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Capítulo Treinta y Siete



(Canción: Heal de Tom Odell)

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Lo que sucede las siguientes horas es como si le pasaran a alguien ajeno a mí.

No soy yo.

Es uno de los personajes de un libro.

De esos con los que te sientes tan identificado que, su sufrimiento, su dolor y su tristeza se sienten propias, pero no lo son.

Observo en silencio, sin moverme, a Ryu yendo de un lado al otro de la habitación. Creo escuchar la voz de Evelyn en algún punto de la conversación, pero soy incapaz de responder. No tengo fuerzas para hacerlo.

«Enzo está hospitalizado», resuena con fuerza en mi cabeza.

Ryu me quita el móvil de las manos y empieza a hablar con ella, frotándose la cara, frustrado, lanzándome miradas cada cierto tiempo, creyendo que no me percato de ellas, pero soy consciente de cada vez que posa los ojos en mí.

Es el único momento en el que sé que existo.

Cuando termina la conversación con mi prima, deja el móvil sobre mi regazo y desaparece de mi campo de visión. No sabría decir cuánto tiempo pasa, pero aparece de nuevo frente a mí con una maleta en cada mano. Las deja junto a mis pies antes de salir de la habitación.

Al principio, no escucho absolutamente nada.

El mundo, por primera vez, se ha quedado en silencio.

Solo puedo oír el retumbar de mi corazón, bombeando sangre sin parar.

«Enzo está hospitalizado», me recuerdo a mí misma.

El nudo en la garganta se afianza con fuerzas renovadas junto al retortijón en el estómago. Si no fuera por el vacío que siento en el pecho, estoy segura de que hacía tiempo ya que hubiera vomitado. También habría llorado.

Sin embargo, no puedo.

Debe de haber algo sumamente mal dentro de mí para no haber llorado ante la noticia.

Tampoco tengo fuerzas para analizarme en estos momentos, así que me limito a aceptarlo.

Este silencio emocional que me descuadra y alivia en tantos sentidos que no sé si alegrarme o aterrorizarme ante ello.

En algún punto, creo escuchar mi nombre, pero no hago nada.

No quiero hacerlo.

Quiero aferrarme a este limbo de sentimientos el máximo tiempo posible.

Porque sé que, en el momento que explote, yo lo haré también.

Tiran de mí para que me levante de la cama, cayendo mi móvil con un golpe seco al suelo. Solo aparto la mirada de la pared blanca para mirar al teléfono con aire ausente. Me rodean un brazo, alentándome a andar fuera de la habitación. No sé si lo habrán cogido o no. Ahora mismo no puede darme más igual, siendo sinceros.

De reojo veo varios rizos pelirrojos botando y sé que Saoirse está a mi lado. Por el murmullo lejano, supongo que me está hablando. Sin embargo, no le respondo ni una sola vez. Es como si me hubiera quedado muda.

Bajamos los pequeños escalones del porche que, hasta hace dos horas, había subido corriendo a carcajada abierta en plena carrera al igual que si fuéramos niños pequeños para saber quién de todos entraría primero en la ducha. Si me paro a pensar en ello, pareciera que han pasado años luz, pero no ha sido ni siquiera un día. Solo un par de horas.

Ante el clic de un coche, parpadeo un par de veces, sorprendida.

—¿Estás bien? —pregunta de nuevo Saoirse, pausadamente.

Por primera vez en lo que serán diez minutos, la miro de vuelta.

Tiene los ojos enrojecidos y sorbe por la nariz cada tanto tiempo, enjuagándose las lágrimas con la manga del jersey.

Como he dicho antes, debe haber algo muy erróneo dentro de mí para no derramar ni una sola lágrima.

—Estará bien —interviene Ryu desde mis espaldas.

Saoirse vacila la mirada entre los dos, sin terminar de fiarse de su palabra. Yo tampoco lo haría.

—Si necesitáis cualquier cosa, yo...

Ryu apoya una mano sobre su hombro, cortándola al haberla pillado desprevenida y por la forma en que mi mejor amiga deja de fruncir el ceño, debe de haberle sonreído.

—Te aviso cuando lleguemos a casa de mis padres —dice con suavidad, colocando su mano libre en mi baja espalda.

En otras circunstancias, ese gesto hubiera revolucionado cada una de mis terminaciones nerviosas.

Sin embargo, ahora, veo imposible reaccionar de esa manera.

De ninguna manera, en realidad.

Observo como se muerde el labio inferior cuando le empieza a temblar y se acerca rápidamente para abrazarme antes de separarnos y correr de nuevo dentro de la casa. La sigo con la mirada, encontrándome en la entrada de esta a todos mis amigos, con la atención fija en nosotros dos. Incluso Kieran parece preocupado.

Y eso sí que es preocupante.

Sin decir nada, Ryu me empuja con delicadeza hacia delante hasta llegar a la puerta del copiloto. Abro la puerta, sentándome y a la vez que me abrocho el cinturón, la cierra. Rodea el coche por el morro antes de dejarse caer en el lado del conductor.

—¿Tienes frío? —cuestiona, con ambas manos sobre el volante, listo para salir de aquí.

Por primera vez desde la llamada, me atrevo a mirarle directamente.

No sé en qué momento se ha vestido, pero lleva la sudadera que me regaló en su partido de rugby. Debe de haberla encontrado en mi maleta, porque recuerdo haberla traído. El pelo lo sigue teniendo mojado por culpa de la ducha y sigue con las mejillas sonrojadas, aunque no se deba por el calor del agua. No se me ocurre ningún comentario que hacerle, tampoco ninguna respuesta ingeniosa, así que me limito a negar con la cabeza y clavar la vista en la carretera.

«Enzo está hospitalizado», me repito una vez más.

Cierro los ojos, al pensar en él.

En el niño que volvía a casa llorando del colegio porque le preguntaban por su padre, del niño en el que en el dibujo familiar se incluía a uno más.

A él.

Pienso también ella.

En mi madre, intentándole explicar a una niña de diez años porqué el día del padre siempre tenía que pasarlo solo con papá y porqué su hermano y mamá se iban a otro sitio.

Como, al cabo de los años, terminé conociendo ese sitio.

Solo tenía doce años cuando acompañé por primera vez a mi hermano al cementerio.

Desde que éramos pequeños, nunca lo había vuelto a ver llorar.

Ese día lo hice.

Observé en silencio como se arrodillaba ante la lápida de su padre con un ramo de flores que habíamos comprado en la floristería que había cruzando la calle, depositándolas en el pequeño jarrón de arcilla que hizo varios años de atrás, para un día del padre. Yo le hice una taza de café muy fea al mío.

Entonces, rompió a llorar.

Al principio no supe cómo reaccionar.

Nadie te prepara para ver a alguien que quieres derrumbarse frente a tus ojos.

Así que, al igual que él, me acuclillé para quedar a su misma altura y le abracé. Estaba temblando. En algún punto de la tarde, creo que yo también acabé llorando. Lloré por los dos. Por él y su padre.

La vida era muy injusta.

Lo sigue siendo.

El resto de la tarde, no hicimos nada. Enzo me ayudó a levantarme y nos sentamos juntos en un banco frente a la lápida. Tampoco hablamos. No hacía falta. Siempre me había parecido que los gestos y las miradas eran capaces de expresar mucho más que las palabras. Al igual que los silencios. Como, sin decir nada, se pueden gritar centenares de cosas sin hacer un solo ruido.

Sigo con la imagen de la lápida intacta en mi cabeza. Del golpe de realidad que me causó ver las fechas y entender lo joven que fue.

Lo jóvenes que habían sido mi madre y él cuando ocurrió.

Lo fuerte que había sido ella.

Yo no era así.

No soy así.

En algún punto, debo quedarme dormida porque ante el sonido de una puerta cerrándose, me despierto de golpe, encontrándome con Boots correteando hacia el coche. Bajo el marco de la entrada está Helen de brazos cruzados, con una pequeña sonrisa.

La puerta a mi lado se abre y desvío la mirada de Helen para clavarla en Ryu. Me desabrocho el cinturón en control remoto y dejo que me acompañe hasta donde está su madre. Antes de que pueda dar un solo paso dentro de la casa, Helen me abraza.

Durante un instante, algo pesado se asiente en mi pecho.

Tomo una respiración profunda y apoyo la cabeza sobre su hombro, embriagándome de su olor a jazmín y de la seguridad que me brinda. Me gustaría que fuera mi madre quien me abrazara en estos momentos, pero sé, incluso mi parte egoísta, que ahora mismo está abrazando a alguien que lo necesita más que yo.

—Tu padre acaba de llamarme y me lo ha contado todo—murmura con voz encogida contra mi pelo.

No me atrevo a decir nada todavía.

Así que me limito a asentir con la cabeza para que, al menos, sepa que la he escuchado.

—Lo siento mucho.

Al separarnos, me fijo que tiene los ojos hinchados y rojos, igual que Saoirse. Debo de quedarme más tiempo mirándola, porque carraspea y se aparta del marco, dejando que Ryu me guíe hasta mi habitación sin decir nada al respecto. Cierra la puerta del pasillo detrás de nosotros y deja las maletas que ha traído encima de una de las camas, vaciando la mía.

—Evelyn te ha comprado un billete de avión para mañana —me informa, mientras abre y cierra las puertas del armario y los cajones en busca de mi ropa.

Lo único que hago es observarlo, estática, hasta que la cámara de fotos capta mi atención.

Desciendo por los escalones, el crujido de la madera haciendo eco ante el silencio sepulcral en el que está envuelta la habitación. Sin molestarme en ver si Ryu necesita ayuda o no, me acerco a mi escritorio, alcanzado la cámara y me siento sobre la cama.

Por un momento, me quedo en blanco.

Sé por qué la he cogido, pero no quiero hacer frente todavía al motivo.

Entonces, sobre la lente cae una gota de agua. No tarda en acompañarla una segunda y una tercera. Al principio, creo que hay una gotera en el techo, pero sería imposible. Tendría que haberse inundado la segunda planta para que eso ocurriera.

Siento el colchón hundiéndose debido al nuevo peso y la cámara desaparece de mis manos.

No es hasta ese momento en que me doy cuenta de que me tiemblan. También las piernas, el pecho y los hombros. Estoy temblando. Esta vez, cuando respiro, tengo que sorber por la nariz y al mirar a mi derecha, veo borroso.

No hay una gotera en el techo.

La gotera soy yo.

Dejo que mi novio me acerque a él, obligándome a esconder el rostro en el hueco que hace el cuello con su hombro y rompo a llorar. Hasta el punto en que no puedo respirar. Hasta el punto en que me arden los pulmones y la garganta. En que el retortijón en el estómago se ha convertido en bilis y empieza ascender por todo mi cuerpo y tengo que apartarme de él para vomitar en el cubo de basura que hay debajo de mi ventana.

Ryu me acaricia la espalda con suavidad mientras que con la mano libre me sujeta el pelo, apartándomelo de la cara cada vez que es necesario.

—Estoy aquí —susurra tan bajito que no sé si en otra ocasión sería capaz de escucharlo—. Estoy aquí contigo, Esther.

Me aferro al cubo como si mi vida dependiera de ello. No me separo de él hasta que no queda nada dentro de mí.

Luego, Ryu me ayuda a levantarme, pero no se aparta ni un solo centímetro. Me rodea la nuca con una mano mientras desliza el otro brazo a mi alrededor, abrazándome con fuerza. Oculto la cara en su pecho, inhalando su colonia amarga entremezclada con el dulzor del coco de la mía y cierro los ojos.

—Estoy aquí —repite, dándome un beso en la frente.

Me aferro con más fuerza a su sudadera, hasta el punto de no sentir los nudillos del esfuerzo. Al menos eso hacía, hasta que nos separa.

—Voy a salir un momento a hablar con mi madre. Tienes el pijama encima de la cama y la maleta hecha.

Deja caer nuestras manos hasta que vuelven lánguidas a mis costados.

Todavía sin avanzar un paso, vuelve a mirarme de arriba abajo, para asegurarse de que estoy aquí. De que sigo respirando. De que no me voy a ir. De que, en el poco tiempo que tarde, estaré bien.

Me obligo a sonreír, a pesar de ser forzoso, en un intento de tranquilizarlo.

—Estaré bien —digo con voz pastosa, ante la falta de uso en varias horas.

Él asiente con la cabeza, pero no se mueve.

Entonces, debo ser yo quien lo haga girar sobre sí mismo y lo empuje fuera de la habitación.

—¿Segura? —insiste, con la preocupación tiñendo por completo su voz.

—Me vendrá bien un rato a solas.

Vuelve a asentir con la cabeza y, a diferencia de la otra vez, sale por la puerta, cerrándola detrás de él.

Cuando la soledad es mi única compañera, me encargo de revisar la maleta. Ha metido dos pares de sudaderas, cuatro camisetas, un par de vaqueros y dos zapatillas, además de un abrigo. Esto último lo saco porque, a diferencia de aquí, en mayo no lloverá en casa. Eso espero. También añado las dos cámaras de fotos, un libro y los distintos cargadores del ordenador y el móvil.

Antes de cerrar la maleta, me percato de la sudadera azul clarito que hay al fondo del todo y en la cual no me he fijado hasta ahora. Al entrever las letras amarillas y el número once, las ganas de llorar renuevan sus fuerzas, pero por un motivo distinto.

Cojo el pijama y me encierro en la ducha, agradeciendo el ruido que opaca todos mis pensamientos.

El mundo, por segunda vez, vuelve a quedarse en silencio.

Al salir, me encuentro a Ryu vestido con un pantalón de chándal y una camiseta ancha, sentado sobre mi cama, con la mirada clavada en el suelo sin dejar de mover la rodilla. En cuanto bajo el primer escalón, eleva los ojos hacia mí.

—Hola —dice, escrutándome de nuevo.

—Hola.

Me acerco hasta donde está él, provocando que tenga que alzar la cabeza y yo agacharla para poder mantenerle la mirada. Coloco ambas manos sobre sus hombros antes de cerrar los ojos y apoyar la frente sobre la suya, soltando un suspiro. En silencio, me rodea la cintura, terminando de acotar la distancia entre los dos, acabando sentada sobre su regazo.

Noto que me retira un mechón lejos de la cara antes de ahuecármela, acariciando mi mejilla con el pulgar. Dibuja círculos irregulares sobre mi piel, descendiendo hasta seguir la línea de mi mandíbula y la curva de mi cuello.

—¿Tienes hambre? —pregunta, dejando un pequeño beso debajo de mi oreja.

Niego con la cabeza, sintiéndome una auténtica cobarde.

—No lo eres —suelta con brusquedad.

Abro los ojos, sorprendida por su tono y lo miro con la confusión clara en mis ojos.

—¿Qué?

—No eres cobarde, Esther —reafirma.

Trago saliva, sin fuerzas siquiera para rebatírselo y me deslizo fuera de su abrazo, tumbándome sobre la cama. Él no tarda en imitarme, arropándonos a los dos, volviendo a rodear mi cintura.

No sé si será cobardía, pero solo sé que no quiero pensar.

No quiero pensar en qué pasará mañana.

No quiero pensar en qué sucedió ayer.

No quiero pensar en mi madre.

Tampoco en mi hermano.

Quiero que el mundo se quede en silencio por tercera vez.

Al mirar hacia arriba, me encuentro con Ryu observándome de vuelta.

Vuelve a apoyar ambas manos sobre mis mejillas, recorriendo con los pulgares la zona de debajo de mis ojos una y otra vez hasta humedecerlas. Sin decir absolutamente nada, me retira cada una de las lágrimas.

En momentos como estos, una patada en el estómago sería muchísimo más soportable.

Lo he arrastrado lejos de sus amigos, fastidiando su regalo de cumpleaños.

¿Cuántas veces lo había hecho Thais conmigo?

—Te has ido —murmuro, rompiéndoseme la voz al hablar.

Ryu detiene su caricia, frunciendo el ceño.

Sorbo por la nariz, gimoteando.

—Te has ido por mi culpa.

Intento separarme de él, sintiendo el peso de la culpa asfixiándome, pero él afianza el brazo a mi alrededor y me detiene en el sitio.

—Esther...

Ante la frustración que me azota en oleadas, me cubro la cara con las manos y vuelvo a llorar al igual que una niña pequeña en medio de un berrinche. Empiezo a hipar debido a la respiración irregular.

Con la misma suavidad que lleva empleando conmigo todo este tiempo, me retira una mano del rostro y me seca la mejilla con el dorso.

—No me he ido por culpa de nadie. Me he ido porque he querido —dice, marcando cada una de las palabras—. Mírame —pide, tirando de la otra mano—. Mírame, por favor.

Tomando una respiración profunda, le devuelvo la mirada.

—Lo siento —susurro en medio del llanto.

Aquello solo termina de descuadrarlo del todo.

—¿Por qué lo sientes?

—¿Por llorar? —pregunto en respuesta, sin dejar de llorar—. Perdón.

Niega con la cabeza, apoyando un brazo junto a mi cabeza para acabar encima de mí y que sí o sí tenga que mirarlo a los ojos.

—No hay nada que perdonar.

Me retira un mechón de la cara, húmedo debido al llanto y sonríe débilmente.

—Mi abuela suele decir que, sin los momentos tristes, nunca apreciaríamos los felices.

Esta vez quien le retira un mechón al otro soy, peinándoselo hacia atrás.

—¿Tú piensas que es así?

—Normalmente le digo que me parece una mierda de lógica —confiesa, ampliando la sonrisa, arrastrándose un poco más arriba hasta que nuestras narices se pueden tocar—. Ahora espero que sea verdad.

No sé en qué momento ocurre, pero suelto una risotada, todavía con lágrimas en los ojos.

Cuando me sonríe de vuelta, lo hace de esa forma en que, sin darse cuenta, achica los ojos y arruga la nariz.

—¿Ves? —señala, dándome un beso rápido en la punta, provocando que sea yo quien la arrugue en un acto reflejo—. Estás llorando de la risa. Tendré que decirle que, por lo menos, la frasecita funciona.

«¿O me estoy riendo mientras lloro?», pienso para mis adentros, aunque no tardo en desecharlo.

Prefiero mil veces su versión.

—No te pega nada ser filosófico, Kimura.

Un brillo invade efímeramente su mirada al escuchar el apellido.

—Bueno... —reflexiona, alzando una ceja—. Era eso o mentir diciéndote que llorando estás muy fea y que, por favor, dejaras de hacerlo por el bien de mis pobres ojos.

Abro mucho los ojos, indignada y le doy un golpe en el hombro.

—Eres gilipollas.

Lejos de ofenderse, sonríe satisfecho por mi reacción.

—Pero has dejado de llorar, ¿no?

Lo he hecho.

Parpadeo un par de veces, sorprendida, antes de volver a golpearlo cuando lo escucho reírse.

—Sigues siendo un gilipollas —refunfuño, acurrucándome más cerca suya cuando se tumba a mi lado.

Suelta una risa corta, estrechándome contra él.

—No contradigo verdades, ya lo sabes.

Lo miro de vuelta en respuesta, intentando reprimir sin mucho esfuerzo la sonrisa cuando vuelve a besarme la punta de la nariz.

Entonces, el mundo vuelve a quedarse en silencio.

N/A: Habré llegado tarde, pero llego.

Las notas de autora de estos últimos capítulos han sido un desastre. Actualizando tan de seguido me vuelvo menos original, pidolosiento. Lo mismo ocurre con las dedicatorias, aunque puede que más adelante os lo compense con una sorpresita jiji.

No me odiéis mucho hasta el próximo día.

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