Capítulo Treinta y Nueve
(Canción: Car's Outside de James Arthur)
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Marta me mira indignada cuando se me escapa la risa por su cara de sorpresa.
—¿Qué? —pregunta, enfurruñada—. No he hecho nada malo.
—Aún —apostilla María, centrando su atención de nuevo en el yogur helado.
Esta mañana le daban los resultados a Enzo y sabía que mis padres no querían dejarme sola, pero tampoco iban a obligarme a ir al hospital en un momento tan tenso porque sin que Evelyn y yo les hubiéramos dicho nada sobre mi espectáculo vomitivo en la entrada del hospital, algo sospechaban.
Tampoco quería obligar a uno de los dos a quedarse conmigo en casa, cuando sé que ambos querían estar allí, ya no solo para apoyar a mi hermano sino para apoyar al otro.
Así que he terminado en una heladería con mis amigas junto al paseo marítimo, escuchando cada una de las anécdotas que me he perdido durante mi tiempo en Irlanda.
Hasta que ha llegado el momento de contar las mías.
Marta entrecierra los ojos, molesta, ignorando a María antes de volver a señalarme la pantalla del móvil con el dedo.
—¿Cómo decías que se llamaba? —cuestiona, curiosa.
Vuelvo a encender el teléfono, dejando que la foto que tengo de fondo de pantalla aparezca.
Si alguno de ellos descubriera que la tengo, se armaría la Tercera Guerra Mundial porque todos salimos fatal. Yo incluida. Y es por eso mismo que me gusta tanto.
No sé cómo lo logró el turista, pero capturó la esencia de nuestro grupo con tan solo un clic.
Estamos en el picnic que improvisamos a los pies del castillo, minutos antes de que comenzara a llover. El día nublado estropea un poco la foto debido a la luz, pero aún así se ha convertido en una de mis favoritas de estos meses.
La primera siempre será la del banco en medio de Phoenix Park.
Aunque no es algo que Ryu necesite saber.
En el fondo, están Kieran y Javi haciendo tonterías con los picos de pan que trajimos para el hummus. Kai los juzga de soslayo con la mirada mientras que Bri, a su lado, intenta disimular con muy poco esfuerzo que se está riendo de ellos. Saoirse está sonrojada, señalándolos, enfadada por estar estropeando la foto y Pheebs intenta tranquilizarla lo mejor posible, aunque reírse a la vez que lo hace no fuera su mejor estrategia. Ryu parece inmerso en su propio mundo, mirando hacia abajo —a mí— y yo tengo el ceño fruncido sin entender absolutamente nada. Como siempre.
—¿Cuál?
—Ese de ahí —repite, señalando a uno de los intentos de morsa.
—Has señalado al único español del grupo —comento, conteniendo lo mejor posible la nueva carcajada—. Increíble.
Chasquea la lengua, irritada, apartando los ojos del teléfono para lanzarme una de sus miradas asesinas.
—He señalado al único con pinta de soltero —corrige.
—Pues a mí me parece más guapo el de al lado —interviene María, estirando el cuello para poder ver la foto mejor.
—Tú no puedes opinar... —Le hace un gesto con la mano, echándola de la conversación—. Tienes pareja.
María reprime sin mucho esfuerzo la sonrisa al escucharla.
—Sigo teniendo ojos en la cara, ¿sabes?
La ignora, recayendo su atención de nuevo sobre mí.
—Entonces... ¿Cómo se llamaba?
—Javi.
—Javi —repite con aire pensativo.
Coge su móvil en silencio, sin decir nada. Aunque están demasiado claras sus intenciones a estas alturas de la conversación. Lo desliza por encima de la mesa con la aplicación de redes sociales abierta.
—¿Y su user? —pregunta, adquiriendo ese tono angelical que no le pega nada.
Cuando aparece su usuario, le devuelvo el teléfono.
—Javi.uia2 —lee, frunciendo el ceño. De reojo me fijo en que pincha en el perfil y le da a seguir.
Al tener la cuenta en público, no tarda en curiosearle la biografía y las fotos que tiene publicadas.
Cuando ha terminado de hacer todo un análisis propio de la CIA, sonríe, divertida mirándonos a las dos.
—Marta Fernández —proclama con suficiencia. Se queda un par de segundos en silencio antes de repetir el nombre completo una segunda vez moviendo las manos como si estuviera escrito sobre un letrero—. Suena bien, ¿a qué sí? Me gusta.
Ya no me molesto en contener la risa mucho más tiempo.
—¿Te gusta él o su apellido?
—¿Ambos? —pregunta en respuesta—. Sí, ambos. Novia no tenía, ¿a qué no?
***
Mamá no tardó en avisarme en que todo ha quedado en un pequeño susto.
El tumor ha resultado ser benigno, así que pensaban extirpárselo en un par de días. Aunque los médicos preferirían esperar a que se recuperara de la rotura de la pierna antes.
Así que hoy me ha tocado a mí hacerle compañía por la tarde.
—Entonces... —empiezo, apartando la vista de la pequeña televisión colgada en la pared—. Exactamente, ¿cómo te has hecho eso?
Enzo deja de mirar la película y me observa con una ceja enarcada. Le señalo la pierna escayolada con un gesto de cabeza, irritada.
—Tengo una tendencia, según mamá, poco sana en convertir el skate en un deporte de riesgo mortal.
—¿Por qué no me sorprende? —pregunto, sacándole la lengua.
—¿Pir qi ni mi sirprindi? —me imita por lo bajo irritado—. ¿Puedo ver la peli tranquilo o vas a seguir interrumpiéndome?
Le sonrío con la boca cerrada y miro de nuevo al frente cruzándome de brazos.
Sin embargo, no reanuda la película.
Al girar la cara, me doy cuenta de que me sigue mirando. Entrecierro los ojos, sin fiarme un pelo de él.
—Esther —me llama, haciendo un gesto con la mano para que me acerque.
Dudando un momento si hacerlo o no, termino arrastrando la butaca a regañadientes hasta acabar pegada a su cama.
—¿Puedo hacerte una preguntita? —canturrea, conteniendo de manera muy pésima la sonrisa.
«Esto no me va a gustar nada», pienso para mis adentros.
—La vas a hacer igualmente, ¿no?
Asiente con la cabeza, sonriendo abiertamente, dejando un hoyuelo a la vista.
—Parezco más educado si te lo pregunto antes.
—Ajá. —Nos quedamos en silencio, mirando al otro, en espera a que alguno de los dos diga algo—. ¿Cuál es la preguntita?
Vuelve a mover la mano para que me acerque aún más, si eso es posible, como si se tratara de un secreto entre los dos.
—¿Cuándo pensabas decirle a tu hermanito del alma moribundo que tenías novio?
Parpadeo un par de veces, insegura de que haya dicho esa palabra.
—¿Novio? —repito con voz más aguda de lo normal.
Amplía la sonrisa ante mi reacción y me da un toquecito en la punta de la nariz, provocando que la arrugue en respuesta.
—No fue muy sutil por su parte, tengo que decir —responde, alzando ambas cejas, divertido—. Eso de decírselo a su abuela, por mucho que fuera en otro idioma. Alguien más lo entendió.
Entonces, la tos de Kenji se reproduce en mi cabeza y la forma en que vaciló la mirada varias veces entre Mïe y Ryu como si no comprendiera lo que estaba ocurriendo antes de posarla sobre mí con el mismo brillo de incredulidad.
—¿Y bien? —insiste.
—Llevamos dos meses y medio y todavía no nos hemos dicho «te quiero» —confieso de carrerilla.
Ahora quien parpadea sorprendido es él.
—Espera, ¿qué?
—Llevamos dos meses y medio y...
—No, sí te he escuchado —dice, frenándome con un gesto de la mano—. ¿Por qué no le has dicho «te quiero»?
—No lo sé.
Apoya un codo sobre la cama antes de descansar la barbilla sobre la mano, analizándome en silencio lo que me parece demasiado tiempo. Cruzo y descruzo las piernas, inquieta por lo que sea que tenga que decirme.
—Esther, ¿por qué?
Me quedo en blanco durante un momento.
—P-Porque... porque no, ¿para qué?
¿De qué serviría además?
Él mismo lo dijo.
Volvería el treinta de junio.
—¿Te han dicho alguna vez que mientes fatal? —cuestiona, desviando el tema.
—Ryu —suelto sin pensar—. Un par de veces.
—Ya entiendo por qué me ha caído también —reflexiona.
—¿Qué?
Ignora mi pregunta y sigue hablando solo.
—Ahora si no te importa, me gustaría terminar la película y viendo tus ganas de conversación hay alguien ahí afuera que...
Ni siquiera termino de escucharlo.
Me levanto de golpe de la butaca, con el corazón latiéndome a mil por hora me planto frente a la puerta. El simple hecho de girar el pomo me supone una verdadera osadía. Antes de abrir la puerta, me restriego las manos sudadas contra la camiseta y respiro hondo.
Al abrirla, me lo encuentro a él.
Está sentado al lado de mi madre.
O, al menos, lo estaba hasta que he abierto la puerta.
Al cruzar una mirada, se levanta de golpe. Me quedo quieta en mi sitio, incapaz de moverme. Sin terminar de creerme que esté aquí. A solo un par de metros de distancia. Aunque el mismo se encarga de que sean mucho menos. Un nudo incómodo comienza a formarse en mi garganta y las ganas de llorar empiezan acumularse.
Frunce ligeramente el ceño a la vez que ladea la cabeza cuando me muerdo el labio inferior y empiezo a estirar la camiseta con cierta ansía.
Entonces, me coge la cara con las dos manos, obligándome a sostenerle la mirada.
En silencio, me recorre cada sección del rostro con los ojos antes de ofrecerme una pequeña sonrisa, como si supiera el batallón que se está debatiendo en mi interior.
—¿Tengo que volver a mentirte diciendo que estás fea para que no llores? —pregunta en un susurro, pasando el pulgar por debajo de mis ojos.
Sorbo por la nariz, tragando saliva con dificultad.
—Dijimos que no más mentiras —le recuerdo, en medio de una risa floja.
—Sería una mentirijilla piadosa. Es por una buena causa.
Lo juzgo con la mirada cuando suelta una carcajada, riéndose a mi costa.
Sin embargo, antes de que pueda echárselo en cara, termina de agachar la cabeza y me besa.
Al principio, me pilla de improviso el gesto. No es como si no nos hubiéramos besado antes, pero nunca delante de nuestros padres. Nunca en público de esta manera. Aunque ahora mismo, después de esta semana, no puede darme más igual.
Le rodeo la nuca con ambos brazos a la vez que me pongo de puntillas, profundizando el beso lo mínimo y suficiente para poder decirle que le echado de menos sin necesidad de palabras, pero sin tener que montar un espectáculo en medio del pasillo de hospital.
Porque lo había echado de menos.
Mucho.
Más de lo que era consciente hasta que lo he tenido a solo unos milímetros de mí.
Envuelve un brazo alrededor de mi cintura, aupándome más arriba mientras que yo hundo los dedos en su pelo, aferrándome a él como si el mismísimo oxígeno saliera de su boca. Ante un carraspeo grave, nos separamos. No me atrevo a apartar la vista de él, porque sé que pasaré la mayor vergüenza de mi vida.
Así que prefiero alargar un par de segundos más la sensación de que solo estamos nosotros dos.
—¿Así que este es mi cuñado? —preguntan a mis espaldas.
Al mirar por encima del hombro, me encuentro a Enzo vestido con el pijama de hospital, apoyado sobre el marco de la puerta, sin apoyar la pierna escayolada.
—Muy sutil, hermanita —comenta, señalando con un gesto de la cabeza hacia los asientos donde se encontraba nuestra madre y la tía Esme.
Sin embargo, al mirar hacia allí, descubro que no solo estaban ellas dos, sino que también había aparecido papá y no parece estar de muy buen humor. Cuando su atención recae sobre mí, sonrío de la manera más angelical posible y lo saludo con la mano al igual que si no hubiera pasado nada.
Al enfocarme de nuevo en mi hermano mayor, veo que hace el amago de un nuevo comentario.
—Puedes ahorrártelo —le advierto, irritada.
—¿Segura? Era mi frase maestra.
—Segurísima —refuto, alzando una ceja.
A mis espaldas, Ryu suelta una risa, pero no tarda en acallarla cuando recaigo la mirada sobre él.
—¿Piensas hacer las presentaciones o no? —insiste, divertido.
Menos mal que, esta vez, mi novio en lugar de burlarse de mí, intenta ayudarme a salir de esta situación.
—¿Otra? —pregunta en respuesta—. Pensaba que con tu interrogatorio de antes era suficiente.
—Ahora son las presentaciones oficiales, Kimura. No rompas el protocolo.
Pongo los ojos en blanco ante la risa de Enzo y arrastro a Ryu lejos de todos, no sin antes despedirnos de ellos, entrando al ascensor. Le doy un pequeño apretón a través de nuestras manos, todavía sin creerme que esté aquí. Físicamente aquí. Junto a mí.
Por la forma en que una pequeña sonrisa asoma por su rostro, debo de haberme quedado más tiempo del que soy consciente mirándole, así que aparto la vista.
—Había echado de menos tus miradas furtivas —comenta, sin dejar de observar las puertas de metal.
—Hibi ichidi di minis tis miridis firtivis —lo imito, irritada.
—Eso también.
—¿Hay algo que no hayas echado de menos?
En respuesta, clava la mirada en mí con esa intensidad felina que siempre ha conseguido erizarme la piel y poner a temblar cada una de mis terminaciones nerviosas. Tira de mí al acercar mi mano a su pecho, eliminando la poca distancia que había entre los dos. Me pongo de puntillas a la vez que agacha la cabeza y lo beso, rodeándole los hombros.
Ryu me abraza la cintura con ambos brazos y damos tumbos por el pequeño cubículo hasta que termino acorralada entre la pared y él.
Por un momento, tengo un deja vu sobre esta situación hace varios meses atrás y siento el calor escalando todo mi cuerpo hasta llegarme a las mejillas.
Le acaricio la anchura de su espalda con la punta de los dedos antes de ascender hasta su nuca y enredar los dedos en el pelo.
Acallo el primer jadeo ante la intensidad del movimiento de su boca sobre la mía y suelta una pequeña carcajada ronca que reverbera en cada rincón de mí misma.
Ante el bip del ascensor al haber llegado a la planta, nos separamos un par de centímetros.
Me fijo en como tiene los labios hinchados y las mejillas sonrojadas. También me percato del brillo divertido que ilumina su mirada y que cada mechón de pelo le apunta en una dirección totalmente opuesta. Intento arreglárselo lo mejor que puedo, pero él no me deja y sacude la cabeza haciendo que esté incluso más desordenado que antes.
En silencio, me recorre de arriba abajo varias veces como si no se terminara de creer tampoco que estoy aquí con él.
Algo pesado se asienta sobre mi pecho ante la perspectiva de que las dos semanas que llevaba sin verlo, se volvieran realmente en una realidad.
En mi día a día.
—¿Por qué tienen que tardar tan poco en bajar? —cuestiona en murmullo grave, mordiéndose el labio inferior.
Elevo la vista de su boca a sus ojos, chocando con una infinidad de tonos azabaches, cenizas y castaños oscuros que desde el primer día siempre habían captado la atención, pero que no había podido detallarlos tan cerca hasta hace relativamente poco.
Entonces, las palabras de Enzo hacen eco en mi cabeza.
«Díselo», me aliento. «Díselo ya».
Ante el movimiento de personas entrando a sus espaldas, Ryu se sitúa a mi lado y salimos fuera del ascensor.
—¿Quieres ir a casa? —pregunta con suavidad cuando salimos del hospital, con cierto tono preocupante en su voz.
Estoy tan sumergida en el remolino de contradicciones que ni siquiera he caído en el hecho de todavía estamos en el hospital.
Niego con la cabeza, aferrándome a su mano al igual que si en cualquier momento pudiera escurrirse de mis dedos y desaparecer, convirtiéndose en un tonto sueño más.
Una fantasía que jamás se cumplirá.
—¿Cuál es el plan entonces? —habla de nuevo, devolviéndome a la realidad.
Durante un par de segundos, no digo nada hasta que sé exactamente dónde quiero ir y empiezo a avanzar lejos del aparcamiento, arrastrándolo conmigo.
***
Al igual que hice con María y Marta la semana pasada, hemos cogido un yogur helado. Con la diferencia de que, en lugar de tomarlo en la terraza de la heladería, he decidido llevarlo a mi lugar secreto.
Aunque, teniendo en cuenta la cantidad de veces que se han hecho botellones por la zona, no debe de serlo tanto.
El sonido de las olas contra las piedras que conforman el pequeño espigón nos da la bienvenida. Al contrario que la mayoría de personas, que terminan apoyándose en el antiguo faro, le señalo a Ryu un pequeño pasillo de piedras para que me siga de cerca. Haciendo malabares con el yogur helado voy caminando sobre cada roca hasta quedar ocultos gracias a la pared del puerto del resto de la población. Entonces, dejo el helado sobre una piedra antes de descender por un estrecho agujero a pie de la marea.
—Ten cuidado que resbala —le advierto, divertida ante su cara de horror.
—Si quieres matarme, hay formas más directas de hacerlo, ¿sabes?
Le saco la lengua a modo de respuesta.
—No me sea miedica, capitán —lo irrito.
—Ni mi si midici, cipitin.
Ni siquiera me molesto en disimular la sonrisa boba que me surca de oreja a oreja al escucharlo.
—Yo también había echado de menos que hicieras eso.
Ryu sonríe complacido ante mi confesión e imita mi posición, cruzándose de piernas sobre la roca.
Echo la cabeza con cuidado sobre la piedra y cierro los ojos, disfrutando de la melodía oceánica, el aroma salado y la frescura de la brisa a pesar de ser finales de primavera. También me regodeo ante los rayos de sol besando mi piel.
Al no oír ningún sonido proveniente de él, abro un ojo, confusa.
—¿Qué pasa? —pregunta, escrutándome detalladamente.
Frunzo el ceño, incluso más confundida que antes.
—¿Ahora? Nada.
Lo único que recibo en respuesta es que me lance una mirada escéptica.
«No se refiere solo ahora».
Me separo de la piedra, apoyando ambas manos sobre mi regazo y trago saliva.
Por la manera en que se endereza en su sitio cuando nuestras miradas se encuentran sé que sabe más de lo que alguna vez podré expresar con palabras.
Siempre lo ha sabido.
Se arrastra como puede por la roca hasta acabar a mi lado y coloca una mano sobre la mía.
Entonces, tragar saliva se convierte en algo imposible.
—No hagas esto —pide en un murmullo suave.
Durante un momento, soy capaz de escuchar a Thais diciéndomelo.
Me separo un par de centímetros de él a modo de barrera protectora.
—No estoy haciendo nada —suelto más cortante de lo que debería.
Esta vez cuando elevo los ojos, cualquier brillo de diversión ha desaparecido de su iris nocturno. Cualquier vestigio de burla. Cualquier rastro de alegría.
—No puedo —susurro, apartando la vista de él, consciente de su mirada clavada en mi perfil—. No puedo —repito, negando con la cabeza a la vez que me levanto.
Como si tuviera un resorte debajo de él, acaba de pie a mi lado al segundo siguiente.
Vuelve a mirarme de arriba abajo, frunciendo cada vez más el ceño a lo largo de su recorrido.
—¿No puedes qué?
Lo observo en silencio, sabiendo que en el momento en que lo suelte, no habrá vuelta atrás.
Que, a partir de este instante, tengo que olvidarme de todo.
De sus bromas con dobles intenciones, de sus sonrisas ladinas, de sus guiños de ojo, de su forma felina de mirarme, de su manera para saber exactamente qué estoy pensando, de lo bruto que puede ser para una cosa y lo delicado que es capaz de ser para otras.
De sentirme el centro de su mundo cuando posa los ojos sobre mí y que sea el centro del mío cuando cruzamos una mirada.
Pero, sobre todo, olvidarme de los atisbos de sonrisas a escondidas cuando me irrita y las genuinas que provocan que achique los ojos y arrugue la nariz.
Olvidarme de nosotros.
—No puedo seguir así. —Ante su silencio dudo si me ha escuchado o no y lo busco con la mirada, encontrándome con que, efectivamente lo ha hecho. Vuelvo a tragar saliva—. Te quiero —confieso con las lágrimas luchando por salir—. Te quiero —repito—. Y no quiero que lo nuestro se vaya a la mierda, pero tampoco puedo anteponer mi futuro a un chico con el que no sé qué va a pasar.
Parecía estar a punto de decir algo, pero ante la última frase cierra la boca y me dice observa con cierto ¿dolor?, ¿traición?
No lo sé.
Entonces, da dos pasos hacia atrás, alejándose de mí, listo para marcharse de aquí. Lo detengo por el brazo, con la súplica cristalina en mis ojos.
—Yo... —Niego con la cabeza—. No quería decirlo así, ¿vale?
Se zafa de mi agarre con brusquedad, observándome de una forma que nunca en mi vida podría haberme imaginado que lo haría.
—¿Y cómo lo querías decir entonces?
Me quedo muda ante su pregunta.
—No lo sé. Solo quiero...
—¿Qué? —cuestiona, acercándose de nuevo a mí. Ahora mismo preferiría que no lo hiciera. Al menos no con esa actitud—. ¿Qué quieres? ¿A mí?
—Sí —respondo como si fuera obvio.
Sonríe irónicamente a la vez que niega con la cabeza, con el enfado creciendo dentro de él. Sale fuera del pequeño hueco entre las rocas y yo, a duras penas, lo sigo detrás.
—Si me quisieras, no estarías haciendo esto —murmura, frustrado, cruzándose de brazos.
—¡Es justamente por eso por lo que lo estoy haciendo! —vocifero, haciendo aspavientos con las manos.
—¿Qué lógica tiene eso?
Al igual que antes, no sé qué decir.
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
Niego con la cabeza. Otra vez.
—¿Pues sabes lo que yo sé? —cuestiona, acortando la distancia entre los dos hasta ahuecarme la cara con ambas manos con esa delicadeza extraña y a la vez familiar en él—. Que tienes miedo. Estás tan asustada de esto que la única vía que has encontrado para hacerle frente es huir.
Intento rebatírselo, pero no soy capaz.
Porque una pequeña parte de mí sabe que tiene razón.
—Pero está bien —continúa, sonriendo. No creo haber visto tan tristeza en un gesto que debería expresar alegría—. Porque yo también te quiero, Esther. Te quiero cada minuto del día. Cada segundo de la noche. Cada día de la semana y cada semana del mes. No importa si estamos juntos o no. No importa.
Lo único que soy capaz de hacer es mirarlo en silencio.
Cada emoción se siente más pesada que la anterior hasta el punto en que en cualquier momento podría asfixiarme. El nudo en mi estómago se retuerce con fuerza, pero soy incapaz de reaccionar.
Solo puedo sostenerle la mirada notando como, a pesar de los escasos centímetros que hay, se está abriendo un gran abismo entre los dos, haciendo que la distancia no deje de crecer.
Esta vez, por mucho que lo intento, se me escapa la primera lágrima.
Sin embargo, no da tiempo a que pueda recorrer mi mejilla antes de que él, al igual que todas las veces anteriores, la retire con una dulzura que haría encogerme el corazón, pero que ahora mismo provoca que se estruje con violencia al igual que si cada una de sus caricias fuera una nueva arma arrojadiza lanzada hacia mí.
—No voy a decir que me dé igual —se sincera en un murmullo bajo que en otra ocasión dudo que pudiera escucharlo—. Porque dijimos que no nos mentiríamos y no pienso hacerlo. Así que no esperes que te diga que me da igual que te quedes aquí o vuelvas allí. Que, decidas lo que decidas, lo nuestro seguirá igual porque no lo sé.
Vuelvo a tragar saliva, girando la cara ligeramente hacia su mano, absorbiendo por completo la caricia a pesar de lo venenosa que resulta en estos momentos.
—Ni siquiera sé qué va a ocurrir mañana.
Agacha un poco la cabeza, logrando que nuestras narices se rocen durante un escaso segundo.
—Lo que si sé es lo que está pasando hoy. Lo único de lo que estoy seguro es el ahora. Y ahora mismo, te quiero —murmura con cierto filo ansioso. Ni siquiera sé en qué momento vuelvo a romper a llorar, pero por la vista borrosa sé que lo he hecho—. Y claro que quiero que te quedes en Irlanda —continúa ante mi silencio—. Que estudies allí. Que compartes piso con Pheebs y Saoirse como hacemos Javi y yo, aunque yo me lo replantearía teniendo en cuenta que son pareja.
Suelto una pequeña risa antes de sorber por la nariz.
—Que obligues a Kieran a asentar cabeza y echar horas muertas en la biblioteca, en lugar de algún pub de por ahí. Que ayudes a Kai a salir de su burbuja de la única forma que tú sabes y le demuestres a Bri que estar sola no significa sentirse solo y que puede ser igual de interesante que estar acompañado.
Vuelve a acariciarme la mejilla, siguiendo el recorrido de su pulgar con la mirada.
Ni siquiera necesito que lo diga para saber que, al igual que siempre, está contando cada una de las pecas que motean toda la zona del puente de la nariz.
—Pero, sobre todo, quiero que te quedes porque quieras hacerlo —recalca con seriedad—. No por nosotros. No por mí.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto, frunciendo el ceño.
Esta vez, quien traga saliva con dureza es él.
Durante varios segundos, medita la respuesta.
Por la forma en que me devuelve la mirada, sé que no me va a gustar en absoluto.
—Quiero que elijas quedarte en Dublín por ti —concluye, retirándome un mechón lejos de la cara—. No quiero que decidas hacerlo por mí sino junto a mí.
El corazón se detiene durante una milésima de segundo.
Al segundo siguiente, el latido es tan doloroso como una punzada.
Es como si, en lugar de ser algo que me mantuviera viva, me estuviera matando con cada bombeo.
Sé que tiene razón.
Sé que es lo correcto.
Para los dos.
Nadie se merece sentir una responsabilidad que no le pertenece, ni la posibilidad de acarrear una culpa que no se ha ganado. Tampoco la incertidumbre constante sobre qué hubiera decido el otro si no hubiera estado.
Aún así, nada de eso lo hace menos doloroso.
—Esto es el fin, ¿no? —susurro en un intento de que así no se note tanto como se me rompe la voz, pero resulta inservible.
A diferencia de la última vez que hice esta pregunta, ahora sí espero que su respuesta cambie algo.
Necesitando que lo haga.
Sin embargo, por la mueca que hace, aunque intenta ocultarla lo mejor que puede, sé que está lejos de ocurrir.
—Si lo nuestro es lo único que te hace dudar sobre tu decisión, a lo mejor deberíamos darnos un tiempo —reflexiona con cautela.
La última palabra cae como un jarrón de agua fría sobre mi cabeza.
Casi por inercia, doy un paso hacia atrás, separándonos.
Alejándome por completo de su cercanía y de su calor.
Me abrazo a mí misma como si así pudiera mantener pegado lo que se está despedazando poco a poco, deseando que haya leído mal sus intenciones.
—¿Un tiempo? —repito, indignada.
Ryu asienta con la cabeza, confundido.
—¿Por qué no rompes conmigo directamente? —cuestiono, molesta. No sabría decir exactamente con quién o qué.
Se cruza de brazos en respuesta y enarca una ceja.
—¿Eso es lo que quieres?
«¡No!».
—Es lo que quieres tú, ¿no? —pregunto, alzando una ceja al igual que él—. Pero no te atreves a decirlo.
—¿No me atrevo a decirlo? —repite muy lentamente.
—No existe algo entremedio, Ryu. O estás con alguien o no lo estás.
Vuelve a asentir con la cabeza, en silencio.
No sirve.
No me sirve.
Necesito que lo verbalice en voz alta.
—¿Entonces? —lo aliento, con el corazón latiéndome desenfrenado.
Vuelve a eliminar la distancia entre los dos. Me quedo estática en mi sitio. Ni me acerco ni me alejo, simplemente estoy. Él agacha la cabeza para poder seguir manteniéndome la mirada y yo estiro un poco el cuello para poder hacerlo también.
En otras circunstancias, me habría sonreído de esa manera socarrona y a lo mejor, incluso hubiera guiñado un ojo antes de rodearme la cintura y ahuecarme la cara antes de que alguna de los dos sucumbiera y besara al otro.
En el proceso, seguramente, lo hubiera imitado y nuestras risas habrían muerto en los labios del otro.
Nada de eso ocurre.
Me abrazo incluso con más fuerza mientras que él se mete las manos en los bolsillos con cierta incomodidad.
—Creo que lo mejor sería dejarlo, Esther. —Aparta la mirada, clavándola en el suelo—. Al menos hasta que tú tengas claras tus prioridades y las razones por las que decides marcharte o quedarte.
Internamente, agradezco que no me esté mirando cuando dice esto último porque hubiera roto a llorar como una niña pequeña.
Esta vez, quien asiente con la cabeza en silencio soy yo.
—Vale —susurro con voz ronca.
Sin decir nada más, aparta la mirada del suelo hasta cruzarse con la mía y hace desaparecer los pocos centímetros que todavía habían entre los dos.
Entonces, ahueca con ambas manos mis mejillas y posa los labios sobre mi frente.
Siempre he creído que cada beso de Ryu tenía un significado oculto.
Cada gesto, cada mirada y cada movimiento.
Incluso, cada silencio.
Aunque mis favoritos siempre han sido sus besos en la frente.
Es su forma de decir, sin necesidad de palabras: te cuido.
Al instante, me sentía en calma y en casa.
Sin embargo, esta vez, es lo que termina de derrumbarme del todo.
Al alejarse, me doy cuenta de que está llorando.
Se pasa la manga de la sudadera por debajo de los ojos y sorbe por la nariz.
—Espero vernos pronto, inmadura —murmura con un hilo de voz.
Entonces, incapaz de hacer algo, observo como se gira sobre sí mismo y termina de recorrer el pequeño camino de piedras hasta desaparecer detrás del muro del muelle.
Dejándome sola aquí.
En mi lugar favorito.
N/A: Voy a adaptar la filosofía de una amiga: el silencio me favorece ✨
Hay poco que decir ahora mismo, así que voy a dejar que seáis vosotras la que lo digáis...
Mientras tanto yo me voy a una esquina a llorar, preparando los siguientes capítulos.
La esperanza es lo último que se pierde :)
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