16. LA NEVADA
Fue, en los primeros días que conformaban septiembre, como si se hubiese tratado de un anuncio divino (solo que sin ángeles y arbustos ardientes), en la que las cosas que conformaban mi existencia dieron un completo giro que resolvió todas las dudas que estaban rondando sobre mi desarreglada cabeza. Bueno, casi.
Uno nunca espera que la trama ignota se resuelva en una sola noche, no como ocurren en ciertas películas en las que la identidad del asesino se revela en los últimos minutos del metraje. Pero en este caso, en un amasijo de sucesos simples, resultaron un momento de grato en las puertas de mi adolescencia.
No fue hasta esa última semana, en la que el invierno acabó de una manera peculiar y encantadora, cuando el ser exótico dentro de mí me dio una razón de estar en Wolfburgo, y con la posible intensión de echar raíces en ella.
...
Tras regresar del colegio con la ligereza que genera a veces la despreocupación de la carga académica, había recorrido una vez más el trayecto de casi dos kilómetros y medio, desde el centro del pueblo hasta la cabaña. Me di cuenta de que mis pasos eran muy cortos y que no sentía absoluto cansancio como para reposar en un minúsculo y empobrecido paradero de la 503.
Sentía que quería caminar más allá de la piedra blanca que indicaba la entrada a mi casa. Y eso fue lo que hice.
Caminé en dirección al lago. Quería ver de cerca esa superficie acuosa que veía, cada mañana, como una fuente fantasmal atrapante.
Las fincas que bordeaban la calzada por el lado derecho, estaban rodeadas por la apremiante y bella inmensidad de los robles que ascendían en altura a cada paso que me aproximaba al lago Collico. Ver de cerca esa masa plácida que se extendía por un trayecto de empinadas montañas recubiertas, me pareció cegador por sus destellantes diamantes que formaban los pequeños rayos filtrados en las nubes, como si se tratara de un colador; espacialmente al atardecer
Me hizo pensar en la magia, en sus infinitos aspectos que la definen y en cómo se materializaba como belleza. ¿Por qué, en mi sano juicio, consideraba la magia como un elemento estético de hermosura? Siendo joven y con apenas con un conocimiento prematuro de la vida rural, me hizo reflexionar que buscarle un significado a las cosa y darles el atributo de encantador, porque resultaba placentero pensar que la vida podía ser una maravilla. Un año después de acabar la enseñanza media había leído El retrato de Dorian Gray con una lentitud de tortuga, pero con la grata dedicación de entender sus palabras. En la introducción se explicaba que darle un sentido bello a las cosas bellas (según recuerdo) era una especie de erudición nata. Trato de hacer mi mayor esfuerzo a la profesión que estoy ejerciendo.
En cuanto la calzada descendió por una colina, la vista se perdió en un montón de arbustos bien recortados. Setos. Detrás de estos se vislumbraban casas enormes y modernas, de portones inmensos que solo podían verse en los barrios altos de la capital. Uno no podía ver esto más que en los bordes privilegiados entre Villarica y Pucón; un poco más al sur de la región.
Supuse que ese era el sector de la playa de la que se adueñaron ciertas familias de clase alta. Familias que estaban en disputa con los ciudadanos de Wolfburgo y con su comunidad mapuche. El tema de discusión de Micaela y sus amigos de La Bestia.
De repente, entró en mí un sentimiento de injusticia que me cerró el cuello por unos segundos y casi me obstruyó el aire. Pude entender explícitamente (en esos altísimos y bien recortados setos, que no dejaban ver ni un solo rastro de arena del balneario) la injusticia y la disconformidad de todas las manadas, bandadas y rebaños que habitaban esos parajes de montañas y bosques.
Magia; en su fortalecida y ajena belleza de recuperar un pedazo de comunidad.
Me di la vuelta por el mismo camino, de regreso a casa, no sin antes ver una vez más la magnífica vista del lago.
...
Llegué a la cabaña a eso de las seis con menos diez. Tía Sandra estaba cargando unas bolsas de arena y tierra de hojas a una camioneta que no le pertenecía. Era un vehículo casi nuevo, y que ya llevaba alrededor de seis sacos (como lo pude notar a simple vista) bien apilados en la parte de atrás. Aceleré el paso y dejé la mochila en el porche para ayudarla.
—Qué bueno que llegaste, cariño -gruño mi tía, tratando de hacer equilibrio con uno de los sacos—. Quedan solo unas cinco que quepan justito en este armatoste.
—Yo no lo llamaría «armatoste» —corregí, señalando la camioneta. Era de un color rojo intenso y el cromado estaba algo polvoriento pero bien cuidado—. El tuyo si está para esa categoría.
—Ah, pero rinde mejor que cualquiera.
Dejó un saco junto a los que ya estaban apilados. Se limpió las patas con el mono de trabajo y prosiguió a hacer el mismo método en el que me había metido:
—Si la hubieras visto en sus mejores años...
No hubiera dudado de que ese «armatoste» azul hubiera pasado por una intensa aventura. Nieve, lodo, hierbas altas, todo era posible.
Le ayudé con el resto del cargamento hasta que todas cupieron en la camioneta. La cerramos y chocamos los cinco como buen equipo.
—¿Dónde está mamá?
—En el invernadero, con el cliente.
—Con el cliente —repetí sosteniendo la última palabra en una pensativa lentitud.
—Llevan hablando varios minutos —declaró tía Sandra—. No creo que tu mamá sea buena para este trabajo, pero si para dialogar y hacer las cuentas -rió por debajo y se metió a la casa.
Había dado la vuelta por la cabaña en dirección al vivero. Allí, junto a la entrada del invernadero, mi madre estaba conversando animadamente con un pastor alemán que se me hacía conocido.
Vestía de una chaqueta verde de lana a cuadros, unos pantalones franela gris y una boina inglesa. Con ese último detalle es su cabeza me vino a la mente una instantánea del pasado. Era el pastor alemán que había visto en La Casa de Cristal la primera vez que llegué a vivir allí.
Por lo visto estaban entretenidos en una conversación bastante desarrollada. Mamá andaba tan confiada que soltaba una de esas risas que solo hacía en compañía de su familia. El señor parecía agradar de aquellos rasgos tan vivaces, pero solo se extralimitaba con una sonrisa amistosa. Hasta pude escuchar un poco de su conversación, antes de que me vieran venir.
—... eso es algo que no me esperaba venir —dijo después de recuperar el aire tras su carcajada-. Lo digo porque mis hijos nunca han sido tan temerarios.
—Debería conocer a mi Mónica —comentó el pastor alemán—. Tal vez ahora sea una hembra serena, pero era una cría muy atrevida.
—Puede que un día de estos... —Se interrumpió al momento en que me vio—. Oh, Rubén. Qué bueno que llegaste.
Hizo un ademán de que me acercase, sabiendo que ya lo estaba haciendo. Me aproximé hasta los dos, y noté que el caballero y yo teníamos casi la misma altura.
—Este es el señor Samuel Saavedra —presentó mi madre, recuperando completamente la compostura, después carraspeó-. Vive aquí, en la localidad.
Saavedra. El apellido me empezó a dar vuelta en la cabeza, suscitando una posibilidad un tanto creíble. A lo que me aventuré a preguntar:
—¿Es usted el papá de Mónica?
Don Samuel Saavedra torció la ceja, extrañado.
—Si, así es. ¿Eres su amigo en el colegio?
—Estamos en el mismo curso —repliqué.
—Vaya, que coincidencia -agregó mi madre, casi como un alarido.
Estaba confirmado. Don Samuel era el padre de Mónica, que no solo era mi compañera de curso, también era mi compañera en el taller de teatro. Mi mundo estaba siendo invadido por coincidencias, aunque sabía que estaba exagerando, por supuesto.
Resultó que el pastor alemán había solicitado con anticipación un cargamento de arena y tierra de hojas para su renovación de jardín que quería preparar para cuando empezaran las fiestas patrias y la primavera. Él vivía en el fundo patronal, al oeste de la localidad.
—Espero que los dos se lleven bien —dijo don Samuel, incorporándose de una pata a otra.
—Claro, señor.
Más tarde, fue a pagar por todo el cargamento y recibió la factura como si se tratara de un mayorista. Subió a su camioneta roja y partió veloz hasta la carretera. Mamá se había despedido con una extraña mirada enternecedora, después entró a la casa a hacer la once.
Don Samuel Saavedra era como casi todos en el pueblo: un ciudadano ejemplar. Según me contó más tarde mi tía, a la hora de la once, dedicaba sus tierras al deportismo ecuestre. Entrenaba a caballos para las carreras, exhibiciones y rodeos. Era un ciudadano ejemplar porque dedicaba su presupuesto por el porvenir de la localidad.
—Se ha dedicado a hacer de este lugar respetable —explicó tía Sandra mientras servía el té—. Todos en la comunidad lo aprecian por lo manso que es. Siempre un maestro de ceremonias para todo lo que se presente. Ha organizado casi todas las celebraciones que se llevan a cabo aquí.
—Debe ser como un héroe local —agregué, un poco sarcástico.
—Nada de eso. El es como el pilar que sostiene al pueblo.
Descubrí más tarde que su dedicación de entrenar caballos fue por parte de su familia política. Resultó que don Samuel Saavedra estaba casado con la hija de la renombrada familia fundadora, Alicia Dohrn, que debido a su fallecimiento él dedicó su vida a seguir el legado de la familia materna de Mónica que se había llevado a cabo por solo un par de generaciones.
Cuando le consulté a tía Sandra sobre la postura que tenía este pastor alemán acerca de las familias asentadas en las playas del lago, me comentó:
—Ha tratado de ser diplomático con esas familias dueñas de hidroeléctricas por casi siete años. Están tan ocupados que no tienen tiempo para hablar con él.
Me quedé pensando en eso por un rato. Esas familias solo estaban presentes durante las vacaciones de verano, mientras que el resto del año dejaban sus casonas para la siguiente temporada. Eso sí que era injusto.
—Apoya al lonko del sector, y juntos han puesto una querella para que se solucione. Pero como ves, cariño, la justicia está en lista de espera.
—Eso es ridículo —repuse, indignado.
—Para que te des cuenta de la clase de animal que tiene la ley en sus patas. Esos pusilánimes del congreso.
Sentí que mi disgusto debía canalizarlo en el pensamiento social y en la postura que Micaela había presentado esa vez en La Bestia. No sabía el porqué de esa rabia en mí. Supe, años más tarde, que la empatía era un sentimiento muy fuerte como para ignorarla.
...
Estaba absorto en un complicado ejercicio de ecuaciones que estaba haciendo minutos después de tomar once. Supe que tardaría más de un cuarto de hora en acabar la hoja entera, por lo que me preparé un café con leche con unas galletitas de vainilla que había sacado de la despensa. Por supuesto, lo había hecho de la forma más discreta mientras mi madre y mi tía estaban distraídas viendo la televisión.
Aún tenía hambre, y creía que era mejor atiborrarse algo dulce para tener algo de energía de sobra. Lo que importaba más en ese momento era de acabar los deberes. De cualquier forma, eso no iba a mejorar mi capacidad de resolver con efectividad una ecuación como la que estaba resolviendo. Ya me había percatado de que las matemáticas no iban con mi estilo.
Estaba sentado en mi escritorio con una lámpara pequeña color café, con su amarillenta luz que me generaba cansancio. (Debí pedirle a mi tía Sandra que trajera una de esas ampolletas ahorrativas de catorce vatios, de esas que iluminan con una luz pálida y fría, pero que valdría la pena). El viento se filtraba en las estrechas hendiduras de la casa, haciendo un ruido pavoroso y al mismo tiempo gracioso, como si estuviese burlándose de mí por algo. Seguramente, por no poder resolver la ecuación que me tenía encasillado entre la silla y el escritorio.
Eso creía hasta que pude dar con la respuesta más tarde. «¡Toma esa!», había murmurado con aire victorioso, pero eso no sirvió de mucho. Seguí con el siguiente; que era mucho más difícil que el anterior.
Con la poca luz del exterior, todo el lugar se vio amenazado por las sombrías nubes que anunciaban una nueva tormenta. Casi no podía ver el bosque que se asomaba frente a mí. El reflejo remarcado en el cristal de mi ventana por la luz artificial parecía espectral y siniestro. Un golpe fino -como si un grano de arena se tratase- sonó en la esquina inferior de la ventana. Me acerqué a ver. Pudo haberse tratado de una rama rota o, de acuerdo con mi imaginación, que se tratase de Micaela intentando llamar mi atención, lanzando piedrecilla recogidas en el camino.
Ni lo uno, ni lo otro.
Una gota enorme se deslizó suavemente trayendo consigo una minúscula escarcha de hielo, que se iba deshaciendo a medida que descendía hasta el alfeizar, dejando una sucesión continua de humedad.
La puerta de mi habitación se abrió con lentitud, haciendo chirrear los pequeños goznes. Volteé para ver a mi hermana en pijamas tomando de su mamadera y viéndome con curiosidad. Caminaba entre tambaleos pero se dirigía hacia mí con mucha seguridad; ya empezaba a dominar el equilibrio de sus caminatas. Aunque esa escena me resultó divertida por la forma en que llegaba.
—¿Qué hay? —la saludé.
Ella se acercó veloz y yo la tomé en brazos. La puse en mi regazo, y como buen paciente se acomodó. Viendo el cuaderno repleto de cálculos hecho con lápiz grafito, soltó la tetina de su boca para hablar:
—¿Qué e'to? —preguntó apuntando su garrita con fuerza la ecuación que había resuelto.
—Números —repuse de manera infantil. No quería complicarla con una respuesta compleja. ¿Qué sabría ella de ecuaciones de primer grado?
-¿Núme'os?
—Sí. Números. Como los del reloj. Mira.
Le mostré el viejo despertador de plástico con manecillas ornamentales que compré en la tienda de los chinos. Ella lo tomó como si fuese algo muy valioso; un tesoro que acababa de descubrir. Le dio la vuelta para ver la abertura donde se colocaban las baterías, después jugó con el pulsador de arriba haciéndola sonar. A ella le encantaba.
—Ahí están los números —Tomé el despertador para señalar las horas redondas encerradas en la burbuja cuadrada-. Tenemos el uno, después el dos, el tres... ¿los ves?
—Sí —Su afirmación sonó más como un «tí».
Quería ser más específico, así que arranqué una hoja limpia de mi cuaderno, y haciendo un movimiento rápido y silencioso dejé la hoja a la vista de mi hermana. Tomé un lápiz y empecé mi caligrafía numeral.
—¡Este es el uno! —Le empecé a agregar grosor para que lo entendiera. Parecía que lo había sacado de una caricatura, y para comprobarlo, le puse dos ojos en la pequeña estaca del número y una boca en su base.
—¡E' unuo! —contestó asombrada. Yo me reía para demostrar que estaba en lo correcto.
—Muy bien, Jules. Y ahora, este es el dos.
Seguimos así un buen rato hasta llegar al diez, dos números que formaban uno solo como dos compañeros inseparables; igual que mi hermana y yo. Tomé todos los lápices de colores que había en una taza que usaba de lapicero y puse a Julia en mi cama para que se dedicara a dibujar, siempre atento de que no se metiera las puntas en la boca, o en alguna parte de su rostro.
En mi mente le agradecí por haberme salvado de los tediosos desarrollos de los ejercicios que escaseaban. Me dieron ánimos para seguir sin sentirme agotado. Dejé que el tiempo volara con la concentración fija en los libros. Hasta estuve a punto de tomar la fórmula por error en vez del café.
Cuando acabé la tarea (que fue un verdadero alivio para mi pata derecha) guardé el cuaderno en mi mochila y puse el resto que me tocaba para el día de mañana, vi a Jules durmiendo boca abajo en mi cama sobre la hoja que le presté. Una capa de saliva se había impregnado en el papel, sobre el ocho que pintó de intensos trazos verdes.
Una pregunta revoloteaba en mi cabeza: si todo el mundo sueña (y eso que jamás escuché de un caso inusual de falta de sueño), ¿los pequeños tenían idea si lo que ven mientras duermen es ficticio?
Cuando era cachorro vivían en un mundo de fantasía. Todos los aspectos que tenía sobre mi entorno se entremezclaban en una masa aplacible y sin enredos. Podía ser un superhéroe que combate el mal desde el patio de su casa o podía pintar el resultado de esos sueños pasados que los consideraban como bellos recuerdos de un yo alterno. Pero nunca olvidaba quién era en realidad y dónde ponía mis patas.
«Tal vez soñar significa estar muerto» recordé las palabras de Micaela como un soplo en mi oído; hasta me hizo oscilarla como si quisiera saber de dónde provenía. No entendí esa idea suya, pero no quería incluirla a la mía. No le veía sentido atribuir los sueños con la muerte. No era un filósofo en las áreas mortales, pero pude entender a la muerte como el fin definitivo; no creía en las transiciones a una nueva vida. A decir verdad, no me parecía apropiado definir algo que era desconocido para mí.
Los creyentes llaman a la muerte como el sueño eterno. Recuerdo bien el término el día en que mi bisabuela falleció. Muchos animales fueron a verla y ningún rostro me era conocido, por suerte estaba con mi madre y con mi abuela, que estaba tan triste por la pérdida que casi hablaba con aquellos que les daba el pésame.
Después del velorio llevaron el ataúd a la iglesia y se hizo una misa en su nombre. Mi madre me pidió —como buen hijo, nieto y bisnieto— que formara parte de la larga cola que se estaba formando por la pasarela para despedirse. Tomado de la pata de mi abuela, formado junto con los familiares más cercanos, nos acercábamos lentamente entre sollozos y cánticos. Para cuando estábamos frente al ataúd (y esta vez con la tapa de arriba levantada) mi corazón latía a mil por hora, pero no tenía miedo: mi bisabuela estaba acostada, cubierta de un manto blanco y con encajes ornamentales, su pelaje estaba más blanco de lo normal y no parecía estar herida; siempre pensé que los muertos tenía ese aspecto de que le duelen alguna parte del cuerpo. Ella estaba tranquila. Quieta. Sin respirar.
«Allí está mi mamita, Rubén» contestó la abuela que sí estaba con cara de adolorida. Me explicó entre carraspeos que ella estaba en un sueño eterno como la Bella Durmiente, solo que un beso no podría despertarla. Ahora que lo pienso, era una forma absurda pero adecuada para contarle a un crío de seis años sobre cómo era la muerte.
Momentos después, estábamos en la larga caravana camino hacia el cementerio. La enterraron junto con su marido, que la dejó por una neumonía en los setentas. En el momento en que bajaban el cajón sobre los restos de su esposo, me eché a llorar y me afirmé en los pantalones de mi padre que, aunque no trataba de ser irrespetuoso, mantenía un rostro de indiferencia sin soltar ni una lágrima. Me envolvió en sus brazos tratando de consolarme, aunque no lo hizo muy bien que digamos.
Supuse que mi impresión se debió a que ya no la volvería a ver. Fue buena conmigo, siempre estaba jugando con su guitarra de cuando ella iba al grupo musical de la iglesia y a veces me servía arroz con leche cada vez que la visitábamos mi madre y yo. Dejar a un ser querido es difícil si lo conociste lo suficiente como para darle un largo beso sonoro.
Puedo afirmar que la muerte es una especie de sueño, pero no el Sueño, en definitivo.
Cargué a Jules y me la llevé a su pieza, avisé a mi madre desde la escalera para que pudiera cambiarla.
Una vez echado en mi cama, con un guatero entre mis patas y la alarma puesta para mañana, no me percaté de los primeros copos de nieve que caían en un silencioso transcurso invernal.
...
Septiembre comenzó con algo que nadie, desde la comuna de Cunco hasta Pitrufquén, se hubiera esperando para despedirse del invierno.
Resultó ser un tanto poético para dar fin a los pálidos rincones de la naturaleza viviente. Algo demasiado inverosímil como para considerarlo un cambio ordinario del clima, algo que solo sucede en la imaginación de un artista; uno que pinta su lienzo en tonos claros que llegan a encandilar.
Fueron al menos diez centímetros de nieve lo que cayó durante la madrugada; mientras todos dormíamos calentitos en nuestras camas. Jamás me había esperado una sorpresa como esta.
En Santiago siempre teníamos que esperar un fin de semana para salir hacia el Cajón del Maipo (y cuando digo un fin de semana, me refiero a solo un día al año, a veces nunca) con nuestras parkas y botas y muchas otras prendas, para luego subir a las rocosas hendiduras de la cordillera, que desafortunadamente estaban atestadas de animales.
Desde mi ventana pude contemplar como la tierra, que antes era húmeda y grisácea, se tornó blanca y más húmeda.
Mamá estaba asombrada y a la vez preocupada. El pronóstico no le había atinado como era de esperarse. Llamó al colegio para saber si se suspenderían las clases; ellos también estaban sorprendidos. No tuvieron otra opción que anunciar en el chat de apoderados de que las clases se verían retrasadas hasta que las carreteras fueran abiertas, ya que había algunos estudiantes que vivían mucho más lejos que yo. Al final quedaron oficialmente al tanto de las noticias locales de la radio.
Mi madre avisó que solo podrían tardar un día quitar la nieve de todas las carreteras. Parecía excelente: todo un día libre con nieve suficiente para pasarla en grande.
Tía Sandra se escandalizó al ver la nieve sobre las platabandas que me ordenó urgentemente que le ayudara. Me puse las botas y el abrigo y nos pusimos a recoger la nieve con las palas para luego amontonarla en el patio. Pusimos todas las macetas en la bodega hasta que no quedar cupo.
—Esto no me lo esperé —se repetía mi tía mientras arrastraba un cedro que alcanzaba su estatura-, esto no me lo esperé, esto no me lo esperé.
—Creí que siempre esperabas las cosas -me aventuré a decir.
Tía Sandra no volteó para verme, ni siquiera reaccionó de alguna forma, solo se limitó a hacer su trabajo y hablar a la vez.
—Así es -replicó—. Pero siempre tengo en cuenta los detalles que pueden haber en un día, antes de irme a dormir.
—¿Cómo es eso? —Quería saber qué es lo que hacía realmente.
Cuando acabamos de refugiar las plantas en el interior del invernadero, se tomó un tiempo de recuperar el aliento apoyándose en la puerta cubierta de platico transparente.
—Antes de dormir —comenzó mi tía— siempre hago una serie de pequeñas tareas que me aseguran que las cosas estarán bien para el día de mañana. Es para asegurarme de que algún detalle cause, lo que considero, «un efecto colateral». ¿Lo captas?
Asentí con la cabeza.
—Vale. Es en la última hora, antes de irme a dormir, en la que verifico si las puertas de la bodega y el invernadero, incluso de la casa estén cerradas con llave. Me aseguro de que la camioneta no tenga las llaves en el contacto y que las mangueras estén enrolladas en sus respectivos lugares. Como ya debiste darte cuenta son solo precauciones.
—¿Y qué me dices de esto? —inquirí señalando nuestro blanco entorno.
—A eso iba —replicó, buscó una nueva posición en la que apoyarse y continuó—: Por casi veinte años, antes de tener este vivero, debía tener en cuenta lo que el exterior era capaz de hacer para impedir que hiciera algo. Es como si estuviera viva y tratara de hacerme la vida imposible. ¿Lo entiendes?
Traté de imaginarme a la vida como el orden de todas las cosas, que tomaba forma de esos insistentes sujetos de la compañía telefónica con sus innumerables ofertas que muy pocos quieren. Nunca se saben cuando llamarán pero, una vez que empiezan es difícil deshacerse de ellos como las manchas de cloro. Efecto colateral.
—Y cuando se trata del clima —continuó ella—, me aseguro de revisar el viento, la dirección de las nubes, el nivel de humedad, y la temperatura, por supuesto. Anoche me asegure que solo sería unas cuantas gotas.
Recordé la breve llovizna de la otra noche y de la gota que encapsulaba un copo de nieve.
—No logro entender qué fue lo que se me escapó.
—¿Tienes alguna idea de que pudo haber causado esto?
—Sí —respondió inmediatamente—. Rusos.
Y ambos nos echamos a reír.
...
Llamé a Raimundo a eso de las 07.15 y dijo que estaba de fábula. Me contó que al momento de ver la nieve amontonada en su pequeño patio, salió inmediatamente con sus botas y el pijama todavía puesto. Me mandó una foto de él armando una especie de fuerte con una pala de playa.
—Y eso no es todo —dijo con un semblante furor, como si estuviera hablando con un crío de Primer Año—. Todo el pasaje está cubierto de una buena capa solida, y como se encuentra un poco empinada muchos chicos han sacado sus trineos para deslizarse.
—¿Tienes trineo?
—¡Por supuesto! —exclamó de sorpresa, como si la pregunta lo hubiese horrorizado, tal vez. Creyendo que al no tener un trineo era como haber nacido sin alguna cualidad del cuerpo visible.
Más tarde me dediqué a buscar en la bodega algún trineo. La duda me estaba carcomiendo, como si de verdad me afectara el hecho de no tener un objeto como ese; que me hacía parecer más un ser extranjero que habitante de la tierra, donde todos giramos en un mismo sentido. No de la misma forma, claro está.
Le pregunté a tía Sandra si teníamos uno, a lo que respondió que sí. Había un trineo escondió en todo esos cachivaches y herramientas. Dijo que se trataba del trineo de Lorena, que no había usado desde que empezó la enseñanza media.
En ese momento mi madre me llamó desde la cabaña.
—No te preocupes —dijo tía Sandra—. Yo me encargaré de buscarlo mientras tú vas a ver qué es lo que quiere tu mamá.
Se lo agradecí. Regresé con el regaño de mamá de que me abrigara más. Salí para ver a don Alfonzo con unos pantalones térmicos, una primera capa por dentro, una gorra de lana y mi bufanda bicolor.
El trayecto hacia su casa era mágico. Los árboles blancos como el azúcar y el camino pavimentado en una gruesa capa de nieve, parecían llevarme a un lugar distinto o renovado. Lugares que solamente había visto en revistas y en películas.
El anciano fox terrier, con su esperado impermeable rojo, estaba sacando la nieve amontonada en la pila de leña. Cuando lo vi, no pude contener la risa al notar el ridículo gorro que llevaba, que lo hacía parecer a uno de esos gnomos de jardín, pero al notar la minúscula borla en la punta, me imaginé que estaba celebrando la Navidad en mitad de año.
—Fue la corriente de frío que descendió de las montañas —explicó don Alfonso sin haberle preguntado—. Al parecer ya estaban cansadas de tener nieve en sus cabezas de roca que soplaron las nubes hasta el pueblo como si este fuera una vela de cumpleaños.
—¿Y dejaron algo de torta?
—Más de lo que pudieran comer -repuso extendiendo los brazos para mostrar en majestuoso espectáculo que habían dejado las nubes.
Todos en el pueblo estábamos esperando lo que era costumbre: lluvia densa y vientos huracanados como para hacer volar a un ratón con su paraguas. Pero ese evento fue algo inesperado y bien recibido. Después de todo era nieve inofensiva.
—Hoy voy a estar muy ocupado —dijo el anciano fox terrier—. Así que no voy a necesitar de tu ayuda.
—Creí que lo necesitaría.
—¿Qué parte de «no necesito tu ayuda» no entendiste, niño? —inquirió, molesto.
—Perdón.
—Bah, los chicos se lamentan demasiado hoy en día. Por eso no saben mejor que hacer.
Don Alfonzo no paraba de decir disparates (que en su mayoría era verdaderos pero con cierto grado desenfrenado) solo para tener la razón y con tal de estar tranquilo. Por lo que supuse, no lo estuvo en mucho tiempo.
No quise insistir el porqué no necesitaba ayuda, por lo que decidí marcharme. No sin antes llevar un cargamento de leña para nuestra cabaña, por orden del viejo del impermeable rojo.
Pocos minutos después de mediodía, me divertía con Jules llevándola en un viejo trineo que tía Sandra había encontrado detrás del viejo refrigerador en desuso. Lorena lo usaba cada vez que viajaban a las montañas, y se deslizaba cuesta abajo con el corazón acelerado y las riendas en sus patas.
Arrastraba el trineo por todo el patio, haciendo que Julia se riera cada vez hacía una curva.
Estaba tan absorto en hacer feliz a mi hermana, que no me había fijado en la presencia de Micaela parada en la entrada. Se acercó una vez que la había visto y la saludé con la pata.
—¿Haciendo carreritas sin que yo me enterara? —bromeó.
Llevaba puesto una parka azul que le llegaba hasta las rodillas, una gorra de lana y unos guantes sin dedos, por lo que los tenía expuestos. Traía consigo un bolso de cuero con amarras. No sabía que podía llevar consigo, salvo, de seguro, uno o dos libros.
—¿Fue un camino largo? —consulté mientras detenía el trineo.
—Vivo aquí mucho tiempo —dijo ella—. Lo sabes perfectamente.
—Eso no es lo que te pregunté —repuse. Y luego, contesté con sarcasmo—: ¿Has venido a ver cómo va el entrenamiento de mi hermanita para la Gran Carrera o aprovechaste la oportunidad de acosarme a corta distancia?
Micaela sonrió, pero era una sonrisa nunca antes vista. Era genuina y profunda. Le había atinado en el blanco. Un sentimiento que había hecho florecer en ella, y que no tardaría en exponer su mayor fulgor.
—Oye, tigre —aclaró—. Estás aprendiendo.
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