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"Lluvia"

Eran mediados de agosto y la lluvia no cesaba, como un presagio temprano del mal tiempo próximo. Miraba con impaciencia las gotas correr sobre la ventana, en el anhelo de aire fresco y libertad. Húmedas oleadas de calor me recorrían, mérito del caprichoso clima de la zona, y más, de encontrarme encerrada en un cuarto fúnebre y sepia. Me carcomía el ansia de salir afuera, moverme y sentir el frío espantar toda la peste del húmedo aire, mientras las delicadas gotas de lluvia me llenaban de besos. También tenía el impulso de tumbarme en una cama para poder dormir cerca de cien años, y retozar otros mil.

Esos tiempos me traían así, agarrada de ambas manos, alternando entre la ansiedad extrema y el más pesado de los letargos. No tenía que ser más para que al iniciar la clase me perdiera en mis desánimos e intentara huir en mis pensamientos del aburrido mundo de las aristas y las aposiciones.

Todo el edificio escolar presentaba el mismo carácter, tan jubil como un cementerio, y tan colorido como un cuervo. Los profesores, cual ánimo de lluvia, no parecían poner esfuerzo en aligerar nuestra condena, que a tiempos parecía cadena perpetua.

Ojos flácidos y miradas desesperadas o perdidas conformaban el paisaje general de nuestras aulas, mientras manos inquietas y cabezas colgantes repelían todo impulso de levantarse de los asientos para buscar un poco de vida. Me temo que de continuar así por varias horas, alguien habría terminado por volverse loco, procurando una noticia interesante al pararse en uno de los bancos y comenzar a bailar al ritmo de una música invisible, en aras de sacudir la peste que le atormentara. O mejor, corriendo como un desquiciado por el patio, gritando a voces palabras ilegibles. Pensándolo bien, creo que esa podría haber sido yo, teniendo en cuenta el estado de locura y desespero que ahora me atormentaban.

A las venas de la institución les faltaba la pasión para realizar un buen trabajo. Y yo lo sabía.

Así pasaban los minutos y las horas de mi poco prolífero día, tan amado como el cielo y tan odiado como las blancas suertes que de él podrían caer tras el paso de las aves.

Un estruendoso ring me despertó de mi burbuja, anunciando la salida. Las cabezas se levantaron y las risas comenzaron a surgir, acompañadas de miradas de júbilo y camaradería.

Mis pasos firmes y decididos marcaban un ritmo decente por las calles. Pequeñas lagunas repiqueteaban en la acera, acompañadas por las dulces lágrimas de los árboles y, que más, del cielo. Mi paraguas, fiel resguardo, relucía rojo en la dicha de sus quehaceres matutinos, mientras yo gozaba de un destino sin preocupaciones. Mi cuerpo volvía a cobrar la energía que anhelaba, mientras el fuerte viento le resistía y empujaba atrás. Aun así, yo bailaba como a tientas, entre pequeños saltos y volteretas, mientras me conducía camino a casa, de la mano de mi madre de a momentos, y sola en otros.

Al pasar por delante de la biblioteca me vi tentada. Encontrar el dulce resguardo entre miles de páginas polvorientas, que hicieran cual mi mente al llevarme a mundos fantásticos, desconocidos y sorprendentes.

Debí resistirme, mis pasos me llevaron hacia otro lado.

A la noche la tormenta empeoró. La preocupación iba de puerta en puerta por la ciudad, usaba la radio y conducía los noticieros. El tiempo se pondría feo, muy feo. Debía de estar alegre, pero no me olía nada bien, incluso si esto me daba un día libre.

Los adultos charlaban en la mesa, tal vez se necesitara una colecta para los inundados. Lo principal era resguardarse.

¿Por qué, lluvia? Me pregunté en silencio, desde el sofá y con cientos de mantas cubriéndome. Solía creer que la lluvia era mi amiga, me hacía sentir mejor, me ayudaba. Jamás me hirió, pero esta vez parecía querer hacer daño, entre sus estruendosos rugidos. Me quedé en silencio, así, ensimismada, mientras me enfocaba cada vez más en la colorida pantalla de la TV. Me abstraía, y eso me hacía bien, en parte. O es lo que yo creía...

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