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Capítulo dieciséis:


—¡Al suelo!

Artemis saltó sobre mí y me derribó antes de que fuese acribillado... por mí mismo.

Hice una mueca mientras me ponía temblorosamente en pie. La cuerda del arco aún vibraba sacudiendo todo mi brazo, y sentía mi cabello pegajoso por la sangre.

—No otra vez...—murmuré—. Es el tercer corte en veinte minutos...

Artemis desencajó la flecha de un tronco cercano y revisó la punta.

—Realmente no mentías cuándo dijiste que no tenías talento con el arco.

Me eché un chorro de agua encima, exhalando con satisfacción mientras sentía mi herida cerrarse.

—¿Te importaría revisar si no los ofendí a ti o a Apolo en una vida pasada?—pregunté—. Hubo una vez en la que me las arreglé para que la flecha se enredase en la cola de Quirón.

—¿Cómo es qué...? Olvídalo, ni siquiera quiero saber cómo llegó eso ahí—se volvió hacia mí y me ofreció la flecha—. Bien, vamos otra vez.

Coloqué el proyectil y traté de apuntar. Artemis comenzó a moverse a mi alrededor, tocando mi cuerpo y corrigiendo mi postura. Estaba tan cerca que podía sentir su respiración contra mi cuello.

—Suelta el aire—me aconsejó—. Baja el hombro... cuidado con el codo derecho...

—Puedo con esto...—murmuré.

—Necesitas curvar tu espada un poco más...

—Ya no puedo más...

—¡Claro que puedes!—dijo con tono duro—. ¡Sólo tienes que...!

Algo dentro de mí crujió, y lo tomé como una mala señal.

Lo siguiente que supe es que estaba en el suelo luchando por reincorporarme.

—Oh, parece que tampoco mentías sobre eso—murmuró Artemis—. Realmente ese era tu límite.

—¡¿Tú crees?!—chillé.

La diosa suspiró, volviéndose para mirar la posición del sol.

—Deberíamos continuar moviéndonos—decidió—. Ya tendremos tiempo para corregir tus ofensivas dotes con el arco cuando recupere el mío.

—Ajá...

Supongo que debería de haberme alegrado que aún pudiésemos mantener el contacto incluso después de que la liberásemos, (en caso de sobrevivir, claro está), pero en ese momento, estaba más ocupado tratando de que mi esqueleto no se cayera a pedazos.

—Estúpido Gambazilla...

—Estúpido tú—bufó Artemis—. Si me hubieses dejado fulminar a la Escolopendra con un rayo, o convertirla en algo inofensivo, o...

—O cualquier otra cosa que los dioses disfrutan hacerles a los mortales...—suspiré.

—Entonces no estaríamos aquí—concluyó—. Y, si me dejases curarte como es debido...

—Entonces tú serías la que no podría luchar apropiadamente—la detuve—. Y entonces el gigante de tres leches barrería el suelo con nosotros.

Artemis suspiró.

—Creo que te subestimas—dijo—. Has enfrentado más peligros que la mayoría de semidioses y aún sigues siendo capaz de dar más. Me... enorgullece, poder llamarte compañero en esta misión.

No pude evitar sonreír.

—Gracias, Artemis...—me rasqué la cabeza—. Pero incluso sí yo pudiese derrotar a Orión, me siento más seguro dejando el trabajo en tus manos. No por nada eres una diosa, ¿sabes?

Ella apartó la mirada para que no la viese ruborizarse, pero se tardó demasiado.

—Puedes comer mientras viajamos...—murmuró—. Sé una o dos cosas sobre magia y pociones, y me figuré que podría serte de utilidad.

Me extendió un pequeño tazón con un líquido humeante.

—Te ayudará a sanar—prometió—. En Roma solían adorarme junto a Luna y Hécate, digamos que aprendí bastantes de sus trucos.

—Tú... ¿hiciste esto?

Se encogió de hombros.

—Siempre llevo hiervas curativas conmigo, nada de magia divina—prometió—. Vamos, nos queda un largo camino por recorrer.

Montamos sobre el lomo de nuestra compañera osa y emprendimos una nueva carrera por el bosque mientras yo daba sorbos de vez en cuando a aquella pócima que la diosa me ofrecía.

Sorprendentemente, no sabía demasiado mal. Era más similar a los desagradables remedios naturales de Iris que a las pociones macabras de los hijos de Hécate. No era necesariamente algo que bebería si no tuviese qué, pero tampoco me daba ganas de devolver el estómago.

Comenzó a nevar y a temperatura descendió drásticamente. Artemis parecía conocer el camino, o, quizá simplemente se debía a que ella ya estaba en el lugar al que nos dirigíamos, atrapada en alguna clase de desagradable sopa mágica.

Empezamos a subir el propio Monte Hood, y mientras más avanzábamos, más me maldecía a mí mismo por mi idea de atacar a Gambazilla: había perdido toda la ropa para invierno que había empacado, y a pesar de ser media tarde, me estaba helando.

Artemis debió de sentir las vibraciones de mi cuerpo al temblar, porque se volvió para mirarme de reojo.

—No quiero que mueras de hipotermia—dijo—. Acércate más a mi cuerpo, el calor corporal te ayudará.

—Y-yo... e-estoy...bi-bi-bi-bien...

—Ajá—murmuró—. Te recuerdo que si te enfermas serás todavía más una carga para mí. ¿Realmente quieres eso?

—T-tú ga-ganas... A-Arty...—bufé, con los dientes castañeteando—. P-pero... e-es ba-ba-bajo tu propio ri-ri-riesgo...

Me incliné y la abracé. Sentí su cuerpo tensarse por un momento, pero al final pareció aceptarlo. No tardé en sentirme mejor, ella era como un calefactor con patas, emitiendo una agradable radiación bastante reconfortante.

Su remedio también parecía estarme haciendo efecto. Sentía un calorcito en el estómago que lentamente se extendió hacia mis músculos y huesos. Si cerraba los ojos y me concentraba, casi podía oír como mis células se regeneraban y reparaban como mi piel al contacto con el agua.

Estaba cómodo, muy cómodo. Podría haberme quedado dormido en ese mismo momento si la osa sobre la que viajábamos no se hubiese detenido en seco. Artemis abrió los ojos de par en par.

—¿Sientes eso?

Ladeé la cabeza.

—¿Sentir qué?

Entonces la tierra comenzó a temblar. El bosque se agitó tan violentamente que múltiples avalanchas de nieve se formaron en todas direcciones a nuestro alrededor y los arboles parecieron volverse hacia nosotros.

—Esto... ¿Arty...?—pregunté.

Ella tomó su arco y se lanzó hacia atrás, llevándome consigo. Caímos de la espalda de la osa y rodamos por el suelo a tiempo para evitar ser aplastados por un gigantesco canto rodado.

—¡¿Pero qué Hades?!

Me volví en la dirección desde donde había venido el proyectil, encontrándome con que la misma tierra y roca se congregaban en un sólo sitio, tomando la forma de un cuerpo humano.

—¿Gaia?—pregunté—. ¿Cómo es qué...?

—No, es un Oreo—gruñó Artemis.

—¿Una galleta?

—¿Qué? ¡No!—Artemis se palmeó la cara—. Es un dios primordial de la montaña. Supongo que él es la personificación del Monte Hood.

La montaña no parecía muy feliz de vernos, gritó en un lenguaje incomprensible y se volvió hacia nosotros.

La osa le rugió de regreso y se lanzó en su contra, parándome sobre sus patas traseras.

—¿Estás bien?—preguntó Artemis.

Sólo entonces me di cuenta de que la seguía abrazando.

—Ah... sí, claro. Gracias a ti...

La osa mordió el brazo derecho del dios de la montaña, quien se irguió en toda su altura y miró indignado al animal.

Artemis y yo nos pusimos en pie.

—Asumo que no podemos evitar una pelea con él...—murmuré..

—Descubrámoslo—decidió la diosa—. Esto... ¿Señor Hood?

El Oreo se volvió hacia ella, con los ojos encendidos en ira.

—¡Wy'east!

Me volví hacia mi compañera.

—¿Qué?

—Es como lo llamaba la tribu Multnomah antiguamente—explicó, antes de volarse para encarar al dios—. Así qué... Wy'east, ¿por qué es que nos estás atacando?

La montaña no respondió. En su lugar, lanzó un brutal golpe de revés y mandó a volar a nuestra osa.

—Oh... ahora sí estás en problemas...—gruñó Artemis.

Antes de que pudiese decir nada para detenerla, se lanzó sin pensarlo contra el dios.

El Oreo lanzó un golpe, pero Artemis lo evadió con un ágil salto y disparó dos flechas que se enterraron en la espalda de la montaña.

El monstruo gritó embravecido, pero antes de tan siquiera poder volverse, dos flechas más se le encajaron.

—¡Asumiré que estás de parte de Orión, estúpido hijo de Gaia!—rugió Artemis—. ¡Eso lo tomaré como una ofensa personal!

El dios hizo brotar una gran pared entre él y Artemis para protegerse de su siguiente disparo, pero fue completamente inútil. El proyectil de la cazadora hizo añicos la roca sólida y atravesó el cuerpo del Oreo de extremo a extremo a la altura del estómago.

El primordial se tambaleó aturdido y nos siguió insultando en su extraña lengua mientras se encorvaba presa del dolor.

Artemis me sonrió, había cierto orgullo en su mirada.

—Espero que hayas visto eso.

—Eso fue... ¡Cuidado!

El Oreo se abalanzó nuevamente sobre ella. Artemis disparó una veloz ráfaga de proyectiles argentados que impactaron contra el dios de la montaña, comenzando a desintegrar su cuerpo en cada punto que conectaban.

No obstante, aunque el primordial había perdido un ojo y grandes porciones del cuerpo, no dejaba de avanzar.

—Ya tuve suficiente de ti—decidió Artemis.

Disparó su última flecha, una directa al cráneo.

Hubo una explosión, y cuando el humo se despejó, el Oreo había esquivado el ataque ladeando levemente la cabeza.

—¡Artemis!—grité.

El primordial la barrió con un puñetazo que la mandó a volar varios metros. Cayó y rebotó en el suelo antes de rodar y quedarse inmóvil. Sus ojos plateados centelleaban débilmente mientras luchaba por ponerse en pie.

El Oreo se cernió sobre ella, alzando el puño para aplastarla.

—Mierda...

—¡Artemis!

No lo pensé dos veces y me lancé contra el monstruo.

Sé que cargar contra una montaña armado sólo con una espada no es la mejor de las ideas, pero estaba desesperado.

Destapé a Contracorriente y lancé una estocada directa al cráneo del dios de la montaña, pulverizando su cabeza en el acto.

Pero eso no fue todo. Rugiendo con un esfuerzo sobrehumano, levanté un pequeño huracán a mi alrededor, haciendo que los vientos y el agua se colasen en las pequeñas grietas del cuerpo de roca de mi enemigo para hacerle erosionar desde dentro.

Artemis me miraba con los ojos muy abiertos mientras su cabello ondeaba velozmente por la fuerza del aire.

Luego hubo silencio, y el Oreo se desintegro frente a mí.

—¿Estás bien?—me volví hacia Artemis, cuyo rostro estaba cubierto por un rubor dorado.

—S-sí... yo... ¡Percy!

Caí de rodillas, exhausto. Me maldije a mí mismo, obviamente mi cuerpo no iba a soportar crear otra tormenta después de mi último numerito con Gambazilla.

—E-estoy... bien. S-solamente...

Entonces un proyectil cayó frente a mis ojos y fui tragado por una explosión.

—¡Percy!

Artemis despejó el humo con un movimiento. Comencé a toser. Intenté moverme, pero me vi incapaz de hacerlo.

Bajé la mirada, sólo para encontrarme a mí mismo en lo que parecía ser una especie de capullo o caparazón de lodo. Luché por liberarme, pero mi prisión era más dura que el cemento.

—¿Qué es está cosa, Artemis?

Ella comenzó a mirar a nuestro alrededor, histérica. Parecía genuinamente aterrada.

—¿Dónde...?

Una gota de sudor plateado bajó por su rostro.

Una gran figura emergió de entre la nube de humo a la distancia, sosteniendo un enorme cuchillo de caza en cada mano.

—Realmente eres tú...

El gigante de ojos brillantes se reveló ante nosotros. Luego, dos figuras de roca se formaron a sus lados: el mismo Oreo de antes, pero esta vez manifestándose en dos cuerpos al mismo tiempo.

—Veo que me recuerdas, mi pequeña cazadora—rió Orión—. Y como es obvio, yo también te recuerdo a ti...

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