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"Pichones"

Esos días de verano fueron memorables.

El sol relucía en un paso lento y silencioso. Día y noche se tornaban en su misteriosa danza, mientras el tiempo pasaba de crepúsculos ambarinos y tardes de pesca a la costa del río, a fogatas nocturnas y largas noches palpando mosquitos. No podía hacer más que gozar de dulces y delicados sueños que me acariciaban con sus manos suaves, acunándome cual madre y prometiendo, susurrantes, una estación interminable llena de cálidos recuerdos.

Retoños en flor saludaban desde sus pequeños escondites; frágiles y tiernos se sentían entre mis laboriosos dedos mientras niña los trenzaba como bellas coronas que adornaran más tarde mi dorada cabellera. Entonaba, entre tanto, las melodías que componían mi mundo y mi razón, casi como si sus palabras fueran hechos. Mi joven corazón no anhelaba más, creía en la belleza del mundo y su bondad como si no existiera otra cosa.

Corría por el prado verde entre metros y metros de pastizal, con el olor a hierba y a libertad impregnándoseme en la nariz. Tenía la impresión de estar siguiendo algo importante, o escapando de algo insignificante, como si levantara alas y subiera hasta el cielo en una esponjosa nube, tan alto y tan lejos que ya nada lograba alcanzarme; la luz acariciaba mis mejillas y entrecerraba mis pestañas en intervalos breves de oro y gris, cuando el sol se escondía y jugaba hasta volver a salir. Extendía las manos saludando al viento y reía con gracia a pobres y pequeñas hipadas; acto seguido me tiraba en el suelo y rodaba entre el pasto, sintiendo sus picosas cosquillas en mis brazos, mi cara y los dedos de mis pies. No quería que eso terminara jamás, eso debía sentirse lo más bonito del mundo.

No mucho más tarde me encontraba sentada, inquieta, charlado con mis muñecas en una improvisada fiesta del té. Al estilo de las mejores señoras inglesas, extendía mis meñiques y me disponía a imitar el elaborado protocolo de etiquetas que se suponía debía hacer por norma general. Mi boca no cesaba de hacer ruidos molestos y hablar a parlotadas. Mirando hacia atrás estaba nuestra casa, la que habíamos pedido prestada, según había dicho mi mamá. Bonita, pintoresca . . . con ladrillos y adoquines, todo tipo de plantas con flores, y hojas descendiendo de delicadas ramas; un único alero estaba repleto de tejas naranjas medio viejas, y me hacía gracia, ya que con mi mamá habíamos descubierto una familia de aves, instalada en una de las vigas que sostenían tal tremenda fachada. Los padres salían y entraban todo el tiempo en el ansia de alimentar a sus pichones chillones, mientras yo me tapaba los oídos con las manos y fruncía el ceño, alterada por el estruendoso ruido.

Mi madre me miraba con gracia, y me decía cariñosamente que esos pichones eran como yo, un poco escandalosos, pero que también crecerían y se convertirían en lindas aves coloridas y laboriosas.

Mis ojos la observaron con asombro, jamás se me habría ocurrido que esas cosas horribles y ruidosas podían ser como yo. No los veía, pero me imaginaba a unos pajaritos marrones y terribles con gargantas largas y picos puntiagudos. Mi madre me ofreció subirme a sus hombros y ver - Pero sin tocar.

Yo obedecí perfectamente y me trepé sobre ella hasta llegar a la altura necesaria. Para mi horror, esos bichos eran más terribles de lo que me temía (y eso que los padres no hacían un gran trabajo dejándome ver). Unas cosas asquerosas y deformes, sin plumas y sin una gota de gracia que extendían sus cogotes y abrían sus bocas más de lo que sus cuerpos eran físicamente capases de soportar cada que veían que uno de sus padres acercaba su pico.

Me bajé de sus hombros, disgustada, mientras mi madre reía por mi reacción en tanto me acariciaba la cabeza. Hice una mueca de asco, no sabía a qué se refería. Definitivamente yo no me parecía esas cosas, porque no era tan fea; y así se lo hice saber.

-Tienes razón, tu eres mucho más hermosa. - afirmó.

Me pasé una semana más, al menos, pensando en esos miserables bichos, y les terminé acogiendo cariño. Para cuando nos fuimos de la casa, yo ya los quería de mascotas, y pensaba llorar si no nos llevábamos uno para ver como crecía. Para la fortuna de las pobres criaturas, mis padres me explicaron que eso era imposible, porque ellos no iban a querer vivir sin sus padres pájaro. Separarlos iba a ser lo mismo que si me separaran de mi familia.

Tenían razón. Entendía a los pajaritos. Imaginé lo horrible que sería mi vida si unos pajaritos me llevaban a vivir con ellos sin mis padres. Yo los amaba mucho, y me dije que jamás, JAMÁS, me alejaría de ellos.

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