Capítulo 26: Si Cenicienta hubiera bailado Tiempo de vals
Uno de mis muchos defectos era la vanidad, pero no fue eso lo que me mantuvo frente al espejo durante un largo rato, sino la incredulidad. Planché la falda de tul, estudiando mi reflejo me dije si no sería solo un espejismo. El vestido por sí solo tenía un aspecto celestial, incluso hasta me dio poco de miedo que de un momento a otro se prendiera en llamas al percatarse lo usaba un pequeño demonio. Era tan bello que embobaba con la suave caída de la tela blanca hasta mis rodillas, el escote de corazón y trasparentes mangas de farol. Saqué la lengua para comprobar aquella rubia que llevaba el cabello recogido y lucía con gracia un par de zapatos de tacón dorados, era la misma que roncaba por las noches.
—Me alegro que te quedara.
Pegué un respingo al escuchar una voz a mi espalda, me enderecé con falsa elegancia fingiendo tenía todo bajo control.
—Es lo bueno de ser bajita, cualquier cosa de niña o adolescente entra—reconocí optimista—. El problema viene cuando llego a la sección para "adultos" —añadí riéndome de mí misma—. De todos modos, quién en su sano juicio, o sin él, rechazaría está belleza —expuse abriendo mis brazos, poco me importaría si tendría que cortarlo o llenarlo de alfileres.
Era mucho más bonito que cualquiera de los sueños que mi imaginación había creado y además un golpe de suerte, se lo compró a una madre de una bailarina de secundaria, lo había usado una sola noche para una competencia y estaba tan cuidado que cualquiera hubiera creído era nuevo. Cuando me lo contó pensó que me ofendería, pero eso sería lo último que haría. Todo era demasiado perfecto como para buscarle un pero.
—¿Sucede algo malo? —preguntó preocupada ante mi silencio. Me conocían lo suficiente para adelantar que cuando no estaba hablando estaba dando vueltas en mi cabeza.
—No, que va —respondí enseguida para tranquilizarla. Sonreí a la nada, suspiré—. Es solo que... Todo es tan mágico que tengo miedo de lo que voy a encontrar al despertar —admití en voz alta. Temía golpearme en seco con la realidad después de volar alto—. Cuando todo esto termine... Siento que de pronto va a entrar por esa puerta la madrastra para decirme que me ponga a lavar y ni siquiera va a pagarme las horas extras —predije.
La risa de la mujer disminuyó mi angustia. Solté mi respiración despacio por mis labios al entender mis miedos eran absurdos.
—Pues se quedará esperando porque la única que pone a trabajar a esta niña sin pagar horas extras soy yo —sentenció con un toque de humor que me hizo regalarle una débil sonrisa.
—De verdad muchísimas gracias por todo lo hace por mí. Todo. Permitir me quedara aquí, ser tan gentil tratándome como parte de su familia, incluso intentar que sea feliz cumpliendo mis bobas fantasías —me señalé—. Esto es más de lo que aspiré algún día alcanzar, gracias, gracias de corazón.
Y no hablaba solo de lo físico, era su significado lo que me entrecortaba la voz. El sacrificio, la bondad detrás del acto lo que lo volvía tan especial. Ella me sonrió con un aire distinto que me dio dar una pista de lo que estaba por hacer.
—Creo que aún es pronto para decirme gracias —susurró, intrigándome.
No entendí el misterio, tampoco perdió el tiempo explicándome, me dio la espalda para abrir un cajón de su cómoda. Revolvió su interior, buscando algo con urgencia, celebró al hallar en él una cajita. No sospeché de qué podría tratarse, hasta que levantó la tapa de madera permitiéndome divisar lo que escondía en su interior. Un nudo se formó en mi estómago. Esperé fuera una mala broma.
—Oh, no, no. Eso sí que no —la detuve, agitando mis brazos y dando un paso atrás como si estuviera ante un veneno que me quemaría apenas lo tocara—. Conozco esta escena, la he visto en muchas películas —añadí con prisa al reconocer un montón de aretes, pulseras y collares—, está a punto de darme algo importante —la acusé asustada..
La abuela de Andy rio ante mi reacción, cualquiera hubiera pensado estaba a punto de asesinarme.
—¿Por qué no? Combinan con el vestido —expuso con simpleza, encogiéndose de hombros, antes de sacar un bonitos aretes dorados con una pequeña perlita en el centro.
—No lo dudo —admití para mis adentros porque sí eran divinos y eso era el problema—, pero no puedo aceptar algo tan valioso —decreté formando una cruz con los brazos, cerrando los ojos para no caer en la tentación.
—Si te preocupa el precio, te aviso que no es caro, son de fantasía —comentó restándole importancia—, pero, digamos que sí significativo.
—Entonces, ¿por qué va a dármelo a mí?
Ella pensó en la respuesta, como si tampoco la conociera.
—Quise regalarle algo a mi hija, pero siempre estuve buscando el momento perfecto, el que le otorgara un significado, y se nos acabó el tiempo —habló para sí misma, nostálgica. Fui bajando la guardia de a poco al notar estaba abriendo su corazón—. Luego pensé en Andy, pero no me gustan las reliquias que no pueden usarse y quedan olvidadas por mera melancolía. Así que quiero vivir el presente, si esto te queda prefiero que lo lleves tú.
—¿Por qué hace todo esto por mí? —dudé, confundida. Es decir, no dudaba de su nobleza, pero debía haber algo más. Una razón para que su trato hacia mí fuera diferente. La forma en que me sonrió dictó sí existía un porqué.
—Mi madre era una mujer fría, le gustaba que la gente siguiera sus reglas y su carácter me hizo una mujer obediente, fuerte, pero a la que nunca le fue sencillo mostrar lo que sentía —contó—. Es decir, mi hija era mi vida, mas nunca logré expresarlo, pensé que lo asumiría, que era algo que se daba por hecho... —Había dolor en su voz—. A veces me cuestiono si eso la hizo buscar amor con tanta desesperación fuera de aquí, aceptar lo primero que se le pareciera. Y cometí el mismo error con Andy —añadió suspirando—. Le adoro con mi vida, sin embargo, jamás me pregunté si él necesitaba escucharlo. La primera vez que viniste me di cuenta que sí lo hacía, que tal vez muchas veces quiso un abrazo o una palabra cariñosa —habló con la mirada perdida—. Me había equivocado sin darme cuenta, demasiado preocupada en lo que estaba fuera, más que lo que pasaba dentro. Esa tarde fue una de las primeras veces que le di un abrazo sin una razón, y me sentí feliz, igual que él. Fue tan simple —reconoció sonriéndome con ternura. A veces los más grandes enigmas se esconde en la sencillez—. Estoy intentando aprender a no esperar el momento adecuado, a demostrar lo que quiero. Has cambiado un poco mi vida, incluso cuando no pretendías hacerlo, por eso estoy agradecida contigo —resumió.
Una débil sonrisa tembló en mis labios.
—Creo que sí habrá pelea por la herencia —admití robándole una carcajada que me hizo sonreír. Acorté la distancia, estudié los pendientes sin recelo—. Aceptaré el regalo con una condición —la sorprendí con mi inesperada declaración. Mordí mi labio para no reírme por su expresión entre confundida e indignada, que se transformó en duda cuando cuidadosa entre mis manos cobijé las suyas. Alcé la mirada clavando mi mirada en la suya—. La primera es que, pase lo que pase, nunca olvide que siempre que los vea voy a recordarla —comencé. Su dulzura escondida brilló en sus ojos bondadosos—. Y segundo, que algún día, cuando la suerte me cambie, me dejará darle el regalo de su vida —prometí esperanzada en recompensar de alguna forma lo que había hecho por mí esa noche.
Ella aceptó, pero sospecho que en el fondo no se fio de mi palabra, debió hacerlo porque aunque en ese momento ninguna de las dos lo sabía, lo cumpliría.
Me sentí como una niña jugando a la gallinita ciega cuando Doña Magdalena me pidió que cerrara los ojos porque aún quedaba una sorpresa más. Emocionada y con miles de ideas revoloteando en mi cabeza seguí sus instrucciones de caminar en línea recta hasta el patio. Conociendo bien el camino no tuve ningún problema en moverme sin su guía, aunque por la alegría olvidé el pequeño escaloncito al terminar la cocina y por poco no solo terminé sin zapatilla, sino también sin dientes.
Por suerte, tal como se estaba haciendo costumbre, alguien me sostuve de unos brazos en el momento exacto. Riéndome avergonzada de mi manera de arruinar una entrada triunfal, dejé el misterio para encontrarme con la mirada transparente de Andy al abrir los ojos. Sonreí sin saber por qué, o tal vez solo me resistí a ponerle nombre, perdiéndome un instante antes de notar su cambio de atuendo. Tal parecía que no había sido la única decidida a sorprender a esa noche, porque luciendo una camisa blanca, había adoptado un aire distinto. Elegante, pero no extraño, estas alturas de la historia, tenía la corazonada que sin importar nada, siempre podría reconocerlo.
Supongo que era su sonrisa su elemento clave, nadie podía sonreírme como él lo hacía.
—Vaya, alguien vino en modo galán —halagué jovial, contemplando lo bien que sentaba, obligándome a hablar—. Te favorece —lo felicité. Sin embargo, ni siquiera pareció escucharme, sus ojos siguieron puestos en mí con una emoción indescifrable. Alcé una ceja ante su silencio—. Pasa algo...
—Tú... Tú te ves increíble —soltó con una sonrisa tonta que me hizo imitarlo sin contenerme. Reí relajada, ya me había asustado, pensé que se trataba de algo grave.
—Te entiendo, después de verme en pijama y despeinada debes estar anonado —bromeé, pero la alegría en sus facciones no se esfumó sino que se mezcló con su característica ternura.
—Tú eres bonita todo el tiempo, Dulce —intentó explicarme con una sinceridad enternecedora—. Por cierto, feliz cumpleaños —soltó haciéndome sonreír.
—Ya estás sacando el arsenal de frases de galán de cine romántico —añadí divertida, dándole un golpecito juguetón en el hombro que le arrebató una de sus sonrisas de niño y a mí la atención porque en el empujón mi mirada recayó en lo que estaba a nuestro alrededor. Un vistazo bastó para robarme el aliento.
Distraída dejé caer mi mandíbula y me fui soltando para recorrer con mi mirada las bonitas luces que colgaban como un puente de punta a punta. Brillando como pequeñas estrellas, que le daba un aspecto mágico. Sonreí admirando las flores blancas que adornaba algunos rincones. El diminuto patio de la casa de Andy que había visitado muchas veces, pareció convertirse en el escenario perfecto de cualquiera de mis sueños, contemplando el cielo despejado tuve la impresión que hasta el mundo había conspirado a mi favor. Estaba claro que no se había invertido una fortuna, pero eso no le restó valor, todo lo contrario, porque sabía que Andy lo había hecho todo por sí mismo, e imaginarlo luchando por desenredando los foquitos de navidad y buscando el lugar perfecto para colocar cada rosa, lo volvía especial. Giré sobre mis talones antes de hallar la mirada impaciente de Andy, que intentaba disimular lo mucho que deseaba saber mi opinión. Sonreí ante su nerviosismo, como si existiera la posibilidad de que no pudiera gustarme, ojalá hubiera dado con las palabras que le hicieran justicia.
—Wow, debes dedicarte a organizar eventos —mencioné al fin encontrando mi voz, estudiando conmovida su detalle. Él sonrió sin reprochar mi sosa descripción, seguro que no había pasado toda la tarde trabajando para una frase tan simple, pero ni siquiera mi falta de creatividad lo echó abajo—. Hiciste todo esto por mí —expuse con un deje de incredulidad aunque dentro de mí la verdadera pregunta era sí, después de todo, había algo que Andy no haría.
—Y aún falta lo mejor —anunció intrigándome, con un deje de emoción que me contagió.
Fruncí las cejas ante su misterio, siguiendo con mi mirada sus pasos a la radio que estaba sobre una mesa. La sonrisa de Andy, que intentó disimular, terminó de ver la luz cuando notó el impacto que causó apenas reconocí las primeras notas de la melodía. Cubrí mi boca para no soltar un grito de la emoción pensando que estaba ante la mejor noche de mi vida. Fue inútil, terminé dando saltos emocionada, energía que solo se aplacó cuando me ofreció su mano al regresar.
—Es aquí cuando yo te pregunto... —comenzó, como si estuviera rememorar los pasos.
Ni siquiera lo pensé, la entrelacé a la suya, aceptando su invitación. Un sentimiento extraño y cálido me inundó al tocar su piel. Mis ojos permanecieron en aquel punto, intentando descifrar el significado, hasta que su sonrisa me llamó. Gracias al cielo. Sintiéndome tonta por haberme dejado atrapar dándole importancia a esa bobería me erguí con propiedad antes de que mis dedos se colocaron en su hombro mientras él cuidadoso posó los suyo en mi cintura. Sonreímos como siempre lo hacíamos cuando estábamos juntos, siendo consciente que se acercaba una locura, pero sin detenerla.
Tampoco lo hicimos al seguir el ritmo de la suave melodía cuando tomó el valor de guiarme, ligera como si todas las preocupaciones, miedos y tormentos del pasado se hubieran esfumado. Uno. Dos. Tres... Olvidé cómo había llegado ahí, me concentré en la voz de fondo, en la brisa suave que acariciaba mi piel al moverme, en su dulce sonrisa que me recibió tras un giro. Con Andy podía hacer todo lo que imaginaba, no tenía miedo a equivocarme, no cuidaba mis pasos, ni mis palabras, tal vez porque era la única persona que sentía me aceptaría incluso mostrándole todos mis remiendos.
—Así que no solo eres chef, sino también príncipe en tu tiempo libre —lo acusé divertida para silenciar mi mente. Él rio con esa sencillez que me hacía sentir en casa.
—Jamás he leído un príncipe que tartamudee —mencionó tras analizarlo, encogiéndose de hombros, pero sin mostrarse afectado.
—Entonces reinventemos el cuento —propuse animada—, porque te aseguro que ninguno de esos hombres que mandan a su gente a buscar a la chica del zapato o pasan horas pensando en un discurso vacío pueden hacerte competencia —defendí convencida—. Tampoco en Cenicienta mencionan que bailaban Tiempo de Vals, y admítelo, es mucho mejor —argumenté haciéndolo reír ante mi acierto—. Además, si te hace sentir mejor, piénsalo, apuesto que ninguna princesa medía un metro y medio, así que si no fuera un casting para un hobbit me descartarían.
—Sí, definitivamente ninguna se parece a ti —me dio la razón. Fingí llorar ante mi cruel realidad, pero mi actuación duró poco porque pronto mi llanto se convirtió en una autentica carcajada cuando Andy me sorprendió colocando su mano en mi espalda e inclinándome levemente hacia atrás, jugueteando como si fuéramos uno de esos bailarines expertos. Sin gracia, ni talento, solo una sonrisa tonta que delataba nuestra ingenuidad cuando nuestros ojos conectaron.
Aunque la mueca tembló en mis labios cuando al halarme suavemente a él, por primera vez me sentí atontada por su cercanía. No es que Andy hubiera cruzado alguna línea, era el sentimiento intenso que destellaba en su mirada lo que me estremeció, no intimidante, ni que me volviera vulnerable, todo lo contrario, sentía que el poder del mundo, mi libertad, había recaído del todo en mis manos. De pronto, tuve la corazonada era la autora del siguiente capítulo.
—Apuesto que ninguna es capaz de protagonizar el espectáculo en un karaoke —añadió con una pizca de diversión—, ni tendría ideas tan creativas para ganar una cena gratis. Incluso podría afirmar que ninguna era tan bonita como tú. Es decir, Dulce, tienes los ojos azules más increíbles que he visto en toda mi vida —se enredó—, y tu sonrisa... —Calló cuando pareció notar estaba hablando de más—. Deberías hacer comerciales de pasta dental —soltó de golpe. Apreté los labios para no reír al verlo cerrar los ojos, reprochándose su metedura de pata—. Ni siquiera sé por qué dije eso —se disculpó.
—No, no, está bien, es el cumplido más adorable y saludable que he recibido. Mi odontólogo estaría suspirando en este momento —bromeé para disipar su vergüenza. Él me sonrió un poco más relajado—. Estás decidido a robar corazones esta noche, Andy —lo acusé afilando la mirada y bajando la voz en complicidad.
—Lo dice quién es experta en el tema —respondió de forma tan natural que tardé en entenderlo. Se burló de mi mohín—. Es decir, Dulce, todo aquel que te ve queda enamorado de ti —comentó sin acobardarse.
—¿Acabas de dejar a los ciegos fuera? —me indigné.
Él se echó a reír ante la forma en que le di revés la situación. Igual que el primer día reconocí lo mucho que me gustaba ese sonido. No había algo que me cautivara más que la felicidad que se da ante las cosas simples, y Andy era el ejemplo más vivo de valentía, porque pese al dolor, su sonrisa sobrevivió lejos de la malicia, manteniéndose pura y sincera. Viéndolo de cerca me sentí como una abeja que se refugia en una flor del amenazante sol.
—Maldita sea, soy tan cruel —aceptó, sacudió su cabeza desordenando un poco su cabello.
—Lo eres —reconocí desaprobando su comportamiento, negué decepcionada—, pero voy a guardarte el secreto —concedí generosa. Su dulce mirada recorrió mi rostro con un interés que me volvió más tonta de lo que costumbre.
—¿En serio? —me preguntó suavizando su voz.
—Ajá —respondí sin escucharlo, sonriendo como una adolescente.
Ni siquiera noté cuando cambió la canción, tampoco pude concentrarme en ella, mi corazón estaba gastando toda su energía en estudiar la forma de su rostro, la luz de su mirada que se perdió en la mía. Y aunque estábamos bastante cerca, agradecí cuando Andy cuidadoso me acercó un poco más a él, lo suficiente para creer que el mundo se había reducido a nosotros, temí pudiera sentir el ritmo descontrolado de mis latidos. Contuve la respiración. Una parte de mí me advirtió del peligro, pero la otra se dejó cautivar por la forma tan suave que las yemas de sus dedos acariciaron mi palma. Dulce, usa la cabeza, me repetí obligándome a respirar para no perder el norte, sin embargo, ni siquiera era capaz de escuchar mi propia voz teniendo de frente a un chico sonriéndome como él lo hacía.
A ese punto apenas nos estábamos moviendo, pero que más daba, por más tonto que sonara quería detener el tiempo con sus ojos bondadosos puestos en mí, con la tierna sensación que nacía al percibirme tan pequeña frente a él. No entendía qué demonios me pasaba, era Andy, el mismo chico con el que bromeaba en la cafetería, el que me había visto hacer un montón de teorías, que conocía mejor que nadie cada uno de mis defectos, sin embargo, era también el único capaz de calmar mi tempestad cuando la tristeza amenazaba con echarme abajo, el único que permaneció a mi lado cuando sentí estaba completamente perdida, el que me hacía sentir más libre. Viéndolo con nuevos ojos frente a mí, fui capaz de notar lo que siempre estuvo ahí y se mantuvo invisible a mis ojos. Sí, tal vez Andy no era como los galanes que había leído, con aire de conquistador, más ocupados en mostrarse varoniles que humanos, pero no necesitaba nada de eso, le bastaba la dulzura en su mirada, la sencillez de su sonrisa y sus tiernas intenciones para atraparme. Y cuando creí no habría algo que pudiera terminar de aniquilar mi ritmo cardiaco, sucedió, el mundo se detuvo de golpe, desarmando, cuando Andy sin aviso desapareció del todo la distancia entre los dos para besarme.
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