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Capítulo 2

Marnie

Mis pasos son dudosos y lentos. Oprimo mis pies en la madera como si quisiera fundirme con ella. Es un recorrido largo, pero por desgracia no lo suficiente. Escucho sus pisadas detrás de mí, su peso hace crujir las tablas. A diferencia de él, me camuflo con el silencioso pasillo. Hay varias puertas pero camino hasta la última a la derecha, ignorando todas las demás, hasta la habitación principal.

Llego al umbral y me apoyo en el marco con pesadez. Mi respiración es irregular, forzada. Estoy asustada, intento que no, pero el sentimiento está ahí.

—No hará nada, saldremos en segundos y será como si nunca hubiéramos entrado en un principio —Intento convencerme pero mi cabeza ya se ha hecho toda una película.

—¿Qué esperas? —Su voz me hace saltar en mi lugar. Y con rapidez giro el picaporte.

—Nada —Entro y me apresuro hasta la cómoda, el mueble está contra la pared. Me arrodillo sobre el suelo y abro el cajón.

Un montón de ropa revuelta me da la bienvenida, tarde me doy cuenta que pertenece a mi padre, y que es su ropa interior. Y las medias con diminutos agujeros en los extremos son mi último problema.

—¡Iugh! —Suelto todo de prepo, asqueada. Lo último que quiero tocar son los calzoncillos de mi progenitor.

—Creo que tu madre dijo último cajón —habla de pronto, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos y haciendo que no pueda ignorarlo. Y casi, lo había logrado.

Él está detrás de mí, su presencia es imposible de ignorar.

—¿Y ésto que es? —Señalo el cajón después de cerrarlo con agresividad—. Del lado de la ventana.

Apunto la gran abertura, las persianas no están cerradas. El vidrio a mi izquierda da a la calle, el panorama es desierto, el alumbrado público apenas ilumina la vereda.

Lo veo moverse hasta ese punto y observar hacia afuera. Se recarga contra el marco y ve hacia ambos lados de la calle, en secuencia, varias veces.

—¿De quién se están escondiendo? —Le pregunto.

—¿Quién dice que nos estamos escondiendo? —Responde sin mirarme.

—No se responde una pregunta con otra pregunta —Por fin me enfoca, volteando—. Y no soy estúpida.

Su mirada es retadora, un poco calculadora a decir verdad. Y yo sigo en el suelo, mirándolo desde abajo. Está clara nuestra posición, él está a cargo y lo odio.

—No lo eres —Asiente pero sé, viendo su mirada, que no lo cree. Sus ojos, negros; un color tan apropiado, combaten contra los míos. Negro contra una gama de tonalidades entre verde y marrón—. ¿Y qué eres?

Frunzo el ceño.

» Tienes miedo —Corre la cortina mientras habla, privándonos del exterior—. De mi.

—¿Y? —Gruño, sin poder evitarlo. ¿Hay alguna pregunta impresa, además del cinismo? Porque creo que la omití.

—Tienes miedo y aún así hiciste lo que se te ordenó, ¿qué dice eso de tu auto-preservación?

El cuestionamiento no es esperado, pero no me sorprende. Las dudas han rebotado en mi cabeza una y otra vez, ¿cómo hacer que se vayan? ¿cómo distraerlo y llamar a la policía sin que se de cuenta? He creado teorías, planes y demás cálculos pero todos tienen un porcentaje de riesgo, y no estoy dispuesta a responsabilizarme de los daños.

—¿Estás diciendo que tenía alternativas?

Un camino marcado por la desgracia que me tienta volver a tomar, aparece en imágenes ante mi. Dispararle. Y ésta vez, envocar en el blanco.

Pero él tiene mi arma en la cintura. Y el plan se desecha.

—Esperaba algo de pelea, al menos —Resuelve subiendo y bajando los hombros.
¿Pelear, estando él armado y yo en pijama? ¿Qué clase de pelea sería esa? ¿Tendría oportunidad? Ninguna.

—¿Habría servido?

Inclina la cabeza y sonríe.

—Muy diplomático de tu parte.

Eso no fue diplomático, idiota. Solo mi inexistente preservación en acción.

Volteo la cabeza hacia el gran mueble, abro el cajón del medio, ropa interior con encaje correctamente doblada ocupa el espacio. Cierro y continúo con el primero, con el que debo forcejear un rato para lograr abrirlo. Ahí está, el botiquín de primeros auxilios.

Lo saco y cierro el cajón, vuelvo a verlo mientras lo acomodo en mi regazo.

—Lo tengo —Aviso, aún cuando puede ver que lo encontré. No da señales de querer ir hacia abajo, aún cuando su hermano lo necesita con urgencia.

¿La preocupación que vi, fue real?

Me levanto con lentitud y me muevo hasta la salida, me volteo una vez llego al umbral. Él no se ha movido.

» ¿Te quedas? —Pregunto, un tanto ansiosa e indecisa.

Contesta sin omitir un solo sonido, llegando hasta a mí. Me enfrenta, ambos lo hacemos. El marco se alza encima de nosotros. Es inmenso, puedo ver que tanto al tenerlo tan cerca. Debe de superar el metro ochenta, fácil. Tengo que levantar la cabeza para poder verlo, cara a cara.

— ¡Marko! —Grita. Llamando al vigía. Y enseguida, escucho sus pies golpeando contra la escalera. Llega hasta nosotros, trotando.

Lo veo de reojo, nos mira con clara incertidumbre.

¿No soy la única que nota el cambio de ambiente? ¿La intimidad?

—¿Me necesitabas? —Jamás voltea a ver a su compañero, sigue anclado sobre mi.

Me quita el botiquín de las manos. No lo anticipo, y me vuelve a tomar por sorpresa. Por suerte, logro no hacerlo notar.

—Llevaselo a la enfermera —Cumple con obediencia, desaparece en segundos con el botiquín en su poder.

¿Qué pretende?

—¿Necesitas algo más? —Pregunto.

¿Ahora si querrá el vaso con agua?

—¿Tú habitación?

¿Mi habitación?

¿Tengo armas en mi habitación? ¿El bate de béisbol seguirá en su lugar?

—La primera puerta a la izquierda, entrando al pasillo —Informo con cautela.

No querrá ir, ¿verdad?

—Te sigo.

Y así, todas mis esperanzas mueren.

—No —Susurro.

—¿Qué pasó con la diplomacia?

Al diablo la diplomacia, quiere meterse en mi cuarto, jamás en mis veintisiete años metí un hombre en mi habitación tan rápido. No iniciaré con un criminal.

—No, sí implica llevarte a mi habitación.

Me sonríe.

Descarado.

—Camina —Ordena borrando su sonrisa.

Lo odio. Lo odio. Lo odio.

Bien, está decidido. Le perforaré el cráneo con lo primero a la mano, en cuanto se pase de listo. No, mejor le bajo todos los dientes. Y adiós a las sonrisitas.

Me muevo del lugar y salgo de debajo del umbral. Poniendo distancia entre ambos.

Giro decidida y furiosa, y camino hasta mi habitación. Abro la puerta, y me acerco a la cama, sentándome sobre la colcha. Sin cerrar la puerta. A los segundos, él entra en el espacio y hace lo que yo no, cierra y pone el seguro.

No, por favor. No.

—Lindo cuarto —Mira las paredes, los muebles, cada objeto decorativo es tocado por sus ojos y cuando finaliza, me encuentra. No dura mucho, encuentra algo más interesante, la caja a mis pies.

Se acerca y se inclina, toma uno de los libros en su interior y se lo acerca al rostro.

—¿Esto es lo que te gusta? —Reconozco la portada, es parte de una saga. De hecho, ésta noche inicié el tercer libro de la misma. El que sostiene es el anterior.

—No te incumbe lo que me gusta —Soy tajante.

—No seas grosera —Me reprende.

¿Quién se creé? ¿Mi papá?

—No seas metiche.

Una risa repercute en su garganta pero no la deja salir, mordiéndose el labio inferior.

Abre la boca pero la cierra enseguida, un golpeteo en la puerta lo interrumpe.

—Jefe —El llamado de Kirill, se apodera de toda su atención—. Hay un problema.

• • •

De nuevo en el piso de abajo, los tres hombres en concentración junto a la ventana, murmuran en voz baja. Parecen preocupados, y eso, me pone aún más ansiosa.

Me entretengo observando el intercambio como si de un espectáculo privado se tratará, mientras mi madre atiende al herido a unos pasos.

—Cariño —El más alto, Kirill, es un témpano. Su expresión no cambia en ningún momento, me hace pensar en esos personajes en las películas con pasados tempestuosos que han servido al país con honor y que después de haber perdido todo a manos de un cruel enemigo, se emplean como asesinos en serie. Fríos, implacables y con una disciplina aterradora—. ¡Marnie!

Reacciono abruptamente al escuchar el llamado. Mi madre me mira alarmada.

¿Qué?

—¿Má? —Balbuceo.

Tengo que dejar de ver tantas películas, desatan mi imaginación.

—Ayúdame.

—¿Cómo? —Me aproximo arrastrándome por el suelo. Al llegar hasta ellos, noto que su paciente está despierto. Casi. Balbucea y manotea al aire, sin sentido.

—Sujetalo —La orden es lanzada. Toco su brazo sin fuerza, dudando, pero al recibir un empujón de su parte, aplasto su brazo contra el sillón y presiono todo mi peso contra él.

Unas pinzas para las cejas se entierran en su vientre y él, grita. La imagen es aterradora, la sangre sale de su cuerpo a borbotones y si no fuera que estoy acostumbrada, me desmayaría. Mi madre se mueve a una velocidad impresionante y con un profesionalismo a destacar. Extrae la bala y la arroja a una taza sobre la mesita del living. La taza en donde toma todas las mañanas su té.

—Alcohol —Mi madre pide.

Tomo la botella del líquido etílico con la mano libre y la acerco hasta ella, dispuesta a dársela, pero niega.

» Riega en la herida.

¿Regar, cómo con las plantas?

—¿Solo se lo echo encima?

Asiente.

Hago lo que me ordena y le echo una cantidad alarmante sobre la herida sangrante, él sisea. Aparto la botella enseguida, y la cierro con los dientes, y después la tiro sobre el botiquín. Sin cerciorarme si cayó o no en su lugar.

Un puñado de servilletas de papel son presionadas contra la lesión, y una aguja con hilo es usada con maestría para cerrarla.
Todo parece ir en cámara rápida, dudo ser de gran ayuda. Ella se encarga de todo. Y antes de lo pensado, el paciente está vendado y sedado con unas pastillas que usa mi padre para el dolor de espalda, que mi madre logró que ingirierá en un momento de lucidez. Ahora, descansa plácidamente.

Encima de la mesita del centro descansan todos los utensilio usados, todos enchastrados en sangre. El montón de servilletas sucias coronan el mueble. Vislumbro la vestimenta de mi madre, el camisón que ya no se cubre por pudor, la sangre lo arruinó por completo.

—¿Se pondrá bien? —La pregunta viene de detrás de mí. No me molesto en voltear, mi madre lo enfoca.

—Le extraje la bala, no dañó nada importante. Ahora tiene que descansar —Ella informa.

Vivirá, ¿no? Espero que no se le infecte la herida y vengan a reclamarnos.

No puedo reprimir una mueca por la respuesta tan poco definitiva que les da y las ideas que mi mente genera por ello, rezo internamente para que no sea contraproducente. Es lo último que necesitamos, que se muera después se que mi madre lo remienda.

Vuelven a apartarse y hablar en confidencia, y con un suspiro, me relajo. Y repito mi inspección.

El cabello negro de Kirill y el rubio de Marko es una dualidad llamativa que apreciar, sobre todo, al coincidir con su vestimenta. Mientras el primero está vestido por completo de negro, su compañero lleva un vestuario con colores claros. La oscuridad contra la luz.

Marko es significativamente más joven, rondará mi edad aproximadamente. Y mientras el mayor es seriedad absoluta, él no deja de sonreír y por los ojos blancos que ponen sus compañeros, parece estar burlándose de ellos.

—Tal vez no están tan preocupados —Pienso, pero aún así, eso no me calma.

Unos murmullos me distraen, es mi padre. Intenta levantarse pero le cuesta varios intentos, en el tercero se apoya contra la pared y con su mano derecha, se sujeta la cabeza.

¿Sigue ahí?

Ups.

Me olvidé de él.

—¡Hey! —Lo llamo—. ¿Estás bien?

Pregunta tonta, lo sé.

Me ignora por completo y centra su atención en los hombres en la habitación, sobretodo, en quien lidera el grupo. Su mirada es extraña, lo observa con cierta satisfacción que reconozco con recelo.

—Pregunta rápida —Su voz es rasposa, parece costarle hablar. Ya no pierde sangre pero sigue viéndose mal, en contrariedad de su inusual humor—. ¿A que le debo el honor de tener a Artem Fedorov en mi casa en esta linda noche?

¿Artem?

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