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Un día de campo


Como de costumbre, Gustavo se presentó puntualmente a la hora comprometida. Como era su costumbre también, llegaba impecablemente vestido: traje de dos piezas, corbata de seda y un ramo de sus flores favoritas en la mano. "Un perfecto Profesor Jirafales", le había dicho ella, riendo, la primera vez que se presentó así a cortejarla.

Extendiendo una gran manta, tomó asiento a su lado en el prado y procedió a extraer uno a uno los refrigerios de su infaltable canasto de mimbre, nombrando cada uno a medida que los instalaba sobre la tela. A modo de remate, extrajo una añosa botella de vino tinto que procedió a servir con gran ceremonia.

Rato después, con la panza llena, la lengua suelta por el alcohol y una varilla entre los dientes, Gustavo se tendió de espaldas en la manta y, mirando a las nubes pasar lánguidamente, le contó sobre su día, sus reflexiones, sus sentimientos y, la mejor parte, hizo un completo repaso de sus mejores momentos juntos. Ocasionalmente se emocionaba tanto que dejaba escapar una lágrima, sonrojándose y pidiéndole perdón por mostrarse tan sensible a sus años.

Cuando el sol del atardecer se hubo ocultado tras la gran barrera de árboles que rodeaba al prado, Gustavo, que había disfrutado hasta el último rayo en compañía de su amada, procedió a desperezarse, anunciando que era hora de partir. Devolvió todo a su canasto, plegó la mantita, palmeó su traje para limpiarlo de hojas secas y, como el galán chapado a la antigua que era, procedió a arrodillarse frente a ella, extenderle el ramo de flores y prometerle que, mientras hubiese un soplo de vida en su cuerpo, volvería a verla cada día. Hecho esto, el anciano se inclinó, besó tiernamente la placa con su nombre, suspiró un "te amo, mi viejita" y se marchó caminando sin prisa.

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