2: «Os presento a los monarcas y a los príncipes del Castillo Encantado»
Estoy frente a la puerta de casa, planteándome si tocar el timbre o disfrutar unos momentos más de esta agradable sensación de no estar rodeada por los enanos. Lo sopeso unos segundos y decido hacer caso a mi conciencia que me dice que no pierda más tiempo y vaya a estudiar inmediatamente.
Tras unos momentos en los que escucho gritos dentro de casa —sin duda, mis hermanos discutiendo sobre a quién le toca abrir—, la puerta se abre.
Al parecer le ha tocado abrir a Domin, el pequeño Dormilón de la casa, y, a juzgar por su cara de sueño y por como se frota el ojo izquierdo con su pequeña manita, puedo llegar a la conclusión de que lo han despertado de su siesta. Es decir, de una de las dos o tres siestas que duerme al día. Ahora se entiende el mote, ¿verdad? No comprendo cómo este pequeñajo de seis años puede dormir tanto, por mucha energía que gaste jugando mientras está despierto.
—Hola, Blanca —murmura con voz adormilada.
Suena tan adorable que no puedo evitar revolverle el pelo con mi mano mientras le digo:
—Hola, enano. Ve a tu cuarto y termina de dormir tu siesta previa a la comida, que se nota que te han despertado a medias.
Sin decir nada más, Domin se pierde por el pasillo rumbo a su dormitorio, arrastrando los pies.
Entro al recibidor, dejo la mochila en el pequeño mueble de madera y cojo la bolsa con los jarabes para Marcos. Voy directamente a su habitación, en la que se ha recluido para evitar contagiar a alguien, aunque todos sabemos que lo suyo no es contagioso. Simplemente es su típico resfriado.
—¿Cómo estás, enano? —le pregunto entrando en su cuarto y viéndolo en su cama, con una montaña de pañuelos de papel en la mesilla.
—Bien —responde, pero un estornudo interrumpe su respuesta.
—No te ganarías la vida mintiendo —digo con una sonrisa—. O sea, que ya te puedes despedir de tu carrera de político.
—Yo no quiero ser político, eso es muy aburrido —argumenta mientras se suena los mocos—. Yo quiero trabajar en un circo.
No puedo evitar sonreír ante la seriedad con que lo dice, sobre todo teniendo en cuenta lo rápido que cambia de opinión: la semana pasada quería ser astronauta, la anterior, piloto de Fórmula 1 y, no hace mucho, decía que iba a ser arqueólogo.
—Serás un gran payaso y no necesitarás pintarte la nariz de rojo, ya la tienes de ese color —bromeo mientras abro la botella de jarabe y echo un poco en el tapón para que se lo tome.
Marcos pone cara de asco al tragar el líquido.
—¡Puaj! Sabe asqueroso. —Tras una breve pausa, añade—: Y, por cierto, yo no seré payaso, sino trapecista.
—Lo que tú digas, enano —digo, saliendo de la habitación riendo con sus ocurrencias.
Mi buen humor se esfuma al cruzarme con Gori por el pasillo.
—Aparta, imbécil. —Sí, ese es su cariñoso saludo. Nótese el sarcasmo.
—Aquí el único imbécil eres tú, Gregorio.
Me mira con cara de pocos amigos, ya que no se esperaba que le respondiera de esa forma.
—Sabes que odio que me llamen así, Blanca Nieves —contraataca con una sonrisa que no puede ser más falsa.
—Touché —murmuro alejándome de él, pues en el fondo no me apetece pelear con él, por muy insoportable que sea. Lleva ya un tiempo en esa fase de «odio a todo el mundo» conocida como edad del pavo y no hay quien lo aguante cuando se pone gruñón. Por eso casi siempre opto por pasar de él olímpicamente.
Yo nunca tuve edad del pavo propiamente dicha, mucho menos una tan irritante como la de Gori. Supongo que estaba demasiado ocupada con tanto crío pequeño por casa como para ocuparme de esas cosas.
Llego al salón y me sorprende no encontrarme con una discusión o con una batalla campal en la que se usen los cojines del sofá como armas y en la que algún jarrón se convierta en mártir de guerra.
No es una exageración, eso ya ha pasado.
Dos veces.
Pero, bueno, los tres enanos que hay aquí no parecen tener intención de comenzar ningún conflicto. Eso se debe a que son, con gran diferencia, los más pacíficos.
Javi tiene ocupada la mesa del salón con varios libros, entre los que distingo el de química y el de biología. Se puede decir que es un empollón, sin duda es el que mejor notas saca de todos nosotros —los más pequeños no cuentan, porque las restas con llevadas y no salirse de la línea mientras colorean no es lo mismo que la formulación inorgánica, por ejemplo—. Además, a sus doce años, ya tiene claro, no como Marcos, que quiere ser médico y especializarse en la rama de neurología. Yo sé que logrará eso y todo lo que se proponga; tiene inteligencia de sobra y es tremendamente organizado, no como yo, que siempre se me acumula el trabajo para el último momento.
Veo a Pedro sentado en el sofá, sosteniendo entre sus manos un sobre, el cual mira con expresión soñadora. No puedo reprimir una sonrisa cuando me siento a su lado y veo que en el destinatario hay un nombre femenino. Sin embargo, frunzo el ceño antes de preguntarle:
—¿Quién es Marta?
—La niña más bonita del mundo. Tiene los ojos y la sonrisa más bonitos que te puedas imaginar. En esta carta le pido que sea mi novia y le confieso mi amor con un poema que dice: «Querida Marta, dueña de mi corazón, me gustas más que la tarta y me harías muy feliz si correspondes mi amor».
—Seguro que te dice que sí. Yo lo haría —le digo con una sonrisa y lo hago sinceramente.
Si yo encontrara a un chico tan romántico como mi hermano, que no tuviera ocho años, sino diez más a poder ser, y me declarara su amor diciendo que le gusto más que la tarta —a mi hermano le encanta, ve una y se vuelve loco—, le diría que sí sin dudarlo.
—Pero... ¿qué ha pasado con Lucía? —pregunto al recordar que los últimos poemas que había compuesto Pedro iban dedicados a esa niña.
—Me rompió el corazón —responde pesaroso—, pero ya la he olvidado.
No me sorprende que la haya olvidado tan rápido, a pesar de haber estado «perdidamente enamorado» de la niña durante ¿dos o tres semanas? No sé, pero era su récord. Por un momento pensé que había encontrado a la definitiva tras haberlo intentado con Carmen, Natalia, Eva, Alicia, Marina, Laura, Rocío, Cristina... Vamos, con todas las niñas de su clase. Mi hermano es un romántico pero no le dura mucho el amor por la misma ni tampoco las penas amorosas.
Puede que al final no sea tan buen partido un chico que se parezca a Pedro, reflexiono en silencio. Pero una voz interrumpe mis reflexiones:
—¡Blanca, Blanca!
Mi vista se dirige a la improvisada tienda de campaña, hecha con una sábana grande y unas cuerdas, en una de las esquinas del salón.
Eso fue un capricho de Félix, el más pequeño de la familia, que lleva un tiempo obsesionado con todo lo referente a los indios y al Salvaje Oeste.
Hace unos meses le pidió a papá que le hiciera una tienda «como la de los indios de su libro». Cuando digo que le pidió, quiero decir que le estuvo repitiendo lo que quería unas mil veces durante una semana entera hasta que papá finalmente accedió. La construyó una tarde del verano pasado y mamá la decoró colgando hilos del techo de la tienda de los que cuelgan estrellas de cartulina de varios colores, colocó varios cojines y un par de mantas en el suelo, además de un baúl con los cuentos favoritos de Félix y los juguetes que más le gustan, y, Voilà!, quedó inaugurada la Cueva del Fénix.
El nombre fue idea de mi hermano, dice que lo vio en una revista y le gustó porque se parece a su nombre y «salía un dibujo de un párajo muy guay».
Sí, Félix tiene algún problemilla con ciertas palabras; suele cambiar el orden de las letras con frecuencia. Pero, vamos, que a los cuatro años yo también tenía problemas para pronunciar el sonido «rr» entre otros; tardé más de lo que me gustaría admitir en superar esa etapa.
Ya estoy divagando de nuevo. Me pasa mucho, sobre todo en época de exámenes.
Eso me recuerda que debería ir a mi cuarto a estudiar. Aunque seguro que terminaría desmontando bolígrafos o contando los puntos del gotelé de la pared.
También me pasa mucho en época de exámenes.
Así que, asumiendo que mi productividad, académicamente hablando, será nula esta mañana, me levanto del sofá y voy hacia la Cueva del Fénix por cuya entrada mi hermano está asomando su cabeza de rizos rubios y haciéndome señas para que me acerque.
Nadie en su sano juicio podría negarle algo a Félix cuando te mira con esos ojitos y esa carita de cachorro abandonado bajo la lluvia. Yo siempre caigo rendida ante sus encantos y en esta ocasión no es diferente.
Cuando voy a entrar a la tienda me detiene diciendo:
—Contrañesa.
—¿Qué adivinanza es esta vez? —pregunto.
—¿Quién es la mejor hermana del mundo y me va a leer un cuento porque quiere un montón a su hermano?
¿Es para comérselo o no? No hace falta que respondáis, ya lo hago yo. Es para ir a la cocina, coger el bote de nata y el de sirope de chocolate, echárselo todo por encima y comérselo. ¿Se nota que estoy loca por todo lo dulce y por mi hermano? Un poco, ¿no? En mi opinión, las cosas dulces son el mejor invento de la historia de la humanidad y Félix es lo más mono que hay en el mundo entero.
—¿Yo...? —aventuro mostrando una falsa inseguridad.
—Correto, pasa.
—¿Qué cuento quieres que te lea? —le pregunto después de acomodarme entre varios cojines. Últimamente estoy haciendo de cuentacuentos para Félix, ya que él todavía no sabe leer muy bien. Aún está con lo de «la m con la a, ma» y lo de «mi mamá me mima».
—Ete —me dice dejando en mis manos un libro con una alegre portada de muchos colores. No puedo evitar arrugar la nariz en señal de disgusto.
Por supuesto, no podía ser el cuento de Papelote, el gato grandote ni el de La rana Pascuala ni tampoco el de La abeja Pepa.
No, nada de eso.
Tiene que ser el jodido cuento de la jodida Blancanieves y los jodidos siete enanitos.
Si mi padre pudiera leerme la mente, ya me habría amenazado con lavarme la boca con jabón por decir tantas veces la palabra con J. ¿Sabéis lo que digo? Que voy a seguir usando la jodida palabra con la jodida J cada jodida vez que quiera. ¡JODER! Pero no frente a los más pequeños, no quiero ser una mala influencia para ellos.
Pero, bueno, volvamos al tema del cuento que le tengo que leer a mi hermano. Como sé que no puedo hacerle cambiar de opinión, ya que Félix es bastante cabezón —véase como ejemplo la construcción de esta tienda de campaña—, me resigno y empiezo el cuento.
Según mi hermano, al cual no le suelen gustar los cuentos sobre princesas, le gusta el de Blancanieves porque «le hacen gracia los dibujos de los hombres peñequitos». Si hubiera aguantado tantos chistes como yo, seguro que no le hacía tanta gracia.
—Blanca... —me dice cuando termino con el «fueron felices y comieron perdices». Esa frase siempre me ha parecido un poco tonta, la verdad.
—¿Qué?
—Que yo ya quero aprender a leer porque todavía no sabo... —dice con su permanente sonrisa de felicidad, esa que hace que me den ganas de volver a tener cuatro años para vivir con él en su mundo de arcoíris y algodón de azúcar.
Aunque me parezca verdaderamente adorable cuando comete fallos gramaticales, me veo en la obligación de corregirlo:
—No se dice sabo, se dice sé.
Veo cómo deja de sonreír y frunce el ceño, pensativo. En ese momento, mamá nos llama para que vayamos a la cocina.
Salgo de la tienda con mi pequeño hermano detrás de mí, y en el camino se nos unen el resto de enanos a excepción de Marcos, que ha insistido en comer en su cuarto con la compañía de sus mocos. No seré yo quien lo haga cambiar de opinión, pues no siento una gran predilección a estar cerca de sus mocos.
Entro en la cocina y veo que papá está terminando los macarrones con tomate que hay hoy para comer. Cantidades industriales de macarrones con tomate; no hay que olvidar que somos nueve en casa. Muchas veces he llegado a pensar que nuestras ollas deberían estar en el Guinnes de los Récords por su enorme tamaño.
Cuando tomo asiento en la mesa, llega hasta mí un ligero aroma a canela, lo que quiere decir que mamá ha hecho arroz con leche de postre. ¡Me encanta el arroz con leche que hace mamá! Ella es la reina de los postres y papá, el rey de la pasta. Son los monarcas ideales para el Castillo Encantado.
¿Por qué me miráis así? Yo también puedo hacer chistes sobre mi familia. Además, es bueno saber reírse de las desgracias.
Cuando estamos todos sentados, con los platos frente a nosotros, comienza el caos.
—Pásame el pan.
—El doctor Marber ha recetado un par de jarabes para Mocoso...
—Me falta el tenedor.
—No llames así a tu hermano.
—Échame agua.
—... y me ha dicho que tenéis que cenar con él y su mujer un día de estos.
—Acércame una servilleta.
—No le tires trozos de pan a tu hermano. Sí, cariño, muy bien, ya lo llamaremos.
Y demás comentarios aleatorios.
Me fijo en Félix, que sigue serio y pensativo. Pobrecito, no volverá a ser el mismo después de conocer la existencia de las formas irregulares de los verbos.
Un rato después, cuando ya hemos terminado todos de comer, papá nos dice que vamos a tener una reunión familiar ahora en la que tenemos que estar todos presentes.
¿Nadie piensa en mi necesidad de estudiar? Si suspendo algún examen, ya sé a quién culpar.
Los chicos se miran entre sí, cuestionándose con la mirada por qué trastada querrían regañarles papá y mamá. Si la reunión familiar trata sobre eso, lo único que tengo que decir es que soy inocente de cualquier cosa que se me acuse... salvo de acabarme el paquete de galletas de chocolate a escondidas anoche de madrugada. Pero eso tampoco es culpa mía: me desperté porque las galletas me estaban llamando y yo soy incapaz de decirle que no a algo dulce. ¿Suena creíble o no?
***
Este capítulo ha sido más largo. Bueno, estos son los seis enanos. ¿Qué opináis de ellos?
¿Qué tema pensáis que se tratará en la reunión familiar?
¿Creéis que Blanca podrá en algún momento ponerse a estudiar para sus exámenes?
Hasta el próximo capítulo y, si éste os ha gustado, hacedme feliz votando y comentando.
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