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Reviviendo traumas

La nieve caía suavemente sobre el paisaje invernal, cubriendo cada rincón del majestuoso castillo que se erguía imponente bajo el cielo gris. Un encapuchado avanzaba con determinación, sus pasos dejaban huellas profundas en la blanca capa que cubría el suelo. En su mano, una bolsa reposaba, con una cabeza decapitada en su interior.

— ¡Alto ahí! —vociferó uno de los magos custodios al notar la sombría figura. Su voz se perdió entre los copos de nieve que caían

El encapuchado no se detuvo, extendió su brazo derecho hacia los magos y con un simple toque, los guardianes cayeron al suelo, derrotados por un poder que parecía emanar de su ser, el mismo poder que había abatido a los capitanes del Trébol momentos antes.

Al entrar en el castillo, más guardias emergieron, con grimorios en mano, dispuestos a detener al intruso. Sin embargo, su resistencia fue en vano; uno tras otro, cayeron como moscas ante la imparable fuerza del encapuchado.

— ¿¡Quién eres!? —gritó uno, con una mezcla de miedo y desafío en su voz, justo antes de caer derrotado, cayendo al suelo sin poder mágico en su interior.

Finalmente, el encapuchado llegó a la sala del trono. El ambiente era gélido y silencioso. Tres figuras se encontraban sentadas en sus respectivos tronos, mirando con sorpresa y cautela al recién llegado. La tensión era tal, que se podría haber cortado con un simple cuchillo, con el aire tan pesado que casi era irrespirable debido a la tensión.

— Osaste irrumpir nuestros aposentos —dijo una de las figuras, con una voz que resonó por toda la estancia.

— Es solo una basura sin nada de poder mágico —articuló otra voz.

— Eres hombre muerto —dijo la tercera voz.

El encapuchado detuvo su andar, debajo de su capucha sus ojos estaban fijos en esas tres figuras.

«Ahora siguen ustedes».

En la sala del trono, antaño un bastión de decisiones que alteraban el destino de reinos enteros, se apoderó un silencio ensordecedor cuando el encapuchado dejó caer la bolsa que portaba. Al abrirse, la cabeza de Julius Novachrono se deslizó hacia fuera, su mirada vacía se clavó en la sala. Las tres figuras regias, al ver la identidad de la cabeza, se elevaron de sus tronos, sus rostros se transfiguraron por una mezcla de espanto y asombro.

— Lucius... —dijo la figura femenina, su voz retumbó en los confines de la sala, en un eco de incredulidad.

Los hermanos Zogratis, sacudidos hasta lo más profundo, invocaron sus grimorios. Las páginas, estaban a rebosar de encantamientos arcanos.

— Este lugar sagrado no será profanado por tu presencia —dijo Dante con una voz neutral, preparadose para realizar uno de sus hechizos.

Cuando...

El encapuchado, moviéndose con una velocidad sobrehumana que retaba las leyes de la física, desenvainó su katana. En un destello de acero, la hoja cortó el aire con una precisión letal, sus ojos comenzaron a centellar rayos carmesí y, en un parpadeo, las cabezas de Zenon, Vanica y Dante se separaron de sus cuerpos en un macabro ballet de muerte. El sonido de sus cabezas golpeando el suelo reverberó con un eco sombrío, cual gong anunciando el fin de una era en la sala.

La sangre brotó en violentos géiseres de los cuellos decapitados, pintando el aire de un rojo intenso antes de estrellarse contra el suelo. Formó charcos profundos y serpenteantes ríos carmesí, un contraste grotesco y macabro con la opulencia que una vez dominaba la estancia. Las cabezas de los hermanos Zogratis, con sus ojos aún abiertos, yacían en el suelo, enfrentándose en un último desafío mudo, sus miradas vacías reflejaron el horror final de su destino.

El encapuchado, inmóvil en el epicentro del horror que había desatado, cerró los ojos brevemente, como si intentara encontrar paz en medio de la tormenta sangrienta que había desencadenado. Un pensamiento emergió en su mente:

«Solo queda el paso tres para poder regresar. Espero que esta vez... todo esté en orden, que las piezas del rompecabezas se hayan alineado y que... tú... estés... viva —pensó, con la esperanza casi perdida».

Con una última mirada a la escena de destrucción que había dejado atrás, el encapuchado se dio la vuelta y salió de la sala del trono, dejando atrás un testimonio silente de su venganza, emprendió su camino hacia fuera con una calma que contrastaba con la violencia recién desatada. Mientras avanzaba, los recuerdos de aquel día trágico, un trauma que aún no ha superado del todo, asaltaba su mente. Pero, con determinación, apartó esos pensamientos oscuros y se dirigió hacia un destino específico: una pequeña cabaña donde sabía que encontraría a la reina Ciel Grinberryall.

Ciel, despojada de su trono por la familia Zogratis, se destacaba entre los presentes. Al entrar, el encapuchado rompió el silencio...

— Ya todo está en orden —anunció, su tono era el de quien ha cerrado un capítulo largo y tortuoso—. Los Zogratis estan muertos.

Se detuvo frente a la reina, sus ojos encontraron los de ella. En un breve intercambio, cargado de significado, le reveló...

— Su hijo está sano y salvo en el Reino Trébol.

El alivio y la gratitud se dibujaron en el rostro de Ciel, quien abrió la boca para expresar su agradecimiento. Pero, en un instante, el encapuchado se había esfumado, desapareciendo entre una bruma negra y densa, cual sombra que se disipa bajo el sol naciente.

La escena dejó a los presentes en un estado de asombro y confusión. La reina, aún procesando la noticia, se quedó mirando el lugar donde el encapuchado había estado, su mente llena de preguntas sin respuesta.

El encapuchado, de pie sobre la cima de una montaña imponente, contemplaba en la distancia el Reino del Trébol. El viento, impetuoso y frío, jugueteaba con su capa, provocando un baile silente en el aire. Sus ojos, clavados en el horizonte, mostraban una mezcla de firme determinación y una profunda melancolía. Había llegado el momento para la última etapa de su largo viaje, el instante de regresar a su tiempo y enfrentar la realidad que había desafiado con todas sus fuerzas.

«Aqui vamos... Otra vez».

Con manos que temblaban ligeramente, marcadas por la decisión de su espíritu, sacó de su bolsillo unas pequeñas piedras que destellaban con un brillo rojizo, capturando la esencia del atardecer. Las lanzo al cielo, al anochecer, las piedras hicieron resonancia con la pequeña esfera que había lanzado momentos antes en su pelea con los capitanes.

De pronto, el cielo se fracturó, como si una barrera invisible se hubiera quebrado. Haces de luz roja danzaban en el aire, rebotando en un espectáculo deslumbrante de colores y formas que desafiaban la lógica. En un abrir y cerrar de ojos, el encapuchado fue absorbido por este destello luminoso, desapareciendo sin dejar más que una fugaz huella de su existencia.

Cuando volvió a abrir sus ojos, el encapuchado se encontró en su propia época. La escena ante él fue un golpe devastador para sus esperanzas. A su alrededor, solo había escombros y ruinas, los restos de lo que una vez había sido un reino lleno de vida y esplendor. Un profundo dolor y una inmensurable frustración se apoderaron de él. Lentamente, se quitó la capucha, revelando un rostro marcado por la ira y la desesperanza. Las lágrimas surcaban sus mejillas, trazando senderos de dolor en su piel, mientras se dejaba caer sobre una roca, observando los restos de lo que antaño había sido su hogar.

Sus puños se cerraron con fuerza, en un vano intento por contener la tormenta de ira y dolor que lo consumía. Fue en ese momento de desolación y pérdida, cuando una voz familiar cortó el silencio...

— Asta...

Era su hermano Liebe, quien avanzaba hacia él con pasos lentos pero seguros. Las miradas de Asta y Liebe se encontraron, como dos espejos reflejando el mismo dolor y la misma pérdida.

— ¿Cómo están ellas? ¿Las cuidaste? —le preguntó Asta con lágrimas adornando su rostro.

— Están bien, no te preocupes —respondió el peliblanco, sentándose a su lado. Observando lo que alguna vez fue la capital del reino, que ahora eran puros escombros y ruinas.

Momentos después, Asta sintiéndose derrotado se incorporó, su hermano de manera silenciosa lo imitó y ambos comenzaron a caminar hacia el bosque, a perderse en el follaje, ambos caminaron por un sendero con caminos adoquinados, farolas que emitían una luz suave que adornaban las ramas de los árboles.

Después de una larga caminata en silencio, Asta y Liebe llegaron a un pequeño poblado lleno de vida y alegría. El bullicio de la gente contrastaba fuertemente con los escombros y la desolación que habían dejado atrás en la ciudad. Los últimos supervivientes del mundo habían logrado formar una pequeña comunidad donde, poco a poco, la esperanza empezaba a germinar de nuevo.

Asta y Liebe, al adentrarse en el poblado, fueron recibidos con miradas de respeto y gratitud. Los supervivientes los consideraban héroes, salvadores que habían impedido que el mundo sucumbiera por completo al caos. Ancianos, niños y guerreros, todos se acercaban para agradecerles, contando historias de cómo sus acciones habían dejado una huella indeleble en sus vidas.

Aunque... Asta odia que lo llamen "héroe", él se culpa no haber podido detener a Lucius, se culpa de la muerte de sus amigos, la desaparición de los cuatro reinos y el país del Sol.

El mundo, una vez vibrante con maná, ahora yacía en un silencio mágico. Tras Lucius completar su plan –apoderarse de todo el maná del mundo–, la desaparición del maná había despojado a la gente de sus poderes mágicos, llevándolos a un estado de vulnerabilidad y dependencia de habilidades y conocimientos que creían olvidados.

En este nuevo mundo sin magia, los últimos supervivientes del mundo habían aprendido a adaptarse. Los antiguos magos ahora se dedicaban a la agricultura, la artesanía y la enseñanza de habilidades manuales. Los niños, que nunca habían experimentado el maná, jugaban con juguetes hechos a mano y escuchaban con asombro las historias de un mundo que una vez estuvo lleno de hechizos y encantamientos.

Asta y Liebe se integraron a la vida del poblado, ayudando en las tareas diarias. Asta, en particular, se encontró enseñando técnicas de defensa sin magia a los jóvenes, aprovechando sus habilidades únicas forjadas en un mundo donde ahora el maná era un recurso escaso por no decir inexistente.

La desaparición del maná del mundo había impuesto un desafío monumental a los supervivientes, obligándolos a reinventar las bases mismas de su existencia. La magia, que una vez fluyó libremente como el aire que respiraban, había dejado un vacío imposible de llenar de la noche a la mañana. Construir, obtener agua, encender fuego... todas estas tareas cotidianas se habían convertido en pruebas de ingenio y perseverancia.

En los primeros días tras la tragedia, el caos se apoderó de los últimos supervivientes. Las estructuras que habían sido levantadas con hechizos de construcción se desmoronaban, ya que no había manos hábiles ni conocimientos para mantenerlas o reconstruirlas sin el uso de la magia. La gente, acostumbrada a conjurar agua para sus necesidades diarias, se encontró de pronto cavando pozos y aprendiendo a purificar el agua recogida de ríos y lluvias.

Hacer fuego, una tarea que antes se lograba con un simple chasquido de dedos, ahora requería de la recolección de leña y del aprendizaje de técnicas antiguas para encender una chispa. Los supervivientes pasaron de la frustración a la determinación, compartiendo conocimientos olvidados y adaptándose a una vida sin la asistencia de la magia.

Pero, sin duda, el cambio más significativo fue en la forma de transportarse. La imagen de magos y brujas volando en escobas, desplazándose con velocidad y libertad a través del cielo, se convirtió en un recuerdo lejano. Ahora, los caballos eran el principal medio de transporte. Los supervivientes tuvieron que aprender a domar y cuidar de estos animales, estableciendo un vínculo que muchos nunca habían considerado necesario. Los caminos y senderos, olvidados durante años en favor del vuelo, se llenaron nuevamente de viajeros y comerciantes, redescubriendo y conectando el mundo pieza a pieza.

Aunque estos cambios forzados trajeron consigo una época de dura adaptación, también enseñaron a la comunidad valores de resiliencia y cooperación. Las generaciones más jóvenes, que crecían sin haber conocido la magia, veían estas habilidades no como un sustituto de un poder perdido, sino como una parte esencial de su identidad y su cultura.

Poco a poco la esperanza comenzaba a germinar en los supervivientes, la esperanza de un mundo mejor.

Pero la palabra "esperanza" ya no tenía sentido para Asta. Quien llevaba más de cinco años viajando al pasado, buscando desesperadamente una forma de enmendar "su error".

Al principio, la idea de poder viajar en el tiempo le había parecido estúpida. Pero después de más de una década de ardua investigación, durante su búsqueda incansable de una solución, Asta se topó con unos antiguos pergaminos que describían la existencia de unas legendarias rocas rúnicas en lo profundo del reino de la Pica. Según los textos, estas rocas tenían la singular capacidad de distorsionar el continuo espacio-tiempo y permitir el viaje a través de él.

Tras meses de ardua exploración en la Pica (lo que había quedado de ahí) ahora reducida a escombros, Asta finalmente encontró las rocas en lo que parecía ser un antiguo templo dedicado a los ritos demoníacos. Estaban cubiertas de intrincados grabados y símbolos arcanos que aludían a grandes poderes temporales.

Con la ayuda de Liebe, Asta logró descifrar el funcionamiento de los glifos (escritos en lenguaje demoniaco). Descubrieron que las rocas actuaban como anclas espacio-temporales, conectando el presente con puntos específicos del pasado. También hallaron la manera de invertir su polaridad mágica mediante el uso de la antimagia.

Tras incontables experimentos, finalmente dieron con la fórmula definitiva: Al lanzar una roca cargada de antimagia hacia el cielo en el momento preciso (En la luna carmesí en caso del presente y en el caso del pasado solo tenian que esperar un anochecer), se generaba un pequeño portal que les permitía viajar al pasado. La energía arcana de las piedras mantenía abierto el portal el tiempo suficiente para que Asta cruzara y buscara a su objetivo en la línea temporal pasada.

Aunque el mecanismo exacto seguía resultando un misterio, Asta se aferró a la esperanza de que usar correctamente el poder de las rocas le permitiría reescribir la historia y evitar el fatídico día donde casi se extingue la humanidad.

Asta llevaba ya cinco largos años viajando al pasado, aproximadamente 20 a 25 años atrás en el tiempo. Y en cada uno de esos viajes, hacía lo mismo: buscaba y asesinaba a sangre fría a Julius Novachrono, el mago que, había desatado la catástrofe al alterar el flujo del tiempo.

Pero nada cambiaba. Todo seguía exactamente igual después de cada viaje. El mundo seguía sumido en la desolación y la desesperanza.

Asta sólo podía realizar estos viajes una vez al año, durante un extraño fenómeno que los antiguos textos denominaban "luna carmesí". En ese momento, la luna se teñía de un rojo intenso como la sangre y permitía abrir el portal temporal.

Este había sido ya el quinto viaje de Asta. Ahora, tendría que esperar un año más, hasta la próxima luna carmesí, para poder intentarlo una vez más...

La espera se le hacía eterna e insoportable. Ver cómo el mundo se desmoronaba ante sus ojos mientras el tiempo para su próximo salto temporal avanzaba con exasperante lentitud. Pero no perdía la determinación. Estaba convencido de que si seguía intentándolo, tarde o temprano lograría su meta...

Con estas reflexiones agobiándole, junto a su hermano adoptivo, emprendió el camino de vuelta a casa, un sendero polvoriento que conocían bien. Avanzaban en un silencio contemplativo, acompañados solo por el crujir de sus pasos sobre la tierra seca.

Mientras seguían caminando, el cielo comenzaba a teñirse con los tonos anaranjados y escarlatas del atardecer, era como un espejo de las luchas internas de Asta. Las sombras alargadas parecían recordarle la sangre derramada en sus fallidos intentos de alterar el pasado.

— En qué fallé esta vez... —se repetía una y otra vez el pelicenizo, atormentado. Su mente era un caos, intentando hallar qué eslabón faltante impedía que sus acciones tuvieran el efecto deseado.

— No te sigas torturando con eso, hermano —le dijo Liebe, posando una mano sobre el hombro de Asta en señal de apoyo—. El futuro no se puede cambiar. Por más que trates, hay cosas que están fuera de nuestro alcance cambiar.

Asta apretó los puños con impotencia, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

— ¡Pero los pergaminos indicaban que la línea del tiempo ya debería estar alterada! —exclamó frustrado—. Si elimino a Lucius, el causante de todo, antes de que pueda convertirse en paladin, entonces este futuro de muerte y desolación no debería existir. ¡Algo se me tiene que estar pasando por alto!

Liebe miró a su hermano adoptivo con ojos llenos de compasión. Compartían el mismo dolor, la misma culpa. Pero él ya se había resignado a cargar con ese peso el resto de sus días.

— Incluso sin Lucius...este mundo sigue igual —murmuró Liebe—. Tal vez algunas cosas no están destinadas a cambiarse, por más que lo intentemos.

Asta iba a replicar, pero se detuvo al analizar con más detenimiento las palabras de su hermano. De pronto, un relámpago de lucidez cruzó su mente.

— Tienes razón, Liebe. ¡He cometido un error garrafal! —exclamó, dándose una palmada en la frente—. Cuando Licht asesinó a Julius, él revivió convertido en un niño dentro de esa cápsula en el bosque. Su esencia sigue existiendo... Por eso nada cambia.

— Ahora solo nos queda esperar a la próxima luna carmesí —comentó Liebe—. Solo quedan piedras para un viaje más...

— Lo sé...

Después de caminar un rato más, habían llegado a la pequeña cabaña que compartían a las afueras del poblado. De pronto, la puerta se abrió de golpe. Mimosa salió corriendo y se arrojó a los brazos de Asta, estrechándolo con fuerza en un abrazo.

— Mi amor, ya estás en casa —murmuró, con lágrimas en los ojos al sentir el sufrimiento de su esposo.

Detrás de ella, su pequeña hija, Mika (una pequeña niña, con ojos verdes y cabello anaranjado), los observaba desde el quicio de la puerta. Asta le dedicó una débil sonrisa, jurándose a sí mismo que seguiría luchando para darle un futuro mejor. Un futuro de esperanza.

Cuando Asta se separó de su mujer, su hija se acercó corriendo hacia él, lo abrazo con fuerza. Mimosa decidió entrar a su hogar, dejando a su hija con su padre.

— Papi, ¿a dónde fuiste esta vez? —la niña preguntó, con una mirada llena de curiosidad e inocencia.

Asta se agachó para estar a la altura de su hija.

— Fui muy lejos, en busca de darles a ti, a tu madre... y a todos un... futuro mejor —respondió con una sonrisa suave, tratando de ocultar la complejidad de sus acciones.

— ¿Un futuro mejor? ¿Qué fue lo que pasó? Mami nunca me dice lo que pasó, ni el tío Liebe —la voz de la niña reflejaba una mezcla de curiosidad y confusión.

Asta extendió su mano y acarició con ternura la cabeza de su hija.

— No tienes que preocuparte por eso ahora —le dijo suavemente—. Lo importante es que estamos juntos.

La niña, aunque sabía que le ocultaban algo, decidió no insistir más en el tema. En cambio, cambió el rumbo de la conversación con la espontaneidad propia de su edad.

— Papá, ¿quieres jugar conmigo?

Asta sonrió, dejando de lado por un momento las preocupaciones que lo acosaban. Se levantó y asintió con entusiasmo.

— Claro, ¿qué te gustaría jugar?

Juntos comenzaron a jugar a la pelota en el jardín, riendo y corriendo bajo el atardecer. Mientras jugaban, Asta aprovechó para preguntarle sobre su día.

— ¿Cómo te fue en la escuela hoy? ¿Qué aprendiste?

La niña, con una sonrisa radiante, comenzó a contarle sobre su día, sus clases y todo lo nuevo que había aprendido.

Desde una ventana, Mimosa observaba la escena con una sonrisa. A pesar de las dificultades y los secretos que pesaban sobre la familia, ese momento de unión y alegría. La imagen de Asta jugando con su hija llenaba su corazón de calidez y esperanza.

Asta se sentó en el porche de la cabaña observando el anochecer. Mimosa se acercó en silencio y se sentó a su lado, apoyando la cabeza sobre su hombro.

— Te traje esto —le dijo Asta, pasándole la carta—. La guardé todo este tiempo. Léela, me gustaría que la tuvieras tú ahora.

Mimosa desdobló el papel con delicadeza y leyó las palabras que ella misma había escrito tiempo atrás. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

— Es hermosa...—susurró— captura a la perfección lo que sentíamos el uno por el otro. Bueno... que aún sentimos.

Asta la miró con ternura y le secó las lágrimas.

— Tú la escribiste, así que refleja tu belleza interior —dijo él—. Lamento haber tenido que dejarlas para emprender este viaje.... Pero es la única forma de intentar arreglar las cosas.

— Lo sé, mi amor. Sé que lo hiciste por nosotros, por darle un futuro mejor a nuestra pequeña —respondió Mimosa—. Pero ya no puedo soportar esta agonía de verte partir una y otra vez. Siento que un pedazo de mí se va contigo cada vez que cruzas ese portal.

Asta tomó las manos de su esposa entre las suyas. La miró directo a los ojos.

— Mimosa, el próximo viaje... será el último —Asta declaró con resolución—. Quedan rocas suficientes para un intento más y esta vez no fallaré. Encontraré la forma de evitar que Lucius concrete sus planes y así poder corregir el pasado de una vez por todas.

Mimosa lo observaba, sus ojos reflejaban muchas emociones. El miedo y la esperanza bailaban en su mirada, mientras sus manos se retorcían nerviosamente. La penumbra del crepúsculo rodeaba la escena, añadiendo un tono melancólico al momento.

— ¿Estás completamente seguro de que funcionará esta vez? —preguntó con voz temblorosa, buscando en los ojos de su esposo una certeza que calmara su inquietud.

Asta sostuvo su mirada.

— Sí, mi amor. Confía en mí —respondió, con voz más suave, pero con una firmeza inquebrantable. En lo más profundo de su ser, las dudas acechaban como sombras furtivas, pero sabía que debía mantenerse fuerte, por Mimosa, por todos—. Encontrare la manera.

En un movimiento fluido, Mimosa se acercó a Asta, buscando consuelo en su abrazo. Sus hombros temblaban ligeramente mientras las lágrimas comenzaban a fluir, liberando el peso de un miedo contenido. Asta la rodeó con sus brazos en un gesto protector, su rostro reflejaba una mezcla de determinación y cariño.

Ambos se quedaron así, abrazados, mientras las estrellas adornaban el cielo. La luz de la luna envolvía la escena, creando un contraste entre la oscuridad que se avecinaba...

Mimosa se encontraba sola en su habitación, donde la tenue luz de la lámpara dibujaba sombras sobre las paredes, cual niño haciendo garabatos en un papel. Sus ojos se fijaban en el retrato de su familia, una imagen que evocaba una felicidad que parecía desvanecerse con el tiempo. Aquella fotografía, mostrando a Asta, a ella y a su hija sonriendo, era un recordatorio de que no todo era oscuridad.

Cada vez que Asta partía en sus viajes temporales, un miedo profundo se anidaba en el corazón de Mimosa. Temía que en su afán por corregir los errores pasados, perdiera de vista el presente que compartían. Con cada despedida, sentía como si una parte de su alma se desgarrara, aumentando el temor de que, en alguna de esas partidas, él no volviera.

«¿Cuándo volverá papá? —la voz inocente de su hija resonaba en su mente, una pregunta sencilla que le repetía su pequeña hija cada vez que Asta marchaba, y se convertía en un eco doloroso en su ser».

Asta le había asegurado que solo quedaba un viaje.

Pero una parte de Mimosa quería aferrarse a esa promesa, a la esperanza de un final a las despedidas. Pero otra parte, una voz temerosa en su interior, dudaba. ¿Y si ese último viaje les arrebataba lo poco que les quedaba? ¿Y si Asta se perdía en su cruzada, dejando de lado su rol como esposo y padre?

Con las lágrimas surcando su rostro, Mimosa se acercó a la ventana. Observó el cielo nocturno, buscando respuestas entre las estrellas. Su amor por Asta era inquebrantable, pero sabía que, a veces, el amor exigía pronunciar las palabras más difíciles...

Más tarde, antes de dormir...

Mimosa, con un temblor en su voz que no logró esconder su firmeza, hizo una petición a Asta que lo dejó sin palabras.

— Asta... no quiero que vuelvas a viajar al pasado —le dijo, intentando ocultar el miedo que le carcomía por dentro.

Él la miró, incapaz de ocultar su sorpresa ante tal solicitud inesperada.

— Pero mi amor, este tema ya lo hemos discutido. Tengo un deber; le hice una promesa a todos —argumentó Asta, mientras un pesar que había intentado ocultar empezó a hacerse evidente.

— ¿Y si no vuelves? No podría soportarlo, y nuestra hija tampoco —Mimosa volvió a insistir, su preocupación era evidente en cada palabra que pronunciaba.

En respuesta, Asta la abrazó, intentando transmitirle una seguridad que él mismo empezaba a cuestionar.

— Te prometo que esta vez será diferente, confía en mí —le susurró, intentando calmarla.

A pesar de sus palabras, la duda seguía albergándose en su interior.

Fue entonces cuando Mimosa expresó una preocupación que lo dejó reflexionando profundamente...

— Incluso si lo consigues... han pasado ya 20 años desde aquel día... Si lo logras... ¿todo el mundo despertará como si nada hubiese ocurrido? ¿Cambiará todo? Y si Mika desaparece debido a los cambios...

Asta no había pensado en esa posibilidad.

— Supongo que sí, realmente no sé qué sucederá al modificar el pasado. Estamos entrando en un territorio desconocido —admitió, mostrando su preocupación.

— ¿Y has pensado que tal vez con tus viajes no estás cambiando nuestro mundo, sino creando otros nuevos? —Mimosa planteó la pregunta con una calma que invitaba a la reflexión.

La idea de que sus acciones pudieran estar creando realidades paralelas introdujo una duda significativa en las convicciones de Asta. Se quedaron en silencio, sumidos en sus pensamientos sobre la complejidad del tiempo y el destino.

— Lo he considerado, sí —Asta finalmente rompió el silencio—. Pero, ¿qué otra opción tengo? Si hay una posibilidad de corregir los errores del pasado, de salvar a aquellos que perdimos, ¿no debería intentarlo?

Mimosa lo miró, su expresión era una mezcla de admiración y temor.

— Entiendo tu deseo de proteger y salvar, pero ¿a qué costo? —su voz se quebró ligeramente—. Estás arriesgando tu presente, nuestro presente, por un pasado que tal vez esté destinado a permanecer como está.

— No había visto las cosas desde esa perspectiva —confesó Asta, sus ojos reflejaban un tormento interno—. Pero, ¿y si mi intervención es lo que nos lleva a un futuro mejor, no solo para nosotros, sino para el mundo entero?

— Esa es una gran apuesta, Asta. Y no solo estás apostando tu futuro, sino el de todos. Incluso el más mínimo cambio puede tener efectos que ni siquiera podemos comenzar a comprender —Mimosa respondió, su tono era firme, a pesar de la incertidumbre que la rodeaba.

— Pero... —Asta comenzó, buscando las palabras correctas.

— No hay garantías en los viajes en el tiempo. Podemos perderlo todo en un instante —Mimosa lo interrumpió, con su voz ahora más decidida—. Pero... Te apoyaré y te seguiré apoyando, solo se cuidadoso por favor...

La conversación los llevó a un estado de reflexión más profundo sobre las implicaciones de alterar el tiempo. Asta, movido por el amor y la determinación, pero ahora también cargando con el peso de las consecuencias de sus acciones, se encontraba en una encrucijada entre el deseo de cambiar el pasado y la responsabilidad hacia su presente y futuro.

— Te escucho, Mimosa, y entiendo tus preocupaciones —Asta finalmente dijo, tomando sus manos entre las suyas—. Seré cuidadoso... No quiero perder lo que más valoro en este mundo, a ti y nuestra hija.

Asta se movía con una agilidad sobrenatural, zigzagueando en el aire como una mariposa que danza entre llamas mortales. Surcaba los cielos del reino, enfrentándose en un duelo frenético contra los clones de Lucius, que parecían surgir de la nada, mientras sus ojos capturaban cada batalla que ardía con furia en el campo de guerra: Noelle enfrentándose a Acier en un choque de fuerza, Yami, Ichika y Natch uniendo sus magias oscuras contra Morgen en una danza de oscuridad, y Mereoleona, con la fuerza de un volcán furioso, luchando codo a codo con su hermano contra Morris. Los Black Bulls, como una tempestad imparable, desataban su furia contra algunos clones de Lucius.

La batalla de Noelle culminó con un estruendo acuático, derribando a Acier quedando Noelle muy agotada. Los hermanos Yami, junto a Natch, finalmente lograron silenciar a Morgen. Y Mereoleona, con la ayuda de su hermano, incineró la amenaza que Morris representaba. La esperanza de victoria iluminaba el horizonte, un sueño casi hecho realidad...

Pero entonces, la realidad se torció en una pesadilla viviente... Un cuerpo cayó abruptamente junto a Asta, quien se quedó petrificado, con los ojos abiertos hasta el límite y su semblante era de shock y horror.

El cuerpo de su rival, que también era su hermano, se desplomó de manera abrupta a su lado, interrumpiendo el frenesí de su combate. Yuno yacía sin piernas, su figura era un espectáculo de mutilación. Sus entrañas se derramaban de su torso en un espectáculo grotesco, rodeado por un lago de sangre que teñía la tierra a su alrededor. El esfuerzo titánico por sostener su magia más potente, el 'Neverland' –un hechizo que amplificaba el poder de sus aliados mientras mermaba el de sus adversarios–, le había cobrado un precio devastador, debilitándolo gradualmente hasta que finalmente cayó, vencido por el verdadero Lucius.

A medida que el efecto del Neverland se esfumaba, los grimorios de Yuno comenzaron a desvanecerse. Asta, paralizado por el horror al presenciar la escena, corrió a socorrer a su rival, arrodillándose a su lado en un gesto de desesperación. Pero no pudo hacer otra cosa más que ser testigo del escape del aliento de vida del cuerpo desfigurado de Yuno.

— Derrota a ese desgraciado... —fueron las últimas palabras que Yuno articuló antes de exhalar su último suspiro.

Asta, incapaz de asimilar la magnitud de lo ocurrido, sintió una oleada de ira invadirlo. Con los dientes apretados y un agarre firme en su katana, se preparó para enfrentarse nuevamente a los clones... Sin embargo, al buscar a sus enemigos, descubrió que el campo de batalla estaba vacío. Elevando su mirada hacia el cielo, se topó con todos los Lucius realizando un extraño ritual.

Desde cada ser del mundo, comenzaron a desprenderse diminutas partículas luminosas, era la esencia de su magia siendo sustraída, robada por Lucius. Sin darle tiempo al miedo o a la duda, Asta se propulsó con determinación hacia el cielo, hacia donde los clones extendían sus brazos en una pose que recordaba a figuras crucificadas, drenando la magia del mundo.

Fue entonces cuando un impacto devastador lo arrojó de vuelta a la tierra. El verdadero Lucius, en una demostración de poder supremo, le había propinado un fuerte golpe que le rompió varios huesos.

Cuales aves presas del pánico, todos los magos se elevaron hacia el firmamento, sintiendo cómo la esencia de su ser era sustraída, robada, hilos invisibles de magia eran arrancados de sus almas. Pero en su ascenso, el destino les tendió una emboscada; a mitad de camino, como hojas arrancadas por el viento otoñal, cayeron en un desplome colectivo hacia la tierra. Entonces, un resplandor deslumbrante, y cegador, envolvió el mundo, anunciando que Lucius se había convertido en el receptáculo de toda la magia del mundo, un ladrón de esperanzas en un trono de luz.

Consternación, miedo, derrota.

Esos sentimientos se tejieron en los rostros de los magos y la gente de los cuatro reinos, como una tela de desesperanza sobre la cual se bordaba el final de su era. Los grimorios, esos testamentos de poder, se desplomaron al suelo, reducidos a meros tomos de papel y cubiertas, pues ya ninguno poseía poder mágico.

Asta, por dentro, era el escenario de una tempestad de emociones, un mar embravecido en el que olas de desesperación y coraje luchaban por dominar.

— Ahora, todos morirán para renacer como paladines y crear un mundo mejor —la voz de Lucius, imperturbable como el curso del tiempo, se propagó a través del reino, anunciando el inicio de una era sombría.

Después de suscitar esas palabras, los clones, como heraldos de un nuevo orden oscuro, empezaron a reunir enormes cantidades de poder mágico, con un propósito nefasto: aniquilar la vida de todo ser viviente.

Una colosal ola de energía se precipitaba lentamente hacia el reino Trébol, cuando, de repente, una enorme espada la dividió en dos mitades; era Asta, desbordante de furia.

Instantes después, Lucius y sus réplicas encerraron a Asta en un círculo, con el joven guerrero en el epicentro de su formación.

— Tú, por otro lado, debes perecer —proclamó el verdadero Lucius, señalando a Asta con aire de superioridad—. Eres un fallo en este mundo, el error del mundo.

Acto seguido, se desató un combate despiadado, enfrentando a Asta contra Lucius y sus clones. Asta se defendía con habilidad; mientras que los hechizos erraban en su intento de alcanzarlo, los golpes físicos sí representaban una amenaza. No obstante, con su Zetten, el pelicenizo lograba desviar esos ataques, y los que no, poco a poco lo comenzaban a herir.

Los clones comenzaron a caer, uno tras otro, como si fueran sombras disipándose bajo el implacable sol del mediodía. Los observadores, consumidos por la tensión y la impotencia, solo podían mirar, mientras Asta, la única chispa de esperanza, enfrentaba solo la adversidad sin precedentes.

El agotamiento marcaba cada gesto de Asta, sus maniobras se tornaban caóticas, apenas sosteniendo el filo de su Zetten contra la embestida implacable de Lucius, cuyos puños eran más duros que las rocas.

«Mierda... a este ritmo —Asta meditaba, mientras desviaba los embates furiosos de Lucius—. Liebe, es hora de intentar aquello otra vez».

«Haré lo posible —la voz de Liebe retumbaba en su mente, teñida de determinación».

Con una serie de cortes que desgarraban el aire, Asta repelió a Lucius, envolviéndose en un manto de antimagia. Cerró los ojos, sumergiéndose en una concentración profunda. Lucius, con una mirada cargada de anticipación, consideraba su próximo movimiento, pero se detuvo en seco al presenciar una transformación singular emanando de Asta.

El quinto cuerno emergía nuevamente, coronando su cabeza con una presencia ominosa.

Desde ese momento, los golpes de Lucius resultaron infructuosos, como si intentara derribar un muro de concreto con el toque de una pluma. Asta permaneció inquebrantable, como una imponente fortaleza frente a la tempestad de puños, cada ataque de Lucius rebotaba en su cuerpo, sin causarle daño alguno.

Lucius, con cada golpe fallido, se encontró con la indomable determinación de Asta, sus esfuerzos por infligir daño resultaban tan vacíos como arrojar piedras al mar. Era el testimonio de un poder que rebasaba lo imaginable, Asta no solo había resistido el asalto, sino que se erigía invulnerable ante la furia de su adversario.

Entonces, como una plaga emergiendo de las sombras, más clones se materializaron ante Asta, cuya mirada se endureció ante ellos. Sin embargo, en un giro inesperado, los clones se esfumaron de su campo visual, iniciando un asalto despiadado contra los civiles inocentes, ahora desarmados.

Sangre, sangre y más sangre, un río carmesí inundaba el escenario.

De repente, el aire se cargó con el aroma ferroso de la sangre de inocentes, víctimas ahora despojadas de toda defensa.

— ¡Cobarde! —gritó Asta, arrojándose hacia el frenesí para proteger a las víctimas, pero su esfuerzo se diluía en la vastedad del horror. Por cada clon que caía bajo su furia, dos más surgían, como hidras multiplicándose en la batalla.

La desesperación se aferró al antimago como una sombra vengativa, lo envolvió en un manto de terror sanguinolento. Dondequiera que posara su mirada, solo encontraba un macabro festín de carnicería: cuerpos desgarrados, miembros cercenados y sangre que fluía como un río de pesadilla.

En ese instante, su corazón comenzó a desmoronarse, como un castillo de naipes ante una tormenta infernal. Sus ojos se clavaron en la escena dantesca frente a él, mientras su capitán, sucumbía de manera brutal. Un clon de Lucius lo decapitó con un movimiento que parecía extraído de las peores pesadillas, y la cabeza de Yami rodó por el suelo como una pesada corona de sangre. La escena se repitió de manera aterradora cuando Ichika, la hermana del capitán, sufrió el mismo destino cruel, su cabeza se desprendió de su cuerpo, elevándose como un grotesco pájaro antes de caer al suelo.

La ira abrasaba a Asta, una ira que trascendía lo común, mientras su mente se llenaba de emociones turbias, amenazando con desgarrar su cordura. Con una determinación feroz, el antimago hizo justicia al asesinar al clon responsable de segar las vidas de los últimos descendientes del clan Yami.

Las lágrimas brotaron de sus ojos como lluvia ácida, trazando surcos en sus mejillas mientras sus ojos se posaban en los cuerpos decapitados de su capitán y su amiga. La brutalidad de la escena era como, una pesadilla hecha realidad que resonaba en su mente, sin ningún atisbo de lo que una vez fue su mundo.

Pero su breve momento de duelo y shock fue interrumpido abruptamente por los gritos cercanos, como el ulular de un lobo en plena cacería.

Al girar la mirada hacia sus compañeros de los Blackbulls, una visión aterradora se reveló ante sus ojos.

Sus amigos, aquellos que compartieron innumerables batallas y risas, sufrieron una masacre brutal e impía. No tuvieron oportunidad de defensa alguna, sus vidas fueron arrebatadas en un abrir y cerrar de ojos sin piedad, asesinados a sangre fría. Vanessa perdió la cabeza de forma inmisericorde, Gauche y Grey fueron partidos por la mitad, Charmy quedó despedazada en pedazos grotescos. Gordon, fue separado en tres partes con sus vísceras expuestas, mientras que Henry llevaba un agujero en su pecho como una siniestra hondonada. Luck y Magna eran prácticamente irreconocibles, convertidos en una masa de pure de carne informe. Y Natch yacía desmembrado y desfigurado de manera brutal.

El corazón de Asta se desgarró aún más al presenciar esta carnicería de pesadilla.

El tiempo pareció estirarse, como una lenta agonía, mientras sus lágrimas caían como lluvia de tristeza incesante. Los gritos desgarradores de las personas indefensas, continuaban llenando el aire, cual coro de sufrimiento interminable. Lucius, el verdugo de todos, no mostraba piedad en su ejecución, Lucius estaba ejecutando a todos, no solo en Trébol, sino en los reinos restantes también, la Pica, el Corazón, el Diamante y el Sol. La muerte y la destrucción se extendían como un manto oscuro y siniestro sobre todo lo que una vez fueron reinos prósperos.

Asta se dio cuenta de que tenía que ir por el verdadero Lucius, quien lo miraba con una sonrisa sádica desde lo alto del cielo ensangrentado.

Entonces, como movido por una fuerza que nacía del odio y el rencor, se lanzó hacia él dejando que la rabia lo dominara por completo. A simple vista no parecía haber cambiado, pero el torrente de emociones negativas que lo inundaba -rabia, odio, rencor- parecían potenciar su antimagia a niveles abrumadores.

Lucius comenzó a preocuparse al ver la determinación asesina en los ojos de Asta. Pensaba que ver morir a sus amigos lo quebraría, pero había despertado en él a una bestia sedienta de venganza.

Asta invocó todas sus espadas antimagicas, haciéndolas girar a su alrededor, orbitándolo como asteroides errantes mientras avanzaba implacable hacia Lucius. En su mano empuñaba su katana, lista para asestar el golpe final. Su mirada era la de un depredador acechando a su presa.

Lucius entendió demasiado tarde que había subestimado la voluntad del antimago. El cazador se había convertido en la presa.

— ¡Zetten! —vociferó Asta.

Lucius a duras penas logró esquivar el devastador corte antimagico. Solo sus cuernos fueron desprendidos de su cabeza.

Pero Asta estaba lejos de detenerse. Cargó contra él propinándole una potente patada que lo estrelló contra el suelo agrietándolo. Sin darle respiro, comenzó a lanzarle una ráfaga de precisos cortes con sus espadas, mientras se lanzaba al suelo para rematarlo. No pensaba darle ni un instante de tregua a su oponente.

Lucius se incorporó rápidamente esquivando por muy poco la hoja de la katana que buscaba su garganta. Estaba desconcertado, pues ni todo el poder mágico del mundo parecía capaz de doblegar el feroz embate de la antimagia. Los ataques físicos ya no surtían efecto desde que Asta había desarrollado su quinto cuerno demoníaco.

Entonces, en un intento desesperado por sobrevivir, Lucius optó simplemente por esquivar los tajos, estocadas y embestidas del poseso Asta, cuyos ojos inyectados en sangre solo reflejaban odio puro.

Pero a Asta eso no le bastaba. Se enfurecía más y más, no solo por la evasiva estrategia de su rival, sino también por la masacre que se desataba a su alrededor.

La mente de Asta se aclaró de pronto, buscando desesperadamente una estrategia para derrotar a Lucius antes de que culminara su asimilación, lo cual significaría el fin absoluto. Era obvio que Lucius sólo ganaba tiempo para que su asimilación llegara a su fin, y Asta lo sabía.

Entonces, en un ardid desesperado, fingió desplomarse agotado contra el suelo polvoriento, quedando boca abajo pero sin soltar su katana, cuya empuñadura apretaba con fuerza hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Lucius no pudo evitar sonreír con malicia.

— Ese poder tuyo sí que es molesto, pero tiene un límite —dijo mientras se acercaba lentamente para rematar a su presa.

Fue entonces que Asta vio su oportunidad y lanzó su ataque, invocando hasta la última reserva de antimagia que le quedaba.

— ¡ZETTEN! —Asta vociferó.

La letal técnica, impactó de lleno a Lucius, partiéndolo limpiamente en dos mitades que cayeron inertes al piso. La fuerza del golpe fue tal, que el mismo cielo se partió en dos, tal cual como las leyendas antiguas del Zetten decían de su creador.

Asta se levantó tembloroso, sintiendo que las fuerzas lo abandonaban por completo. Su cuerpo estaba maltrecho, cubierto de hematomas y fracturas tras la feroz batalla.

El grimorio de Lucius comenzó a desvanecerse en el aire, al igual que los clones que masacraban a diestra y siniestra. Lo que quedaba del cuerpo de Lucius se irguió trabajosamente, incapaz de curar la herida mortal que Asta le había infringido. Pero aún conservaba suficiente mana para asestar un último y desesperado golpe.

— Cumpliré mi palabra... y eliminaré la imperfección de este mundo —masculló Lucius, mientras la vida se le escapaba por la herida abierta en su torso.

Reuniendo toda la energía que le quedaba, lanzó una devastadora ráfaga de magia pura contra Asta.

El pelicenizo intentó alzar su espada para partir el ataque en dos, pero su brazo no le respondía. Estaba completamente exhausto, su cuerpo no daba más. Solo pudo observar, impotente, cómo la mortífera ráfaga se acercaba para borrarlo de la existencia.

Fue entonces cuando una figura se interpuso entre él y el fulminante impacto. Una mujer llegó corriendo y lo empujó lejos, recibiendo ella toda la descarga de lleno.

Asta vio como si fuera en cámara lenta cómo los cabellos plateados de la mujer se agitaban ante el impacto.

Asta vio un destello cegador y luego a su salvadora desplomarse. Era Noelle, con una débil sonrisa dibujada en su rostro ensangrentado. De pronto, comenzó a vomitar sangre a borbotones. Tenía un enorme agujero en su abdomen, que la atravesaba de lado a lado.

—Asta... —lo llamó en un hilo de voz.

Asta se acercó y no pudo contener un alarido de horror al verla en ese estado. Incapaz de articular palabra, actuó por puro instinto y desgarró su polera, intentando de forma desesperada hacer un torniquete con los jirones de tela. Pero fue en vano, la herida era absolutamente letal.

— ¡Ayuda, alguien por favor! —gritó con la garganta desgarrada por el dolor, mientras levantaba el cuerpo agonizante de Noelle entre sus brazos. Buscó frenéticamente algún indicio de vida alrededor, pero solo encontró destrucción y muerte.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, limpiando surcos en la sangre y el hollín que lo cubrían. Noelle, su mejor amiga, su compañera...se estaba desangrando frente a él sin que pudiera hacer nada. La impotencia lo consumía como las llamas del mismísimo infierno.

Pero no había nadie con vida alrededor, sólo un mar de cadáveres y sangre a dondequiera que Asta mirara. Las lágrimas no dejaban de brotar de sus ojos, bañando el pálido rostro de Noelle mientras la sostenía. Entonces, sus piernas cedieron y cayó de rodillas al suelo polvoriento. Noelle quedó tendida en su regazo.

Reuniendo sus últimas fuerzas, ella estiró su ensangrentado brazo e intentó limpiar las lágrimas que surcaban sin cesar el rostro de Asta. A pesar de haber ganado la batalla, él no sentía ninguna victoria. Solo dolor. Un dolor desgarrador al ver morir a todos, y ahora Noelle morir lentamente entre sus brazos.

— ¿Por qué lo hiciste? —le preguntó con la voz quebrada por el llanto.

Noelle intentó hablar, pero sólo pudo expulsar un violento chorro de sangre por sus labios.

— Yo... —murmuró con voz apenas audible—. Escúchame, por favor...

Asta se inclinó sobre ella, pegando su oído a sus labios para captar sus últimas palabras mientras sentía la calidez de la sangre de Noelle empapando sus manos. Era una calidez escalofriante, la vida abandonando poco a poco su lacerado cuerpo.

El corazón de Asta se partía en pedazos al ver a su compañera, su mejor amiga, en ese estado lacerante. Y más aún al saber que se había sacrificado para salvarlo de un ataque que él fácilmente hubiera podido neutralizar. Se sentía morir por dentro, como lo peor de lo peor.

— Gracias... —murmuró Noelle, escupiendo más sangre— por estar siempre ahí. Yo... yo sabía que no estabas muerto —Asta rompió en sollozos desconsolados—. Gracias por darme la fuerza para dejar de ser una inútil —Noelle vomitó más sangre—. Gracias por darme fuerzas para seguir luchando...

Noelle tomó el rostro de Asta entre sus frías manos encharcadas en sangre y, reuniendo sus últimas fuerzas, se alzó para besarlo suavemente en los labios. Luego, su cuerpo se desplomó inerte en su regazo.

— Te amo, Asta... gracias por todo y perdón por tan poco —susurró con su último aliento, antes de cerrar los ojos para siempre.

Asta quedó en estado de shock, con la mirada perdida, el cuerpo de Noelle entre sus brazos. Se sentía completamente roto por dentro, destrozado. Nunca imaginó los verdaderos sentimientos que ella le profesaba. Y dichos de esa forma... no pudo más y se rompió por completo.

La abrazó fuerte contra su pecho, llorando y gritando desconsolado, maldiciendo su debilidad y la injusticia del destino que le había arrebatado a todos sus seres queridos.

— ¡Vamos Noelle, despierta! —le gritaba Asta al cadáver inerte, zarandeándola por los hombros en un intento desesperado por negar la cruda realidad.

Pero ella no respondió. Su piel estaba ahora completamente blanca y fría como el mármol. Sus ojos, que solían mirarlo con ese brillo particular, permanecían cerrados para siempre.

Entonces Asta rompió en un llanto aún más desgarrador, como el aullido de un animal herido. Lloró sobre el cuerpo sin vida de Noelle durante horas, gritando su nombre una y otra vez, hasta que la garganta se le desgarró y su voz se redujo a un graznido ronco.

Pasó sus manos ensangrentadas por el bello cabello plateado de ella, ahora apagado y rígido. Las lágrimas caían sobre su rostro, lavando la sangre seca. Se negaba a soltarla, abrazándola contra su pecho como si así pudiera transmitirle su propia vida.

Fue así, consumido por la aflicción y la culpa, que lo encontró un grupo de supervivientes liderados por Mimosa. Tuvieron que separarlo a la fuerza del cuerpo sin vida de su compañera, mientras Asta pataleaba y gritaba descontrolado por la congoja.

— ¡Ahhhh! —Asta se levantó súbitamente en la oscuridad de la noche, presa de un grito de pavor que desgarró el silencio.

La analepsis había sido muy dolorosa.

El estridente alarido despertó a Mimosa, quien encontró a su esposo llorando desconsolado, con las manos crispadas sobre la cabeza. Sin pensarlo, lo anidó entre sus brazos y lo atrajo hacia su pecho, dejándolo desahogarse mientras lo mecía suavemente.

Ella ya sabía el motivo de su tormento nocturno. No era la primera vez que los terrores de aquel funesto día lo asaltaban en sueños, arrancándolo violentamente de su descanso.

Mimosa también lloró en silencio junto a él, sintiéndose culpable por no haber hecho más aquel día, por no haber logrado sanar a más inocentes antes de que su mana fuera drenado. Solo la suerte de haberse ocultado curando heridos le había permitido sobrevivir. Y esas mismas personas que salvó se contaban ahora entre los escasos supervivientes.

Pero nada de eso aliviaba su pesar ni el de Asta, quien revivía una y otra vez en sus pesadillas el momento en que había perdido para siempre a Noelle. Mimosa sólo podía aferrarlo con fuerza mientras lloraba, intentando mitigar con su calor maternal el frío desolador de los recuerdos.

A la mañana siguiente, después de la angustiante pesadilla, Asta llevaba cargada sobre sus hombros a su pequeña hija Mika camino a la escuelita del poblado.

— Papi ¿por qué llorabas anoche? —preguntó Mika, mientras jugaba con el cabello de su padre.

Asta sonrió con un deje de tristeza.

— No te preocupes mi niña, papi solo tuvo un mal sueño—respondió esquivando la verdad—. Pero ya estoy mejor, no fue nada.

— ¿Seguro papi? Anoche parecías muy triste...—insistió la pequeña.

— Seguro, princesa. Contigo aquí ya no hay nada que pueda entristecerme —dijo Asta dándole un beso en la frente—. Mejor dime, ¿estás contenta de ir a la escuela hoy?

Los ojitos de Mika se iluminaron.

— ¡Sí! Hoy vamos a pintar y a aprender una canción nueva del Señor Alberto —exclamó entusiasmada.

Llegaron a la pequeña escuela y Asta bajó con cuidado a su hija, acomodándole el vestido.

— Pórtate bien y diviértete —le dijo despidiéndose con un abrazo—. Papi vendrá por ti más tarde.

Mika corrió feliz a juntarse con sus amiguitos. Asta se quedó mirándola un momento, y se fue caminando pensativo de regreso a casa.

Asta se encontraba en las afueras de lo que alguna vez fue la majestuosa Capital del Reino Trébol, y que ahora no eran más que interminables ruinas y escombros, mudos testigos de la feroz batalla final.

Caminó por lo que parecía un campo sin fin, donde hectáreas y más hectáreas estaban cubiertas por lápidas y tumbas de todos aquellos que perecieron en la tragedia. Como un general recorriendo un cementerio de guerra, Asta se acercó lentamente a donde yacían sus antiguos compañeros y amigos.

— Les juro que voy a arreglar esto, no descansaré hasta devolverles la vida que les fue arrebatada injustamente —dijo con voz queda.

Llegó ante una tumba donde se leía el nombre "Noelle Silva" y depositó una solitaria flor blanca sobre la fría piedra.

— Noelle... la vida está prosperando nuevamente, hago lo mejor que puedo —comenzó a hablarle, como si pudiera escucharlo—. Tú no te merecías esto, ninguno se lo merecía.

Asta apretó los puños con impotencia.

— Te juro por mi vida que voy a traerte de vuelta, a ti y a todos nuestros amigos. Arreglaré las cosas, cueste lo que cueste —prometió con la voz cargada de determinación.

De pronto, sintió una suave caricia en su hombro. Al voltear, se encontró con la dulce mirada de Mimosa. Sin decir nada, se fundieron en un abrazo que intentaba mitigar el dolor compartido. Juntos enfrentarían un nuevo día, aferrados a la esperanza.

— ¿Cómo me encontraste? —preguntó Asta cuando se separaron del abrazo.

— Tardaste mucho en volver a casa y supuse que estarías aquí —respondió Mimosa con voz melancólica al ver las interminables tumbas.

Ella se agachó sobre la lápida de su prima fallecida, Noelle, y dejó caer algunas lágrimas silenciosas. Asta se arrodilló a su lado y la atrajo hacia sí en un abrazo consolador.

— En mi próximo viaje, en mi último viaje, haré las cosas bien —le susurró Asta al oído—. No volveré a cometer los mismos errores. Esta vez los salvaré a todos, lo prometo.

Mimosa lo miró a los ojos y esbozó una pequeña sonrisa esperanzada entre las lágrimas.

— Sé que si alguien puede cambiar el destino ese eres tú, mi amor —le dijo mientras acariciaba suavemente la mejilla de Asta—. Solo, ten cuidado...

Se pusieron de pie sin soltar el abrazo, dándose mutuo consuelo. Juntos se encaminaron de regreso a casa, con la determinación renacida en sus corazones.

La luna carmesí, como un ojo sangrante en el cielo nocturno, bañaba el mundo en un resplandor siniestro, presagiando el derramamiento de sangre del pasado al que Asta estaba a punto de viajar. Mimosa, con un corazón palpitante y ojos cargados de inquietud, observaba cómo Asta, con manos temblorosas pero decididas, cargaba las últimas piedras rúnicas, empapadas en la esencia de antimagia, preparándose para su último salto en el tiempo.

A su lado, Liebe, con un semblante tan serio que parecía esculpido en piedra, contemplaba la escena. En sus ojos, un brillo de comprensión y temor reflejaba la gravedad del momento. Sabía que esta era la última oportunidad de Asta, su último intento desesperado por corregir las heridas del pasado y traer de vuelta a sus seres queridos.

Cuando todo estuvo listo, Asta se cubrió con su capucha negra, como un presagio oscuro de lo que estaba por venir. Se acercó a Mimosa, y en ese instante, sus ojos se encontraron, comunicando un mar de emociones no dichas. Con delicadeza, la besó en los labios, un gesto tierno y melancólico, sellando una promesa en el silencio de la noche.

— Volveré, te lo prometo. Pronto nos reuniremos de nuevo en un mundo lleno de luz —le susurró Asta al oído, su voz fue como un hilo de esperanza en la oscuridad.

Luego, se giró hacia Liebe, cuyos ojos ahora destellaban con una mezcla de orgullo y preocupación. Asta lo envolvió en un abrazo fraternal, fuerte y reconfortante, un lazo inquebrantable entre dos almas que habían compartido tanto.

— Hermano, cuida de todos mientras regreso. Mantén la esperanza viva —le pidió Asta.

Asta tomó su posición, sus pies firmes en la tierra que pronto dejaría atrás. Miró por última vez a Mimosa y Liebe, grabando sus rostros en su memoria como un amuleto contra la soledad del viaje. Con un movimiento poderoso y preciso, lanzó las piedras rúnicas al aire. Las pequeñas esferas luminosas ascendieron, bailando en el cielo nocturno antes de estallar en una cegadora luz blanca, como estrellas fugaces que rasgaban el velo de la noche.

El portal se abrió ante él, la brecha en el tejido del espacio-tiempo.

Con el corazón lleno de determinación y los ojos fijos en el futuro incierto que le esperaba, Asta cruzó el umbral luminoso, su figura se desvaneció en un destello de luz ante los ojos de Mimosa y Liebe.

Mientras la brecha se cerraba, dejó tras de sí solo el resplandor mortecino de la luna carmesí, Mimosa y Liebe permanecieron en silencio, envueltos en una mezcla de esperanza y temor. Había comenzado la última travesía de Asta...

Asta despertó desorientado y aturdido. Se sentía extrañamente débil y diminuto, como si su mente no encajara en su propio cuerpo. Con esfuerzo, abrió los ojos y escuchó unas voces familiares a su alrededor.

— Es un bebé muy curioso, traía consigo estas extrañas piedras y una nota —dijo una voz que Asta reconoció al instante, era el Padre Orsi.

Pero ¿cómo podía ser? Asta miró a su lado y vio a otro bebé, con el que compartía una cuna. Enseguida supo que se trataba de Yuno. ¿Qué estaba pasando?

Con gran conmoción, Asta se vio reflejado en un espejo cercano. No podía creer lo que veía. Ahora él también era un bebé. Su capucha negra estaba cuidadosamente doblada sobre una silla próxima a la cuna.

De algún modo, su último viaje en el tiempo lo había transportado demasiado atrás, pero algo salió mal, incluso si se transportaba tan atrás, debía de mantener su estado físico, no debía de rejuvenecer. Ahora, por alguna misteriosa razón, estaba viviendo nuevamente su infancia junto a Yuno en el orfanato, más específicamente su llegada a la iglesia.

Asta no lograba entender qué había salido mal. Se suponía que aparecería en otra época. Pero en lugar de eso, se hallaba indefenso en el cuerpo de un recién nacido. ¿Acaso reescribiría su historia desde 0? Aún en shock, Asta lloró desconsolado mientras el Padre Orsi lo arrullaba suavemente. Todo era demasiado confuso en ese momento...

Espero este capítulo haya sido de su agrado y disfrute. 

Fue largo en compensación por la demora.

Nos vemos en el siguiente capitulo, les mando un abrazo a la distancia.

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