UN EDÉN PARADÓJICO, EL TERROR DE SER MUJER
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Fueron cayendo una a una sus lágrimas. Lentamente acarició sus brazos y sintió las irregularidades de las cicatrices. Limpió la sangre procedente de la frente, justo arriba del ojo derecho.
No aguantaba más. Desde hacía algún tiempo se lo venía repitiendo pero ahora crecía la valentía para tomar la decisión. Ya no había inseguridad, ya no existía el miedo.
El recuerdo del día de bodas aún lo tenía clavado en la memoria, tan vívido como el sentimiento de felicidad que sintió en ese momento. Tenía en su poder al hombre que amaba, un vestido blanco glorioso, una sonrisa tan brillante que le daría envidia a la luna y montones de sueños rosas para un futuro prometedor. Pero cada uno de esos sueños fueron rompiéndose pedazo a pedazo con el primer golpe que impactó la piel femenina. Él siempre se justificaba, culpando una comida mal elaborada, un plato supuestamente sucio o una respuesta desatinada. Los castigos eran necesarios porque la harían enmendar y no olvidarse de el proceder correcto. Pero lo cierto era que las veces siguientes, aparecían nuevos disgustos y con ellos, nuevos golpes.
Ella tenía esperanza que cambiara. Estaba completamente enamorada y por tanto, rezaba cada día por la transformación del ser que alborotaba su corazón.
Transformación que nunca llegó.
Cuando el vientre de la mujer comenzó a hincharse y la noticia que estaba encinta fue dada, volvió a llenarse de expectativas sobre su esposo. Ahora todo sería diferente porque cargaba un hijo suyo. El tiempo transcurrió y faltaban seis meses exactos para dar a luz el día que ocurrió la tragedia. El hombre ciego de ira no podía entender porqué cenarían sopa, otra vez. No le importó los ruegos desesperados ni las lágrimas que empapaban el rostro lleno de pánico. Se volvió una bestia infernal desatando golpes y patadas a donde pudieran atinar. No había escondite o escapatoria, no había salvación de ese fatídico momento; solo resistir con la fortaleza que siempre había caracterizado a la mujer, con una punzada de aflicción en el alma y un dolor agudo en su vientre. Cuando él se hubo marchado, fue que la ella notó el charco de sangre procedente de su falda. Empañaba el suelo, empañaba las esperanzas...
◇
Tres años y Verónica ya era toda una belleza. No solo la querían en la familia, sino también en la vecindad. Era el tesoro más preciado de su madre que a veces meditaba lo feliz que fuera la niña si su hermanito estuviese vivo. Esa carga le iba a pesar siempre en la consciencia. Si aquella tarde no hubiera cocinado sopa... tal vez su bebé hoy estuviese vivo. No obstante, el pasado se mantendría invariable por el pasar de los años y ¿quién era ella para borrarlo y reescribir uno nuevo? No tenía esa capacidad, como tampoco borrar sus innumerables intentos de suicidio ni sus recurrentes heridas físicas y emocionales. Los positivos deseos que una vez albergó respecto a quien fue el amor de su vida hacía años, habían quedado resumidos a nada; un abismo se los fue tragando, junto con los sueños rosas, junto con la posibilidad de huir...
Verónica quiere mucho a su madre y le encanta cuando juegan a las muñecas, por tanto esta mañana escoge sus favoritas para que todas reunidas tomen el té. Sale de su habitación encaminándose a la que queda a pocos metros. Lleva un rato esperando, desde que se escucharon los estruendos y comenzó a impacientarse.
Cuando llega a su destino, su padre abre la puerta para salir. Al verla le revuelve el cabello en un gesto tosco, en un intento que parezca agradable, y le da un beso en la coronilla antes de marcharse. A la niña no le gusta que la bese porque siempre tiene un aliento muy desagradable. Un día le preguntó y su padre dijo que era refresco de mayores, por eso determinó que cuando creciera no iba a tomar refresco nunca más.
Acto seguido, se adentra al dormitorio y por fin ve a su madre, tirada en una esquina con la ropa echa jirones, los cabellos desordenados y con la cara tapada. Verónica se acerca otro poco y con sus delicadas manecitas pone al descubierto el rostro oculto.
—No llores mamita.
La mujer inspira aire profundamente y se limpia las mejillas húmedas.
—Estoy un poco triste pero ahora que te veo me siento mejor.
—No quiero que estés triste nunca mamita porque yo te quiero mucho.
Ante las palabras infantiles, la madre prorrumpe en amargos sollozos otra vez. Ya no había inseguridad, ya no existía el miedo. Sabía lo que debía hacer, y lo haría por su hija.
Fin.
Dedicado a todas las mujeres que están sufriendo la violencia de género.
La fortaleza física es una capacidad que se atribuye a las personas que se entrenan para ello. Pero la fortaleza emocional, la que nos impulsa a tomar decisiones drásticas es la que realmente es digna de mérito. No es fácil, no es sencillo, pero TÚ PUEDES. Recuerda: no estás sola. Toma las riendas, camina por el sendero de la vida con la libertad y el amor que te mereces.
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