Capítulo doce:
Quiero hacer una aclaración. Y esa es que voy a cambiar el día de 23 de diciembre a 25 en el prólogo del primer capítulo para que las fechas cuadren mejor con lo que busco hacer.
...
23 DE DICIEMBRE
Viajar por la bahía de San Francisco metido en un pequeño taxi maloliente acompañado de una diosa enojada no era precisamente cómo quería pasar las navidades.
Viajamos en silencio hasta el túnel de Caldecott, pagamos con el dinero de Hermes y nos acercamos hacia la entrada del Campamento Júpiter.
—Espero que los centinelas me reconozcan—murmuré—. Porque, la verdad, creo que sería difícil explicar lo que está sucediendo realmente, Artemis...
—Diana—interrumpió ella.
—¿Eh?
—Territorio romano, forma romana—respondió secamente—. No es necesario pensarlo demasiado.
La conversación no fluyó mucho más a partir de ese punto.
Como era de esperarse, dos guardias resguardaban la entrada al campamento. Se mantenían firmes, pero incluso desde tan lejos podía oír el sonido de sus armaduras al temblar por el frío.
Era agradable notar como, en lugar de las viejas picas de hierro, los legionarios finalmente podían permitirse equipos enteros de Oro Imperial. Me recordaba que todas las estúpidas misiones en las que había participado en el pasado no habían sido en vano, que mis acciones habían tenido efectos positivos que seguían perdurando.
—¡Ahí!—gritó uno de los centinelas, señalando con su lanza.
No reconocí la voz, lo que no era precisamente una buena noticia, pero tampoco era necesariamente malo. Pude advertir que ambos centinelas eran chicas, un tanto más jóvenes que yo. Si recordaba bien los símbolos del campamento, pertenecían a la Cuarta Cohorte.
La segunda guardia se volvió hacia nosotros, movía las piernas de tal forma que me figuré que necesitaba ir al baño.
—¡Identifíquense!—ordenó.
Levanté las manos en gesto apaciguador.
—Senatus Populusque Romanus!—exclamé, intentando que se viera mi tatuaje de la legión—. ¡Mi nombre es Percy Jackson, de la Quinta Cohorte! ¿Les importaría dejarnos pasar?
Ambas guardias se miraron entre sí.
—¿Percy Jackson?
—¿Ese no era el chico griego que se hizo pretor?
Se volvieron hacia mí.
—¡¿Eres el chico griego que se hizo pretor?!—preguntó la que quería ir al baño.
Sonreí.
—¡El mismo que viste y calza!
Diana rodó los ojos y exhaló un bufido. Me rasque la cabeza.
—Esto... ¡Necesitamos hablar con los pretores!—expliqué—. ¡¿Están Frank o Hazel despiertos?!
Una de las guardias levantó los brazos, como si la pregunta le confundiese.
—¡Son las cuatro y media de la mañana!
Ladeé la cabeza.
—Okey... ese es un buen punto... ¡¿Podemos pasar o no?!
Nos hicieron una señal con las manos.
—Ya, vengan.
Anduvimos hasta el túnel y nos encontramos con las centinelas.
—¿Hija de Mercurio?—pregunté, al fijarme en el tatuaje de una de ellas.
Negó con la cabeza.
—Mercurio es mi bisabuelo—corrigió—. Soy hija de Cardea.
Diana frunció el ceño.
—¿La diosa de las bisagras?
La chica frunció el ceño.
—¿Algún problema?
Me interpuse entre ambas antes de que Diana se pusiese agresiva.
—¡No hay ningún problema!—me apresuré a decir—. Tú eres Claudia, ¿no es así? Frank me habló de ti una vez.
La joven parpadeó dos veces.
—Ah... ¿sí?
Le sonreí.
—Si no recuerdo mal, recupérate el Ancila sagrado del templo de Marte y esencialmente evitaste la destrucción de Roma. ¡Bien hecho!
Claudia se ruborizó, desviando la mirada.
—Gracias... quiero decir... de nada... quiero decir... tenía qué... no, esto... quiero decir, tuve ayuda...
Me eché a reír, sabía lo difícil que podía ser responder a algún elogio, especialmente cuando implicaba el cumplimiento de una misión importante.
Entonces sentí la mirada de Diana sobre la nuca, como si estuviese tratando de perforarme el alma. Sentí una gota de sudor bajar por mi frente.
La otra centinela me estrechó la mano.
—Janice, Cuarta Cohorte—se presentó—. Hija de Jano.
Asentí con la cabeza.
—Es agradable volver a este lugar—murmuré—. No había estado aquí desde...
Hice una mueca, llevaba poco más de un año sin poner un pie en la Nueva Roma. Ni siquiera había querido pensar en el asunto desde lo de Annabeth...
—Ejem, lo mejor será que sigamos—decidí—. No puedo esperar para volver a ver a Frank y Hazel.
—Yo los escoltaré—se ofreció Claudia—. Y no es para nada porque necesite ir al baño...
Normalmente cuando la gente se refiere a un "abrazo de oso", no lo hace pensando en un oso en sentido literal.
Cuando tratas con Frank Zhang, por otro lado, cualquier animal con la capacidad de abrazar se convierte en una posibilidad la mar de plausible.
—¡Percy!—el grandullón casi me parte las costillas con su amistoso saludo—. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué te trae de vuelta al campamento?
Hazel salió de su casa de pretor con la espada en alto. Tenía el cabello aplastado hacia un lado y apenas podía abrir los ojos, por lo que supuse que los gritos de Frank la habían alertado.
—¿Qué está...?—entonces se fijó en mí—. ¡Percy!
Soltó su spatha y saltó para abrazarme también.
No pude evitar reírme a carcajadas.
—También estoy feliz de verlos—dije—. Ojalá... ojalá fuese en mejores circunstancias.
Ambos se miraron entre ellos y luego se volvieron hacia mí.
—¿Sucede algo?—preguntó Frank.
—Por favor dinos que no se acerca otra invasión—pidió Hazel—. Realmente, no estoy de humor para una invasión zombi en este momento.
Traté de sonreír para tranquilizarlos, pero mi cansancio debió delatarme.
—Nada de invasiones zombi—prometí—. Pero lamento haber llegado sin avisar, y tampoco podré quedarme. Digamos que estoy en medio de una misión.
Frank miró por detrás de mí.
—¿Quién es ella?
Diana nos observaba desde un par de metros más atrás, lanzándonos cuchillos con la mirada.
—Ah, sí...—me incliné hacia mis amigos—. Es... una cazadora de Artemisa—mentí—. Tiene mala actitud, así que no se le acerquen mucho. Muerde.
La última parte no era mentira.
—¿Cómo te las arreglaste para acabar metido en una misión con una cazadora de Artemisa?—quizo saber Hazel.
Me encogí de hombros.
—Ni siquiera yo mismo lo sé...
Frank se rascó la cabeza.
—En todo caso, te ayudaremos en todo lo que podamos—prometió—. ¿Exactamente qué necesitas?
Le sonreí.
—Por suerte ustedes ya se saben este chiste—les dije—. Necesito llegar a Portland.
Hazel tuvo un escalofrío.
—No me lo recuerdes—murmuró—. Espero que Phineas no tenga que ver con eso.
—Gracias a los dioses, no—convine—. Pero de igual forma necesito transporte. ¿De casualidad no tendrán un barco que me presten en algún lado?
Frank sonrió maquiavélico.
—Ahora que lo mencionas...
Hazel le siguió el juego.
—Será mejor que nos acompañen.
¿Saben qué es mejor que volar a lomos de un pegaso?
Volar a lomos de un dragón que coincidentemente es tu viejo amigo chino-canadiense que también resulta ser tu tataratataratatara... sobrino nieto.
—¿Te sientes bien, Dian?—pregunté.
La diosa no había dicho literalmente nada desde que llegamos al campamento, y dudaba que fuese sólo por enfado. Conforme subía el sol por el horizonte y la luna se ocultaba, parecía cada vez más débil y cansada.
Su piel se mostraba delgada y quebradiza, como papel o cera. No paraba de sudar y respiraba con dificultad.
No me respondió nada, pero sí me miró a los ojos. Su mirada estaba teñida de miedo y dolor.
—¿Qué sucede?—quizo saber Hazel con preocupación—. ¿Ella está...?
—Tuvimos... un enfrentamiento desagradable de camino aquí—respondí—. Se repondrá... espero.
Frank descendió hasta la bahía y aterrizó en un puerto, esperando a que todos desmontásemos para volver a tomar su forma humana.
Sonrió orgulloso.
—¿Qué les parece?
Me quedé sin habla. Frente a mí se encontraba uno de los barcos más grandes y espectaculares que había visto: un yate de recreo que perfectamente era del tamaño de una mansión.
—¿Cómo es qué...?
—Lo recuperamos después del ataque de Calígula al campamento hace unos años—explicó Hazel—. Normalmente necesitaría de una tripulación enorme para hacerlo funcionar, pero...
—Sí, creo que puedo trabajar con él—asentí—. Pero... ¿no es demasiado? Quiero decir, intentaré devolverlo, pero usualmente los vehículos que tomo no llegan a buen puerto en una pieza.
Frank se encogió de hombros.
—Ignorando el hecho de que tenemos otros tres de ellos, son jodidamente caros de mantener, por no decir que jamás los hemos usado—señaló—. Estábamos pensando en venderlos para comprar varios más pequeños, pero creo que una fortaleza móvil de esta magnitud te llevará a salvo hasta tu destino.
—Yo... no sé como agradecerles—murmuré.
Ambos me abrazaron.
—Pásate por el campamento un día de estos—sugirió Hazel—. Nos encantaría mostrarte lo mucho que ha crecido la ciudad y la legión desde que te fuiste.
—Y... de paso...—añadió Frank—. Tráenos una bandeja de esas galletas azules que hace tu madre...
—Importante—asintió Hazel.
Sentí la tentación de quedarme un poco más. Hablar con ellos, ponerme al día. Pero mirando a Diana, supe que no podía darme ese lujo. Le temblaban tanto las piernas que apenas y podía mantenerse en pie.
—Cuenten con ello—les dije a mis amigos—. Nos vemos... espero...
Abordé en el rebautizado como Pax II y mentalmente deshice las amarras, arranqué el motor e hice moverse a la máquina.
—Sí... este pequeño nos tratará bien—sonreí.
Me volví hacia Diana, quien estaba acostada hecha un ovillo junto a una pared. Su figura parpadeaba intermitentemente.
—Oh... dioses...
La tomé en brazos al estilo nupcial y eché a correr en busca de algún lugar en donde pudiese descansar.
—¿Q-qué... crees que haces...?—preguntó débilmente.
—Tranquila—le pedí—. Eres un ser de energía pura que se está quedando sin energía. Necesitas descansar.
—Aún... podría... partirte en dos... con un... sólo dedo...
—No lo dudo—murmuré—. Pero preferiría que usases esa energía contra Orión y no contra mí.
Ella soltó un bostezo.
—Eres... tan irritante...
—No te preocupes—dije—. Una vez recuperemos tu arco, no tendrás que volver a verme nunca más.
—Pero... yo no quiero dejar de verte...
Doblé en una esquina y me encontré con un camarote que en su momento debió de ser para el propio Calígula. Había sido vaciado en su mayor parte por la legión, pero aún mantenía una enorme cama y algunas cobijas más caras que la mitad de Manhattan.
—Artemis... ¿qué estás...?
—Cupido me flechó aprovechando mi estado de debilidad...—su voz era difícil de leer debido a su cansancio. Parecía dolida, asustada y confundida—. Yo... te deseo...
La dejé sobre la cama y me quedé mirando a la pared por varios segundos.
—Esto no está bien...
Debería haberme alegrado, o quizá enfurecido. No tenía idea de cómo sentirme.
—No temas...—conseguí decir—. Cuando recuperes todo tu poder... volverás a ser inmune a la magia del amor...
—¿Pero y si no es así de simple?—preguntó—. ¿Y si te sigo deseando incluso tras sacar a Cupido de mi mente?
Mi corazón comenzó a acelerarse.
—No nos preocupemos por eso ahora—dije—. Descansa un rato, ¿quieres? Te despertaré cuando lleguemos a Portland.
Ella trató de asentir, pero le pudo el cansancio. Cerró los ojos y cayó inconsciente.
Me la quedé mirando por largo rato.
—¿Como te lo digo...?—murmuré al aire—. ¿Cómo se supone que admita que también te deseo?
Salí del camarote y me dirigí al exterior. Me esperaba un largo día de navegación, pero ese barco era poderoso. El final de mi viaje estaba cerca.
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