"Bilateral"
Me encontraba sentada en el limbo entre las luces y las sombras. Un claro y oscuro que como jugando con mi mente dividía en mitades todas mis intenciones.
Por un lado: la verdad, con su cómoda sonrisa, me llamaba desde la parte más sombría y aterradora.
Por otro: la tranquilidad, en su auge de mentiras adormecedoras, gritaba incansablemente en la porción luminosa de la sala, obligándome a resistir el cántico de su opuesta.
Lo que había escuchado ese día podía pertenecer tanto a una como a otra facción, y no entendía por qué, pero me hacía debatirme entre ambas cual suicida jugando a la ruleta, bailando entre la vida y la muerte.
Mis ojos fijos escrudiñaban el límite físico plasmado en la pared del living, que intentaba igualar los hechos que en mi mente se retorcían, empujándose unos con otros. Definitivamente creía sentir algo llamándome de la parte sombría, algo atractivo y descomunal que me hacía necesitar saber, conocer qué sucedía dentro y fuera de mí. Pero el miedo retenía la otra mitad de mí en la luz que brotaba de la lámpara incandescente, o quizá de la porción más conservadora de mi personalidad. Ésta, me hacía creer que inclinarme hacia el otro lado, el desconocido abismo, era estar sumiéndome en la locura.
Esa batalla decisiva se daba en mí mientras me mantenía sentada en el sillón, como sonámbula, con la luz de una de las habitaciones contiguas encendida, y la de la otra apagada. El paisaje que me rodeaba era opuesto al de mi mente, frio, inmóvil, inerte.
No podía creer que lo que estaba viviendo fuera real, pero tampoco me retenía de pensar lo contrario. Una guerra por mi dominio. Luz contra oscuridad. Comodidad contra la promesa de conocimiento. Siempre había deseado que el mundo fuera un poco más fantástico, distinto. Pero jamás hubiera deseado esto. Aún así, esa era una oportunidad única, y se había presentado ante mí en la forma de un extraño, de una manera impredecible, tan de repente, tan sensatamente que era imposible afirmar que fuera irreal... eso me hacía querer aventurarme en el nuevo mundo que ante mí se presentaba cual niño con ojos alucinados y grandes esperanzas, y a su vez, me hacía temer no poder lograrlo. No DEBER lograrlo.
La palabra deber, en este punto, significaba mucho para mí.
Mi madre llegó a la sala, interrumpiendo mi debate interno. Prendió la luz, y me preguntó si me encontraba bien. La falta de líneas delimitantes me desconcertó, quitándome toda posibilidad de seguir cruzando diálogo conmigo misma. Le dije que todo estaba bien, pero no dejé de mirar la pared. A ese punto, me daba miedo que quitar mi vista de un lugar fijo, o cualquier otro movimiento brusco, hiciera la diferencia entre cenar en casa con mis padres o en un hospital psiquiátrico completamente sola.
Ella notó mi aflicción y se sentó a mi lado. Sabía que no quería hablar. Me lo respetó.
Volvieron a mi mente las palabras de mi infancia. JAMÁS. Jamás podría hacerlo. Separarme. Pero esta vez tal vez podría lograr traer a los pájaros conmigo. No había necesidad de separarse siquiera.
Apenas esta idea cruzó por mi mente la deseché por imposible. No podía tener ambas cosas. Eso estaba claro. Una de ellas tenía que ser desechada. Pero sabía, pensé, que esos monstruos podían dañar a mi familia. Debía encargarme primero de ellos, para poder ser feliz.
JAMÁS. Suspiré, una última vez, mientras abría la puerta frontal de mi casa con cautela. Fuera me esperaba una noche fría y húmeda, con farolas encendidas y pocas estrellas en el cielo. Un clima perfecto para buscar monstruos, resoplé.
Miré dentro de la casa una última vez, aún podía retractarme.
Pero ya había hecho mi decisión. Por ahora, me quedaría con ello.
Es una lástima, comprendí, que de niños hacemos promesas y ya de grandes no las sabemos cumplir.
Había repasado esta escena miles de veces antes, en mi mente. Retiraba la llave silenciosamente, cerraba la puerta, me daba media vuelta (con el corazón latiéndome en pulsaciones acusadoras y apanicantes), y listo: ya era fugitiva.
Honestamente, jamás entendí como alguien podría escapar de casa sin alertar a sus padres. Yo no podía, sencillamente. La puerta lanzó un chillido atronador que, aún con todas mis precauciones, me hizo tirar las llaves. El sonido recorrió en ecos, fácilmente, la mitad de la cuadra. Tozuda suerte.
Entonces, las luces del corredor comenzaron a encenderse mientras los pasos y gritos de mi padre resonaban hasta llegar a la entrada. Cerré lo más rápido que pude, considerando los nervios que entonces movían mi mano a un ritmo impronunciable, y eché a correr. Menudo susto les estaba dando. Y eso era poco decir.
Quise, como en todo momento desagradable, pensar que sucedería algo bueno, pasivo. Tal vez la carta de disculpas que había dejado sobre la mesa apaciguaría un poco los ánimos. Tal vez se quedarían tranquilos, esperando mi regreso, como se los pedí en ella.
Sabía que me mentía a mí misma. Probablemente, de poder, pondrían a todo el ejército nacional en mi búsqueda. Pasarían unos días insufribles gracias a mí, llenos de dolor, nervios, discusiones y locura; pero yo lo hacía para salvarlos. Sabía que, si esas cosas nos encontraban a los tres juntos, desprevenidos, entonces todos estaríamos perdidos. Así al menos podía tener el respaldo de alguien que supiera más del asunto. Quizá así les dejaría de doler.
Un dolor grande, a cambio de paz por el resto de sus vidas ¿Era acaso un buen trato?
Honestamente, no tenía idea en absoluto qué estaba haciendo, corriendo como loca por las calles detrás de un sueño inútil, pero comprendía que de ese punto en adelante no había vuelta atrás. Ya no podía parar.
Mi próximo destino era el gimnasio grande y polvoriento de la escuela 130. Mi escuela. Él dijo que debíamos de reunirnos allí, puesto que era un lugar bastante fortificado y solitario, y era fácil entrar. Me sorprendí a mí misma, jamás me vi capaz de hacer alguna de estas cosas, y esperaba en el fondo de mi alma que todo lo que estaba sucediendo no fuera alguna absurda broma a mi costa. Pero ¿cómo podría serlo?
Confié en su voz segura y suave mientras mis pasos me guiaban rápida y ligera por las calles, por entre medio de las sombras que se cernían sobre la oscura noche, con el viento pegándome en la cara, el pecho y los brazos. Ya no podía extender las manos para sentir las caricias del tierno aire, ni reír a la parcialidad del sol. Como una nube de tormenta, mi destino era más cruel que ese. Ahora todo era distinto, y tenía una tarea que cumplir. Las verdaderas aventuras no son siempre tiernos rayos de sol.
Pero esperaba que la mía lo fuera.
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