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10. LA BESTIA

El trayecto por la carretera hacia el sur era muy distinto que cuando uno viajaba hacia el norte. Era sombrío y difuso. Apenas veía un par de casas con luces por la carretera 503.

Alejándonos del pueblo y de mi casa, la zorra tomó un desvío que conducía a los pies de la montaña. Había muy poca polvareda producto de la humedad; y eso que ella conducía a una velocidad de leopardo.

—¿Hace cuánto que sabes manejar?

—No mucho.

Estaba algo desorientado, incluso preocupado. Desconocía esta parte del la zona donde los arboles rodeaban el camino y formaban un arco de ramas retorcidas. La luna, descubierta en apenas unos minutos, remarcaba su luz a través del arco.

Micaela había puesto música en la radio; algo suave y anticuado que se perdía entre la estática y el retumbo que el coche daba con el recorrido.

No le pregunté hacia dónde nos dirigíamos hasta después de las ocho, cuando la luna fue cubierta y todo quedó en penumbra, excepto por los faros que marcaban el sendero cada vez más estrecho.

Por la ventanilla, contemplé el paso de la zanja cubierta por las zarzamoras. Mi reflejo era apenas una imagen constante, donde mis ojos parecían brillantes tras la poca iluminación del salpicadero.

Quería romper el hielo.

—Esa amiga tuya de la cafetería, esa ave rapaz que nos atendió, ¿cuánto tiempo llevan que se conocen?

—Desde donde se pueda recordar —respondió serena, si dejar de mirar a la carretera—. Hará siete años que nos conocimos en ese mismo lugar. Cada que se pueda, voy con la esperanza de que me atienda y pido una buena taza de chocolate; fue lo primero que me serví al vivir aquí.

»Nos hicimos amigas con solo unos años de diferencia. Te habrás dado cuenta de que es mayor que nosotros. Imagínalo, una pequeña zorra de seis años que le sirven un chocolate y hablando de programas para niños a una tiuque de diecisiete años.

Hizo una pausa para soltar un relajado suspiro. Miró el reloj digital de la radio. Sacó de su bolsillo su teléfono, puso el patrón para desbloquear y me lo entregó.

—Por favor, marca el número de mi abuelo y ponlo en altavoz.

—¿No dijiste que no tenías minutos? —inquirí.

—Mentí —replicó con una sonrisa.

Decidí hacer lo que me pidió. En el fondo de pantalla ella se había tomado una selfie delante de una cascada. Busqué en el registro para dar con el que buscaba: ABUELO. Puse el altavoz y se lo acerqué para que hablara sin soltar las manos del volante.

El paulatino tono de marcado mostraba un ruido arenoso, hasta que cedió.

—Hija —sonó una voz rasposa al otro lado de la señal.

—Abue, voy a llegar tarde, así que no me esperes para tomar once.

Se hizo un corto silencio.

—Ya, está bien —respondió con normalidad. Supuse que estaba acostumbrado a que su nieta saliera con frecuencia.

—Voy a estar en la colina Mond con un amigo. Tampoco me esperes para dormir.

—Claro, hijita. Que estés bien. Buenas noches.

—A ti.

Con una garra, descolgó.

—¿Tu abuelo?

—¿Con quién más crees que estuve hablando?

Me callé.

Pasamos por un cerco viejo y maltratado, parecía olvidado. Desde ese punto el camino se puso pedregoso, lleno de baches que, por lo que noté, fueron hechos por la lluvia.

Al final del camino había una farola vieja con una segunda entrada de madera. A lo lejos podía ver los insectos revolotear por la luz parpadeante. Al acercarnos, se abrió un claro en donde yacía un granero. A su alrededor colgaban luces navideñas y pantallas asiáticas; de esas redondas y que se cierran como un acordeón. Dentro del granero se estaba celebrando como una especie de fiesta. Muchos animales pasaban caminando por los alrededores, otros sentados en el césped, otros colgados de cables, jugando y aullando. Dentro se escuchaba una canción. La música me estremecía, incluso hacía temblar el auto. ¿Cómo es que ningún vecino podía escucharlos?, me pregunté. Posiblemente estábamos solos; ocultos en la colina.

—Bienvenido a la Noche de las Bestias.

Mi teléfono empezó a vibrar de repente: era mamá. Le hice una seña a la zorra para que se adelantara. Descolgué.

—¿Ma?

—Rubén, ¿dónde estás?

—Estoy con una amiga —respondí con tranquilidad—. Me invitó a una fiesta.

—Y ¿a qué hora piensas que vas a volver?

—No estoy seguro. Espera... —Alejé el teléfono y abrí la portezuela—. Micaela, ¿cómo cuanto tiempo estaremos aquí?

—El tiempo que tú quieras.

La miré extrañado y después volteé para ver el reloj: las 20.07.

—Estaré de regreso dentro de dos horas. Como a las diez.

—Vale —suspiró—, nos vemos más tarde.

—Adiós.

Salí del auto y comenzamos la marcha.

Nos acercábamos al enorme granero. Cerca pude reconocer la canción. Su interior era más alocado que su exterior.

Los animales bebían, bailaba y cantaban. Otros, no tan alocados, estaban sentados en viejos sofás con algunos muelles que se les escapaban de la cubierta, charlando y jugueteando. Este lugar era como una especie de bar o albergue.

—Muchos animales de la provincia vienen a pasar el sábado como es debido. Están cansados de pasar el rato en casa con sus familias jugando Monopoly o algo parecido, así que vienen a parar aquí por las noches. Todos son bienvenidos.

—Parece una fiesta de locos.

—No digas eso. Ellos están aquí para soltar sus riendas y andar cómodos tal y cómo son. ¿Ves a ese conejo de allá?

Me indicó una mesa dónde un conejo tenía un momento íntimo con una liebre macho. Este último tenía las piernas sobre las de él y le susurraba cosas al oído. El conejo se reía y le daba un beso en la mejilla.

—Estudia en un colegio en Temuco, donde los gays no son vistos con buenos ojos. Él y su novio se escabullen aquí para tener su momento.

—Seguro que no tienen habitación.

—Oh, las hay. Allá arriba. Las tenemos para los viajeros que están de paso. Esto es más como un hotel secreto.

—¿Y la droga?

—Eres muy quisquilloso, ¿sabes? Déjate de estereotipos de película. Una de las reglas de este lugar es que no se permiten drogas. Excepto el alcohol y los cigarros.

Sentí que me había precipitado por mi observación. Aquel lugar tenía clase, y algo de originalidad. Por donde mirara, los animales la pasaban genial sin ningún problema.

—Aquí no solo la pasamos bien —explicó como si me hubiera leído la mente—, también tenemos lugares para debatir y hacer charlas. Si los ves, hoy tenemos una conversación sobre la venta irrisoria de chalecos reflectantes.

Al fondo del lugar, un grupo de animales estaban sentados en el suelo sobre varios cojines, formando un círculo donde un oso frontino tenía la palabra. Todos estaban atentos a su charla, sin importar el ruido ajeno que dominaba la habitación.

—¿Vienen aquí para hablar? —inquirí.

—Hablar, argumentar, debatir de lo que sea que esté pasando en el pueblo, en el país, incluso en el mundo. Planteamos ideas y tomamos unas cervezas.

—¿Cómo hacen para no perder el control?

—Mira allá —Señaló con una garra hacia arriba. En la baranda de un pasillo se encontraban dos pumas grandullones que mantenían la vista fija ante el público—. Se encargan de que todos la pasen bien y echan a cualquiera que quiera armar un jaleo. También están para ser conductores designados.

La mirada de los pumas los hacía verse temibles. Vestían de chaquetas negras de cuero y pantalones ajustados; eran como verdaderos motoqueros.

Micaela me llevó a la estrecha barra debajo de la escalera, donde servía un lobo mayor. Pidió dos cervezas y este le sirvió dos botellas de vidrio bien heladas.

¿Cómo le permitían a una hembra de trece que beba? Quería preguntarle cómo lo hace con respecto al coche, pero me abstuve cuando ella me ofreció una botella, no podía negarme.

Mi primera cerveza fue de parte de un compañero en una fiesta. La bebí entera pero no pedí otra, aunque me insistían. Tenía en la memoria los momentos en que mi padre regresaba cansado y con un aroma nauseabundo; una vez entró por la puerta y cayó de bruces al piso, como lo descubrí al día siguiente. Decidí, entonces, alejarme de la bebida indefinidamente. Ahora me encontraba de nuevo en el dilema.

Nos fuimos a sentar en una de las mesas del centro, cerca de la pista de baile. Muchos de los animales eran jóvenes, aunque podía decirse que eran mayores que yo, posiblemente universitarios. Danzaban con lentitud, con la habilidad de mover el cuerpo en delicados movimientos de cadera. Balanceaba mi botella de un lado a otro, tratando de no preocupar a Micaela, pero lo hice.

—¿No te gusta la marca?

—No es eso —repliqué.

—Entonces.

—¡Rubén! —una voz resonó detrás de mí, me hizo voltear. Era Raimundo.

Se había aproximado desde la barra con un vaso con soda. No me esperaba encontrarlo en ese lugar. Me preguntaba si acaso todos pasaban allí los sábados por la noche. No pude demostrar enfado por una casualidad; después de todo, el era mi único amigo en el pueblo.

Lo saludé con la pata y lo invité a que se sentara. Micaela no pareció molestarle, de hecho, ella lo saludó alzando su botella con una sonrisa de acogida.

—Qué bueno encontrarte aquí —comentó alegre.

—Lo mismo digo.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Micaela inclinando la cabeza.

—Oh, nada más quería pasar la tarde con algunos amigos y compartir mi disgusto por la ampliación de la carretera 61; esos locos quieren pasar por sobre la casa de una pobre vaca anciana. Puede que consiga partidarios para incentivar una campaña.

—Me parece excelente —estimó la zorra con voz neutral.

Era bueno tener a los dos conmigo esa noche. Resultó algo motivador para pasar el tiempo fuera de casa. Aquel lugar no estaba mal, después de todo. Era curioso cómo se combinaba el espacio para dialogar con la entretención habitual de los jóvenes adultos.

Hablamos del colegio y de lo que hicimos este último día, comentamos respecto a los temporales que llegaban sin aviso a la comunidad; como se llevaban árboles y trampolines. Fue en ese instante en que me tomé la libertad de tomar un sorbo.

No quería ser como papá, pero sé que era lo suficientemente listo como para no excederme.

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Al rato siguiente, Raimundo no dejó solos. La música se tornó algo más animada, y fue, en ese preciso momento en que la vulpina me invito a bailar.

—Siendo honesto, estoy algo oxidado —admití.

—Anímate —alentó ella poniendo un puño en mi brazo—. Podrás aflojarte un poco si sigues el ritmo.

—De acuerdo.

Me levanté y ella me arrastró al centro de aglomeración. Micaela daba pasos animados, sus movimientos agitados la hubieran hecho merecedora de elogios. Si se hubiera encontrado un juez en ese preciso momento, podría calificarla como divertida al estilo libre. Decidí imitarla, aunque mis nervios me traicionaban. Nunca había bailado con otros a mí alrededor, pero tuve que dejar la modestia.

Y algo, que jamás pensé que ocurriría, pasó delante de mis ojos: la vulpina entrelazó sus patas con las mías. La gracia dentro de mí despertó con la sonrisa que se le formaba al mirarme; fue asombroso.

Comencé a soltar mi cuerpo y tomé el ritmo de ella. Levanté mis brazos para luego bajarlos. El calor me subía por el pecho a la cabeza, mostré los dientes en señal de confianza; ella también.

—Te lo dije —gritó la zorra en medio del bullicio.

Más tarde me presentó algunos de sus amigos. Muchos de ellos eran quienes discutían con aquel oso. Venían de Temuco, me explicaron que los problemas eran muy frecuentes fuera de la ciudad, y eran aquellos que no aparecían en la televisión. «Son sensacionalistas —me explicó uno de ellos—. Cuenta lo que quieren mostrar cuando son comprados por el gobierno.»

Estaba muy animado como para que esto no terminara. Desafortunadamente el reloj marcaba un cuarto para las diez. Hice una seña a Micaela y ella entendió. Nos despedimos y partimos de regreso al auto, esta vez, había más vehículos estacionados.

—Tal vez a la próxima podamos quedarnos más tiempo.

El cielo se puso más oscuro ya que que la luna se había escondido; para el día siguiente iba a estar lluvioso. Regresamos por el mismo trayecto hasta la carretera. Llegamos a la parada de la piedra blanca, donde ella se detuvo.

—Fue una excelente cita —admití, soñoliento.

—Yo podría decir lo mismo —dijo ella, poniendo un antebrazo al volante—. Estuvo bien para catalogarlo como cita.

—Pero lo fue, ¿verdad?

La zorra se encogió de hombros, después rió.

—Que pases una buena noche.

—Igual —Salí del auto y antes de cerrar la portezuela, añadí—: ¿Por qué yo? ¿Por qué me elegiste?

Micaela puso una cara de desconcierto, como si la pregunta la hubiese pillado.

—No lo sé —respondió—. Quizá sea porque tengo un sexto sentido y pude ver que eres algo... exótico.

—Pues, puedes darte cuenta de que soy un tigre.

—Me refiero otra clase de «exotismo»

No logré entender lo que quería decir.

Le di las buenas noches y se marchó veloz hacia el pueblo. Caminé hacia la casa de tía Sandra, donde me esperaba mi madre. Le dije que estaba bien para que no se preocupara. Fui a mi habitación, y en poco rato, caí dormido.

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