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"Niebla"

Mi cuerpo entero brincaba a la velocidad de un conejo pasado de cafeína.

Alguien podría haber creído que tenía un pico de azúcar en la sangre, o bien poseía alguna especie de TIC.

Miraba con impaciencia, alzando la barbilla, hacia dentro del vehículo de comida rápida, mientras un hombre pulcramente vestido se disponía a cocinar panchos rebosantes de colesterol y grasosas papas en la freidora. No era un almuerzo habitual, y mi mente de 6 o 7 años se encontraba fascinada con la idea de devorar tal ilustre comida. Nada mejor para un día de sosa neblina que un calórico banquete. El olor penetrante de la fritura, que me asqueaba y me atraía al mismo tiempo, se despedía del carromato como un chorro de baba.

Mi padre observaba divertido a la hiperactiva niña que se le abrazaba de las piernas, en ansias de saborear el enorme festín.

Seguro que, de comer, habría gozado tan solo dos mordiscos para toda mi saciedad, dejándole las repobladas sobras a la barriga de mi padre; pero no venía en vano soñar.

Pateé las hojas del piso. Era un otoño frío y húmedo; asqueroso. Recuerdo una bufanda picosa que yo no paraba de tironear y sacarme, a costo de reprimendas.

Llegan a mi memoria vestigios del paisaje, como retazos de detalles en un panorama átono. Los medio comidos y raquíticos arboles de la plaza, las esquinas bordeadas de hojas, las personas en su feliz paseo, un cielo de matices grises y blancos.

No sabía por qué, pero me sonaban familiares. El denso helar, el acolor ambiente, las multitudes perdidas en sus insignificantes frivolidades . . . todo se me hacía extraño y conocido al mismo tiempo, como de una época lejana ya vivida.

Comenzó a crecer un vacío en mi interior, uno que no podría describir, y que me arrebataba toda promesa de comidas grasosas y llenas de felicidad.

No sabía por qué, pero sentía que esa constante bruma me envolvía más y más, me penetraba mientras cantaba palabras dudosas, ecos de voces sin sentido fijo, reflejos de miradas perdidas . . . había un mensaje en ella, y quería descifrarlo.

Entonces escuché un susurro, uno real. Una voz fresca y penetrante; llamativa. Procedía de las nubes, de la niebla. No entendía lo que decía, hablaba en un idioma que no podía interpretar en palabras exactas, pero si sabía su significado.

"Recuerda y sigue".

Un mensaje extraño sin duda. Pero esas solas palabras fueron suficientes para hechizarme. Me atraían silenciosamente, como garras puntiagudas que me arrastraban en una dirección fija. Mis pasos comenzaron a ceder, siguiendo el ritmo de la bruma captora y acompañándola en su atrapante baile. Mi ahora guía, procedió en la creación de un tiempo de blancura vasta, algodón empapado en rocío y pasos en las nubes. Momentos de memorias, de gritos y rayos de sol. No comprendía, y estaba tan asustada como atraída me sentía hacia adelante. Jamás olvidaré esa sensación.

Una mano poderosa me detuvo, quizá protegiéndome de la muerte, quizá arrastrándome hacia ella. Aún no lo defino.

Recobré el sentido solo para mirar a los ojos asustados de mi padre. Una mirada lúgubre, sin duda, de creer que su hija había huido, o peor, se había vuelto loca, víctima de un delirio inerte. Yo no lo sentía. No le veía seriedad al problema. Entonces, a mis 7 años, solo sabía que había sido una mala niña, alejándome en mis fantasías, y una enorme culpabilidad se me apoderaba cada que veía sus tiesos labios, fruncidos por la preocupación. Y es que no era la primera vez que había hecho algo así, en realidad.

No recuerdo cuántas cuadras había recorrido, menos cuanto tiempo pasó hasta que me desperté del ensueño, pero tengo la certeza de que en ambas ocasiones fue una enorme cantidad.

Me habló seriamente, mientras me cargaba entre sus brazos. Estaba regañándome, pero solo como para que no lo volviera a hacer, en uso de una aptitud innata de la paternidad. No se había dado cuenta cuando me había escapado, según entendí tiempo después, ya de grande; el hombre del puesto le avisó en cuanto me vio desaparecida, y mi padre corrió frenéticamente largo trecho hasta poder encontrarme.

De niña quería creer que un fuerte instinto de papá le había advertido; que él poseía algo extraño y sobrenatural, que le alertaba sobre mí, y que, si yo estuviera triste o sola, él lo sabría, y no importando dónde me encontrara, él vendría a socorrerme. Me tomó tiempo entender que todos los padres tienen tanto de humanos como sus hijos, y no se escapan de esa débil cualidad que tenemos todos los hombres.

Mientras me apretaba en un fuerte abrazo, hice mi confesión, algo confusa y forzada, sobre la niebla y de cómo me cautivaba, de la voz . . .

Preguntó por la voz, evidentemente consternado, pero fingiendo normalidad en intentos de no alarmarme ¿De quién era?

Respondí avergonzada que no lo sabía. No podía reconocerla, pero sonaba familiar.

No comimos el almuerzo en la plaza. Me llevó a casa, y discutieron el tema con mi madre durante lo que me pareció una eternidad. Se veían preocupados, y la charla a veces subía de tono, sonando más a una discusión, mientras que en otros bajaba, acercándose más bien al llanto.

La comida casera no sabía tan mal, pero la creía un castigo conociendo que, unos minutos atrás, estaba a punto de probar algo que me sabía mucho más delicioso y atractivo.

No me sentía bien, sabía que había hecho algo malo, pero no dilucidaba la causa. Tampoco es que pensara en ello demasiado tiempo, mi mente tenía otros problemas, como encontrar la ingeniosa ubicación del can en uno de esos programas cliché para niños (se hallaba detrás del puente, con las orejas evidentemente a la vista), o elegir el mejor vestido para una de mis muñecas.

Sobre el tema de mi huida, mi madre sugirió una psicóloga, y mi padre se lo atribuyó a una travesura. Al fin, decidieron no hacer nada; ver qué sucedía. No me regañaron demasiado que yo sepa, aunque no mucho más permanece en mis recuerdos.

Solo sé que ese fue el principio, y que no me gusta mucho el final.

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