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Capítulo cinco:


21 DE DICIEMBRE

Me desperté notando el suave aroma de los bosques: brisa otoñal, césped recién cortado, madreselva y otras maravillas. Así es como olía Diana.

Estábamos de lado, la tenía abrazada de la cintura pegándola a mí, sintiéndola. Ella, por lo que parecía, estaba cómoda acurrucada con sus manos sobre mi pecho. Era un espectáculo digno de verse, sin ceños fruncidos, expresiones sarcásticas o estar a la defensiva y con una dulce sonrisa en los labios. Era lo más tierno que pudiese existir.

Miré el reloj de la pared, eran las seis de la mañana. Habíamos acordado salir a las ocho, por lo que aún era bastante temprano. Me permití observar a la diosa de la caza un momento más antes de volver a dormir.

Lo siguiente que recuerdo es un sonido tan ensordecedor como un trueno y haber salido despedido hasta el otro lado de la habitación.

—¡Hey!

Me puse de pie tambaleante. Diana me miraba fijamente, irradiando intención asesina. Su mano derecha humeaba...

—¿Me... abofeteaste?—pregunté—. ¡¿Y eso por qué?!

—Porque hay que marcharnos. YA.

Noté que ella ya estaba vestida y preparada para partir. Miré la hora y eran las nueve y media.

—¿Por qué no me despertaste antes?

—No fui capaz—gruñó—. ¡Tienes el sueño más pesado que Hipnos!

Hice una mueca. Estaba un noventa por ciento seguro de que ella también se había quedado dormida.

—Sí, claro...

—¿Has dicho algo?

—No...

—Además, me llenaste el cabello de saliva, cerdo.

Obviamente ella no era del tipo madrugador. Estaba claramente de malas.

—Lo siento...—murmuré, apenado—. Babeó cuando duermo.

—Sí, me di cuenta.

—Ya dije que lo siento.

—Mira, yo...—suspiró, suavizando el tono—. Está bien, me dejé llevar un poco. Lo mejor será que te prepares, estas no van a ser unas vacaciones. ¿Tienes reserva de ambrosía?

—Sí, siempre llevo por si acaso.

—Entonces empácala, y también ropa, y néctar, y...

—Escucha, tú...

—Artemisa.

—Eso mismo. Ya sé como prepararme para una misión.

—Eso no significa que confíe en ello.

Me preparé como es debido y salimos de la habitación. Mamá y Paul estaban sentados en la sala desayunando mientras veían televisión. Estelle se revolcaba alegremente por el suelo de un lado a otro.

Nada más verme, echó a rodar hacia mí.

—Eacy...

Me reí a carcajadas mientras la tomaba en brazos.

—Tu pronunciación deja que desear, pero creo que te daré un siete y medio.

Mi madre sonrió desde el sofá.

—¿Ya se van?

—Así es—murmuré—. El plan es llegar en Nochebuena, Navidad como muy tarde.

—De acuerdo—Paul nos abrazó a mí y a Artemisa—. Nos alegramos de que hayan venido. Dian, que mi hijastro no te cause muchos problemas.

—¡Hey!—me quejé.

Paul rió, y Artemis no pudo evitar sonreír levemente.

—Se respetuoso, Percy, ten modales—me advirtió mi madre—. ¿Llevas calzoncillos limpios?

—¡Mamá!

—Ya, lo mejor será que se vayan. Los esperamos para Nochebuena.

—Adiós—dijimos Artemis y yo antes de salir y bajar por las escaleras del edificio.

—Muy agradables tus padres.

—Calla...

Soltó una carcajada.

Rodé los ojos.

—Así que... ¿a dónde tenemos que ir?

—A Portland.

—Ehm... ¿eso no está en la costa oeste?

—Así es.

—Bueno, asumo que vas a teletransportarnos...

—No.

—¿Cómo?

Artemis inhaló profundamente, tratando de ordenar sus ideas.

—Percy, ¿tú sabes... cómo funcionamos los dioses?

—Pues... ahora que lo mencionas, no creo estar del todo seguro.

Suspiró.

—Los dioses habitamos un plano de la existencia superior al de los humanos, simplemente estamos en otro nivel.

—Y por eso el Bronce Celestial no puede dañar a los mortales—añadí—. Quirón me lo mencionó alguna vez.

Ella asintió lentamente.

—No obstante, esa es tan sólo una pieza del rompecabezas. Los dioses somos seres de energía pura, literalmente dispersos por todas partes. En cada bosque, en cada montaña, con cada joven, doncella y niño, asistiendo en cada parto y viajando en cualquier cacería, allí siempre estoy yo—dijo—. Es muy raro que toda la presencia de un dios esté en un sólo sitio al mismo tiempo. Eso es lo que los mortales conocen como nuestra "verdadera forma divina".

—Y los humanos no podemos verla sin quedar reducidos a cenizas.

—Así es. Ahora imagina que tuvieses acceso a un objeto sumamente importante para un dios. Algo que haya tenido casi desde su nacimiento, algo con lo que haya crecido y convivido con sumo apego durante toda su vida.

—Como tu arco.

Apretó los puños.

—Entonces, si de alguna forma tuvieses acceso a algún tipo de magia muy avanzada, una únicamente posible por una hechicera sumamente poderosa... podrías utilizar ese objeto como vía hacia el dios. Y encerrarlo.

Me paré en seco.

—¿Es eso lo que te ocurrió?

Me sonrió tristemente y su forma parpadeó de manera similar a cuando cambiaba de personalidad. Sin embargo, en lugar de convertirse en romana, simplemente pareció más cansada. Con ojeras marcadas, las piernas temblándole y perlada de sudor plateado.

Volvió a su apariencia normal, pero su expresión seguía reflejando un profundo dolor.

—Oh dioses... Artemis...

—Una vez contenido, el poder de un dios sirve de poco—murmuró—. Es como tener un pie en una trampa para osos, técnicamente aún somos muy capaces de hacer mil y un cosas, pero sin poder movernos, secándonos lentamente.

—¿Cómo...?—balbuceé—. ¿Cómo es que estás aquí ahora?

Se encogió de hombros.

—Ya mencioné que puedo estar en muchos sitios a la vez. La mayoría de mi ser está atrapada, retorciéndose en un miasma plateado en perpetua agonía, pero aprendí de nuestro último encuentro con Atlas y conseguí crear una diminuta manifestación física mía, darle algo de poder y enviarla a por ti—concluyó—. Estoy... desconectada del resto de mí misma, puedo actuar y moverme con libertad, pero mis poderes se están bloqueando. Mientras más abuso de mi condición como diosa, más seco a este cuerpo.

La tomé por los hombros, sin importarme posibles represalias a posteriori.

—¿Y si hablas con los otros dioses?—pregunté—. Te podrían ayudar. Apolo podría...

—¡No!—exclamó—. No... los demás olímpicos no serían de ayuda. Se burlarían... nadie puede saberlo.

—Pero... ¿y Apolo o tu padre?

—Zeus siempre ha insistido en que luchemos nuestras propias batallas—murmuró—. Y Apolo... a él estuvo a punto de pasarle algo similar cuando Zeus lo convirtió en humano la última vez. Si se entera, correrá a ayudarme sin pensarlo dos veces. Y si Orión realmente está detrás de esto...

—Entonces seguramente ya estará preparado para una intervención suya.

Artemis comenzó a temblar. La atraje hacia mí con fuerza y la abracé.

—Te prometo que estarás bien—le dije—. Recuperaremos tu arco, lo juro por el Estigio.

Un trueno resonó en las alturas. Artemis se separó de mi abruptamente.

—No debiste hacer eso...

—Hice lo que tenía qué hacer—respondí—. Empiezo a entender por qué me pediste ayuda a mí en lugar de a Thalia o Reyna o alguna otra de tus cazadoras. Está misión es muy personal para ti. Necesitas de alguien a que... a que no tengas que volver a ver después...

—¡Percy! No...—intentó tomarme de la mano, pero se detuvo—. Eso no... eso no es lo que quería... no es lo que quiero...

—Está bien, tranquila—dije, intentando no sonar muy afligido—. Vayamos por partes. ¿Cómo recorremos el país en tres días?

—No lo sé... ¿A qué velocidad van los trenes?

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