IV.
A veces la vida en el pueblo parecía dirigirse a destiempo de lo que ocurría en la ciudad. Me costó entender que el horario para hacer la siesta se debía respetar, que el horario para salir era cuando uno tuviera ganas de hacerlo y que no saberse el nombre de los vecinos conllevaría una inevitable condena social. Aquí, las películas que pasaban los domingos por la televisión eran las mismas desde hacía quince años. Nunca habría novedades en un pueblo significativamente desconectado de internet. Veía más noticias actuales en redes sociales que en el viejo aparato del comedor de la casa donde vivía, pero no porque no llegaran los mismos canales que a la ciudad, sino porque a nadie le interesaba verlos. Poco a poco yo también fui perdiendo el gusto por ellos. Esta gente, joven o entrada en edad, tenían un corazón añejo. Todos, excepto por la guía turística, quien seguía guardando un aura infantil.
Yo también sentía a veces que mi reloj interno se averiaba y disfrutaba de las lluvias y de los buenos vientos tomando té en la vereda como lo hacen los viejos. Las leyendas de terror del faro del sur se tornaron más interesantes que los accidentes de autopista o los robos alucinantes de la ciudad, las guitarras y los naipes cobraron un valor impensado a la hora del hastío, y las charlas con Aimara se tornaron más profundas, buscando descubrir cómo una niña de veintitantos podría cargar un corazón repleto de consejos como de anciano.
Es curioso, si uno lo piensa con detenimiento, que aun siendo consciente de su sabiduría precoz no me atreviera a conversar abiertamente con ella sobre Daniela. Aquel era un tema misterioso, algo duro de exteriorizar, como una fuerza superior capaz de enmudecerme ante la sola mención de su nombre. Solo una persona había logrado sacarme conversación con respecto a mi ex prometida:
—Te gusta mi nieta —acusó Etilio una tarde en que la lluvia caía con fuerza, viéndome llegar empapado del trabajo y dedicar media hora a conversar con Aimara por teléfono antes de darme una ducha.
—No le haga caso a los muchachos, señor. Su nieta y yo somos amigos.
—Pero te gusta.
—No es un buen momento para mí en lo que respecta a las relaciones. No pienso intentar nada con ella.
—Entonces sí te gusta.
Lo miré extrañado por su repentina curiosidad.
—Si no estuviera decepcionado de las relaciones, tal vez me gustaría un poco.
Chasqueó la lengua varias veces acercándose a mí para sentarse a mi lado mientras yo preparaba el mate para compartirlo con él, tal como solía hacer de vez en cuando.
—Sé algunas cosas sobre ti, algunas que no me has contado.
—¿En serio? ¿Cuáles?
—Sé por qué estás aquí: una novia te dejó, y tú la querías; y la vida sigue.
Fingiendo sorpresa porque ese dato no era secreto, pero tampoco habíamos conversado al respecto, lo miré divertido y luego planteé:
—Bueno, entonces usted sabrá, señor Etilio, que tengo mis razones para no querer ser más que amigo de su nieta.
—¿Qué razones, el dolor?
—La recuperación. Esa separación fue muy reciente.
—No te estás recuperando de la separación.
—Yo diría que sí.
Negó con un gesto de su calva cabeza y luego agregó:
—A veces, y cuando llegues a mi edad lo entenderás mejor, no duele la novia ni el engaño.
—¿Entonces?
—Lo que duele es que la vida sigue.
Cargué la yerba, vertí el agua tibia y luego acomodé la bombilla. El aroma de la infusión se hizo sentir, suave pero profundo, al tiempo que sus palabras cobraban sentido para mí.
—Sí; creer que algo es hermoso, único y especial, llevarse el chasco de descubrir que era una porquería y que aquello tan importante para ti no alteró en nada el mundo, que la vida sigue como si esta ruptura tan dolorosa no tuviera el menor peso, es realmente molesto.
—Si la vida sigue, y tú no sigues, te mueres. Mi esposa vivió conmigo muchos años... ¡los mejores! Me encabroné mucho de que la vida pudiera seguir sin ella.
—¿Lo dejó?
Negó frunciendo la nariz.
—A mí no, a todos. En junio se cumplirán doce años de su partida al encuentro con el creador.
—Lo siento.
—La vida sigue.
Cebé en silencio sintiendo el calor del mate haciéndome cosquillas en la garganta mientras el viejo llevaba dos sillitas de madera al pórtico de la casilla para que nos sentáramos debajo de las láminas de chapa a conversar con la lluvia sonando sobre nuestras cabezas.
—No se pueden agregar años con algunas personas —meditó en voz alta—. Cuando llega la muerte o la enfermedad y los días dejan de ser alegres, no puedes agregar más tiempo para adelante con ella; pero te lo juro, hombrecito de ciudad, cuando llega ese momento tú darías todo por haber agregado más tiempo yéndose hacia atrás.
—No se puede hacer correr el tiempo hacia atrás.
—Puedes mejorar el pasado adelantándote al futuro. El momento de empezar a estar con alguien que te haga feliz es hoy.
Traté de seguir la conversación con él, pero el viejo se sumió en una nostalgia inalcanzable la cual mis palabras no podían atravesar. Sus vagas respuestas parecían más bien un murmullo en medio del ruido ensordecedor de las láminas crepitando por la tormenta, de modo que yo también opté por el silencio, y por dedicarme a contemplar.
Pronto Etilio se fue, y yo me quedé solo, observando la lluvia un buen rato para notar que a muchas personas no les importaba mojarse en el pueblito, e incluso los niños salían a jugar a pesar de que ya hacía bastante frío, y sus padres no les exigían buscar resguardo, y me reí al imaginar a los míos estirándome las orejas para que volviera a casa y no pescara un resfriado. ¿Habrá crecido Aimara bañándose bajo la lluvia o con las orejas coloradas por sus sobreprotectores padres? En verdad éramos demasiado diferentes.
Entre todas las personas que caminaban sin preocuparse por las consecuencias del clima, vi a Roco llegar a mi casilla de alquiler con una especie de caja enorme colgada de la manija. Aplaudió para llamarme y corrí a abrirle el portoncito preocupado por su salud, a lo que el hombre me mencionó muy entusiasmado:
—Disculpa que te moleste, pero hoy el hermano de mi esposa trajo este animalito a casa con intención de que lo cocine, y a mí me parte el corazón matarlo. —Destapó la caja que había estado cargando para revelarme un conejito color arena aterrado en el fondo, como tratando de volverse pequeño y desaparecer—. ¿Lo puedes cuidar tú? Les diré que se me escapó en la tormenta y asunto arreglado.
—¡¿Quieres que adopte a un animal así de repente?!
—Es que tú estás solo, y él también. No tiene que ser para siempre, si no quieres. Puedes hacerlo hasta que le consiga un nuevo hogar... ¡No me digas que no te da ternura!
En la familia de Aimara todos tenían una fijación casi patológica por alguna especie en particular: ella por las serpientes, el menor de sus primos por los colibríes, su tía por los gatos, y el grandulón de Roco por los roedores y lagomorfos.
Busqué conectar con el animalito por medio de una mirada, como ocurría en las películas, pero en lugar de amor lo único que pude ver en sus redondos ojos fue pánico ante la idea de tenerme cerca, no obstante a lo cual, acepté por una razón innegable: él tenía razón. Incluso con el abuelo dando vueltas, yo estaba demasiado solo, y aunque gastara la mayor parte de mi tiempo en mi trabajo, todos necesitamos llegar a casa y encontrar algo desordenado.
—¿Cómo se cuidan estas cosas? Jamás tuve un conejo.
—Prácticamente se cría solo. Recuerda darle heno y agua, y quizás puedas ofrecerle hojas de verduras como las de remolacha, la acelga, las hojas de zanahoria o las de los dientes de león. No le des zanahorias puras ni tampoco frutas. Una rebanada o dos por semana estarán bien, pero si se las das todos los días se va a enfermar. El alimento balanceado que te venden es solo para engorde, no desgasta sus dientecitos ni tampoco es como lo que comería en la naturaleza; aún así, puedes darle un puñado por día, y dejarle el heno para que lo coma a voluntad. Dale mucho espacio. Pueden aprender a usar las cajas de arena, como los gatos, pero debes dejarla en una esquina.
—Verduras de hojas, sin frutas ni balanceado, agua y caja de arena. Lo tengo. ¿Es un macho?
—No, es una hembrita.
—Entonces se llamará... Ciruela.
Roco lo dudó un momento.
—No estarás pensando en comértela, ¿no?
Me reí tanto por sus ideas como por su amenazadora expresión, y negué con fuerza, tratando por todos los medios que mi pobre dialéctica me brindaba que me creyera.
El hombre se fue dejándome a la coneja, y yo la miré en su caja un buen rato antes de dejarla salir para explorar su nuevo hogar. Cuando la lluvia pasara, le haría una enorme jaula cubierta en el patio para que pudiera estar a salvo de las aves rapaces de la zona y trataría de aprender cuanto me fuera posible para que Ciruela tuviera una buena vida junto a mí. Desde que había dejado de ser un niño no había vuelto a tener una mascota, pero observar a la coneja saltando de aquí para allá, por toda la casa me hizo notar que de verdad me gustaban los animales. Habían tantas cosas que me faltaba aprender sobre mí mismo..., ¿cómo pretendía entenderlo todo sobre alguien más?
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