde cachorro, pero los años pasaron y el clima del barrio se puso bastante azaroso: los coyotes borrachines con frecuencia se tambaleaban por las aceras, dormían cerca de algún almacén y canturreaban en coro desafinadas canciones donde no se le entendía ni la letra. Nuestras madres nos advertían que debíamos mantenernos lejos de ellos, ya que algunos se les podía pasar la pata con la bebida, como solía decirse; luego estaban los evangélicos que predicaban en la entrada de cada casa, sermoneando y chillando la palabra del Altísimo, sin escrúpulos; también estaban los veinteañeros que se unían a bandas de los sectores más pobres y traían consigo drogas y muchas riñas. Incluso hasta la medianoche se podía escuchar uno o dos disparos.

Como pueden darse cuenta, mis oportunidades de salir tranquilo a las calles se iban reduciendo. Con todo esto recopilado en mi mente, meneé la cabeza como respuesta.

—Bueno —continuó mi tía, mostrando una sonrisa de par en par—, es tu momento de que salgas y conozcas el lugar, ¿o esperas a que te salgan úlceras?

Y tal como mi ella me recomendó, decidí explorar el bosque y sus alrededores, no sin antes de tomar mi teléfono y unos auriculares por si me aburría.

Bajé las escaleras y me puse la parka azul oscuro del perchero. Cuando intenté buscar mis zapatos, estos ya no estaban sobre la silla de mimbre. Los busqué alrededor del pequeño vestíbulo y moví cada mueble que había en ese pequeño espacio (un estante repleto de flores y macetas y una mesa polvorienta y astillada) para estar seguro de que estuvieran allí.

—Si buscas lo que pienso que estas buscando —anticipó la tía Sandra al momento en que apareció en la cocina para limpiar los trastes—, las mandé a lavar. Estaban muy sucias.

Eran unas zapatillas de lona que las había ensuciado al momento de llegar a este lugar. Si esperaba a que saliera de esta casa, ¿cómo podía hacerlo caminando en tierra lodosa? Empezaba a frustrarme con cada mísero detalle que me mantenía en este lugar.

Tía Sandra dejó lo que estaba haciendo, se aproximó y abrió una de las pequeñas puertas del estante y sacó un par de botas viejas y grasientas.

—Ponte estas —dijo tendiéndome las botas—. Eran de tu abuelo, no las usó desde que dejó de venir aquí. Pruébatelas, a ver cómo te quedan.

Recibí el par de calzados y los observé meticulosamente. Tenía pensado en usar unas botas de agua, pero estos parecían muy anticuados. El interior estaba forrado con un género espeso y seco, que resultó ser lana. A pesar de que tuvieran más edad que yo, tuve que desistir a mi inconformidad y ponérmelas. Para mi sorpresa calzaba el mismo número que mi abuelo; lo que me hizo suponer que llegaría a ser más grande que él en unos años. Le aseguré a mi tía de que me quedaban bien, y ella respondió con una sonrisa enseñando sus dientes y regresó a lavar lo que quedaba.

Al salir de casa, mi mente pareció divagar. Estaba con la mirada puesta en el cielo encapotado, las nubes estaban cada vez más oscuras y obstruían la luz de mediodía, haciendo que la tarde resultara ser una noche desgastada. Los árboles se ladeaban sin cesar, tal como lo habían hecho toda la semana. Algunas hojas se precipitaban en un vuelo descendiente a favor del viento como jabalinas lanzadas por atletas olímpicos, o como puntas de flecha viajando exangüe en dirección al resto de sus hermanas caídas; cientos de ellas acabando en el claro donde se encontraba la cabaña. Ajusté el cierre de mi parka lo más arriba que pude para que mi cuello se refugiara de la intemperie.

Fui directo a la entrada del terreno quedando en medio del camino de tierra, con dos direcciones opuestas: uno llevaba hacia el pueblo, al norte; la otra hacia lo desconocido. Como ser viviente y racional tenía la posibilidad de escapar y volver al mundo al que pertenecía, pero como hijo era mi deber estar con mi madre, apoyándola y cuidándola. Ninguna de las dos opciones me parecía adecuada para efectuarlas sin algo de criterio. Pero, a decir verdad, ¿qué importaba en ese momento?

Opté ir hacia lo desconocido.

Con el doble de falta de juicio.

Caminaba esquivando los espacios lodosos que formaban grandes charcos de aguas, con las hojas navegando en cuerpos acuosos y turbios. Las botas, aunque viejas y feas, mantenían mis patas calentitas.

Miré por los alrededores de la carretera, nada más había árboles y un cielo plomizo. En algún momento se abría otro claro con campos verdes y plantaciones y otras hortalizas. Hacia donde me dirigía, el tendido eléctrico se hacía cada vez más anticuado; los postes, en vez de ser de hormigón, eran de madera de pino. La naturaleza parecía devorar el camino, en forma de malezas y otras flores. Apenas lograba ver otras casas y granjas detrás de los tupidos arbustos.

Llegué al extremo de la carretera que terminaba en un numeroso bosque de lo que parecía ser bambú (pero sé que en esta región lo llaman por otro nombre), y era altísimo, de un verde muy artificial. Saqué mi teléfono para ver la hora, estuve caminando por casi cuarenta minutos. Miré el camino detrás de mí, no lograba ver la cabaña de la tía Sandra, ni ninguna otra. Todo estaba cubierto de árboles, algunos estabas desnudos, otros, en su mayoría, sobrevivían al invierno.

Miré por los costados del camino. Me dije que no habría problema alguno si me desviara y atravesara el bosque. Después de todo ¿quién se fijaría en un tigre insignificante que estaba a kilómetros de la granja más cercana?

Me adentré por el lado izquierdo que conducía al este. El viento soplaba con más intensidad, mientras mi pelaje ondeaba a su ritmo. Comenzaba a olfatear a mí alrededor. Además de la brisa sentía el aroma de la humedad de la tierra, la esencia que guardaba la madera y la frescura de las hojas que formaban una hojarasca y diseñaban una especie de camino.

En Santiago no sentía esos aromas tan puros. Todo eso estaba bloqueado por el humo del escape de los autos, la basura que se acumulaba en las aceras y solares, y el picante humo de los cigarrillos (que yo jamás fumaría). Lo más cercano a un olor natural que he sentido antes, fue cuando pasaba las vacaciones en familia en Pichilemu o El Quisco. Sentía en esos lugares la peculiar fragancia del océano que me producía picor en la nariz.

Esto era algo distinto, podía sentir la naturaleza materializada en los olores que escudriñaba.

Y había más.

Como no estaba usando audífonos, escuchaba el crujir de los árboles, cómo cantaban las hojas al ser sacudidas suavemente. Contemplaba el entorno mientras caminaba. Algo en mí le daba una oportunidad a este lugar, pero mi mente le ha dado vueltas a mis pensamientos, en las que añoraba volver a casa.

Una parte de mí insistía en volver a casa, que no le importaba cómo andaban las cosas en el barrio, que quería regresar a ver a sus amigos y compañeros en el colegio de siempre; el que estaba repleto de machos y hembras de distintas edades. Había razones para querer volver, pero otra parte de mí —que estaba recién surgiendo—, rezaba para que le diera una oportunidad a este lugar.

Mientras mi cerebro debatía mi estancia en Wolfburgo, no me percaté que alguien me estaba llamando.

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