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"Dos mundos"

Solté un suspiro largo y penetrante.

Estaba allí, sentada en una esquina. Las manos posadas suavemente sobre mis piernas; oídos atentos, vigilantes. Los demás no me importaban, pero solo porque yo tampoco les importaba a ellos. Deseaba odiarlos para que no me doliera. Mi vista los analizaba una y otra vez, insensatamente, anhelando entenderlos.

Los miraba como a través de un cristal, intentando, tal vez, entrar en su mundo. O más bien queriendo que ellos entraran al mío. No incómodamente, sino de un modo familiar. Del modo en el que uno se acercaría a un primo o a un hermano.

Si así fuera, sabía que no lo consentiría. La invasión del pánico tomaría las riendas de mis pasos, haría muda mi boca y apartaría mi mirada abajo.

Hablaban en dialectos que yo no entendía, y que jamás llegaría a entender. Mi habla, en contraste, era atónica e invisible, transparente como el aire y vacía como el espacio. No resonaba a sus oídos, y apenas si alcanzaba a los míos.

De a veces encontraba a un intérprete, una de esas personas que hablan entre mundos, y que, no perteneciendo a ninguno, empujan un poco la barrera y te hacen visible, palpable.

Caso más difícil era, si cabe, encontrar a alguien de mi propio mundo, de mi propia realidad. Las personas de mi universo casi no existían; mas ellas podían oír mi voz como a campanadas, atrayentes y seductoras melódicas que una vez dueñas de atención no paraban de, para mi ridículo, proferir gritos de auxilio y sonatas de estruendosas características inusuales. Sin embargo, de a tantos alguien no era ahuyentado por mi prosaica palabrería y persistía en dejarme ser parte del extraño mundo de las relaciones humanas. Si así sucedía, significaba que había encontrado un alma idéntica a la mía, y mi corazón sabía que habría de aferrarse con cariño a ese ser para toda la vida.

Infelizmente, en la mayoría de los casos esas personas acaban por irse, quedando solo como memorias. Memorias que refuerzan la barrera entre los demás y mi corazón frágil, moribundo. Memorias a las que me aferro con dulzura, mientras lentamente van llevándome a mi muerte, arrastrándome a mi soledad.

Y así decido no hablar, odiarlos a todos. Porque mi corazón lo necesita, porque mi corazón no entiende razones.

Quizá sea ese ser raro y latiente quien interpone la barrera entre mí y el mundo extraño, conociendo que yo quiero escapar, que debe llevarme a un lugar menos sombrío, menos tieso.

A veces lo intenta, realmente lo intenta. Se acerca con pasos suaves, manos en la espalda y una mirada tensa, tal vez de debilidad. Entonces habla, y se deja escuchar. Pero sus palabras son tontas, alejadas... como un ruido sereno y efímero en una calle transitada de motores combustibles y bebés en llanto.

Tampoco logra discernir lo que dicen los demás. Solo se encuentra con espaldas desdeñosas vueltas a su rostro y dichos suyos ignorados, sin respuesta. Se cansa de llamar a esa puerta, de tocar la barrera inquebrantable, y entiende que necesita irse, o explotar. El pánico se le apodera, y sale huyendo. Ni siquiera es perseguido por miradas de extrañeza o desaprobación. Ya están acostumbrados a esa clase de acciones. O tal vez no les interesa . . . jamás pude saberlo.

No es que esa barrera siempre esté ahí. A veces, de a tiempos, se levanta, convirtiéndome quizá en un ser más loco que aquella criatura muda e invisible. La línea cede, haciéndome parte de ellos por un momento, sin pertenecer del todo. Mi mente sabe que algo está mal, le hace sentir incómoda, pero aun así disfruta de volverse impredecible, casi espasmódica. Habla lenguas parecidas a las rituales, las de esa nueva raza, y con todo se denota el acento extranjero, mi pertenencia al primer mundo, más oscuro y solitario a la vista de los demás, incluso en ocasiones a la mía, pero vibrante y lleno de colores para quien lo conoce; para quien ha vivido ahí toda su vida. Un mundo con su propio encanto y vida, que no obedece las reglas de su dimensión paralela, llena de bullicios y caos; una existencia llena de seres mágicos y sonidos encantadores, colores inalcanzables, y sueños hermosos, todos tan invisibles como su portador.

Y así persisto, manos inquietas en las rodillas, y mente en otra parte, examinando ese otro mundo como a través de vidrios rotos. Qué extraño me es ese sentimiento, esa vida. No son para mí. Tal vez nunca lo sean...

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