18. EL DORADO
Fue el cuadro de Monet lo primero que vislumbré al momento de despertar aquella mañana tras las sorprendentes revelaciones que la chica vulpina había soltado como proyectiles exangües, pero con una honestidad tan serena que conformaba su fuerza interior, digna de una hembra de su edad.
El aire gélido era como una fuerza enemiga en un campo de batalla que no era más que una tranquila habitación; sin el mayor ruido que la respiración de nuestros cuerpos. En defensa, solo podía protegerme con el cobertor y el calientacamas disponible que me tenían confinado en la suave superficie del colchón, uno de esos nuevos en la que los muelles no hacen ruido cuando se le coloca un peso encima. Más que calor artificial, había compartido el calor corporal con Micaela justo antes de medianoche. Ella prefirió dejar que su cuerpo se cobijara con el mío. Podía sentir los vendajes de su pecho envuelto sobre mi brazo izquierdo, que aferraba como lo hace cualquier felino con su rascador anti-estrés.
Ella andaba con el sueño tranquilo, soltando sus espiraciones con débil suspiro. Su pelaje sedoso —aunque algo alborotado— seguía brillando con el esplendor del aquel día ascendente.
Entendí con bastante claridad que su mentalidad yacía en las alturas de la madurez, pero pude percatarme que su honestidad casi sarcástica albergaba el deseo de ser una hembra normal, alguien de mi edad que podría enamorarse sin complicación alguna.
Cuando había apagado la luz tal como me ordenó, le había jurado en un susurro inentendible que la querría sin importar como era ella por fuera. Ya me había acostumbrado a su actitud y a su talento de exasperar a los seres exóticos.
—No prometas algo que no puedas cumplir, tigre —respondió con voz monótona—. Las promesas solo están para romperse.
—Es la verdad —insistí. Tenía el brazo rodeándola lo mejor que podía. El agarre fue suave y protector, y en ese momento Micaela se parecía más a una niña que buscaba consuelo.
—Se que puedes hacerlo. Pero, por favor, no hagas promesas.
—Lo prome... —me callé inmediatamente antes de ver su rostro fruncido por mi falta de prudencia; casi la estaba por regar.
Micaela era una hembra valiente. Los únicos que sabían su misterio eran su sangre y su amistad; yo, incluyéndome, estaba en una nueva categoría en su vida.
Resultó bastante sorpresivo, y al mismo tiempo presuroso de que confesase algo tan íntimo como su pubertad precoz. Esto, incluyendo su excéntrica visión de su amor por las cosas fuera de su mundo; como una manera de decir que me amaba sin expresarlo directamente.
Cuando se lo dije, me comentó:
—Oye, tarde o temprano lo iba a confesar. ¿Qué esperabas: un anillo de compromiso, arrodillada a tus pies?
—No tienes por qué -respondí con un suspiro—. Es solo que quería tomarme el tiempo de ver que de verdad me amas. Siento tener que decirlo, pero quería saborear cada segundo.
—No te tengo rencor. Así es la naturaleza de los machos que esperan que nosotras les divirtamos con la pasión que solo se ven en esas novelas románticas. Tú, el galán de la camisa abierta con el pecho bien trabajado y brillante; y yo, la dama sin escote que deja ver unos centímetros de busto para adornar las portadas, los dos abrazados bajo el sol del ocaso y el viento.
Comencé a reír ante toda esa descripción.
—¿De dónde sacaste todo eso? —interrogué con algo de interés.
—De algunos libros de bolsillo que venden en la librería, en los estantes de liquidación.
—¿Te gustan?
—Son solo unas paparruchas ornamentadas —admitió sin titubear—. Se les ocurre un romance trillado de siglos pasados para sacar dinero —suspiró antes de proseguir—. Créeme, el romance era casi inexistente en el siglo diecinueve. Las únicas preocupaciones que había en ese entonces eran las revoluciones, la tisis y la pobreza. Y los machos galantes no eran más que ebrios y panzones latifundistas.
Volví a reír. Ella era una criatura de muchos conocimientos.
Seguimos hablando en la oscuridad de la noche hasta que nos venció el sueño. Tuvimos tiempo de conocernos mejor hablando de cosas triviales. Sacando algunas anécdotas que hacían de la noche un momento propio en sus formas más discretas, sobretodo en un espacio pequeño como aquel cuarto de motel de carretera.
...
El cuadro no era más que una réplica del original puente de madera que cruzaba un pequeño río repleto de flores de loto en un día soleado. Pensé: La primavera está a la vuelta de la esquina, en un óleo que solo mis ojos tienen permitido la entrada. Me quedé mirándola por seis minutos cuando escuché gruñir a la zorra que dormía a mi lado.
Puse una pata en su hombro cubierto entre sábanas y cobertores hasta la altura del cuello. Ella se estremeció lenta y suavemente. Volteó su cuerpo para verme y después me saludó:
—Buenos días, tigre.
—Sabes que tengo nombre -repliqué sin enfado alguno.
—¿Importa?
Al igual que yo, ella evadía las preguntas con más interrogantes.
Empezó a desperezarse hasta hacer sonar los huesos de sus patas en un ruido sordo y reconfortante. Después bajó los brazos y con uno me rodeó el pecho, que subía y bajaba sin acelerar, ya no estaba tan nervioso como anoche.
Le señalé la copia de Monet y le expliqué mi punto de vista.
—No es una puerta, sino una ventana —concluyó ella—. Las ventanas nos dan la oportunidad de ir a otros mundos sin dejar el nuestro. Cuando dicen que los ojos son las ventanas del alma, se refieren a que podemos conocer mucho de un animal con solo verlo directamente a los ojos.
Me tomé la molestia de mirarla a los ojos y ver lo que podía haber en ellos: sus párpados estaban decaídos por el descanso de toda una noche y la travesía de todo un día, sus leonados ojos estaban fijos en mi persona con un interés moderado y adornado de un cariñoso calor de amantes.
—Los tuyos me dicen más de lo que yo esperaba —dijo.
—Y ¿qué es lo que ves?
—Un lugar en el cual vivir.
—¿Vivir para establecerse? —inquirí.
—Vivir —Fue lo único que dijo.
Volvimos a mirar la pintura.
—Monet seguramente quería una primavera eterna, en ese entonces —deduje, dejando que mi imaginación soltara sus conclusiones al azar—. Quería que todos volvieran a ese renacimiento que vivimos cada año.
—La primera primavera de un animal —agregó la vulpina—, es significado del nacimiento; la primera y única primavera.
Faltaba poco para que llegara, después de las fiestas.
—Hay una cosa que no me quedaron claro —solté, frunciendo el ceño hacia el espacio vacío del cielo raso.
—¿Qué cosa?
—¿Cómo lograste sacar la licencia de conducir?
Pero ella acercó su garra índice a sus labios y chistó. Comprendí que no la tenía.
Nos levantamos a eso de las nueve. Nos vestimos para ir a desayunar en su casa (su abuelo nos estaba esperando con un café bien cargado con algunas tostadas y un dulce de membrillo) no sin antes ordenar la cama y algunas cosas fuera de lugar; que, normalmente, fueron escasas.
Don Camilo no estaba enterado de lo ocurrido esa noche, ni siquiera llegó a escuchar a su nieta salir de la casa para ir a mi cabaña. Ella me contó que siempre ha dormido como un tronco, y que ni un holocausto nuclear podría despertarle. Eso sí, temía de que su abuelo me viera con ojos hostiles si llegaba a pensar que tenía algo más con ella además de dormir juntos. Por lo que solo podía conformarme con la fortuna de que no fuera así, ni que iba a ser así en los años venideros.
Llamé a mamá diciéndole que estaba bien y que volvería antes del almuerzo. El exterior seguía siendo el mismo, salvo por el constante repiqueteo de las gotas del deshielo. Todos seguía brillando con mucha intensidad, y eso hacía notarse en como la humedad ascendía como una humareda gaseosa y pálida desde las calles pavimentadas hasta los tejados de zinc.
Todo parecía estar gobernado por una neblina dorada, que la hacía parecer como un verdadero Paraíso. La curva que hacía la carretera, los árboles desnudos y empapados, y el aire frío típico de una mañana del Sur contrastaban con el espectáculo que el sol mostraba en una segunda capa azul diurna.
—Parece que el rey Midas ha hecho un excelente trabajo con la 662 —declaró Micaela, pisoteando las pequeñas masas de nieve que decoraban el asfalto.
Mientras caminábamos de regreso a mi casa, el tramo desde el motel hasta el pueblo se hacía cada vez más corto para mí. No podía creer cómo las idas y vueltas hacían que el tiempo fuera tan efímero; hasta me hizo pensar que el invierno solo fue un visitante, un huésped de una sola noche en el motel Auquinco.
Seguía haciendo unos grados por debajo por lo que regresamos con nuestras parkas del día anterior. Mi cola se retorcía ya erizada y muy animada, tratando de entrar en calor durante la caminata. Vi a la zorra distraída, viendo los espacios desprovistos de vegetación (excepto que ya estaban brotando como lágrimas entre las ramas) y respirando constantemente haciendo halos flotantes de vapor que se desvanecían o formaban parte del cielo terrenal en el que estábamos. Aproveché el momento de caminar hasta la cuneta, muy despacio. Hice un movimiento sin mucha agilidad bajando mi brazo hasta la fría superficie y cogí una buena cantidad de nieve que cabía en toda mi pata derecha. Hice una discreta bola, dejando que los copos se amoldaran lo mejor posible con un conjunto de hojas secas y ramas pequeñas. El lanzamiento fue certero, la bola se había estrellado en el hombro derecho, dejando una mancha húmeda y un pedazo de hielo incrustado en su parka. Montones de cristales salieron disparadas en todas direcciones momentos antes de que ella se diera cuenta de mi diabólica y divertida hazaña.
Me miró con una indignación de que la broma no le pareció divertida. Sus ojos dorados me fijaron en mí con una frialdad nunca antes vista; no cuando lo hacía con sarcasmo cuando decía algo obvio o estúpido como si dijeran: «¿Es enserio?». Pero lo que veía en ese momento era como si hubiera sellado mi boleto de ida hacia una muerte segura.
Lanzaba afilados destellos como un depredador, listo para atacar. Yo me quedé estático. Tragué saliva al ver que hacia un movimiento con mucha lentitud. Se estaba agachando como si quisiera saltar para arañarme y arrancarme el cuello de una sola mordida. Pero entonces, vi como una de sus patas se introducía en la nieve del otro lado de la calzada. Hizo un movimiento brusco de cabeza, desconcentrándome de lo que ella estaba haciendo. No dejaba de verme. Me hizo sentir inferior y temeroso. Había metido la pata, como dicen muchos; y estaba listo para su ataque.
La velocidad de sus acciones fue más sorpresiva que la mía sobre ella. No pude ni esquivar la inesperada bola de nieve que se había estrellado en mí cara, ni siquiera pude vislumbrar una milésima de segundo de cómo había apuntado en la dirección correcta. El impacto fue tan duro que me hizo alzar la cabeza y arquear mi cuello hacia atrás, el resto de mi cuerpo le siguió al mismo tiempo que casi estuve a punto de tropezar con mis propias patas traseras.
Mi visión se había nublado en el frío y doloroso roce de los cristales microscópicos que incluso tapaban mis fosas nasales, teniendo que respirar por la boca entre constantes carraspeos; algo de esa bala blanca se había alojado en mi nariz.
La risa de mi adversaria no se hizo esperar. Cuando logré mantener el equilibrio, me quite la máscara de nieve de mi cara, viendo una sonrisa encantadora y al mismo tiempo cruel y bromista. Ya tenía munición en su brazo lista para rematar.
Esquivé inmediatamente las otras bolas que se estrellaban entre los árboles o la calzada, dejando una rasposa huella en el camino.
—¡Yo lo llamó «karma instantáneo»! —vociferó de buena gana la vulpina—. Pero Lennon se me adelanto muchos años atrás.
Lanzó otra bola de nieve, y esta me dio en la pantorrilla. Una sensación de humedad se abrió como si se tratara de una flor. Pude dar con el otro lado de la calle para hacerme con un montón de nieve. Mi adversaria me perseguía; a ambos no nos importó si un vehículo pasara por allí a velocidad promedio y descuidada.
Debido a la desesperación, mis balas de hielo eran deformes y se desasían antes de llegar a su objetivo. La llevé más allá del lindero, internándonos el dorado mundo del bosque.
—Ya verás —soltó ella. Parecía una niña pequeña, casi como la edad de mi hermanita en ese entonces.
Me perseguía como una verdadera presa. Era increíble; una hembra correteando a un macho para hacerle guerra por una tontería de niños. De cualquier manera, cuando había regresado a casa para limpiarme y secarme todo lo que había dado ella con sus proyectiles, quise que ese momento sucediera para no perder lo poco que quedaba de ser un cachorro.
Yo era la presa. El cobarde que corría de árbol en árbol para salvarse del peligro infantil de una zorra culpeo. De repente, me hizo recordar el sueño de hace días. Corría por un bosque desconocido (no uno gris y frondoso, sino uno brillante y desprovisto de vida); pero lo más importante era que corría, corría con la hembra que me gustaba.
Justo cuando había entrado a un pequeño claro —una especie de círculo abierto apuntando hacia el cielo—, no me fijé en el tronco caído y tropecé de bruces hacia la nieve que suavizó mi caída; aún así resultó doloroso.
A Micaela se le había acabado la munición e iba veloz hacia donde me encontraba. Los tirantes de su abrigo revoloteaban con el movimiento de sus hombros. Adelante, salta y aplástame, y termina mi vida a mordiscos, pensé en broma. Pero en el momento en que esquivó el mismo tronco de un salto, pensé que iba enserio.
No fue un salto sorprendente pero fue largo. Incluso con su ropa que le limitaba el movimiento de su cuerpo, pudo aterrizar hacia donde estaba. Terminó encima mío, lo que me quitó casi todo el aire y teniendo que soltar una alarido constante de dolor.
—Me aplastas —dije, fingiendo que me faltaba más aire de lo que ya me había sacado.
—¿Me estás llamando gorda? —inquirió ella, fingiendo sorpresa e indignación.
El frío estaba atravesando mi parka, por lo que me di la vuelta haciendo que todo el cuerpo de la vulpina se deslizara a un lado. Me quedé viéndola frente a frente. A ninguno de los dos les importó el frío que se impregnaba en la parte de debajo de nuestros cuerpos, en la parte que estaba en contacto con la belleza blanca que nos rodeaba.
Me miraba como esa vez en la cabaña, desgranando cada detalle de mi yo eufórico. Respiraba acelerada; algo extasiada por tener esta diversión de críos. Supuse que debía estar alegre por esta oportunidad que le fue interrumpida en sus ocho años, específicamente, tras la muerte de su madre.
—Lo admito.
—¿Qué es lo que admites? —pregunté.
—Tú haces de mi vida más complejos de lo esperado.
—Me lo imagino.
Estaba por hacer un comentario cuando me volvió a besar. En las películas, aquellos besos duran eternamente sin importar los factores que esta pareja estaba envuelta, como esa en la que están en la playa y no les importaba las olas que los envolvía en un segundo y aparecían empapados, pero aún radiantes. Para nosotros el frío ya había llegado a nuestra carne y tuvimos que levantarnos antes de que se nos entumeciera.
—Abrázame —pidió, extendiendo sus brazos. Y así lo hice.
La envolví en una suave caricia a su cuello, luego empecé a bajar mis brazos hasta su espalda; ella también hizo lo mismo, solo que apoyó los antebrazos para dejar sus patas a la altura de mis omoplatos. Ambos estábamos embarrados de nieve, que se derretía con el paso de los minutos que pasamos estáticos y compartiendo calor. Porque de eso se trataba, más que una unión de afecto.
—Es para brindarnos algo de calor corporal. Es científico; el calor se va repartiendo hasta que ambos cuerpos están a la temperatura promedio.
—Equilibrio —atajé sin el mayor intento de anunciarlo como una pista fundamental.
—Equilibrio —afirmó con naturalidad, y me apretó más hacia su cuerpo esbelto. Puso su cabeza en mi pecho como si quisiera escuchar mis latidos.
—Podemos darnos un baño caliente.
—¿Estás invitándome a tu casa?
—Creo que ya ha estado en mi casa sin recibir invitación —En ese momento la zorra rió por mi anticipada aclaración propia de su carácter—. La cosa es que quiero quitarme el frío de encima y sería descortés no darte también esa oportunidad.
—Eres mi caballero de brillante armadura —replicó con sarcasmo—. Solo falta que me cantes una serenata y yo me despoje de mis prendas para consumar el matrimonio.
—¿Qué dices?
—Te di en donde más de te duele, pequeño tigre.
Era extraño hablar de sexo en ese momento, no como la vez que recibí las insípidas pero reconfortantes lecciones de don Alfonso. Claro que éramos demasiado jóvenes para hablar de eso, ni mucho menos practicarlo, pero tenía su gracia como la vulpina se lo tomaba con suma tranquilidad y sarcasmo posible.
De la carretera, que había desaparecido entre dunas destellantes, se escuchaba el ronronear motorizado de una camioneta que iba camino al pueblo. Si hubiera aparecido solo un minuto antes, nos habría sorprendido. Posiblemente nos habríamos percatado de su presencia justo a tiempo como para tirarse a un lado y caer pendiente abajo hacia aquel bosque; aun así, habríamos terminado en la misma situación.
El ruido monótono del motor nos sacó de nuestro trance y partimos de regreso a la minúscula civilización.
Todo parecía andar bien. Todavía las familias seguían con la diversión, aunque no con la misma emoción e intensidad, pero seguían estando felices por ese milagro de la naturaleza. Lo más probable es que los adultos se percataron de los «efectos colaterales» de la nevada nocturna que decidieron ocuparse de ellos antes de que volviera ocurrir. Los críos, por otro lado, la pasaban en grande como se esperaba ver.
Pasé a casa de Raimundo para saludar. Al verme llegar con Micaela puso una mirada de aprobación, como si hubiera cumplido una misión con excelentes resultados, como si él hubiera se tomara el crédito de toda esa travesía.
Más tarde me enseño el moretón que se había hecho por el impacto y la caída asistemáticos de su desgraciada aventura en trineo. Solo cubría una pequeña área de su cabeza, desde la sien hasta la base del ojo.
—¿Fue una caída o una pelea? —inquirí.
—Fue una pelea con la nieve, por así decirlo —Acto seguido se rió de su propia respuesta, le seguimos segundos más tarde.
Terminamos el trayecto al llegar a mi casa. Nos recibió la tía Sandra, que enseguida nos dio unas toallas para secarnos el pelaje y ordenó que nos pusiéramos junto a la estufa de leña. Nos sentamos en unas baquetas altas mientras ella ponía el agua para el té.
—Después de que terminen el té se me van derechitos a la ducha, y me dan la ropa para secarla.
Me pareció gracioso como mi tía nos daba una orden como si fuéramos sus hijos. Pero me pareció sorprendente el buen trato que le tenía a Micaela a pesar de ser, por así decirlo, una completa extraña.
Mi madre llegó para saludarnos, llevaba a Julia a su asiento; llegamos justo a la hora de almorzar. Sobraron algunas empanadas del día anterior y las compartimos entre la zorra y yo. Mi madre, mi tía y mi hermana se estaban sirviendo un estofado.
—Ve tu primero —le dije a la vulpina.
—Tu gentileza desborda belleza —bromeó ella, y todas las presentes se rieron; menos Jules que estaba concentrada en su comida de bebé.
Parece que entre las hembras existe una conexión respecto al sarcasmo, la ironía y las bromas; tanto mejor y entendible en comparación con los machos, que solo sabemos hablar de forma literal y patosa.
Finalmente me hizo caso, y después de terminar su almuerzo y el té subió con mi tía. Mi madre se quedó mirándome, lo que me pareció un tanto incomodo, pero luego habló:
—Es buena chica.
—Claro que sí —repuse con algo de insistencia, como si su comentario había sonado de forma contraria a través de mis orejas.
Solo esperaba que tía Sandra le diera algo de privacidad para que no se diera cuenta de su «condición». Pude haber subido para comprobarlo, pero habría resultado vergonzoso para mí teniendo que dar una explicación sobre por qué había subido y esperado en la entrada del baño. «Si, ¿para qué subiste, Rubén?» habría inquirido la tía Sandra en defensa de la privacidad de Micaela; hasta ella se habría puesto ese semblante lleno de valor y de posible altanería, pero eso último resultaba falso en la personalidad de la zorra: era lista y perspicaz, pero no se vanagloriaba por aquello.
—Creo que le gustas.
—No te imaginas —Pero resultaba que yo estaba mucho más prendido por ella, que ella por mí. Sabía medirse por su mentalidad de adulta.
Tía Sandra bajó. En su rostro no había señal de sorpresa o de desconcierto, por lo que supuse que no se había enterado. Pero si había escuchado nuestra efímera conversación.
—Una hembra encantadora —agregó al respecto—. No hay muchas como ella, últimamente —Se sentó en la mesa para calentar sus patas en su propia taza—. Si me atrevo a decirlo estaría traicionando a mi género, pero eso no importa ya. Somos dos adultas y una beba, tenemos bastante confianza. El punto es que las hembras de ahora son muy quejumbrosas, son como el cristal; llegan a romperse por muchas estupideces. Pero veo en sus ojos —señaló con la cuchara hacia las escaleras, refiriéndose a la vulpina que se estaba bañando— y no es quisquillosa, en absoluto.
Los ojos, pensé. Todos tienen el concepto claro de la ventana abierta. El cristal de los ojos que se vislumbra mejor cuando estos lagrimean como las gotas de un aguacero. Todos conocemos el concepto. Quise contar mi teoría sobre los ojos a mi madre y mi tía (que estaba seguro de que sería mi tía la que fundamentaría mi respuesta mejor que nadie), pero me abstuve y dejé el tiempo pasara.
El agua de la ducha cesó y se oyeron unos pasos arriba de nosotros.
—Más vale que le des algo de tiempo para que se seque —dijo mi tía, arqueando una ceja—. Le dejé una bata, así que no te hagas una idea.
—¡Ay! —exclamé, poniendo una pata sobre mi rostro y cubriendo mi rubor. Me hubiera encantado no haberme avergonzado, que siguiera con una apariencia inmutable. Si hubieran sabido lo que había pasado entre nosotros aquella noche (incluso haber insinuado algo más que solo dormir juntos) yo me habría quedado bastante quieto y posiblemente haya puesto una leve sonrisa de triunfo y conformismo. Pero ahora estaba derrotado por las palabras astutas de una hembra que me conocía mejor que un libro desencuadernado por sus tantas lecturas.
—Es una buena chica —Esta vez fue mi tía quien repitió aquella aclaración, no tuvo que tener telepatía para reconocer el punto de vista de su hermana. Saben cómo entenderse la una y la otra, y como madres saben lo que preocupa a un hijo.
Micaela bajó con el albornoz de mi tía, llevaba puesto su ropa ligera y unas pantuflas. El pelaje de su cabeza estaba cubierto con una toalla en forma de un turbante.
—Gracias, doña Sandra —dijo con amabilidad.
Subí las escaleras para ser el siguiente en usar la ducha. Fui breve pero me había tomado el tiempo para poner la tina y llenarla. Quería descansar de la épica batalla de bolas de nieve. Al tratarse de Micaela, ella la hubiera llamado «La contienda del bosque de Midas».
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