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Capítulo 37: No me iré, tú no lo hagas

Es extraño como la vida puede recordarte lo valiosa que es demostrándote lo fácil que es perderla. Había pensado en muchos caminos, opciones, finales, pero ninguno cercano al que me golpeó. Esos mismos ojos que me recibieron la primera mañana que aparecí en ese local, se mantuvieron fijos en mí, como si intentaran abrazarse a la vida. Por inercia su mano temblorosa viajó al costado de su abdomen y apenas lo rozó sus dedos se pintaron de un intenso color carmesí. El terror heló mi sangre. 

—Andy... —Mi voz se quebró en mi garganta, al igual que mi corazón. 

Él intentó hablar, casi puedo asegurar que al verme asustada quiso decirme que todo iría bien, consolarme como siempre lo hacía, sin embargo, las palabras no salieron. Tambaleó superado por el dolor, intenté aferrarme a él, negada a soltarlo, pero me fue imposible retenerlo, cayó de rodillas y se desplomó en el suelo junto los pedazos de mi corazón.

Me puse de cuclillas a su lado, asomándome hallé su mirada perdida, escapando de mi presente. Ojos que fueron cerrándose poco a poco. 

—No, no, no —murmuré entrando en pánico—. No te duermas, no te duermas —le pedí desesperada. 

No me escuchó, sacudiéndolo de los hombros quise obligarlo a reaccionar, pero alguien me tomó de las manos apartándolas. 

—Dulce, tienes que calmarte, vas a lastimarlo —me pidió Nael, que pese a su visiblemente nerviosismo no perdió la calma—. Vamos a tener que parar la hemorragia —habló para sí, en un idioma que yo no entendía. Confié en él, necesitaba abrazarme con todas mis fuerzas a mi esperanza—. ¿Tienes un trapo limpio? —me preguntó con prisa. No fui capaz de responder, mi mirada siguió fija en la sangre manchando su camiseta—. Dulce —repitió impaciente para que reaccionara. 

No podíamos perder el tiempo. Entendiéndolo abandoné el piso, corrí a la alacena donde con torpeza abrí un paquete de paños nuevos. Casi terminé con un par de dientes menos cuando volví deprisa a entregárselo. Contemplé como presionó la tela en el punto exacto donde la sangre brotaba.  

—Necesito una ambulancia a la calle... 

No fue hasta que escuché esa voz que noté un policía se había situado a nuestro lado mientras otro par afuera habían capturado a Silverio y a los otros. Y pese a verlos esposados contra la patrulla, no pude evitar soltar un sollozo porque el sacrificio no había valido pena. ¿De qué servía arrebatarle la libertad, si él me había quitado lo que más amaba? Contemplando el rostro de Andy, acepté que hubiera entregado todo lo que tenía, incluso mi vida, a cambio de que él estuviera bien.  

—Tienes que resistir —le supliqué, liberando el nudo en mi garganta que rajaba mi garganta—. Por favor, por favor, por favor...

—Dulce, respira —me llamó Nael para que le prestara atención—. Tienes que ayudarme, presiona aquí, firme —me ordenó. Lo obedecí como una principiante, colocó sus manos sobre las mías que temblaban para enseñarme cómo hacerlo—. Muy bien —me felicitó antes de dedicarse a revisar su pulso.

Mis lágrimas se deslizaron como una avalancha al reconocer que la sangre que manchaba mis manos era la de Andy. Una parte de mí, quería salir corriendo, esconderse del dolor que le atravesaba el alma, pero otra no podía dejarlo solo. No, tenía que hacer todo lo que estuviera en mis manos para que estuviera bien. 

—Se va a poner bien, ¿verdad? —le pregunté esperanzada, lloriqueando como una niña, apenas pude reconocer mi voz cuando Nael palmó la vena en su muñeca. 

El silencio terminó de aniquilarme. Los ojos de Nael se oscurecieron, no tuvo el valor de mentirme en la cara, evadiendo mi mirada alzó la mirada al oficial. 

—Necesito con urgencia esa ambulancia —insistió. 

Entendí el significado. Lo estábamos perdiendo. Negué, enloqueciendo. 

—Andy, no puedes rendirte, resiste... Tú no puedes dejarme —le reclamé, odiándome.

Había perdido a mucha gente en mi vida, tantas que cualquiera asumiría estaba acostumbrada a dejar ir, sin embargo, mi cerebro ni siquiera era capaz de procesar no volver a verlo. A él no.

El dolor se apoderó de cada latido, de mi sangre, de mi vida, esa misma que perdió el sentido cuando la suya bailó en una cuerda. No hallar esa luz en su mirada siempre amorosa, su sonrisa inocente y la ausencia del sonido de su voz, fue el impacto que acabó conmigo. Apoyé mi frente en su piel helada, la tormenta de mis ojos que no encontró refugio en sus pupilas marrones, murió en sus mejillas.  

—Tranquilo, todo irá bien —susurré, tan bajo para que solo él me escuchara, las palabras que siempre me decía y que solo tenían efecto cuando él las pronunciaba—. Yo estoy aquí. Estoy aquí —le recordé sacudida por la fuerza de mi llanto—. No me iré —le prometí en un murmullo—, tú no lo hagas... 

Porque no sabía qué haría sin él. Andy no podía ser una página en blanco. 

La sirena de la ambulancia encendió una pequeña llama, misma que alimenté con mi fe. Detrás de su ternura se escondía el chico más fuerte que había conocido. Nael me tomó con cuidado de los hombros para apartarme cuando los paramédicos se dispusieron a trasladarlo, pero estaba tan fuera de mí que apenas di un paso atrás volví a su lado, sin querer separarme de él. Tal vez era absurdo, pero quería que me sintiera a su lado, que percibiera alguien estaba esperándolo. 

—Yo lo acompaño —me adelanté antes si quiera hicieran la pregunta. 

Él lo adivinó, en silencio asintió. Nael me acompañó hasta el vehículo, compartiendo información a sus colegas de cosas que ni entendía. La misma confusión la compartió Celia cuando chocamos fuera del local, su rostro siempre lleno de rebeldía perdió pizca de color al identificar a Andy a bordo de la camilla. Dejó caer la mandíbula, hizo un esfuerzo por articular una pregunta, pero no lo logró. Por primera vez, no pudo hacerle frente a la realidad. 

—Necesito que le avises a su abuela —le pedí al pasar a su lado. Celia asintió perpleja, tuve la impresión que estaba ordenándole a su cerebro despertar de la pesadilla. Fijé mis ojos cristalizados en los suyos repletos de incertidumbre—. Por favor, díselo de forma amable —le rogué, conociendo el temperamento de ambas. Otra aguja se encajó en mi pecho al imaginar el dolor de la mujer, Andy era su vida. 

Celia me prometió en un murmullo que lo haría. Cuando los paramédicos terminaron de subir me invitaron a imitarlos, y cuando me dispuse a seguirlos alguien me tomó de la mano. Desconcertada giré encontrándome con la mirada de Nael, había tanto escrita en ella que no fui capaz de leerla, no fue necesario, bastó un leve apretón para entender no quería olvidara estaba conmigo. Un mal intento de sonrisa tembló en mis labios antes de marcharme. 

Fue el viaje más largo de toda mi vida. Mis dedos se entrelazaron con los suyos, los sostuve con fuerza en mi absurdo deseo de que sintiera lo acompañaba. Los hombres siguieron haciendo su trabajo mientras me sentía la persona más inútil sobre la faz de la tierra. No hacía más que llorar porque la tristeza había demolido cualquier tabla salvavidas, estaba ahogándome en un eterno mar, sobreviviendo a bocanadas, luchando entre salir a flote o hundirme con él al fondo. 

Quise rendirme tantas veces que perdí la cuenta mientras contemplaba su profunda herida. Quise regresar el estómago de los nervios ante los comentarios de los paramédicos que me informaron que apenas pusiera un pie dentro del hospital tenían que ingresarlo al quirófano de urgencia. Cuando me atreví a preguntarles si se podría bien, me negué a escuchar sus profesionales explicaciones, estaba bloqueada a obtener un no. 

El caos de la zona de emergencias nos recibió. A pesar de mi falta de aliento por el nudo que me cortaba la respiración, logré seguirlos a su ritmo, estaba convencida que podía acompañarlos hasta el otro extremo del continente, sin embargo, fue el mismo personal médico quien me impidió el paso. Me explicaron que de ahí en adelante, no podía intervenir. Le dediqué una última mirada a Andy, deseando que mi corazón abandonara mi cuerpo, trepara hasta el suyo y se instalara en su pecho, abrazándolo. 

—Por favor, por favor, sálvenlo —le supliqué uniendo mis manos, al borde de la locura. 

La doctora me dedicó una mirada lastimera antes de cerrarme la puerta en la cara.  

No fue hasta que me quedé sola, en aquella sala de hospital, que caí en cuenta no podía hacer nada. Por más que lo deseara el control había escapado de mis manos. Tambaleando me dejé caer en una silla, llevé mis manos agobiada a mi cabeza, siendo golpeada por la realidad. Quise hacer justicia, jugué a la heroína, creí podía decidir el camino, pero me engañe porque cuando me hice un ovillo, descubrí no era más que una partícula de arena en un desierto. 

—Perdóname, Andy, perdóname —le dije en voz baja, aunque no pudiera oírme, porque si no lo soltaba me envenenaría con la oscuridad que viajaba a toda prisa por mis venas. 

Porque a la última persona que quise herir fue a él, pero no importó cuanto intenté, no logré mantenerlo lejos del caos, ese que vivía dentro de mí, y al que lo había empujado el día que llegué a esa cafetería sin tener la menor sospecha de lo que ocasionaría.  Recordé la primera sonrisa que me dedicó, y entre lágrimas la repliqué cautivada por la nostalgia. Mi corazonada no falló, Andy marcaría mi historia, tan hondo que ni siquiera pude resistirme. Lo hizo dando sutiles pinceladas en cada página, sin apropiarse del cuadro, dejando su huella en cada detalle hasta que fue imprescindible. Ahora la obra se sentía vacía en su ausencia. 

Andy no podía irse, negué, no por egoísmo, sino porque aún le faltaba mucho por hacer. Tenía que enamorar a tanta gente con sus postres, entrar a la universidad, abrir su propia pastelería, aprender un centenar de canciones, bailar un sin fin de ellas, reír hasta llorar, conocer a la mujer de su vida, conseguir esa familia que soñó, tal vez tener su propia bebé a la que llamaría Miriam, amarlas como solo él lo hacía...

Llorando con la cabeza escondida en mis rodillas, rodeada de extraños, me sentí más sola que nunca. Había atravesado la muerte de mamá hace apenas un par de años, y eran dolores distintos, pero igual de intensos. Cuando la perdía a ella, era inocente, tenía esperanza, creí que un día gracias a un milagro volvería a abrir los ojos, pero ahora, después de haber padecido su perdida sabía lo que era lidiar con la ausencia. Y no podía, ni quería, imaginar un mundo sin Andy.

Uno sin su sonrisa en las mañanas, en esas charlas de horas en las que podía hablar de todo si era él quien me escuchaba, en su empuje para romper imposibles, en sus palabras que eran las únicas capaces de calmar mi tempestad, en su don para mantenerme callada y en su entrega para no abandonarme en ninguno de mis pasos. Andy no era un príncipe azul de los que leí de niña, no tenía un castillo, ni un apellido rimbombante, y eso era maravilloso porque los cuentos duran apenas unas páginas y viendo el final acercándose entendí no quería que nunca llegara.

Después de facilitar toda la información que sabía no volví a levantarme de esa silla, aunque se me durmieran las piernas y el tiempo pareciera alargarse como una liga de goma que se resistía a romperse. Estuve ahí lo que me pareció una eternidad, llorando en silencio, con la mirada perdida, hasta que no me quedaban lágrimas. Y cuando el llanto de la tristeza cesó lo remplazó el de la ira. No paraba de reprocharme mi insensatez. Todo era mi culpa. ¿Cómo no me detuve un segundo a pensar que algo así podría pasar? Quise golpearme contra una pared, pero me recordé que el personal médico tenía demasiado trabajo para distraerse atendiendo el ataque de una loca. No me quedó de otra, intentando no perder del todo la cordura, que consolarme repitien esa bala no tenía razón para rozarlo, no era para él, sino para mí.

Por primera vez, desde que sucedió, caí en cuenta que Andy, sin pedírselo, por mero instinto, puso mi vida sobre la suya. Intentó hasta el último segundo cuidarme, incluso su mirada deseando darme calma pese a estar agonizando fue un acto de amor. Tal como todos los que siempre me regaló, sin esperar nada cambio, solo porque a su corazón le nacía proteger al mío. Eché la cabeza atrás, clavando mis ojos rojizos en el techo, rezando con una fe que casi había olvidado, pidiéndole al encargado del destino que me escuchara. Jamás había orado con más intensidad como lo hice esa noche rogándole a Dios no permitiera se marchara.

No a mitad de la historia, no cuando faltaba lo mejor por escribir.

El sonido de una puerta abrirse me sacó del trance, intenté mantener unidos los pedazos de mi destrozado corazón, esos mismos que terminaron de desmoronarse cuando de un salto alcancé al doctor que preguntó en voz alta por los familiares de Andy Islas. Mi corazón se paralizó, había llegado el momento. Alcé mi mano, acercándome presurosa con un montón de preguntas que ni siquiera pude pronunciar, todas quedaron flotando en el aire, porque apenas me encontré con su mirada entendí no era necesario hablar, en sus ojos hallé escrita la noticia que cambiaría mi vida. Sí, definitivamente aún podía llorar más.

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