V.
Dicen que la magia no es real, pero existen cosas inexplicables que se le parecen demasiado. El hecho, por ejemplo, de que cuando niños añoráramos las fiestas de navidad y de pascuas durante todo el año no por los regalos —porque nadie tiene el mismo cariño por la navidad que por su propio cumpleaños—, sino porque estas celebraciones traían aparejados rituales diferentes. No había un ser mágico trayéndonos tentadores obsequios desde el polo norte en nuestros cumpleaños, por eso la navidad tenía ese toque especial; esa magia.
Al crecer, a pesar de saber que todo el tiempo fueron nuestros padres, algo de la magia perduraba unos cuantos años más porque el ritual seguía intacto: colocar un árbol a mitad de la casa, adornarlo con estrellas y guirnaldas, organizar una fiesta sin tener que pasar por el bochornoso momento de ser el centro de toda la atención, comer turrones, panes dulces y carne asada, esperar a que se hiciera de noche y brindar. La mezcla de los aromas de la comida, la pólvora de los fuegos artificiales, la música fuerte y los vecinos alegres eran un cóctel totalmente irresistible a las dulces sensibilidades de la niñez.
Algo pasa en medio. Algo muere cuando el 25 de diciembre se acerca y notamos que a nuestro al rededor nadie celebra ni se agitan las emociones de los que antaño eran capaces de armar una mesa con tres enormes tablas a mitad de la calle, y juntar a su al rededor a todo el barrio para compartir un momento juntos.
Los rituales tienen magia, y la magia se desvanece cuando los rituales desaparecen. El festival de los zapallos dorados que mi pueblo celebró desde que tengo memoria no llevaba más rituales que el de tocar música folclórica en un escenario a mitad de la plaza, bailar con vestidos amarillos y recorrer una feria de comidas típicas, todas ellas con zapallo; pero mis primos y yo decidimos volverlo especial, y por eso logramos lo increíble: cargamos un evento común de un aura mágica completamente inexplicable.
Los pasos a seguir eran los siguientes: Camil, el mayor, conseguiría algo nuevo para beber, algo que nunca hubiéramos probado. Al principio eran bebidas de muy baja graduación alcohólica, pero cuando todos superamos la edad escolar, no hubo razón para que esa no se convirtiera en la única gran borrachera del año. A Samira le tocaban los bocadillos, a Roco los juegos, y a mí, elegir un lugar nuevo cada año. Con mi trabajo de guía turística por las rutas entre los cerros nunca me resultó difícil elegir algún sitio a mitad de la nada donde sentarnos una tarde entera a jugar cartas, repartirnos prendas, comer frituras, beber alcohol y conversar como lo hacen los viejos amigos. Lo divertido radicaba en no saber si este años seríamos encontrados porque en un pueblo tan pequeño la moral es avasallante, y el alcohol entre los jóvenes no está muy bien visto, de manera que la adrenalina convertía nuestra inocencia en un acto pícaro, casi vil.
Con el tiempo me enteré que a nadie le importaría hallarnos bebiendo un licor de melón mientras jugábamos al ajedrez y parloteábamos incoherencias, pero eso no alteró los rituales, y por ello la magia permaneció intacta.
Ese año los tradicionales desafíos llegaron a un nuevo nivel cuando Samira me retó a infiltrarme entre las bailarinas de una comparsa del festival de los zapallos y danzar con ellas hasta que el coordinador me echara, algo a lo que de haber estado en todos mis cabales, seguramente me habría negado, pero no era el caso.
Todas llevaban un vestido amarillo un tanto tradicional, pero yo solo tenía uno de ese color que me cubría por arriba de las rodillas. No me quedó otra que usarlo. Esperé entre los espectadores, disfrazada con un sobretodo, aguardé paciente hasta que las bailarinas se acercaron hacia el borde donde me hallaba y en un movimiento ágil me lancé hacia ellas para acompañar su marcha justo en el momento en que se alejaban hacia el otro lado, provocando que mis primos estallaran en una carcajada imposible de disimular.
No sé cuántos pasos llegué a dar antes de que el coordinador me descubriera y corriera tras de mí para exigirme explicaciones. Tuve que salir echando humos con un viejo delgado y calvo detrás, el cual no me dejó en paz hasta que llegué a las afueras de la fiesta, acercándome al lago, desde donde aquel enérgico vigilante no pudo seguir con su cacería. Fue entonces que lo vi.
Pantalón marrón de oficinista, camisa blanca desentonando por completo con el ambiente y una caña de pescar en la mano. Hilarante, atrevido y con una cierta elegancia que me recordaba a esos videos de música de los 90 que me resultó encantadora.
¿Qué hacía un hombrecito delgaducho y con aspecto principesco como él en un pueblo de borrachos y pescadores como el mío? En realidad, si tuviera que definir mis emociones del momento, diría que no me pareció atractivo sino más bien totalmente curioso. Me urgía sacarle charla y enterarme el porqué de su desentonada apariencia, pero en mi estado de ebriedad las ideas no eran tan claras, de modo que no se me ocurrió nada mejor que cantar.
—¡Oye!, si sigues cantando aquí, asustarás a los peces —protestó con la voz más aburrida que había oído en mi vida. El misterio era cada vez más grande.
—Si no se asustaron con los ronquidos de tu amigo, no lo harán con nada. —Arrugó su naricita como si hubiera chupado limón, molesto, quizás, por mi burla, lo cual lejos de desmotivarme me incentivó a seguir—. De todas formas, no importa que los espante porque eres un pésimo pescador.
—¡¿Qué te pasa?! ¿Y tú qué sabes?
—¿Ya has sacado algo?
Su gesto de confusión resultó tan cómico que por nada del mundo hubiera creído si alguien me dijera que aquel hombre principesco estaba acostumbrado a las confrontaciones verbales.
—Pues no, pero es porque haces mucho ruido.
—No, es porque no eres bueno.
—Sí lo soy.
—¿Ah, sí? ¿Y entonces cómo es que no te has dado cuenta que tu caña no deja de tironear?
Sorprendido y con desconfianza, miró su caña para encontrarse con que, efectivamente, se estaba doblando por la fuerza de algún pez atrapado en el anzuelo. Casi estallo de risa al ver como se desesperaba por algo tan normal como capturar un pez.
—¡¿Qué hago?!
—No estarás hablando en serio.
—Nunca usé una de estas.
—¡Tira de la caña hacia atrás para que el anzuelo se enganche y luego gira el reel!
Lo que yo creo que vino después no me parece que en verdad haya ocurrido. En mi cabeza, abracé al hombre por la espalda para tirar de su caña, sacamos uno grande y él me lo agradeció llevándome de nuevo con mis primos, pero en la realidad me cuesta mucho identificarme con una chica que abraza a un chico lindo de un modo tan descarado ni bien conocerlo. El alcohol me había jugado una mala pasada. Una parte de mí nunca había estado presente en esa escena.
A la mañana siguiente, creí que todo quedaría en el olvido, pero noté que el hombrecito había regresado, y me había perseguido hasta mi lugar de trabajo, seguramente invitado por mi primo. Le dije que no abonara la entrada y luego pasé todo el recorrido tratando de que no notara mi nerviosismo por mi comportamiento vergonzoso del día anterior. A él no parecía molestarle. Es más, al terminar la caminata trató de llevarme a comer a un restaurante, pero como no conocía el pueblo acabó invitándome a la casa de comidas de la familia Kantor, donde la consigna era preparar tu platillo según tu gusto con los ingredientes que ellos te daban. A esa instancia creí que podría volver a burlarme de él, pero Gian resultó no solo ser un buen cocinero, sino también alguien con una charla interesante.
Hubiera deseado no ir a la casa de Kant con otro chico y almorzar juntos. Aunque ya le había dejado en claro a mi amigo que no tenía intención de elegir una pareja hasta ver cumplidas mis metas, el pobre siempre insistió en que me esperaría hasta que ese momento llegara, y jamás entendí bien cómo hacerlo cambiar de opinión, por lo que no fue ninguna sorpresa notar que Kant comenzó a detestar a Gian, a pesar de que ambos eran simplemente amigos.
Desde ese momento traté de marcar una distancia con el chico de ciudad, pero mis primos decidieron contratarlo en su trabajo solo para molestarme, y dejarlo alquilar el viejo cuarto junto al abuelo Tilo, por lo que comenzamos a vernos cada vez más seguido. Incluso, si yo mencionaba la idea de salir a recorrer el muelle con Gian, ellos lo relegaban de todas sus responsabilidades solo para verme estallar. Lo usarían para molestarme, no me cabían dudas.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro